Читать книгу El Fantasma De Margaret Houg - Elton Varfi - Страница 9

III

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Luisa no podía comprender qué la había empujado a llamar a Ernest e invitarlo a cenara su casa. Ya era demasiado tarde para cambiar las cosas; él iba a llegar en unos minutos. Estaba segura de que durante la cena la conversación iba a tomar una dirección que no le iba a gustar en absoluto. Ernest iba a hacer preguntas legítimas, para cuya respuesta ella no estaba preparada, y eso iba a volver a hacerle daño otra vez. Se sentía estúpida, pero lo que peor le hacía sentirse era que ya no podía hacer nada; solo esperar los efectos colaterales de su brillante idea. Estaba pensando estas cosas cuando sonó el timbre.

Luisa fue a abrir y se sintió terriblemente culpable cuando vio a Ernest con un gran ramo de rosas en una mano y una botella de vino en la otra.

—Las rosas son todas para ti, pero el vino es para mí —dijo Ernest, que se sentía el hombre más feliz sobre la faz de la tierra.

—Son preciosas, pero no tenías que haberte molestado.

—¡Pero qué molestia! Has asumido el difícil desafío de alimentarme esta noche, y esto es lo mínimo que podía hacer para corresponder —respondió Ernest sonriendo.

Luisa permaneció inmóvil delante de la puerta, cogió las rosas pero no supo qué decir. Ernest, que no había perdido el uso de la palabra, preguntó:

—¿No sería mejor entrar, ahora?

—Por supuesto, perdona. Pasa, por favor —dijo Luisa, liberando la entrada.

—Me gusta tu casa, realmente, muy bonita —dijo Ernest en cuanto entró, pero no recibió respuesta—. Supongo que estás a gusto en este apartamento —continuó entonces.

—Sí, a decir verdad me siento muy bien —respondió Luisa, colocando las flores en un jarrón—. Está muy bien, la verdad. Estoy pensando casi en mudarme aquí. ¿Qué te parece? ¿Te gusta la idea?

—No me parece una buena idea que... —Ernest interrumpió la frase—. Dime la verdad: no estás nada contenta de haberme invitado, ¿o me equivoco?

—No, no. Es que me resulta extraño estar cenando contigo otra vez después de todo este tiempo —dijo Luisa, intentando sonreír.

—Han pasado solo diez meses, tampoco es tanto tiempo —murmuró él—. Pero aprecio mucho tu invitación y no veo nada raro en que cenemos juntos. Para mí es lo más normal del mundo y no...

—¿Desde cuándo te has vuelto tan parlanchín? —lo interrumpió Luisa, sonriendo sinceramente.

—¡Qué ven mis ojos! Luisa está sonriendo, no me lo puedo creer —dijo Ernest, bromeando.

Quizá no se podía hablar de sonrisa propiamente dicho, pero, ciertamente, estaba más relajada. Ernest se acercó y la abrazó para mostrar su aprobación.

—Entonces, ¿todo bien? —siguió él—. Ves, no hace falta tanto para sentirse mejor.

—Felicidades, te has vuelto un parlanchín con un agudo sentido del humor. No me lo habría esperado de ti.

—Lo sé. Desgraciadamente tienes una idea equivocada de mí, qué le voy a hacer.

»¿Qué es este olor delicioso que viene de la cocina?

—Lo verás dentro de poco —respondió Luisa.

—Eres una cocinera muy buena. Me has cocinado cosas riquísimas; todavía hoy echo de menos tus empanadillas de carne...

—¿Cómo va el trabajo? —interrumpió Luisa, para cambiar de tema—. Ahora eres investigador privado, ¿verdad?

—Sí, aunque, a decir verdad, no he tenido mucho trabajo. Aunque hace muy poco recibí una propuesta seria.

—¿De qué se trata? Si no es indiscreción... —preguntó Luisa.

—Tengo que atrapar a... una mujer.

—¿Algún marido celoso te ha puesto a vigilar a su mujer? —supuso Luisa, sonriendo—. No consigo imaginarte como un mirón.

—No, te equivocas, no se trata de eso. Sería más fácil. Es mucho más complicado de lo que parece. Desgraciadamente no puedo decir nada más.

—Entiendo, secreto profesional. Ya no te hago más preguntas. Ahora es mejor que cenemos, creo que la cena está ya lista —dijo Luisa, y fue a la cocina.

Ernest se acercó a la mesa y justo cuando iba a sentarse sonó el teléfono. Luisa salió de la habitación y respondió:

—¿Dígame? Sí, está aquí. Te lo paso.

»Es para ti —dijo a Ernest, que se levantó sorprendido y con curiosidad por saber quién lo estaba buscando.

El estupor creció cuando oyó la voz de Roni desde el otro lado del teléfono.

—¿Qué quieres, Roni? —preguntó—. ¿Qué ha pasado?

—Sé que no es el mejor momento para molestarte, pero ha vuelto a suceder.

—¿El qué?

—El fantasma ha aparecido de nuevo y el señor Houg nos está esperando.

—Me importan un bledo el fantasma, el señor Houg e incluso tú, Roni. Todavía no he comido y no tengo ninguna intención de moverme de aquí. ¿Está claro? —respondió Ernest, que estaba realmente enfadado. Pero Roni no tenía ninguna intención de abandonar.

—Sé que me vas a odiar a muerte, pero estaré en casa de Luisa en diez minutos para recogerte e ir a casa del señor Houg.

Ernest no daba crédito a lo que oía. Finalmente había conseguido estar a solas con Luisa y Roni estaba dispuesto a arruinar todo por ese maldito fantasma, que había encontrado la tarde más apropiada para hacer su aparición.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de Luisa.

—¿Hay algún problema? —preguntó.

—Desgraciadamente, sí —respondió Ernest—. Roni viene para acá y tengo que marcharme con él.

—¡Lo siento muchísimo! —dijo Luisa.

—Yo lo siento más. El destino está contra nosotros. Parece que no podemos estar los dos tranquilamente, ¿eh?

Luisa no sabía qué decir. Miró a Ernest y, por la expresión de su cara, comprendió que estaba realmente molesto.

—Bueno, tendremos otras ocasiones para vernos, ¿no crees?

Ernest no respondió enseguida. La miró a los ojos, y habría querido creer que habría otras ocasiones, pero, conociendo a Luisa, sabía que sería muy difícil.

—Lo mejor ahora es abrir la botella de vino, así por lo menos habremos brindado —dijo él.

Luisa asintió y llevó dos copas.

—Este brindis es a nosotros dos, esperando volver a vernos lo más pronto posible, si Roni quiere —dijo Ernest, y acercó su copa a la de Luisa, que hizo lo mismo.

Apenas habían comenzado a beber cuando sonó el timbre.

—Aquí está —dijo él.

Luisa fue a abrir.

—Buenas noches —dijo Roni a Luisa—. Siento molestaros, pero se trata de una emergencia.

—Sí, Roni, sabemos lo mucho que lo sientes, pero ahora será mejor que nos vayamos —dijo Ernest, que se despidió de Luisa y salió. Roni hizo lo mismo.

Después de cerrar la puerta, Luisa permaneció inmóvil en el salón, pensando en lo que había pasado. Ernest la había dejado confundida. ¿A lo mejor lo amaba todavía? ¿Quizá solo era ternura? Un fuerte olor a quemado la hizo volver a la realidad.

—¡Algo huele a chamusquina en esta historia! —dijo.

Mientras se dirigían hacia el coche de Roni este miraba a Ernest, el cual, extrañamente, parecía tranquilo.

—Mejor si vamos con el mío —dijo Roni—. No te preocupes. Usaremos el tuyo otras veces.

Ernest obedeció, fue hacia el coche de Roni, y entró.

Roni no podía hablar; sabía lo importante que era aquella cena para su amigo, pero con gran sorpresa suya fue Ernest quién preguntó qué había pasado.

—Bueno, no sé mucho. El señor Houg me ha llamado informándome de que el suceso ha ocurrido de nuevo.

—¿El suceso? —preguntó Ernest.

—Sí, claramente se refería al fantasma. Por su voz me ha parecido que estaba muy preocupado, y me ha preguntado inmediatamente por ti —concluyó Roni, que miraba a Ernest por el rabillo del ojo, y seguía pareciendo estar tranquilo.

—¿A quién se ha aparecido, esta vez? —preguntó el investigador—. ¿Otra vez a su hijo?

—Probablemente sí. Lo sabremos dentro de poco.

—Tienes razón, Roni, dentro de poco sabremos más.

»Es raro. En este momento tendría que estar cenando con Luisa y no lo estoy. Debería estar furioso contigo pero no lo estoy. ¿Sabes explicarme por qué?

Roni lo miró a los ojos por un instante y se esforzó para encontrar una respuesta.

—Siento mucho lo de la cena, pero estoy contento de ver que no estás enfadado. No sé decirte el por qué. Nos conocemos desde hace muchos años, y siempre me he esforzado por comprenderte, pero creo que seguirás siendo un gran misterio para mí.

Ernest, después de escuchar a Roni, se puso a reír, y le dio una palmada en la espalda.

—Hablo en serio, eres realmente un misterio —continuó el anticuario.

—Pues yo he descubierto esta noche, por primera vez, que eres realmente temerario cuando conduces. Me gustaría llegar entero a casa de tu amigo, pero si sigues conduciendo así la probabilidad me parece verdaderamente baja —le hizo notar Ernest.

—No te preocupes, llegaremos sanos y salvos.

Mientras tanto, delante de los ojos de Ernest apareció la silueta de la casa de Houg, que se iba haciendo más grande según se iban acercando.

Roni no redujo la velocidad ni siquiera cuando, superada la verja de la villa, tomaron el camino interno. Aquella casa era bonita, pero de noche parecía triste, como si no viviera nadie allí; era inerte, y verla daba casi angustia.

Cuando llegaron a la entrada Roni frenó bruscamente. Salieron del coche. No habían tenido siquiera tiempo de llamar cuando la sirvienta abrió la puerta.

—El señor Houg les espera en su estudio —dijo ella, haciendo un gesto para que la siguieran.

Caminaron detrás de ella en silencio, subieron las escaleras y llegaron delante de la puerta del estudio, que estaba abierta.

—Se lo ruego, pónganse cómodos —dijo de nuevo la sirvienta, dando dos pasos hacia atrás.

Cuando entraba, Ernest observó bien su cara y comprendió que estaba asustada.

En cuanto Houg se dio cuenta de su presencia se levantó de golpe y fue a su encuentro.

—No sé cómo disculparme por haberles molestado a esta hora, pero no he podido evitarlo, ya que el fantasma ha aparecido de nuevo.

Ernest se acercó al sillón que estaba delante del escritorio de Houg y después, dirigiéndose al banquero, dijo:

—Esto ya lo sabía. A decir verdad, esperaba aprender algo nuevo.

—Esta vez es mi hija quien lo ha visto —murmuró Houg; después fue a sentarse frente a Ernest.

—¿Y dónde estaba cuando lo ha visto? —preguntó Ernest.

—En la habitación de su hermano. Le estaba haciendo compañía porque Rebecca, la niñera, había ido a la ciudad.

—¿Dónde ha aparecido el fantasma? —preguntó Ernest otra vez.

—En la capilla de la familia, detrás de la casa; se puede ver desde esa ventana —respondió Houg, señalando la ventana que estaba a su izquierda.

Ernest se limitó a volver la cabeza para mirar, y no hizo nada más.

—¿Puedo hablar con su hija? —preguntó Ernest.

—Por supuesto —dijo Houg, y apretó un botón gris que estaba sobre la mesa.

No pasaron ni siquiera treinta segundos cuando entró la sirvienta en la estancia.

—¿Sería tan amable de llamar a Bárbara, por favor? Dígale que el señor Devon tiene que hablar con ella —dijo Houg.

La sirvienta, después de asentir, salió.

Cayó el silencio en el estudio. Roni, que estaba sentado en el diván a la derecha del escritorio, había dejado de respirar. Su silencio se debía a que la historia lo estaba entusiasmando y no veía la hora de escuchar a la hija de Houg para comprender lo que había visto.

Houg, por el contrario, sujetó su cabeza con las manos y, absorto en sus pensamientos, se alejó mentalmente del estudio hasta que, devuelto a la realidad, dijo:

—Estoy tan perturbado que no les he ofrecido nada de beber.

—Yo no necesito nada —dijo Ernest.

—Yo, sin embargo, bebería una copa de brandy —dijo Roni.

—Estoy de acuerdo contigo, una copa de brandy es justo lo que necesito —dijo Houg, y se dirigió hacia un minibar para coger la botella y dos copas.

Mientras tanto, Ernest se había acercado a la ventana y miraba fuera buscando la capilla. Fuera estaba completamente oscuro, mientras que la sala en la que se encontraban estaba iluminada, y Ernest no consiguió ver nada. Después de un rato entró en el estudio una muchacha muy guapa acompañada por la sirvienta.

—Ella es mi hija Bárbara —dijo Houg, dirigiéndose a Ernest—, y él es el señor Ernest Devon y está aquí para ayudarnos —dijo de nuevo Houg, dirigiéndose esta vez a su hija.

—¿Es usted un caza fantasmas, señor? —preguntó irónicamente la hija de Houg.

—No, señorita —respondió Ernest.

—Entonces, ¿es un médium, un exorcista, algo de ese tipo?

—Tampoco —respondió Ernest con mucha tranquilidad.

—Entonces no sé cómo va a poder ayudarnos —dijo Bárbara, pero Houg intervino:

—Por favor, Bárbara, no es correcto hablar así a nuestro invitado; es un investigador privado, y muy bueno. Quiere hacerte algunas preguntas para comprender mejor lo que ha pasado, y yo te agradecería que respondieras.

Bárbara no dijo ni una palabra, después vio a Roni y se acercó para saludarlo; entonces se giró hacia Ernest y dijo:

—Bueno, señor Devon, puede comenzar el interrogatorio, estoy lista.

—Lo primero de todo, no es un interrogatorio, señorita. Como ha dicho antes su padre, solo quiero hacerle unas preguntas para entender lo que ha visto.

—Bien. He visto el fantasma de mi madre y le aseguro que no estoy loca.

—¿Dónde estaba cuando lo ha visto?

—Estaba en la habitación de mi hermano. Rebecca había salido y él no podía dormir; me he asomado un momento a la ventana y he visto algo moviéndose en la capilla. He apagado la luz para ver mejor y...

Bárbara se paró y miró a su padre, que la animó a seguir.

—Y después he visto el fantasma de mi madre —continuó—. Justo después he vuelto a encender la luz y he llamado a Mary Ann, que ha venido rápidamente. Le he contado todo y ella ha mirado por la ventana pero no ha visto nada.

—Pero, ¿usted está segura de que era un fantasma? —preguntó Ernest.

—Bueno…, sí..., sí, estoy segura…, o eso creo.

—¿Qué le hace pensar que se trataba de un fantasma y no de una persona de carne y hueso?

—Una persona de carne y hueso tendría que estar loca para hacer lo que he visto, y además he mirado con atención, y la cara era exactamente la de mi madre y, dado que hace más de un año que murió, solo puede ser un fantasma. No veo ninguna otra explicación. Pero, en realidad, me queda una duda...

—¿Qué duda? —preguntó Ernest.

—Si he visto a mi madre, o a su fantasma, ¿por qué tengo tanto miedo? En el fondo lo que he visto ha sido mi madre; pero en ese momento por poco me desmayo.

—Ahora, por favor, intente recordar la escena entera.

—He apagado la luz, y después me he asomado a la ventana. Al principio no he notado nada extraño, pero después he visto una mujer y diría que se trataba de mi madre. Llevaba un vestido blanco y largo que llegaba hasta el suelo y tenía una rosa roja entre las manos. A lo mejor ha sentido mi mirada, porque me ha mirado y me ha sonreído, casi como si quisiera gastarme una broma. Después ha empezado una especie de danza. Movía lentamente los brazos y la cabeza; eran movimientos muy extraños y, durante todo el tiempo, no ha quitado la mirada de la ventana. No he tenido valor para mirar más y he llamado a Mary Ann.

—Pero Mary Ann no ha visto nada, ¿verdad? —preguntó Ernest.

—Exacto, ella no ha visto nada —respondió Bárbara.

—Esta silueta, ¿estaba dentro o fuera de la capilla?

—La he visto por las escaleras, y después no sé, no me acuerdo bien.

—¿Su hermano ha visto algo?

—No..., no creo. Ha tenido miedo porque me ha visto asustada.

—¿Dónde está ahora?

—Está durmiendo. Por suerte Rebecca ha vuelto rápido y mi hermano, con ella, se ha dormido enseguida.

—He acabado, por el momento, señorita. Espero que esté disponible si tuviera que hacerle más preguntas.

—Por supuesto... —dijo Bárbara, que se volvió hacia su padre para pedir permiso para irse. Cuando lo obtuvo se despidió de Roni y de Ernest y salió de la sala.

—¿Qué piensa? —preguntó Houg a Ernest en cuando salió su hija.

—Todavía no sé qué pensar. Desde luego no se trata de un asunto sencillo —respondió el investigador.

—Esto ya lo sé, si no, no le habría pedido ayuda... —dijo Houg, que antes de seguir se puso de pie, para luego añadir—: Al menos ahora sabemos que mi hijo no ha inventado todo.

—¿Por qué pensaba que su hijo hubiera podido inventar todo? —preguntó Ernest, sorprendido.

—Porque es pequeño y ya sabe cómo son los niños: a menudo vuelan con la imaginación. Basta un simple reflejo de luz y ven dragones, monstruos o fantasmas —respondió Houg.

—En cualquier caso, necesito hablar también con su hijo. Y mientras tanto, si está usted de acuerdo, me gustaría ver la capilla —dijo Ernest.

—Voy con usted —dijo Houg, y accionó de nuevo el interruptor que se encontraba sobre el escritorio.

No pasó mucho tiempo antes de que la sirvienta entrara en el estudio.

—¿Ha llamado, señor Houg? —preguntó.

—Sí, Mary Ann, necesitamos una linterna —dijo él.

La sirvienta salió y los demás la siguieron.

Cuando llegaron al piso de abajo, Mary Ann llevó la linterna.

Salieron al jardín. Houg iba el primero, Roni y Ernest lo seguían. Una vez fuera, Houg señaló la capilla con la linterna. Ernest se fijó inmediatamente en las escaleras e intentó imaginarse el punto exacto en el cual podría haber aparecido el fantasma. Cuando llegó delante de la capilla se volvió hacia la casa y preguntó a Houg:

—¿Dónde está la habitación de su hijo?

—En el segundo piso, la tercera habitación empezando por la derecha —respondió Houg.

Ernest localizó la habitación, después cogió la linterna y anduvo hacia las escaleras de la capilla como si estuviese buscando algo.

—Nada de nada —dijo después de un rato.

—¿Qué esperabas encontrar? —preguntó Roni.

—Algo, lo que sea —respondió misteriosamente Ernest, que acto seguido subió las escaleras y entró en la capilla.

Houg y Roni lo siguieron sin decir nada. Ernest movió la linterna intentando iluminar todas las partes de la capilla, pero no parecía que hubiera encontrado nada. Después, improvisamente, la luz de la linterna iluminó una puerta.

—¿Y esto? —preguntó Ernest.

—Es la puerta de acceso al cementerio de la familia —respondió Houg.

—¿Puedo entrar? —sugirió Ernest.

Antes de que Houg pudiera responder, intervino Roni:

—¿Te parece normal entrar en un cementerio a estas horas de la noche?

—¿Qué pasa, Roni? ¿Tienes miedo? Puedes esperar aquí si quieres. Yo, con el permiso del señor Houg, querría echar una ojeada al cementerio de la familia —replicó Ernest con un tono de burla.

—Por supuesto que puede ir, aunque, francamente, no entiendo qué espera encontrar —dijo Houg.

Ernest se acercó a la puerta y la abrió. Un soplo de aire fresco azotó su cara en cuanto estuvo fuera. Encendió la linterna para leer los nombres escritos en las tumbas. Se paró cuando leyó «Margaret Houg». Se acercó para ver mejor y se dio cuenta de que sobre la tumba había una rosa roja y debajo de la flor, algo más. Cogió el objeto para ver qué era; se trataba de una carta de tarot. Observando bien la carta, leyó: «La muerte».

Había algo extraño; oía una respiración rara, parecía una respiración dificultosa, o quizá de alguien asustado. Entonces decidió meter la carta en su bolsillo, cogió la rosa y se dio la vuelta. La sorpresa fue enorme y casi dio un grito: Houg estaba justo detrás de él, pero no lo había oído llegar y no esperaba encontrarse a nadie.

Su respiración era fatigosa. Tenía miedo.

—¿Qué hay? —dijo Houg.

Ernest no respondió enseguida, sino que esperó unos diez segundos y luego preguntó:

—¿Es usted quien ha puesto la rosa aquí?

—No —respondió Houg.

—Ahora es mejor que entremos —dijo Ernest, y se dirigió hacia la salida. Caminaron a lo largo de toda la capilla, y, un poco antes de que salieran, se apagó la linterna.

—Quizá se han gastado las pilas —dijo Roni mientras descendía las escaleras junto a Houg.

Ernest se quedó detrás un rato, y sintió que le observaban. Levantó la cabeza hacia la habitación del hijo de Houg, pero no vio nada.

Los tres hombres entraron en la casa y se acomodaron en el estudio de Houg.

—Entonces, la rosa no la ha puesto usted —comentó Ernest en cuanto estuvieron sentados.

—Absolutamente no, quizá haya sido mi hija, aunque tengo fuertes dudas al respecto.

—¿Por qué?

—Porque, conociendo a mi hija, no creo que pudiera hacer una cosa similar. Desde que murió su madre no ha ido nunca a visitar su tumba. Bárbara es una muchacha agresiva y terca, y, entre nosotros, no nos llevamos bien. En realidad, tampoco se llevaba bien con mi mujer. Por eso dudo fuertemente de que ella haya puesto la flor... —dijo Houg.

—¿Quizá su hijo, entonces?

—Oh, no, él no sale de casa. La única vez es cuando lo llevamos al hospital, hace un mes. Hace más de un año que no sale.

—¿Cuántos años tiene su hijo?

—Doce.

—¿Y no va al colegio?

—Recibe lecciones privadas tres veces por semana —respondió rápidamente Houg.

Mientras el banquero se levantaba para encender un puro, Ernest extrajo la carta de tarot del bolsillo y lo puso en el escritorio.

Houg lo cogió, lo miró y después preguntó:

—¿Qué es?

—Lo he encontrado junto a la rosa sobre la tumba de su mujer —dijo Ernest.

Houg sujetaba la carta y la miraba fijamente; parecía estupefacto.

—¿Qué quiere decir? —preguntó de nuevo Houg.

—Solo una sola, señor Houg: quien la ha puesto sabe muy bien el significado de esa carta. ¿Hay alguien en la casa que sepa leer el tarot? —preguntó Ernest.

—No, no, nadie —dijo Houg, que después continuó—: Todo esto es absurdo. ¿Alguien ha puesto una carta con un símbolo de muerte sobre la tumba de mi mujer? ¿Significa esto que mi familia y yo estamos en peligro?

—No lo excluyo, señor Houg —respondió Ernest.

—Esto es una pesadilla, y me gustaría salir de ella lo más pronto posible. No tengo miedo por mí, sino por mis hijos —dijo Houg.

Ernest echó una ojeada al reloj y dijo:

—Se ha hecho muy tarde, señor Houg. Roni y yo tenemos que irnos ahora. Mañana por la mañana estaré aquí de nuevo y seguiremos hablando de todo esto.

—De acuerdo, les acompaño a la puerta —dijo Houg.

Descendieron las escaleras y anduvieron hacia el salón.

Ernest se giró y su mirada cayó en el retrato de Margaret Houg. Durante unos instantes sintió escalofríos en la espalda.

—Hasta mañana, pues —dijo Houg dirigiéndose a Ernest en cuanto llegó a la puerta.

—Sí, señor Houg, estaré aquí lo más pronto posible —respondió Ernest.

Houg se despidió de Roni, después se volvió de nuevo hacia Ernest como si quisiera decirle algo, pero después cambió de idea y entró en casa.

Los dos amigos permanecieron en silencio en el coche hasta que, solo después de recorrer unos kilómetros, Roni comentó:

—Es un buen misterio, ¿no te parece?

—Eso parece —respondió Ernest.

—No tengo palabras. Es un auténtico lío. No será fácil.

—Sí, sé que no será fácil, pero quien esté haciendo estos jueguecitos cometerá un error al final y yo estaré listo para atraparlo —respondió Ernest, que luego añadió—: Al menos eso espero.

—Esperemos que todo esto acabe lo más pronto posible y, sobre todo, que nadie resulte herido —dijo Roni.

—Si es lo que yo pienso, es muy probable que toda esta historia acabe muy rápido.

—No me digas que ya tienes un sospechoso —dedujo Roni.

—Quizá.

—Venga, no te hagas el misterioso, ¡habla! —lo animó Roni.

—La hija de Houg.

—¿Qué tiene que ver ella? —preguntó Roni, sorprendido.

—Bueno..., lo primero, ¿has oído lo que ha dicho su padre de ella? Que es una muchacha agresiva y que no se llevan bien; segundo, nadie ha visto el fantasma salvo ella; tercero, ¿te has dado cuenta de su parecido con su madre o no? Conclusión posible: quiere incordiar a su padre y juega a contar historias de fantasmas.

—Lo siento, pero no me convence esta explicación porque: uno, el fantasma lo vio primero su hermano, que tuvo que ser ingresado en el hospital por esto; dos, es cierto que es una chica agresiva, pero me parece exagerado que haya inventado todo esto para molestar a su padre; tres, no entiendo qué tiene que ver que Bárbara se parezca a su madre —expuso Roni.

—A lo mejor me equivoco. Lo cierto es que estoy cansado y poco lúcido. Pero hay algo en su testimonio que no cuadra. No me convence en absoluto.

—¿Por qué no?

—Porque dice que ha visto la cara del fantasma, pero cuando estábamos en la capilla hemos tenido que usar la linterna para tener algo de luz, ¿o me equivoco?

—Eso es verdad —respondió Roni.

—Entonces, ¿cómo ha podido ver bien la cara, si la capilla estaba a oscuras? Y además, ¿cómo recuerda tan bien los movimientos, si dice que lo ha visto solo durante unos segundos?

—No lo sé, Ernest. Será mejor que lo aclares directamente con ella, mañana.

—Exacto, claro que lo haré —respondió Ernest.

El Fantasma De Margaret Houg

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