Читать книгу La bestia humana - Эмиль Золя, Emile Zola, Еміль Золя - Страница 5
Capítulo II
ОглавлениеEn La Croix-de-Maufras, en un jardín cortado por el camino de hierro, estaba situada la casa, tan cerca de la vía, que todos los trenes, cuando pasaban, la estremecían. Bastaba un viaje para que permaneciera grabada en la memoria. El mundo entero, en su relampagueante carrera, sabe que la casa se encuentra ahí, aunque ignoren todo de ella. Siempre cerrada, como abandonada a su suerte, ostentan su persianas grises, manchadas de verde por los aguaceros del Oeste. Un paisaje desierto. Y la casa parece aumentar aún la soledad de aquel perdido rincón, alejado, en una legua a la redonda, de todo ser viviente.
Sólo se ve allí la casa del guardabarreras, situada en el cruce de la carretera de Doinville, a cinco kilómetros de esta población. Baja, con sus paredes agrietadas y sus tejas cubiertas de musgo, parece doblegarse con aspecto mísero en medio del jardín plantado de hortalizas en el que se levanta un gran pozo, tan alto como la casa. El paso a nivel se halla exactamente entre las estaciones de Malaunay y Barentin, a cuatro kilómetros de una y otra. Es, por lo demás, poco frecuentada. La barrera, vieja y medio podrida, apenas si se abre de vez en cuando para dar paso a los carretones de las canteras de Becourt, situadas a media legua de allí, en pleno bosque. No podría imaginarse rincón más apartado de todo ser humano, pues el largo túnel de Malaunay es como una muralla que cierra el acceso, y no se puede llegar a Barentin más que por un descuidado sendero que sigue la vía. Son raras, pues, las personas que visitan aquellos parajes.
Cierta tarde, a la hora de la puesta del sol, en medio de una atmósfera gris y suave, un viajero, que acababa de apearse del tren de El Havre en Barentin, estaba siguiendo, con paso rápido, el sendero que conducía a La Croix-de-Maufras. Aquel terreno no es sino una sucesión ininterrumpida de cañadas y cuestas, que el tren atraviesa pasando por terraplenes y dentro de profundas zanjas. Este cambio continuo de subidas y bajadas, por ambos lados de la vía, hace casi intransitables los caminos, y ello contribuye a aumentar la gran soledad del paisaje. Los terrenos pobres y blancuzcos no se cultivan; grupos de árboles coronan las colinas formando bosquecillos y, a lo largo de los angostos valles, corren arroyos sobre los que proyectan su sombra las hileras de los sauces. Y hay otras zonas cretáceas, completamente desnudas, que se suceden, estériles, en medio de un silencio de muerte. Impresionado, el viajero, que era joven y vigoroso, aceleraba el paso, como para escapar de la tristeza de aquel crepúsculo tan dulce y extraño en estas tierras desoladas.
En el jardín del guardabarreras, se veía, sacando agua del pozo, a una muchacha de unos dieciocho años, alta, rubia y fuerte, de labios gruesos, y grandes ojos verdosos. Tenía la frente estrecha, encuadrada por una espesa cabellera. No era guapa, con sus caderas sólidas y sus brazos duros como los de un mozo. Tan pronto como hubo visto al muchacho que bajaba por el sendero, soltó el cubo y corrió hacia la cancela, arreglada en la villa.
—¡Hola, Jacobo! —exclamó.
El joven levantó la cabeza. Acababa de cumplir los veintiséis años; era de elevada estatura, muy moreno, buen mozo con su rostro redondo, cuyas facciones habrían sido armoniosas sin unas mandíbulas demasiado fuertes. Tenía los cabellos densos y rizados, y su bigote, rizado también, era tan áspero y tan negro que realzaba la palidez de su tez. Al ver su piel fina y sus bien afeitadas mejillas, habrían podido tomarlo por un señorito, de no contrastar tal impresión con el sello indeleble de los de su oficio: la grasa que amarilleaba sus manos de maquinista, manos que, sin embargo, no habían dejado de ser pequeñas y flexibles.
—Buenas tardes, Flora —dijo sencillamente.
Pero sus grandes ojos negros, sembrados de puntitos de oro, parecían cubrirse por un velo rojizo. Sus párpados palpitaban, sus ojos evitaban la mirada de la muchacha, revelando un profundo malestar que rayaba en el sufrimiento, y todo su cuerpo se contraía en un instintivo movimiento de retroceso.
Ella, inmóvil y con la mirada fija en él, había notado este brusco estremecimiento, que le acometía cada vez que se acercaba a una mujer, aunque se esforzase en dominarlo. Al advertirlo, ella parecía volverse grave y triste. Jacobo, ansioso de ocultar su turbación, le preguntó si su madre estaba en casa, pregunta gratuita, pues sabía que estando enferma no podía salir. Flora contestó con un rudo movimiento de la cabeza, y viendo que él deseaba entrar, se apartó para que no la rozase, y volvió al pozo, sin pronunciar palabra, con porte erguido y arrogante.
Jacobo atravesó rápidamente el estrecho jardín y entró en la casa. Allí, en medio de la primera habitación, en una vasta cocina en la que comía la familia y donde pasaba la mayor parte de su vida, encontró a la tía Fasia, como acostumbraba a llamarla desde niño, sola y sentada en una silla de paja junto a la mesa, con las piernas envueltas en un viejo mantón. Era prima de su madre, una Lantier, y también era su madrina, la cual le había acogido en su casa cuando él tenía siete años. En aquel entonces, sus padres se habían marchado bruscamente a París, dejándolo solo en Plassans. Más tarde, había seguido en esta ciudad los cursos de la Escuela de Artes y Oficios. Guardaba a la tía Fasia una profunda gratitud, reconociendo que sólo gracias a ella se había abierto él paso en la vida. Cuando, después de dos años de servicio en la línea de los ferrocarriles de Orleans, había obtenido un puesto de maquinista de primera clase en la Compañía del Oeste, encontró a su madrina casada en segundas nupcias con un guardabarreras llamado Misard y exiliada con las dos hijas de su primer matrimonio a ese rincón perdido de La Croix-de-Maufras. Ahora, con cuarenta y cinco años apenas cumplidos, la hermosa tía Fasia de antaño, tan corpulenta y fuerte, se había convertido en una vieja como de sesenta, enflaquecida, de aspecto amarillento y sacudida por continuos escalofríos.
La señora Misard lanzó un grito de alegría.
—¿Cómo? ¡Tú, Jacobo! —exclamó—. ¡Ah, hijo, qué sorpresa! Jacobo la besó en las mejillas; luego le explicó que acababa
de recibir inopinadamente dos días de permiso forzoso: en la mañana, al llegar a El Havre, su locomotora, la Lisón, había sufrido una rotura de biela y como la reparación no podía quedar terminada antes de veinticuatro horas, no volvería a su puesto hasta la tarde del día siguiente. Con este motivo, había decidido ir a abrazarla. Dormiría allí y saldría de Barentin en la mañana, en el tren de las siete y veintiséis.
Mientras hablaba, retenía entre sus manos las pobres manos encogidas de su madrina. ¡Cuánto lo había alarmado su última carta! —¡Ay, sí, hijo mío, esto va muy mal!... ¡Qué bueno has adivinado mi deseo de verte! Pero sabía lo atado que te tiene tu trabajo, y no me atrevía a pedirte que vinieras. En fin, aquí estás, y ¡si supieras cuánto me llega esto al corazón!
Se interrumpió y dirigió una temerosa mirada por la ventana.
A la expirante luz del día, se veía, al otro lado de la vía, a su marido, Misard, en su puesto de vigilante, en una de esas barracas de madera, situadas a cada cinco o seis kilómetros de la vía y unidas entre sí por el hilo telegráfico que había de hacer más segura la circulación de los trenes. Misard había pasado a este puesto estacionario, después que su mujer y, más tarde Flora, se hubieron encargado de la barrera del paso a nivel.
Como si Misard pudiera oírla, la tía Fasia bajó la voz con un estremecimiento.
—Me está envenenando —cuchicheó.
Jacobo tuvo un sobresalto ante tal confidencia, y sus ojos, al volverse hacia la ventana, siguiendo la mirada de su madrina, se nublaron de nuevo por aquella extraña turbación, aquel ligero velo rojizo que parecía empañar su brillo negro, teñido de reflejos dorados.
—¡Oh, tía Fasia, qué idea! —murmuró—. Parece tan dulce y tan inofensivo.
Un tren que iba a El Havre acababa de pasar, y Misard salía de su puesto para cerrar la vía detrás de él. Jacobo observaba cómo subía la palanca, haciendo aparecer la señal roja. Era un hombrecillo endeble, de cabello y barba pobres y descoloridos, y con un rostro hundido y miserable. Silencioso y tímido, no se enfadaba nunca, y ante sus superiores hacía alarde de una cortesía obsequiosa. Ahora entraba en su barraca de tablas para escribir en el libro de control la hora de paso del tren y pulsar los dos botones eléctricos, de los cuales uno servía para dejar la vía libre desde el puesto precedente, mientras que el otro anunciaba el tren al puesto siguiente.
—¡Ay, no lo conoces! —prosiguió la tía Fasia—. Te digo que me está haciendo tomar alguna porquería. Yo, que era tan fuerte... Habría podido comérmelo, ¡y resulta que es él, ese mequetrefe, ese harapiento, quien me está comiendo!
Presa de un rencor sordo, mezclado de terror, desahogaba su corazón, feliz de tener, por fin, alguien que la escuchara. ¿Dónde había tenido la cabeza al casarse con semejante socarrón y, además, tan mísero y tacaño? ¡Ella, que le llevaba cinco años y que tenía dos hijas ya mayorcitas, de seis y de ocho años! Diez años se cumplirían pronto, desde que había hecho tan brillante negocio, y no había pasado ni una sola hora sin que se arrepintiera. Una vida perra, un destierro en aquel rincón glacial del Norte, donde temblaba de frío; un aburrimiento para morirse, sin tener a nadie con quién hablar, ni siquiera una vecina. Él era un antiguo peón caminero que a la sazón ganaba mil doscientos francos como vigilante estacionario; ella seguía cobrando por la barrera, de la que ahora se encargaba Flora, los cincuenta francos que había recibido al principio. Y esto era el presente y el porvenir. Ninguna esperanza, ninguna perspectiva, sino pudrirse en ese desierto, a mil leguas de todo ser viviente. Lo que no contaba, eran aquellos consuelos que había recibido antes de caer enferma; entonces su marido trabajaba fuera y ella guardaba la barrera sola, con sus dos hijas. En aquellos días tenía, desde Rouen hasta El Havre, a lo largo de toda la línea, tal reputación de mujer hermosa, que los inspectores de la vía solían visitarla de paso y hasta había rivalidades entre ellos; los empleados de otros servicios procuraban ser mandados siempre en jiras de inspección, ansiosos de vigilarla más de cerca. El marido no molestaba a nadie. Deferente hacia todo el mundo, iba y venía, deslizándose por las puertas sin llamar la atención, aparentando no ver nada. Pero aquellas diversiones habían cesado, y la señora Misard pasaba, desde entonces, semanas y meses sentada en la misma silla, en medio de una soledad infinita, sintiendo, de hora en hora, descomponerse un poco más de su cuerpo.
—Te lo digo —concluyó— es él: me odia y acabará conmigo, por endeble que él sea.
El brusco ruido de un timbre le hizo lanzar una inquieta mirada hacia fuera. Era el puesto precedente que anunciaba a Misard el paso de un tren que iba rumbo a París; la aguja del aparato de vigilancia, colocado junto a la ventana, se inclinaba indicando esa dirección. Misard detuvo el timbre y salió para anunciar el tren con dos toques de bocina. Flora cerró la barrera, y luego él se colocó junto a ella, manteniendo recta frente a sí la bandera envuelta en su funda de cuero. Se podía escuchar el creciente rugido del tren, un expreso que se aproximaba escondido en una curva de la vía. Ahora pasaba como un relámpago, moviendo la casucha y amenazando arrastrarla tras de sí en medio de un huracán. Flora volvía ya a sus hortalizas, y Misard, después de cerrar tras del tren la vía ascendente, fue a abrir de nuevo la descendente, bajando la palanca para quitar la señal roja. Otro sonido del timbre, acompañado por la elevación de la aguja opuesta, acababa de advertirle que el expreso que había pasado hacía cinco minutos, había ya franqueado el puesto siguiente. Volvió a entrar, previno a los dos puestos, inscribió el paso, y esperó. Tarea siempre igual, que realizaba durante doce horas, viviendo y comiendo allí, sin leer tres líneas de un periódico, se diría, incluso, que bajo su cráneo oblicuo, se agitara una sola idea.
Jacobo, que en otro tiempo solía hacer a su madrina objeto de sus bromas por los estragos que causaba entre los inspectores de la vía, no pudo contener una sonrisa, diciendo:
—Bien puede ser que tenga celos.
Fasia se encogió de hombros y con un dejo de lástima y con una risa irresistible que hizo brillar sus pálidos ojos, exclamó:
—¿Qué estás diciendo? Él, ¡celoso! Aquello siempre le tuvo sin cuidado mientras no le costaba dinero.
Luego, asaetada de nuevo por un estremecimiento, añadió:
—No, no, no le interesaba aquello. No le interesa nada excepto el dinero. Estamos reñidos por otro motivo. No quise darle los mil francos de papá, el año pasado, ¿sabes?, cuando heredé. Entonces me amenazó, y caí enferma... Y el mal ya no me ha dejado desde aquel día, sí, desde aquel mismo día.
El joven comprendió, y creyendo que eran temores infundados, de esos que tienen las mujeres enfermas, quiso apartarla de sus ideas. Mas ella meneaba la cabeza con obstinación, segura de lo que decía. Y Jacobo, deseoso de tranquilizarla, le aconsejó finalmente:
—Y bien, nada más fácil, si quiere usted que esto termine: dele los mil francos.
Se levantó de un salto, como impulsada por una fuerza extraordinaria. Pareció resucitada, cuando, violenta, gritó:
—¡Mis mil francos! ¡Jamás! Prefiero reventar... ¡Ah! ¡Bien escondidos los tengo, bien escondidos! Aunque revuelvan toda la casa, nadie los encontrará... ¡Y bastante la ha revuelto el muy astuto! ¡Le he oído, de noche, dar golpes a las paredes! ¡Busca, busca! Sólo cuando veo alargarse su nariz recobro la paciencia... Aun queda por saber quién de los dos flaqueará primero, si él o yo. Estoy con cien ojos, no tomo nada de lo que toque él. Y aunque muriera, no los vería, no vería él mis mil francos. Preferiría que los guardara la tierra.
Se dejó caer sobre la silla, exhausta. Al oír un nuevo toque de bocina, volvió a temblar. Era Misard, que desde el umbral del puesto de vigilancia señalaba la llegada del tren de El Havre. La tía Fasia, a pesar de su obstinación en negarle la herencia, le tenía miedo, un miedo secreto, que iba creciendo. Era el terror del coloso ante el insecto que le roe. El tren anunciado, un tren omnibus que había salido de París a las doce y cuarenta y cinco, aparecía a lo lejos, aproximándose con el sordo ruido de sus ruedas. Se oía cómo salía del túnel, y cómo, atravesando de nuevo el campo, soplaba más fuerte. Luego pasó haciendo atronar las ruedas y se vio la masa de sus vagones lanzados con la invencible fuerza de una borrasca.
Jacobo había levantado los ojos hacia la ventana. Veía desfilar los cristales cuadrados en los que se dibujaban siluetas de pasajeros. Queriendo disipar los negros pensamientos de Fasia, observó en tono de broma:
—Madrina, se queja usted de no ver siquiera un gato en esta ratonera. Pues, ahí tiene usted gente de sobra.
Ella no comprendió en seguida.
—¿Dónde está la gente? —preguntó extrañada—. ¡Ah, sí! pero es gente que pasa. ¡Gran provecho me traen! No se les conoce, ni puede hablarse con ellos.
Jacobo rió.
—Me conoce a mí, y me ve pasar a menudo.
—A ti sí que te conozco. Sé la hora de tu tren y lo espero para verte en tu máquina. Pero ¡corres tan de prisa! Ayer me hiciste así con la mano. Ni siquiera tengo tiempo de contestar. No, no, no es ésta la manera de ver gente.
Sin embargo, la idea de la oleada de seres humanos que los trenes ascendentes y descendentes acarreaban, día tras día, por el gran silencio de su soledad, la dejó meditabunda, con la mirada fija en la vía sobre la que caía la noche. Cuando podía valerse, cuando iba y venía, colocándose ante la barrera con la bandera empuñada, entonces no pensaba nunca en estas cosas. Pero desde que pasaba los días atada a su silla, sin pensar más que en la sorda lucha entre ella y su marido, sentía su cabeza embrollada por ensueños confusos. Le parecía absurdo vivir perdida en el fondo de aquel desierto, sin un alma a quien confiarse, cuando, día y noche, sin cesar, desfilaban ante ella tantos hombres y mujeres arrastrados por los trenes como ráfagas que sacudían la casa huyendo a todo vapor. Era seguro, el mundo entero pasaba por allí, no solamente franceses, sino también extranjeros de las comarcas más lejanas, ya que nadie podía permanecer ahora en su casa y que todos los pueblos, según se decía, pronto no formarían más que uno solo. Eso sí que era el progreso, todos hermanos, caminando todos juntos, veloces, hacia una tierra de Jauja. Intentaba calcular el número de esos viajeros, a tantos por coche; eran demasiados, no lo lograba. A menudo, creía reconocer uno u otro rostro; el de un señor de barbas rubias, sin duda inglés, que hacía cada semana un viaje a París, o el de una dama morenita que pasaba regularmente los miércoles y los sábados. Pero pasaban como relámpago, no estaba nunca muy segura de haberlos visto realmente. Todas las caras se mezclaban y se fundían en una sola impresión. El torrente corría sin dejar huella de sí. Y lo que la volvía triste era sentir que aquella oleada humana, en medio de un bienestar y de su opulencia, ignoraba que ella se encontraba allí, en peligro de muerte; y que, si alguna noche su marido acabara por matarla, los trenes continuarían cruzándose ante su cadáver, sin sospechar siquiera el crimen oculto tras las paredes de la casa solitaria.
Fasia había seguido mirando por la ventana. Al fin trató de resumir con palabras lo que sentía, aunque de un modo demasiado vago. —¡Ah! —exclamó—. Es una magnífica invención, por más que se diga. Se camina más rápido y se sabe más... Pero las bestias salvajes siguen siendo bestias salvajes, y por más que se inventen máquinas mejores, siempre habrá, detrás de ellas, la bestia salvaje.
Jacobo movió la cabeza para decir que pensaba lo mismo. Hacía ya un rato que estaba mirando a Flora, que se hallaba ocupada en abrir la barrera ante un carro de cantera cargado con dos enormes piedras. El camino sólo servía a las canteras de Becourt, de modo que por la noche la barrera se cerraba con candado, y ocurría raras veces que obligaban a la joven a levantarse. Viéndola platicar familiarmente con el carretero, un jovencito moreno, Jacobo exclamó:
—¿Cómo? ¿Está enfermo Cabuche para que Luis guíe los caballos?... ¡Ese pobre de Cabuche! ¿Lo ve usted a menudo, madrina? Fasia levantó las manos y lanzó un profundo suspiro. Había sido todo un drama, en el otoño pasado. Un drama que no había contribuido a mejorarla. He aquí lo que había ocurrido: su hija menor, Luisita, que estaba de doncella en casa de la señora Bonnehon, en Doinville, se había escapado una noche, herida y loca de susto, para ir a morir en la choza de su buen amigo Cabuche, situada en pleno bosque. Corrieron rumores que acusaban de violencia al presidente Grandmorin; mas nadie se atrevía a repetirlos en voz alta. La propia madre, aunque sabía a qué atenerse, se mostraba poco
inclinada a hablar del asunto. Sin embargo, acabó por decir:
—No, ya no viene. Se está convirtiendo en un verdadero lobo... ¡La pobre Luisita! ¡Tan graciosa, tan blanca, tan dulce! ¡Ella sí que me quería! ¡Qué bien me hubiera cuidado! Mientras que Flora... Por cierto que no me quejo, pero no sé, es tan rara, siempre quiere salirse con la suya. Desaparece durante horas enteras... Con eso,
tan altanera y violenta... Es muy triste todo esto, muy triste... Mientras escuchaba, Jacobo seguía con la vista al carro, que en aquel momento atravesaba la vía. Pero las ruedas se atascaron en los rieles, y fue preciso que el conductor hiciera restallar su látigo mientras que Flora excitaba los caballos con gritos.
—¡Caramba! —exclamó el joven—. ¡No quiera Dios que llegue un tren, porque los dejaría hechos una tortilla! —¡No hay peligro! —dijo la tía Fasia—. Flora es rara, a veces, pero conoce su oficio y tiene los ojos bien abiertos... A Dios gracias, hace cinco años que no tenemos accidente alguno. Fue atropellado un hombre, pero eso ocurrió antes. Nosotros no hemos tenido más víctimas que una vaca que estuvo a punto de hacer descarrilar un tren. ¡Pobre animal! El cuerpo lo recogieron aquí, y la cabeza por allá, junto al túnel. Con Flora puede una estar sin cuidados.
El carro se alejó, dejando oír el ruido producido por las ruedas al hundirse en los profundos carriles. Entonces, Fasia volvió a hablar de lo que era su constante preocupación: la salud, tanto suya como la de los demás.
—¿Y tú? —preguntó a Jacobo—. ¿Te sientes perfectamente bien ahora? ¿Recuerdas los achaques que sufriste en nuestra casa, que dejaban perplejo al doctor?
Aquella mirada vacilante e inquieta reapareció en los ojos de Jacobo.
—Me siento perfectamente, madrina —respondió.
—¿De veras? ¿Ha desaparecido todo? ¿Ese dolor que parecía taladrarte el cráneo detrás de las orejas? ¿Y los bruscos ataques de fiebre, y esos accesos de tristeza que hacían que te ocultaras como un animal en el fondo de su guarida?
A medida que hablaban, crecía la turbación del muchacho. Se sintió presa de un malestar tal que acabó por interrumpirla.
—Le aseguro, me siento bien —dijo en tono seco—. Ya no tengo nada, nada en absoluto.
—¡Tanto mejor, hijo mío! —exclamó su madrina—. No me habría devuelto la salud el que tú estuvieras malo. Además, es natural que a tu edad no tengas de qué quejarte. ¡Ah, no hay nada como la salud!... Has sido muy bueno en venir a verme, cuando hubieras podido divertirte mejor en otra parte. ¿Vas a cenar con nosotros? Dormirás arriba, en el desván, junto al cuarto de Flora.
Un toque de bocina le cortó la palabra. Ya era de noche y, al mirar por la ventana, sólo distinguían ambos la forma borrosa de Misard, que estaba hablando con alguien. Acababan de dar las seis, momento en que entregaba el servicio al vigilante de noche. Por fin iba a quedar libre, después de doce horas pasadas en aquella barraca, cuyo solo mobiliario consistía en la mesa de los aparatos, un taburete y una estufa tan ardiente que había de mantenerse la puerta abierta casi constantemente.
—Ahí viene —murmuró la tía Fasia, llena de miedo.
El tren anunciado por el toque de bocina llegaba con su silueta larga y pesada, precedido por un fragor cada vez más fuerte. El joven tuvo que inclinarse hacia la enferma para hacerse oír. Se sintió conmovido ante la súbita excitación de la pobre mujer y, queriendo aliviarla, le dijo:
—Escuche, madrina, si realmente tiene malas intenciones, tal vez le detenga saber que estoy metido en el asunto... Haría usted bien en confiarme esos mil francos.
Por vez última, se rebeló.
—¡Mis mil francos! ¡No! ¡Ni a ti ni a él! ¡Te digo que prefiero morir!
En aquel momento pasó el tren con su violencia tempestad. Podía creerse que barría todo ante su paso. La casa envuelta en un fuerte soplo, temblaba. Aquel tren que se dirigía hacia El Havre, iba muy lleno de pasajeros: al día siguiente, un domingo, había de celebrarse una fiesta con motivo de la botadura de un barco. Pese a la velocidad que desplegaba, podía obtenerse, a través de las ventanas alumbradas, una clara visión de las cabinas llenas y de las densas filas de cabezas alineadas, cada una con su perfil. Y estas filas se sucedían, una tras otra desapareciendo en el instante siguiente. ¡Cuánta gente! ¡Una vez más la multitud, la multitud infinita, en medio del rodar de los vagones, de los pitidos de la locomotora, del repiquetear del telégrafo y de las llamadas del timbre eléctrico! Aquello era como un gran cuerpo; un ser gigantesco acostado sobre la tierra, con la cabeza en París, las vértebras arrojadas sobre toda la extensión de la línea, los miembros dispersos por cada ramal y los pies y las manos en El Havre y las demás ciudades de llegada. Y pasaba, pasaba mecánico, triunfal, avanzando hacia el porvenir con matemática rectitud, voluntariamente ignorante de lo que quedaba a ambos lados del camino, oculto, pero siempre vivo: la eterna pasión y el eterno crimen.
Fue Flora la que entró primero. Encendió la lámpara, una pequeña lámpara de petróleo sin pantalla, y puso la mesa. Nadie pronunció una palabra. Apenas si la muchacha se permitía lanzar una furtiva mirada hacia Jacobo. Éste, de pie ante la ventana, entonces apartaba la cabeza. Una sopa de repollo se conservaba caliente sobre la estufa. Flora estaba sirviéndola cuando Misard entró sin manifestar sorpresa al ver allí al joven. Tal vez le había visto llegar, pero no hizo preguntas. Aparentaba no sentir curiosidad alguna. Un apretón de manos, un par de breves palabras y nada más. Jacobo tuvo que repetir espontáneamente la historia de la biela rota, su idea de ir a abrazar a su madrina y de pasar la noche allí. Misard se limitaba a mover la cabeza, con suave asentimiento, como si le pareciera todo perfecto, y luego todos se sentaron, comiendo sin prisa. Al principio reinaba el silencio. Fasia, que desde la mañana no había quitado los ojos de la olla en que hervía la sopa de repollo, aceptó un plato. Mas cuando su marido se levantó para darle su agua de hierro, que Flora había olvidado, agua de una garrafa en la que se veían clavos sumidos en el líquido, no la probó. Él, humilde y enclenque, emitiendo una tos sofocada y maligna, no parecía notar la ansiosa mirada con que la enferma seguía sus menores movimientos. Como ella pidiera sal, que faltaba sobre la mesa, le dijo que ya se arrepentiría de comer tanta sal, que eso era lo que la enfermaba. Salió para buscar un poco y le trajo una pulgarada en una cuchara. Fasia la aceptó sin desconfianza, pues la sal lo purificaba todo, según ella decía. Entonces, hablaron del tiempo, sorprendentemente tibio desde hacía algunos días, y de un descarrilamiento que había acaecido en Maromme. Jacobo acabó por creer que su madrina veía fantasmas, pues no sorprendía nada sospechoso en la conducta de ese hombrecillo complaciente y de mirada vaga. La cena se prolongó más de una hora. Dos veces, habiendo oído la señal de la bocina, Flora había salido por un instante. Pasaban los trenes, haciendo temblar los vasos sobre la mesa; pero ninguno de los comensales lo advertía.
Resonó una nueva señal de la bocina, y esta vez Flora, que acababa de quitar la mesa, no volvió. Había dejado a su madre y a los dos hombres sentados ante la mesa en torno a una botella de aguardiente. Los tres permanecieron reunidos allí media hora más. Luego, Misard, que desde hacía un rato había detenido la mirada de sus escudriñadores ojos en un ángulo de la habitación, tomó su gorra y salió tras un lacónico “buenas noches”. Merodeaba por los arroyos vecinos, donde había soberbias anguilas, y no se acostaba nunca sin haber dado un vistazo a sus sedales.
No bien había salido cuando Fasia miró fijamente a su ahijado.
—¿Lo has visto? —preguntó—. ¿Has visto cómo registraba con la mirada aquel rincón? Es que se le ocurrió la idea de que podía haber escondido mi caudal detrás del tarro de la mantequilla... ¡Bien lo conozco! Estoy segura que esta noche lo apartará para ver.
Un súbito y fuerte sudor cubrió su cuerpo, y sus miembros fueron agitados por un violento temblor.
—¡Mira! —exclamó—. ¡Ya me vuelve otra vez! Me habrá envenenado, tengo la boca amarga como si hubiera tragado monedas de cobre. Y, sin embargo, ¡no he tomado nada de sus manos!... Ya no puedo más, vale más que me acueste. Te digo adiós, hijo mío, porque si mañana te vas a las siete y veinte, aun no me habré levantado. ¡Y no dejes de volver! ¡Dios mío, espero que me encuentres sin novedad!
Jacobo tuvo que ayudarla a pasar a su cuarto, donde se acostó y, al fin, se durmió, abrumada. Cuando se vio solo, vaciló sin saber si debería, o no, subir a tumbarse sobre el heno que le esperaba en el granero. Pero todavía no eran las ocho y no tenía ganas de dormir. Salió, dejando encendida la pequeña lámpara de petróleo en la casa desierta y soñolienta, sacudida, de cuando en cuando, por el paso violento de algún tren.
Fuera ya, Jacobo experimentó los efectos de la suavidad del ambiente. Sin duda iba a llover más. En el cielo una nube lechosa, uniforme, se había extendido, y la luna llena oculta tras ella, aclaraba toda la bóveda celeste con un color rojizo. También se distinguía claramente el campo, cuyas tierras y eminencias, y cuyos árboles se destacaban negros en medio de aquella luz igual y mortecina como seres insomnes. Dio la vuelta a la reducida huerta. Después pensaba marcharse hacia Doinville, porque allí la subida del camino era menos áspera. Pero le atrajo la vista de la casa solitaria al otro lado de la línea, y atravesó la vía pasando por la empalizada, pues la barrera estaba ya cerrada por la noche. Esta casa la conocía perfectamente, y la miraba en todos sus viajes, en medio del rugido de su veloz máquina, molestándole, sin que supiera por qué, la sensación confusa que producía en su existencia. Cada vez experimentaba, primero como miedo de no volver a encontrarla allí, y, después, como cierto malestar al verla en su sitio. Nunca había visto abiertas sus puertas y ventanas. Todo lo que le habían dicho de ella era que pertenecía al presidente Grandmorin. Aquella noche sintió un deseo irresistible de pasearse por sus alrededores para saber más.
Jacobo permaneció un rato parado en el camino frente a la verja. Retrocedía y se alzaba sobre las puntas de los pies, tratando de ver algo. La vía del tren, al cortar el jardín, no había dejado delante de la casa más que un estrecho parque cercado por tapias; detrás se extendía un vasto terreno rodeado por una empalizada. Ofrecía, con el reflejo rojizo de aquella nebulosa noche, cierto aspecto de lúgubre tristeza en su abandono. Jacobo se disponía a alejarse, sintiendo un escalofrío, cuando notó que había un agujero en la valla. La idea de que sería cobarde si no entraba, le hizo pasar por el agujero. Su corazón latía violentamente. Pero, en seguida, se detuvo al ver una sombra agazapada.
—¡Cómo! ¿Eres tú? —exclamó asombrado al reconocer a Flora—. ¿Qué haces aquí?
También ella sintió un estremecimiento de sorpresa. Repuesta luego, dijo tranquilamente:
—Ya lo ves, estoy tomando unas cuerdas... Han dejado un montón y se pudrirían sin servir a nadie. Por eso yo, que las necesito, vengo a tomarlas.
En efecto, con unas grandes tijeras en la mano, sentada en el suelo, estaba Flora desenredando las cuerdas y cortando los nudos que se resistían.
—¿No viene el propietario? —preguntó el joven.
Ella se echó a reír.
—¡Oh! Desde lo que pasó con Luisita, no hay cuidado que el presidente se atreva a asomar la punta de la nariz por La Croix-de-Maufras. Puedo agarrar sus cuerdas sin problema.
Jacobo calló un momento, turbado por el recuerdo de la trágica aventura que evocaba.
—Y tú, ¿crees lo que Luisita contó? —preguntó luego—. ¿Crees que él haya querido violarla, y que luchando fue como ella se hirió?
Flora exclamó bruscamente dejando de reírse:
—Luisita nunca ha mentido, ni Cabuche tampoco... Es amigo mío.
—Y tal vez tu novio a estas horas.
—¡Él! Habría de ser la última de las mujeres... ¡No, no! Es mi amigo; yo no tengo novio ni quiero tenerlo.
Flora había erguido su poderosa cabeza, cuyo cabello espeso dejaba descubierto poco espacio de frente. De todo su robusto ser se desprendía una salvaje fuerza de voluntad. Ya era la heroína de una leyenda en el país. Contaban historias de salvamentos: una carreta retirada de la vía cuando pasaba un tren; un vagón que bajaba solo por la cuesta de Barentin, detenido. Y estas pruebas de fuerza que asombraban, hacían que los hombres la desearan, tanto más cuanto que creyeron en un principio sería presa fácil, porque vagaba por los campos buscando los rincones más apartados y echándose en el fondo de las cuevas inmóvil y con los ojos abiertos. Pero los primeros que se habían arriesgado no volvieron a sentir ganas de comenzar el cortejo. Como le gustaba bañarse desnuda en un vecino arroyo, algunos pilluelos de su edad habían ido a verla; pero ella logró agarrar a uno de ellos, y sin tomarse siquiera el cuidado de ponerse la camisa, le puso semejante tunda, de tal modo que ya nadie iba a observarla. En fin, se esparcía el murmullo de una historia con cierto guardagujas del empalme de Dieppe, acaecida al otro lado del túnel; un tal llamado Ozil, muchacho de treinta años, muy honrado, a quien ella pareció dar algunas esperanzas, pero que, habiéndose imaginado cierta noche que estaba dispuesta a entregarse, por poco lo deja muerto de un garrotazo.
Flora era virgen y guerrera, desdeñosa de varón, lo que acabó por convencer a la gente que tenía la cabeza extraviada.
Al oírle declarar tan rotundamente que no quería novio, Jacobo continuó sus zumbas.
—Entonces, ¿no se realiza tu casamiento con Ozil? —preguntó—. Había oído decir que todos los días andabas buscándolp por el túnel.
Ella se encogió de hombros.
—¡Ah! Mi casamiento... Me hace gracia lo del túnel. Dos kilómetros y medio de galopar a oscuras, con el miedo de que un tren pueda aplastarla a una si no abre bien el ojo. ¡Hay que oír a los trenes allá abajo! Me tiene aburrida ese Ozil. Ya no es a él a quien quiero.
—¿Quieres, pues, a otro?
—¡Ah, no sé! ¡No lo sé, de verdad!
Y soltó una carcajada, mientras un fuerte nudo, que no podía deshacer, reclamaba toda su atención. Luego sin levantar la cabeza y como absorbida por su tarea, dijo:
—¿Y tú? ¿No tienes novia?
Ahora fue Jacobo el que se puso serio. Apartó los ojos, y su vacilante mirada se detuvo a lo lejos, en la noche. Al fin, respondió en tono breve:
—No.
—Eso es. Ya me han contado que odiabas a las mujeres. Además, no te conozco de ayer; nunca te he oído dirigir una palabra amable a ninguna... Dime, ¿por qué?
Jacobo continuaba callado, y Flora, dejando el nudo, se decidió a mirarle.
—¿Es que sólo quieres a tu máquina? —preguntó—. Se hacen muchas bromas respecto a eso, ¿sabes? Dicen que siempre la estás frotando para que reluzca más, como si sólo tuvieras caricias para ella. Yo te lo digo, porque soy tu amiga.
Él también la miraba ahora a la pálida luz del humoso cielo. Y la recordaba de niña, violenta y voluntariosa desde aquel entonces; le saltaba al cuello en cuanto le veía, sintiendo por él una pasión de niña salvaje. Más tarde, viéndola sólo tras largas ausencias, la encontraba cada vez más crecida; pero ella siempre le recibía con la misma alegría intempestiva, y cada vez le inquietaba más la llama de sus grandes ojos claros. Se había convertido en mujer, soberbia y codiciable; sin duda le amaba hacía mucho tiempo, desde los tiempos más lejanos de su niñez. Su corazón comenzó a latir. Sintió, bruscamente, que el hombre al que esperaba era él. Una ola de sangre, un vértigo seguido por una sensación de angustia le subió a la cabeza, y su primer movimiento fue huir. Siempre el deseo le volvía loco, despertando en él la furia.
—¿Qué haces ahí de pie? —dijo Flora—. Siéntate.
Él vaciló de nuevo. Pero, súbitamente, le flaquearon las piernas y, vencido por la necesidad de tentar una vez más el amor, se dejó caer junto a ella sobre el montón de cuerdas. No hablaba, tenía seca la garganta. Ahora era ella, la taciturna, la altiva, la que, voluble, se lanzó a hablar hasta perder la respiración, aturdiéndose a sí misma.
—El error de mamá ha sido el casarse con Misard —dijo—. Algún día le jugará una mala partida. Yo me lavo las manos, porque bastante tiene una con sus quehaceres, ¿no es verdad? Además, mamá me envía a acostar en cuanto quiero intervenir... ¡Que se desenrede ella! Yo vivo fuera pensando en cosas para más tarde... ¡Ah! Te vi pasar esta mañana en tu máquina, desde esos matorrales de allí abajo donde estaba sentada. Pero tú no miras nunca... Ya te diré las cosas en que pienso, pero más tarde, cuando seamos amigos del todo.
Había dejado caer las tijeras, y él, siempre mudo, se había apoderado de sus manos. Ella, encantada, se las abandonaba. Sin embargo, cuando Jacobo se las llevó a sus labios, Flora sufrió un estremecimiento de virgen. La guerrera se despertaba batalladora ante esta primera aproximación del hombre.
—¡No, no, déjame, no quiero!... Estate quieto, hablaremos... Los hombres no piensan más que en eso. ¡Ah!, si yo te repitiera lo que Luisita me contó el día en que murió en casa de Cabuche... Por lo demás, ya estaba yo enterada de lo que es el presidente, porque le he visto hacer algunas porquerías cuando venía aquí con ciertas muchachas... Hay una de la que nadie sospecha... La ha casado después.
Jacobo no escuchaba. Estrechándola entre sus brazos, brutalmente, deshacía su boca contra la suya.
Flora lanzó un débil grito, una queja profunda y dulce en la que estallaba la confesión de su ternura, oculta durante mucho tiempo; pero seguía luchando, a pesar de lo que deseaba. Sin proferir palabra, pecho contra pecho, forcejeaban para ver quién caía primero. Un instante, pareció ella ser la más fuerte; habría podido tirar a Jacobo debajo de sí, pero éste la agarró del pescuezo. Saltó el corpiño y aparecieron los dos pechos, duros, blancos como la leche. Flora cayó de espaldas, vencida.
Entonces, jadeante, se detuvo y la contempló en vez de poseerla. Un furor súbito pareció apoderarse de él, una ferocidad que le hacía buscar con los ojos un arma, una piedra, cualquier cosa con qué matarla. Sus miradas encontraron las tijeras brillando entre montones de cuerdas, y se apoderó de ellas para hundirlas en aquella desnuda garganta, entre los dos pechos de sonrosados pezones. Pero un frío cruel le quitaba la embriaguez; las arrojó y huyó, mientras ella, con los párpados cerrados, creía que él la rechazaba por haberse ella, a su vez, resistido.
Jacobo subió corriendo por el sendero de una cuesta y fue a parar al fondo de un estrecho valle. Las piedras que rodaban a su paso le asustaron y tomó la izquierda, por entre varias malezas, dando la vuelta en un recodo que le arrojó a la derecha sobre una meseta vacía. De pronto, resbaló y fue a dar contra la valla de la vía férrea. Llegaba un tren; él no lo notó en un principio, lleno de espanto como se hallaba: ¡Ah, sí! ¡Era el continuo oleaje humano que pasaba mientras él estaba agonizando allí! Trepó y bajó de nuevo, encontrándose siempre con la vía en el centro de profundas zanjas. Aquel desierto país cortado por montecillos, era como un laberinto sin salida donde se agitaba su locura en medio de la tristeza de las tierras incultas. Después de algunos minutos, atravesando pendientes, vio delante de sí la negra abertura, la abierta boca del túnel. Un tren ascendente se precipitaba por él, bramando, silbando y haciendo retemblar el terreno.
Entonces, le flaqueáron las piernas y cayó Jacobo al borde de la línea, boca abajo sobre la hierba, prorrumpiendo en sollozos convulsivos. ¡Dios mío! ¿Habría vuelto aquel abominable mal de que se creía curado? ¡Había querido matar a aquella muchacha! ¡Matar a una mujer! ¡Matar a una mujer! Las palabras resonaban en sus oídos. Le venían persiguiendo desde días remotos de su juventud, siempre acarreadas por la fiebre creciente y enloquecedora del deseo. Así como otros adolescentes, al despertar la pubertad, sueñan con poseer una mujer, él se había excitado ante la idea de matar a alguna. ¡No podía mentirse a sí mismo! Había cogido las tijeras para clavarlas en las carnes de Flora en el instante en que vio aquel seno tibio y blanco. Y no fue porque le resistiera, ¡no!, fue por gusto, porque sintió deseos de hacerlo, deseos tales que si no se hubiera agarrado desesperadamente a la hierba, habría vuelto corriendo hacia allí para degollarla. A ella, ¡santo cielo!, aquella Flora que él había visto crecer, y por la que acababa de sentirse amado profundamente. Sus crispados dedos penetraron en la tierra y sus sollozos le desgarraron la garganta en un acceso de espantosa desesperación.
Se esforzaba para calmarse. Trataba de comprender. ¿Qué era lo que le hacía diferente de los demás? Allá abajo, en Plassans, siendo adolescente, más de una vez se había dirigido ya la misma pregunta. Su madre, Gervasia, le había tenido muy joven, a los quince años y medio; pero fue el segundo, pues ella había dado a luz a Claudio, cuando apenas tenía catorce años; y ninguno de sus dos hermanos, ni Claudio, ni Esteban, nacido más tarde, parecía resentirse de haber tenido una madre tan niña y un padre tan infantil como ella, el bello Lantier, cuyo carácter debió costarle a Gervasia tantas lágrimas. Pero tal vez sus hermanos tuviesen algún mal que no confesaban, sobre todo el mayor, que ardía en deseos de ser pintor, con tanto furor que todos le creían medio loco. La familia no era una familia normal; muchos de sus miembros tenían resquebrajaduras. Jacobo sentía claramente, a ciertas horas, esta grieta hereditaria y no porque tuviese mala salud, pues la aversión y la vergüenza de sus crisis eran las solas causas de que hubiese adelgazado en otro tiempo; pero había en su ser repentinas pérdidas de equilibrio, como roturas; agujeros por los cuales el yo se escapaba en medio de una especie de gran humareda que deformaba todo. Entonces ya no se pertenecía, ya no obedecía más que a sus músculos, a la fiera enfurecida. Sin embargo, no bebía, rehusaba hasta una copa de aguardiente, porque había observado que la menor gota de alcohol lo volvía loco. Y vino a caer en la cuenta de que pagaba por los demás: por los padres, por los abuelos, por generaciones de borrachos que tenían la sangre gangrenada; y él ahora sentía un lento envenenamiento, un salvajismo que le asemejaba a los lobos devoradores de mujeres en el fondo de los bosques. Jacobo se había apoyado sobre un codo y reflexionaba mirando la negra entrada del túnel. Un nuevo sollozo recorrió todo su ser. Cayó de nuevo dando con la cabeza en tierra, lanzando gritos de dolor. ¡Aquella muchacha, aquella muchacha que él había querido matar! Esta idea le acosaba, aguda y terrible, como si las tijeras le hubieran entrado en sus propias carnes. Ningún razonamiento le tranquilizaba; había querido matarla y la mataría, si es que aun se hallaba en el mismo sitio, desceñida, con el seno descubierto. Jacobo se acordaba bien: apenas tenía dieciséis años, cuando le sorprendió el mal por primera vez. Jugaba con una muchacha, hija de una pariente, dos años menor que él; la muchacha se había caído, él le vio las piernas y se echó encima. También recordaba que al año siguiente había afilado un cuchillo para hundirlo en el cuello de una graciosa rubia a quien veía pasar todas las mañanas por su puerta. Ésta tenía el cuello grueso y sonrosado, el lugar que Jacobo había elegido, y tenía una señal oscura detrás de la oreja. Luego habían sido otras. Una hilera que se presentaba ante su recuerdo como horrible pesadilla, todas aquellas a quienes había rozado con su brusco deseo de homicidio. Hubo una, principalmente, a la que sólo conocía porque estuvo sentada junto a él en el teatro, de la cual tuvo que huir para no destriparla. Supuesto que no las conocía, ¿qué furor podía tener contra ellas? Y, sin embargo, aquello era como una crisis repentina de rabia ciega, como una inagotable sed de vengar antiguas ofensas de las cuales hubiese perdido el recuerdo exacto. ¿Procedía esto del mal que las mujeres habían causado en su generación, del rencor acumulado de varón en varón, desde el primer engaño en el fondo de las cavernas? Y él sentía también, en su acceso, una necesidad de batallar para conquistar la hembra y domarla, la necesidad perversa de echarse la muerta a la espalda cual un botín que se arranca a los demás para siempre. Su cráneo estallaba bajo el esfuerzo. Jacobo no lograba darse una contestación satisfactoria, Era demasiado ignorante; sólo sentía aquella agonía de hombre impelido a cometer actos en que su voluntad no tomaba parte, actos cuya causa había desaparecido en él.
Otro tren pasó con el relámpago de sus luces y se internó, como un rayo que ruge y se extingue, en el fondo del túnel. Y Jacobo, como si aquella muchedumbre anónima, indiferente y presurosa hubiera podido oírle, se había levantado ahogando sus sollozos, con una actitud de inocente. ¡Cuántas veces, después de uno de estos accesos, al menor ruido, había sentido los sobresaltos de la culpable! No vivía tranquilo, feliz, desligado del mundo, sino cuando estaba en su máquina. Cuando lo llevaba en la trepidación de sus ruedas, con gran velocidad; cuando Jacobo tenía puesta la mano sobre el volante de marcha, absorbido enteramente por la vigilancia de la vía, mirando las señales, no pensaba ya y respiraba libre el aire puro que soplaba siempre como aire de tormenta. Y por esto amaba tanto su máquina, como si fuese una querida de la cual sólo esperara felicidad. Al salir de la Escuela de Artes y Oficios, a pesar de su viva inteligencia, había elegido este oficio de maquinista por causa de la soledad y aturdimiento en que vivía, sin ambiciones. En cuatro años había llegado a maquinista de primera clase y ganaba ya dos mil ochocientos francos; lo cual, con las primas de calefacción y engrase, ascendía a más de cuatro mil. Nada más deseaba. Veía a sus compañeros de segunda y tercera clase, a los que formaba la Compañía, a los obreros a quienes tomaba como discípulos; los veía a casi todos casarse con obreras, con mujeres modestas, a las que solamente se veía a la hora de partir, cuando llevaban las cestas de comida; mientras que los compañeros ambiciosos, sobre todo los que salían de alguna escuela, esperaban a ser jefes de depósito para casarse, con la esperanza de encontrar una señora de sombrero. Él huía de las mujeres. ¿Qué le importaban? No se casaría nunca, no tenía más porvenir que rodar solo, ahora y siempre, sin descanso. Todos sus jefes le presentaban como un maquinista excepcional, que no bebía ni se mezclaba en aventuras, y que solamente era objeto de burlas por parte de sus compañeros por el exceso de su buena conducta, y que inquietaba silenciosamente a los demás cuando caía en su tristeza, mudo y lánguido y terrosa la faz. En su cuartito de la calle de Cardinet, desde donde se veía el depósito de Batignolles, al cual pertenecía su máquina, ¡cuántas horas recordaba haber pasado, encerrado como monje cartujo en el fondo de su celda, dominando sus deseos rebeldes a fuerza de sueño, durmiendo boca abajo!
Haciendo un esfuerzo, intentó Jacobo levantarse. ¿Qué hacía allí, en la hierba, en aquella tibia y nebulosa noche de invierno? El campo seguía anegado en sombras; no había más luz que la del cielo. La fina niebla semejaba una inmensa cúpula de cristal esmerilado, que la luna, oculta detrás, alumbraba con un pálido reflejo amarillento; y el horizonte, negro, dormía con la inmovilidad de la muerte. Debían ser cerca de las nueve; lo mejor era irse a su casa a acostarse. Pero en su atolondramiento soñó verse de vuelta en casa de los Misard, subiendo la escalera del granero y echándose sobre el heno junto al cuarto de Flora. Allí estaría ella, Jacobo la oiría respirar: hasta sabía que jamás cerraba la puerta y podría reunirse con ella. Un gran escalofrío recorrió su cuerpo; la imagen evocada de aquella muchacha desnuda, con los miembros tibios por el sueño, le sacudió una vez más con un sollozo, cuya violencia le arrastró de nuevo al suelo. Había querido matarla, ¡matarla, Dios mío! Jacobo agonizaba ante la idea de que iría a matarla en el lecho dentro de poco, si volviera a la casa. Por más que no tuviera arma alguna, por más que hiciese esfuerzos para contenerse, comprendía que la bestia, libertada de su voluntad, empujaría la puerta y estrangularía a la muchacha bajo el impulso del rapto instintivo y de la necesidad de vengar la antigua injuria. ¡No, no! ¡Antes pasar la noche errando por los campos que volver allá! Se levantó de un salto y echó a correr.
Entonces, durante media hora, anduvo errante a través del negro campo, como si la jauría desencadenada de los espantos lo hubiera perseguido con sus ladridos. Subió cuestas y bajó cañadas.
Unos tras otros, se presentaron arroyos a su paso, pero él los franqueó mojándose hasta las caderas. Unas malezas que le cortaban el camino le exasperaron. Su único pensamiento era caminar en línea recta, lejos, más lejos cada vez para huir ante la bestia enfurecida que sentía dentro de sí. La bestia iba con él, galopaba al compás de él. Hacía siete meses que llevaba una existencia como la de cualquier mortal, creyendo estar ya libre de la fiera, y ahora volvía a empezar la lucha para no saltar sobre la primera mujer que hallara en su camino. Sin embargo, el profundo silencio y la inmensa soledad le tranquilizaban un poco; le hacían soñar con una vida muda y desierta, en un aislado país, en medio del cual caminaría siempre fuera de los senderos transitados, sin encontrar jamás su alma. Tuvo que volver, a pesar suyo, porque tropezó con la vía, después de haber descrito un ancho semicírculo entre las desiguales pendientes que hay bajo el túnel. Retrocedió, con inquieta cólera, temiendo encontrar seres vivientes. Luego quiso cortar por detrás de un montecillo, se perdió y volvió a tropezar con la valla del camino de hierro, precisamente a la salida del subterráneo, frente al prado donde había estado sollozando poco antes. Y, vencido, se encontraba allí de pie cuando el trueno de un tren que salía del seno de la tierra lo detuvo. Era el expreso de El Havre, salido de París a las seis y treinta, y que pasaba por aquellos lugares a las nueve y veinticinco: un tren que cada dos días tenía él que conducirlo.
Jacobo vio aclararse la negra boca del túnel como la de un horno en el que se abrasan trozos de leña. Después, en medio del estruendo que producía, apareció la máquina con el deslumbramiento de su inmenso ojo redondo, la linterna delantera, cuya luz horadó las tinieblas del campo, encendiendo a lo lejos los rieles con una doble línea de fuego. Aquello era una aparición, como un relámpago; en seguida se pudieron ver todos los coches, rápidos, con los cuadrados vidrios de las portezuelas profusamente alumbrados, haciendo desfilar las cabinas llenas de viajeros, en vértigo tal de velocidad, que la vista se perdía sin distinguir claramente las imágenes. En aquel momento preciso, Jacobo vio, por los relucientes cristales de una cabina, a un hombre que, sujetando a otro que se hallaba tumbado sobre el asiento, le clavaba una navaja en la garganta, mientras una masa negra, tal vez una tercera persona, tal vez una maleta caída, gravitaba con todo su peso sobre las convulsas piernas del asesinado. El tren huía, se perdía hacia La Croix-de-Maufras, no dejando ver de él, en las tinieblas, más que el triángulo rojo de los faroles traseros.
Clavado en la tierra, el joven seguía con sus ojos el tren, cuyo rugido se extinguía en el fondo de la paz mortal de los campos. ¿Había visto bien? Dudaba; no se atrevía a afirmar la realidad de esta visión traída y llevada en un relámpago. Ni un rasgo solo de los actores del drama se le había quedado impreso en la imaginación. La masa oscura debía ser una manta de viaje, caída sobre el cuerpo de la víctima. Y sin embargo, había creído distinguir, bajo una masa de espesos cabellos, un fino y pálido perfil. Pero todo se confundía evaporándose como un sueño. Durante un segundo, aquel perfil resurgió; luego se desvaneció definitivamente. No había sido, sin duda, más que imaginación. No obstante, la visión le dejaba helado, y todo le parecía tan extraordinario que, al fin, se decidió a creer que todo fue una alucinación nacida de la terrible crisis que acababa de atravesar.
Durante casi una hora, Jacobo continuó vagando así, abrumado por confusos ensueños. Sentía un mortal cansancio y, al mismo tiempo, un relajamiento, un frío intenso que iba extinguiendo la fiebre. Involuntariamente, sus pasos habían tomado la dirección de La Croix-de-Maufras; pero cuando, de pronto, se vio ante la casucha del guardabarreras, no tuvo el valor de entrar. Dormiría bajo el cobertizo adherido a una de las paredes delanteras. Entonces advirtió un rayo de luz que se deslizaba por debajo de la puerta y, maquinalmente, la empujó. Un espectáculo inesperado le dejó inmóvil en el umbral.
Misard, a gatas en el rincón donde estaba el tarro de mantequilla, había removido éste de su sitio, y ahora, con una linterna colocada a su lado, buscaba, examinando la pared y dando en ella ligeros golpes con el puño. El ruido de la puerta le hizo levantarse. No se turbó lo más mínimo. Sencillamente dijo, con acento natural:
—Se me cayeron las cerillas —y, devolviendo el tarro de mantequilla a su antiguo lugar, añadió—: Vine a buscar la linterna, porque he visto, hace un rato, al regresar a casa, a un individuo tendido en la vía. Creo que está muerto.
Jacobo, que aun no había salido de su asombro al sorprender a Misard en el momento en que estaba buscando el caudal de la tía Fasia, descubrimiento que convertía bruscamente en certidumbre las dudas acerca de las acusaciones de su madrina, se sintió tan violentamente conmovido por la noticia, que se olvidó del otro drama, del drama que se desarrollaba en la casa. La escena de la cabina, aquella visión tan fugaz de un hombre degollando a otro, acababa de renacer.
—¡Un hombre en la vía! ¿Dónde? —preguntó palideciendo.
Misard iba a contarle que lo había visto al venir con dos anguilas que quería ocultar en su casa. Pero ¿tenía necesidad de confiarse a este muchacho? Así, pues, se contentó con responder:
—Allí abajo, como a quinientos metros... Hay que verlo claro, para saber a qué atenerse.
En aquel momento oyó Jacobo un leve ruido sobre su cabeza. Tan ansioso estaba que se sobrecogió.
—No es nada —manifestó Misard—. Flora que se mueve.
Y el joven conoció, en efecto, el ruido de dos pies desnudos pisando el suelo. Se entendió que Flora había estado esperándolo y venía a escuchar por la rendija de la puerta.
—Le acompañaré —dijo Jacobo—. ¿Y está usted seguro de que está muerto?
—¡Caramba! Eso me parece. Con la linterna saldremos de dudas. —¿Y qué le parece a usted? Un accidente, ¿no es eso?
—Puede ser. Algún muchacho que habrá querido morir aplastado, o quizás algún viajero que se ha tirado del vagón. Jacobo se estremeció.
—¡Venga usted pronto! ¡Pronto!
Jamás le había agitado semejante fiebre de ver. Afuera, mientras que su compañero seguía tranquilo por la vía, balanceando la linterna cuyo círculo de claridad se deslizaba levemente sobre los rieles, corría él delante, irritado por tanta lentitud. Su anhelo era como un deseo físico, como el fuego interior que acelera el andar de los amantes en las horas de cita. Tenía miedo de lo que le esperaba allí abajo, y volaba, no obstante, con toda la velocidad que le permitían sus musculosas piernas. Cuando llegó, por poco choca con una negra masa tendida junto a la vía descendente. Se detuvo paralizado, sacudido de pies a cabeza por un estremecimiento nervioso. Y su agonía, al no ver nada claramente, se tradujo en juramentos contra el otro, que venía rezagado treinta pasos más atrás.
—¡Por vida de Dios! ¡Acabe usted de llegar! Si viviese todavía, podríamos ayudarle.
Misard llegó con su habitual calma, y cuando hubo paseado la linterna por encima del cuerpo, declaró:
—¡Ah! Está muerto.
El individuo, caído sin duda de un vagón, estaba boca abajo, con el rostro pegado al suelo, a unos cincuenta centímetros de los rieles. No se veía de la cabeza más que una espesa corona de cabellos blancos. Las piernas estaban abiertas y el brazo derecho yacía como desprendido, mientras que el izquierdo permanecía doblado debajo del pecho. Se hallaba muy bien vestido, llevaba un amplio paletó de paño azul, y sus pies iban calzados con unas elegantes botas. El cuerpo no presentaba señales de fuerte contusión; pero mucha sangre había salido de la garganta y manchaba el cuello de la camisa.
—Un caballero a quien han despachado —dijo tranquilamente Misard, pasados algunos segundos de silencioso examen.
Luego volviéndose hacia Jacobo, que se hallaba inmóvil, estupefacto, prosiguió:
—No hay que tocarlo. Está prohibido... Quédese usted aquí custodiándolo mientras yo voy a Barentin a dar noticia al jefe de estación.
Levantó la linterna y miró a un poste.
—¡Bueno! —dijo—. Exactamente en el poste 153.
Y dejando la linterna en el suelo, se alejó despacio.
Jacobo, sólo ya, no se movía, mirando sin cesar aquella masa inerte, que la vaga claridad rasante con el suelo hacía confusa. Y la agitación que había precipitado su marcha, el horrible atractivo que lo detenía allí, lo condujeron a este punzante pensamiento que brotaba de todo su ser: el otro, ¡el hombre de la navaja se había atrevido! ¡Había matado! ¡Ah, no ser cobarde, satisfacerse, clavar la navaja! Había en su fiebre un desprecio a sí mismo; cierta admiración por el otro y, sobre todo, el deseo de ver aquello, la inextinguible sed de satisfacer los ojos en el pingajo humano, en el muñeco en que la navaja convierte a una criatura.
El otro había realizado lo que él soñaba. Si él matase tendría aquello en tierra. Le saltaba el corazón del pecho; su prurito de asesino se exasperaba ante el espectáculo de aquella trágica muerte. Y dio un paso, y se acercó más, como un niño nervioso que se familiariza con el miedo. ¡Sí, él se atrevería! ¡Él también se atrevería!
Pero un rugido detrás de su espalda, le obligó a echarse a un lado. Llegaba un tren, que no había oído hasta entonces, absorto como estaba en la contemplación. Iba a ser triturado; el cálido aliento, el soplo formidable de la máquina acababa de advertírselo. Y el tren pasó envuelto en su huracán de ruido, de humo y de luz. Iba lleno de gente. La ola de viajeros continuaba hacia El Havre para la fiesta del día siguiente. Un niño aplastaba la nariz contra los cristales, mirando el negro campo; algunos perfiles de hombres se dibujaban, y una joven, bajando el cristal, arrojó un papel manchado de aceite y azúcar. El alegre tren se perdía a lo lejos, indiferente hacia aquel cadáver que había rozado con sus ruedas, indiferente hacia aquel cuerpo que yacía en tierra vagamente alumbrado por la linterna, única claridad que se destacaba en la inmensa paz de la noche.
Entonces experimentó Jacobo el deseo de ver la herida, mientras permanecía solo. Una sola inquietud le detenía, la idea de que, si tocaba la cabeza, lo notarían tal vez. Había calculado que Misard no podría estar de vuelta con el jefe de estación antes de tres cuartos de hora. Y dejaba pasar los minutos, pensando en Misard, en ese enteco, tan lento, tan calmoso, que se atrevía también, matando tranquilamente con drogas.
¡Qué fácil era matar! Se acercó otra vez; la idea de ver la herida le aguijoneaba de tal modo, que sus carnes ardían. ¡Ver cómo había sido hecho aquello! ¡Ver el agujero rojo! Volviendo a colocar con cuidado la cabeza, nadie lo notaría. Pero le quedaba otro temor que no se confesaba: en el fondo de su vacilación, había el miedo a la sangre. Siempre sentía unidos el espanto y el deseo. Pasó un cuarto de hora más y ya iba a decidirse, cuando un leve ruido, a su lado, le hizo estremecerse.
Era Flora, que se hallaba de pie, mirando como él. Tenía curiosidad de ver los accidentes: en cuanto se anunciaba el atropello de alguna persona o de cualquier animal, no había forma que Flora dejara de ir. Ahora quería ver el muerto del que Misard hablaba. Y, después de la primera ojeada, no vaciló. Bajándose y tomando la linterna con una mano, levantó y dejó caer en seguida con la otra, la cabeza del que yacía a sus pies.
—¡Aparta, que eso está prohibido! —murmuró Jacobo.
Pero ella se encogió de hombros. La cabeza se veía en la claridad amarillenta: una cabeza de anciano, con nariz grande y ojos azules y rasgados. Bajo la barbilla, manaba la herida, una profunda cuchillada que había cortado la garganta, una herida dentro de la cual debió revolverse varias veces la cuchilla. El lado derecho estaba inundado de sangre. A la izquierda, en el ojal superior del gabán, la roseta de comandante de la Legión de Honor parecía un coágulo rojo extraviado.
Flora lanzó un débil grito de sorpresa.
—¡Pero, si es el viejo!
Jacobo, inclinado como ella sobre el cadáver, se adelantó para ver, mezclando sus cabellos con los de la joven. Estaba sofocado de la excitación que le producía el espectáculo. Repetía, apenas consciente:
—¡El viejo!... ¡El viejo!
—Sí, el viejo Grandmorin... El presidente.
Flora detuvo un instante más su mirada sobre ese lívido rostro, esa boca retorcida, esos ojos llenos de espanto. Luego soltó la cabeza que la rigidez cadavérica comenzaba a helar y que volvió a caer al suelo sustrayendo la herida de la vista.
—¡Se acabaron los juegos con las muchachas! —dijo en voz baja—. Seguramente, fue a causa de alguna... ¡Pobre Luisita! ¡Ah, el cochino, bien se lo merecía!
Se produjo un largo silencio. Flora, que había depositado la linterna en el piso, esperaba, dirigiendo hacia Jacobo lentas miradas; pero éste, separado de ella por el cadáver, permaneció inmóvil y como anonadado por lo que acababa de ver. Debían ser las once. La turbación que sentía la muchacha después de la escena ocurrida en la tarde, le impedía hablar. Se oyó un ruido de voces; era su padre que llegaba con el jefe de estación. La joven, no queriendo que la vieran, decidió huir.
—¿No vienes a acostarte? —preguntó a Jacobo.
El muchacho se estremeció. Parecía luchar consigo mismo. Luego, después de un violento esfuerzo, exclamó:
—¡No, no!
Flora recibió sus palabras sin hacer un ademán, pero el movimiento de sus brazos de muchacha vigorosa expresó toda su pena.
Como impulsada por el deseo de hacerse perdonar su resistencia de poco antes, pronunció con profunda humildad:
—¿Entonces no regresas conmigo? ¿No te volveré a ver?
—¡No, no!
Las voces se aproximaban, y Flora, sin tratar de estrecharle la mano, suponiendo que parecía querer él que el cadáver quedara en medio, sin siquiera darle el familiar adiós de camaradas de infancia, se alejó, perdiéndose entre las tinieblas.
En seguida llegó el jefe de estación con Misard y dos obreros ferroviarios. El jefe también identificó el cadáver: era, en efecto, el presidente Grandmorin, a quien conocía por haberlo visto bajar en la estación, siempre que iba a casa de su hermana, la señora Bonnehon, en Doinville. El cuerpo tenía que permanecer en el sitio en que estaba, y el jefe de estación solamente mandó a que lo cubrieran con una capa que uno de los hombres traía. Un empleado había recibido la orden de salir de Barentin, en el tren de las once, para ir a poner el hecho en conocimiento del procurador general de Rouen. Pero no se podía contar con él antes de las cinco o las seis de la mañana, pues tendrían que venir también el juez de instrucción, el escribano y un médico. El jefe de estación organizó un servicio de guardia junto al muerto; durante toda la noche, mediante relevos, estaría allí constantemente un hombre vigilando con la linterna.
Y Jacobo, antes de decidirse a ir a echarse bajo algún cobertizo de la estación de Barentin, de donde no debía de salir para El Havre hasta las siete y veinte, permaneció mucho tiempo inmóvil, absorto. Después, le turbó la idea del juez de instrucción que aguardaban, cual si hubiese sido cómplice del asesinato. ¿Diría lo que había visto al pasar el expreso? En un principio resolvió hablar, puesto que, en suma, nada tenía que temer. Además, su deber no era dudoso. Pero después cambió de opinión, ya que no podía dar a conocer un solo hecho decisivo, ni se atrevería a fijar ningún detalle preciso sobre el asesino. Necia cosa sería meterse donde no le llamaban para perder el tiempo y emocionarse sin provecho de nadie. ¡No, no! No hablaría. Y se fue, volviéndose dos veces para ver el bulto negro que formaba el cuerpo sobre el suelo en medio de la redonda claridad de la linterna. Un frío intenso se dejaba sentir en aquel desierto. Habían pasado varios trenes y llegaba otro muy largo con dirección a París. Y todos, lanzados por el inexorable ímpetu mecánico hacia su lejano destino, hacia el porvenir, pasaban rozando, indiferentes, el cadáver de un hombre al que otro hombre había degollado.