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I
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Esa mañana Ernest se despertó ya cansado y no quería responder al teléfono, que sonaba con insistencia. Al final se levantó y cogió el auricular. Del otro lado del auricular le llegó la voz de su amigo Roni, que sonaba más rara que habitualmente.
Ese día parecía que su amigo había arrancado quemando rueda, y Ernest no tuvo siquiera tiempo de decir «¿dígame?» antes de verse arrastrado por una avalancha de preguntas.
—¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Cómo es que no sé nada de ti desde hace una semana? ¡Ni siquiera respondes al teléfono! ¡Se ve que ya no necesitas dinero! ¿Has ganado la lotería?
—No, Roni, no he ganado ninguna lotería y, la verdad, un poco de dinero me vendría bien, pero no sé qué podéis tener en común el dinero y tú —le respondió Ernest con ironía.
—¡Qué buen amigo eres! Yo estoy siempre ayudándote ¿y tú me tratas así?
—¿Qué? —respondió Ernest, que no entendía lo que quería decir su amigo.
—Dentro de media hora estoy en tu casa y te explico todo —dijo Roni, justo antes de colgar.
Ernest se quedó allí, con el teléfono en la mano y una sonrisa en los labios que denotaba la perplejidad por el extraño comportamiento de su amigo. En efecto, le gustaba ver que Roni era su mejor, y, quizá, único amigo, pero la noche anterior había bebido más de la cuenta y estaba hecho polvo, así que decidió darse una ducha.
Extrañamente, se puso de buen humor, aunque no sabía bien por qué. Quizá había sido la ducha, larga y relajante, o quizá la inmediata visita de Roni, que siempre conseguía hacerle sentirse bien. Era el único que había permanecido cerca en los momentos difíciles, animándolo y apoyándolo en sus decisiones. Había estado a su lado cuando había abandonado el equipo de homicidios de Scotland Yard, y cuando Luisa lo había dejado. Ernest no sabía qué habría hecho sin Roni.
Mientras estos pensamientos circulaban por su mente, alguien llamó a la puerta. Era Roni.
—Veo que estás en forma —dijo Ernest a su amigo, el cual, en cuanto vio la expresión de Ernest, comprendió que algo no iba bien.
—Ayer tuviste una noche difícil, ¿verdad? Y no me digas que no, porque te conozco bien. No me puedes engañar —concluyó Roni. Ernest asintió y Roni continuó—: Me apuesto lo que sea a que has visto a Luisa, ¿o me equivoco?
Ernest, que no se esperaba otra cosa, respondió:
—Sí, la vi por casualidad ayer por la noche y me comporté como un auténtico idiota. No pude decirle ni una palabra, simplemente la saludé y ella se marchó. Más tarde la llamé para invitarla a cenar.
—¿Y? —preguntó Roni, seguro de que la respuesta no sería positiva, visto el estado de su amigo.
—Bueno ..., ni siquiera respondió a mi llamada.
—¿Y qué? ¿Cuál es el problema? Si no está en casa no puede responder. No puedes dejar que una cosa así te destruya.
—No intentes consolarme, Roni, es inútil. Está claro que se acabó para siempre. Pero lo que más rabia me da es que todavía no he comprendido qué la hizo marcharse. Pensaba que al dejar mi trabajo como detective podríamos habernos reencontrado, pero en lugar de eso, me dejó.
Tras el desahogo de Ernest permanecieron en silencio durante unos minutos. Después Roni se levantó y le preguntó:
—A propósito, ¿sigues siendo investigador privado o lo has dejado? —y, sin esperar la respuesta de su amigo, continuó—: Tengo un trabajo para ti.
—¿De qué se trata? —preguntó Ernest.
—No lo sé exactamente, pero trabajarías para una persona muy importante.
—¿Y quién sería esta persona importante? —preguntó Ernest, que sentía una gran curiosidad por la oferta.
—James Houg.
Un silbido de aprobación salió de los labios de Ernest.
—¿El banquero? —preguntó.
—El mismo. Venga, ¿qué dices?
—Dime una cosa, Roni, ¿cómo es que conoces a Houg?
—Es un apasionado de las antigüedades, y viene a mi tienda a menudo —dijo Roni—. Por eso nos conocemos. Últimamente tiene un problema y necesita ayuda para resolverlo. Le he hablado de ti y me ha dicho que eres el hombre justo para su caso.
—Pero, ¿no me acabas de decir que no sabes de qué se trata? —preguntó Ernest, mirando a su amigo a los ojos.
—Sí... sí... no sé nada, pero un poco de publicidad nunca hace daño, y tú eres bueno y yo solo he dicho la verdad. Te digo otra cosa: si decides aceptar la propuesta de Houg, ganarás un montón de dinero.
—Escucha, Roni, me parece que sabes mucho más de lo que dices, querido amigo, y, francamente, no entiendo por qué no quieres decirme la verdad. En todo caso, en este momento me apetece trabajar, y, sobre todo, necesito dinero, así que estoy dispuesto a hablar con Houg y saber en qué consiste ese trabajo.
—¿Entonces aceptas? —preguntó Roni, casi gritando de la alegría—. No te preocupes, yo hablaré con Houg para organizar un encuentro; tú, por tu parte, intenta recuperar la forma y mejorar tu aspecto.
—Eso va a ser muy difícil, visto lo poco generosa que la madre naturaleza ha sido conmigo —respondió Ernest, riendo.
—Me alegro de que tengas ganas de bromear, Ernest. Yo tengo que irme ahora mismo; tengo muchas cosas que hacer —dijo Roni, y, después de despedirse de su amigo, salió.
Ernest se quedó solo de nuevo, pero Roni le había contagiado su optimismo de tal forma que empezó a barajar la posibilidad de llamar a Luisa para invitarla a cenar.
Después de darle muchas vueltas la llamó, pero Luisa no respondió y Ernest se acordó de que trabajaba a esas horas. No sabía qué hacer, pero como tenía ocupar todo el día de alguna manera, decidió ir a verla a la tienda en la que trabajaba. Por el camino iba dándole vueltas a cómo podría tomarse ella su invitación, ya que últimamente había decidido evitarlo. Pero luego pensó que no tenía nada que temer, ya que habían estado casados más de dos años.
Distraído por sus pensamientos no se dio cuenta siquiera de que había llegado a su destino. Permaneció fuera un rato, hasta que se armó de valor y entró.
La vio enseguida, estaba allí, más guapa que nunca, y Ernest comprendió que la amaba como nunca había amado a ninguna otra mujer en toda su vida. Podría quedarse allí parado durante horas, mirándola, sin cansarse. Por un momento habría querido dar media vuelta y olvidarlo todo, pero después recuperó su valentía y se acercó.
—Hola, Luisa —le dijo.
Luisa parecía contenta de verlo y esto le hizo sentirse bien.
—Hola Ernest, qué sorpresa; ¿cómo es que estás por aquí? —preguntó.
—Quería disculparme por ayer.
—¿Disculparte? ¿Y por qué? —preguntó Luisa, que, realmente, no entendía nada.
—Bueno..., ayer quería invitarte a cenar y no lo hice, así que querría solucionarlo hoy. ¿Qué te parece?
—Tenía miedo de que fuera algo mucho más grave —respondió Luisa, tranquilizada con la respuesta de Ernest—. Desgraciadamente, esta noche no puede ser, porque ya tengo algo previsto con una amiga. Lo siento de veras, otra vez será —concluyó Luisa, pero Ernest no tenía ninguna intención de aceptar una respuesta así.
—Entonces lo organizamos para mañana —insistió—, tú elijes el restaurante, por mí no...
—Tampoco puedo mañana —le interrumpió ella—, ya tengo algo previsto, pero te prometo que en cuanto pueda te llamaré para que pasemos una velada juntos.
—De acuerdo, no pasa nada. Quería poder disfrutar de tu compañía. Eso es todo. Esperaré tu llamada —dijo Ernest, intentando parecer tranquilo, aunque en realidad se sentía como un gusano pisoteado.
—Bueno... —dijo Luisa—, no quería desilusionarte, pero...
—No es ninguna desilusión, te lo aseguro —la interrumpió Ernest—. Ahora es mejor que me vaya. Tienes que trabajar. Hasta pronto.
Ernest estaba seguro de que Luisa no tenía ningún compromiso como decía, pero no podía comprender la razón por la que no quería salir con él. Sin pensárselo dos veces se paró delante de un bar, entró y se ventiló unas cuantas cervezas.