Читать книгу La bestia humana - Эмиль Золя, Emile Zola, Еміль Золя - Страница 6
Capítulo III
ОглавлениеAl día siguiente, domingo, acababan de dar las cinco de la mañana en todos los campanarios de El Havre cuando Roubaud se apeó en la estación para volver a su servicio. Todavía era de noche. El viento que soplaba desde el mar, empujaba la niebla hacia las colinas que se extienden entre Sainte–Adresse y el fuerte de Tourneville; mientras que al Oeste, sobre el mar abierto, aparecía un claro, un pedazo de cielo en el que fulguraban las últimas estrellas.
En la estación, los mecheros de gas seguían luciendo, pálidos por el frío húmedo de la temprana hora; y allí estaba el primer tren de Montivilliers, que preparaban algunos obreros bajo las órdenes del jefe segundo de la noche. Las puertas de las salas permanecían cerradas y los andenes se hallaban desiertos en aquel perezoso despertar de la estación.
Al salir de su casa, en el piso principal, encima de las salas de espera, había encontrado Roubaud a la mujer del cajero, la señora Lebleu, acechando, inmóvil en medio del pasillo central al que daban las habitaciones de los empleados. Hacía varias semanas que esta señora se levantaba de noche para vigilar a la señorita Guichon, la estanquera, a la que suponía andaba en alguna intriga con el jefe de estación, señor Dabadie. Por lo demás nunca había sorprendido la menor cosa, ni una sombra, ni un soplo. Y aquella mañana también se volvió a su casa sin otra cosa que el asombro producido por haber visto, en casa de los Roubaud, durante los segundos empleados por el marido en abrir y cerrar la puerta, a la mujer, a la hermosa Severina, de pie en el comedor, vestida ya, peinada y calzada, cuando de ordinario se quedaba en la cama hasta las nueve. La mujer de Lebleu despertó a éste para contarle tan extraordinario acontecimiento. En la víspera no se había acostado el matrimonio sino después de la llegada del expreso de París de las once y cinco, ardiendo en deseos de saber el resultado del asunto con el subprefecto. Pero no pudieron sorprender nada en la actitud de los Roubaud, que habían vuelto con la cara de todos los días; y en vano permanecieron hasta las doce con el oído alerta: ningún ruido salió del piso de sus vecinos, los cuales debieron dormirse inmediatamente. Seguramente su viaje no había tenido buen resultado ya que Severina estaba levantada tan de mañana. Y como el cajero preguntó qué cara tenía ella, su mujer se esforzaba por pintarla muy seria y pálida, con sus grandes ojos azules tan claros bajo sus cabellos negros, y sin hacer un movimiento, presentando el aspecto de una sonámbula. En fin, ya sabrían, en el curso del día, a qué atenerse.
Abajo, se encontró Roubaud con su compañero Moulin, que había estado de servicio de noche y a quien debía relevar. Moulin, mientras paseaba algunos minutos, le puso al corriente de las pequeñeces ocurridas desde la víspera: unos vagabundos habían sido sorprendidos en el momento de introducirse en el depósito de equipajes; tres obreros fueron reprendidos por desobediencia, y un gancho de unión se había roto cuando estaban formando el tren de Montevilliers. Roubaud escuchaba en silencio, con tranquilo semblante; estaba solamente un poco pálido; sin duda por un resto de fatiga, que también sus ojos acusaban. Su compañero dejó de hablar, y él parecía interrogarlo aún como si esperara otros acontecimientos. Pero aquello era todo, y Roubaud bajó los ojos entonces, posando su mirada un instante sobre el suelo.
Andando a lo largo del andén, habían llegado los dos hombres al final del muelle abierto, a un sitio en el que, a la derecha, había una cochera en la cual estaban estacionados los vagones que habían llegado por la noche y servirían para formar los trenes del día siguiente. Roubaud levantó la cabeza y sus miradas se fijaron en un coche de primera señalado con el número 293, al cual alumbraba precisamente en aquel momento, con su vacilante luz, un mechero de gas. Entonces exclamó el otro:
—¡Ah! Se me olvidaba...
El pálido rostro de Roubaud se coloreó; no pudo contener un movimiento involuntario.
—Se me olvidaba —repitió Moulin—. Este coche no debe salir. Tenga cuidado de que no le enganchen esta mañana al expreso de las seis y cuarenta.
Hubo un breve silencio, antes de que Roubaud preguntara en tono natural:
—¿Por qué?
—Porque han pedido que se reserve un coche para el expreso de la tarde. Y como no se sabe si habrá alguno disponible durante el día, vale más guardar éste por si acaso.
Roubaud, que no había cesado de mirarlo fijamente, contestó: —Sin duda.
Pero parecía pensar en otra cosa, pues de repente exclamó furioso:
—¡Mire cómo limpian esos cochinos! ¡Es repugnante! Me parece que no han quitado el polvo a este coche desde hace una semana. —¡Ah! —replicó Moulin—, cuando los trenes llegan después de las once, no hay peligro de que los mozos les den una limpiada... ni los miran. El otro día dejaron a un viajero dormido sobre el asiento, y no se despertó hasta la mañana siguiente.
Luego, ahogando un bostezo, dijo que se iba a dormir, pero cuando ya se alejaba, una brusca curiosidad le hizo volver.
—A propósito —dijo—, su asunto con el subprefecto, ¿quedó resuelto, eh?
—Claro, sí, ha sido un buen viaje. Estoy muy contento.
—Me alegro... Y recuerde que el 293 no debe salir.
Cuando Roubaud se encontró solo en el andén, se acercó lentamente hasta el tren de Montivilliers que esperaba listo para salir. Se abrieron las puertas de las salas y aparecieron los pasajeros: algunos cazadores con sus perros y dos o tres familias de tenderos; poca gente, en suma. Pero despachado este tren, el primero del día, Roubaud no tenía tiempo que perder; hubo que formar inmediatamente el tren omnibus de las cinco y cuarenta y cinco, con destino a Rouen y París. A esas horas de la madrugada había poco personal, y las funciones del jefe segundo se complicaban con toda clase de cuidados. Así que hubo presenciado la maniobra de los mozos, consistente en pasar de la cochera, uno por uno, todos los vagones, colocarlos sobre carretón que reemplazaba allí a la plancha giratoria y empujarlos después, llevándolos a su destino, se fue corriendo a dar un vistazo a la distribución de los billetes y al registro de los equipajes. Una disputa entre algunos soldados y un empleado reclamó su intervención. Durante media hora, exponiéndose a las corrientes de aire glaciales, en medio de un público que temblaba de frío, con los ojos hinchados todavía por el sueño y con el mal humor resultado de un exceso de trabajo, Roubaud multiplicaba su presencia, sin tener un minuto para pensar en sí mismo. Luego, como la salida del tren omnibus había dejado expedita la estación, se apresuró a dirigirse hacia el puesto del guardagujas con objetivo de asegurarse que también allí todo marchaba debidamente, pues llegaba otro tren, el directo de París que venía retrasado. Volvió a presenciar el desembarque, esperó a que la muchedumbre de viajeros devolviera los billetes, antes de asaltar los coches de los hoteles que esperaban debajo del tejado mismo de la estación, separados de la vía por una simple barda, y fue solamente entonces cuando pudo respirar un momento en la estación desierta y silenciosa.
Dieron las seis. Roubaud salió con paso perezoso de la sala de andenes. Una vez fuera, al aire libre, levantó la cabeza y respiró viendo que, al fin, comenzaba a nacer el día. El viento del mar había terminado de barrer la niebla y la mañana anunciaba un día claro. Roubaud, dirigiendo la mirada hacia el Norte, observó cómo la playa de Ingouville, hasta los árboles del cementerio, dibujaba sobre el pálido cielo una violácea raya. Luego, volteando hacia el Mediodía y el Oeste, contempló, por encima del mar, el último vuelo de ligeras nubes blancas que bogaban lentamente por los espacios, mientras la inmensa abertura del Sena comenzaba a incendiarse con los rayos precursores de la salida del sol. Con un movimiento maquinal, Roubaud se quitó la gorra bordada de plata, como para refrescarse la frente al aire puro del amanecer. Aquel horizonte familiar —el conjunto de las dependencias de la estación: a la izquierda la sala de llegada, después el depósito de locomotoras y, a la derecha, la sala de salida; toda una ciudad, en fin—, parecía apaciguarle devolviéndole la calma de su cotidiano trabajo, el mismo eternamente. Por encima de la muralla de la calle Charles–Lafitte se levantaban enormes columnas de humo que salían de las chimeneas de las fábricas. A lo largo de la cuenca de Vauban, se veían extendidos grandes montones de carbón. Los silbidos de los trenes de mercancías, el olor de la marea, traído por el viento y que anunciaba el despertar de las aguas, le hicieron pensar en la festividad del día, en el navío que iba a ser botado al agua en presencia de una apiñada muchedumbre.
Al entrar Roubaud en el muelle cubierto, encontró a los muchachos que comenzaban a formar el expreso de las seis y cuarenta. Creyó que iban a enganchar el vagón 293, y toda la calma, que le proporcionó la apacible mañana, huyó de él en un violento acceso de cólera.
—¡Qué diablos!... ¡Ese coche no! ¡Déjenlo en paz! No sale hasta la noche.
El jefe de la cuadrilla le dijo que no hacían más que empujar aquel coche para sacar otro que estaba detrás; pero él no oía, trastornado como estaba por la vehemencia de su irascible carácter.
—¡Animales!... ¡Cuando se les dice que no lo toquen!
Así que, habiendo comprendido al fin lo que le decían, siguió furioso, maldiciendo de las condiciones de la estación, en la que apenas se podía maniobrar. Efectivamente, la estación, que fue una de las primeras construidas en la línea, era indigna de El Havre, con su cochera de maderas viejas, su techumbre de tablas y de zinc, cuajada de pequeños vidrios y sus caserones desnudos y agrietados por todas partes.
—Es una vergüenza —dijo—. No sé cómo la Compañía no ha derribado ya todo esto.
Los trabajadores lo miraban sorprendidos, oyendo hablar en tales términos a él, habitualmente tan disciplinado. Notó esto Roubaud y se detuvo de repente, vigilando en silencio la maniobra. Una arruga de descontento surcaba su frente, mientras su sonrosada faz, erizada de barba rubia, adquiría un aspecto resignado.
Desde entonces conservó toda su sangre fría, atendiendo cuidadosamente a la formación del expreso. Habiéndole parecido que unos enganches estaban mal hechos, ordenó que los ejecutaran de nuevo en presencia suya. Una madre con dos hijos, que solía visitar a Severina, quiso que la colocaran en el departamento de señoras solas. Luego, antes de dar con el silbato la señal de marcha, Roubaud se aseguró, una vez más, de la buena disposición del tren. Y lo miró alejarse despacio, con el ojo avizor de un hombre cuya más insignificante distracción podría costar la vida a muchas personas. En seguida tuvo que atravesar la vía para recibir un tren de Rouen, que entraba en la estación. Encontró allí a un empleado de correos con quien todos los días se comunicaba las noticias. Esto constituía, en sus mañanas tan ocupadas, un corto reposo, cerca de un cuarto de hora durante el cual podía respirar en libertad, porque ningún trabajo inmediato reclamaba su vigilancia. Y aquella mañana, como de costumbre, armó un cigarrillo y estuvo hablando alegremente. Ya era día claro; habían acabado de apagar las luces de gas del muelle cubierto, en el cual reinaba todavía cierta sombra gris a causa de los pocos vidrios que tenía su techumbre; pero el cielo se presentba como una ascua de oro. El horizonte se tornaba sonrosado en medio del ambiente puro de aquella mañana de invierno.
A las ocho solía bajar el señor Dabadie, jefe de estación, y entonces el jefe segundo iba a presentarle su informe. Dabadie era un hombre guapo y muy moreno; vestía bien y ostentaba modales de gran negociante. Ordinariamente, desatendía la estación de viajeros, dedicando su atención al inmenso movimiento de mercancías, que le permitía sostener constantes relaciones con el gran comercio y, en cierto modo, con el mundo entero. Aquel día se retrasaba, y dos veces había Roubaud abierto la puerta del despacho sin encontrarlo allí. Sobre la mesa esperaba el correo, cerrado aún. Los ojos del jefe segundo se fijaron en un telegrama que aparecía entre las cartas y, como si estuviese fascinado, ya no se alejó de la puerta, lanzando rápidas miradas hacia la mesa.
Por fin, a las ocho y diez, se presentó el señor Dabadie. Roubaud, que se había sentado, esperó silencioso para darle tiempo a que abriera el telegrama. Pero Dabadie no tenía prisa; deseaba, sobre todo, mostrarse amable hacia su subordinado, al que estimaba.
—¿Y qué, en París, todo ha marchado bien, por supuesto? —Sí, señor, muchas gracias.
El jefe había abierto al fin el despacho, pero no leía todavía la correspondencia; continuaba charlando sonriente con Roubaud, quien sentía que su voz se hacía ronca con el violento esfuerzo que le costaba dominar una contracción nerviosa de la barbilla.
—Nos causa gran placer tenerlo con nosotros —prosiguió el señor Dabadie.
—Y yo, por mi parte, me siento muy contento de seguir al lado de usted —respondió Roubaud.
Y como el señor Dabadie se disponía a recorrer con la vista el telegrama, Roubaud le observó inquieto, con el rostro húmedo de sudor. Pero la emoción que esperaba no se produjo: el jefe terminó tranquilo la lectura del despacho y luego lo dejó sobre la mesa; evidentemente no se trataba más que de un simple detalle del servicio. En seguida continuó abriendo el correo, al tiempo que el segundo jefe, como de costumbre, le daba parte verbal de los acontecimientos de la noche y la mañana; pero esta vez Roubaud tuvo que buscar en su memoria antes de acordarse de lo que le había dicho su colega a propósito de los vagabundos sorprendidos en el depósito de equipajes. Se cambiaron algunas palabras más, y el jefe lo estaba despidiendo con un ademán, cuando entraron los dos jefes adjuntos, el de los almacenes y el del transporte de mercancías, para presentar sus informes. Roubaud vio que traían otro telegrama, que un empleado acaba de entregarles en el andén.
—Puede usted retirarse —dijo el señor Dabadie, viendo que Roubaud se detenía en la puerta.
Pero el jefe segundo no se fue hasta que vio caer sobre la mesa aquel pedazo de papel, que fue apartado con el mismo movimiento de indiferencia. Durante algunos instantes, Roubaud erró por el muelle en un estado de perplejidad y de aturdimiento. El cuadrante del reloj marcaba las ocho y treinta y cinco. Ningún tren saldría antes del mixto de las nueve y cincuenta. Roubaud tenía la costumbre de emplear este tiempo en dar una vuelta por la estación. Anduvo durante algunos minutos, sin saber adónde le conducían sus pasos, hasta que, al levantar la cabeza, de pronto se vio ante el coche número 293. Entonces, bruscamente, dio un rodeo y se dirigió hacia el depósito de locomotoras, aunque nada tenía que hacer allí. El sol subía esplendoroso por el horizonte y una lluvia de dorado polvo atravesaba la pálida atmósfera. Ya no gozaba de aquella deliciosa mañana: apretaba el paso, con aire atareado, tratando de dominar la terrible tensión de la espera.
Una voz le detuvo repentinamente.
—¡Señor Roubaud, buenos días! ¿Ha visto usted a mi mujer? Era Pecqueux, el fogonero, un hombre alto, de unos cuarenta
y tres años, flaco de carnes, pero de esqueleto robusto y con un rostro curtido por el fuego y el humo. Sus ojos grises que miraban bajo de una frente aplastada, y su rasgada boca de mandíbula saliente, sonreían constantemente con la sonrisa característica del hombre jaranero.
—¡Cómo! ¡Usted por aquí! —dijo Roubaud y se detuvo asombrado—. ¡Ah! sí, tuvo un accidente de máquina... se me había olvidado. ¿Y no sale usted hasta la noche? ¿Buena ganga, eh? Una licencia de veinticuatro horas.
—Buena ganga —repitió el otro, medio embriagado todavía después de una noche de parranda.
Oriundo de un pueblo vecino de Rouen, había entrado muy joven al servicio de la Compañía en calidad de obrero ajustador. Después, a los treinta años de edad, y cansado del taller, se hizo fogonero, esperando llegar a ser maquinista; entonces fue cuando se casó con Victoria, paisana suya. Pero los años transcurrían y no salía de fogonero: nunca ascendería a maquinista, borracho, sucio y mujeriego como era. Veinte veces le habrían despedido si no hubiese contado con la protección del presidente Grandmorin, y si sus superiores no hubieran acabado por acostumbrarse a sus defectos, que compensaba por su buen humor y su experiencia de antiguo obrero. No era realmente temible, sino cuando se emborrachaba, pues entonces se convertía en una verdadera bestia capaz de cualquier violencia.
—¿Han visto a mi mujer? —preguntó de nuevo, con la insistencia del borracho, con la boca hendida por su enorme sonrisa.
—Sí, la hemos visto —contestó el jefe segundo—. Hasta hemos almorzado en la habitación de ustedes. ¡Ah, tiene una buena mujer Pecqueux! Y hace muy mal en engañarla.
Pecqueux prorrumpió en una risa violenta.
—¡Eso sí que es verdad! —exclamó—. Pero, ¡si es ella la que quiere que me divierta!
Y era verdad. Victoria, dos años mayor que él, y tan gorda que casi no podía moverse, le daba dinero para que gozara fuera de su casa. Nunca ella había sufrido mucho por sus infidelidades, ni por sus continuos excesos, hijos de una necesidad de su naturaleza. Y ahora su vida, por decirlo así, quedaba arreglada: tenía dos mujeres, una en cada extremo de la línea; su mujer en París para las noches que dormía allí, y otra en El Havre para las horas de espera que pasaba entre dos trenes. Victoria, muy económica, gastando poco en sus necesidades, tratándolo maternalmente y sabiéndolo todo, no quería que se pusiese en ridículo con la otra. Hasta le arreglaba la ropa blanca a cada viaje, porque habría sido muy desagradable que la otra la acusara de descuidar a su marido.
—No importa —replicó Roubaud—. De todos modos no está bien. Mi mujer que adora a su nodriza, quiere regañarle a usted.
Pero se calló al ver salir de un cobertizo, junto al cual se hallaban los dos hombres, a una mujer muy seca, Filomena Sauvagnat, hermana del jefe del depósito y, desde hacía ya un año, mujer suplementaria de Pecqueux cuando éste estaba en El Havre. Al parecer, ambos se habían encontrado bajo el cobertizo en el momento en que el fogonero se había adelantado para llamar al jefe segundo. Filomena, todavía joven a pesar de sus treinta y dos años, alta, angulosa, con el pecho hundido y las carnes quemadas por continuos deseos, tenía la cabeza y los ojos chispeantes de una yegua enflaquecida y que relincha de celo. La acusaban de bebedora, y todos los hombres de la estación habían desfilado por la casita, siempre sucia y descuidada, que ocupaba con su hermano junto al depósito de locomotoras. Este hermano, cabezudo auvernés, severo en disciplina, y muy estimado por sus jefes, había tenido serios disgustos a causa de Filomena, hasta el punto de haber sido amenazado con la cesantía. Ahora la toleraban en consideración a él, pero él sólo la conservaba a su lado por espíritu de familia; lo que no le impedía molerla a palos cuando la encontraba con algún hombre. Al juntarse, Filomena y Pecqueux se habían sentido felices: ella, satisfecha, por fin, en los brazos de este endiablado mozo; él, por tener una amante flaca, después de una mujer demasiado gruesa, por lo que repetía, en broma, que ya no necesitaba nada más. Sólo Severina, creyendo que era un deber suyo hacia Victoria, había reñido con Filomena, a la que ya evitaba lo más posible por cierto orgullo de su naturaleza, y había cesado de saludarla.
—¡Bueno! —dijo Filomena en tono insolente—. Hasta luego. Pecqueux. Me voy, porque el señor Roubaud se ve obligado a predicarte la moral, en nombre de su mujer.
Él, bonachón, continuaba riendo.
—Quédate, mujer, lo dice en broma.
—No, no... Tengo que llevar un par de huevos de mis gallinas a la señora Lebleu. Se los tengo prometidos.
Había pronunciado este nombre con intención, porque sabía
la rivalidad que existía entre la mujer del cajero y la del jefe segundo, afectando estar bien con la primera para hacer rabiar a la otra. Se quedó, sin embargo, súbitamente interesada al oír al fogonero preguntar por el asunto con el subprefecto:
—Y se arregló a gusto de usted, ¿no es eso, señor Roubaud? —Sí, a mi gusto.
Pecqueux guiñó los ojos con expresión maliciosa.
—¡Oh! —exclamó—. No tenía usted por qué inquietarse... con tan buena protección, ¿eh?... Ya sabe a quién me refiero. Mi mujer también le está muy agradecida.
El jefe segundo interrumpió esta alusión al presidente Grandmorin, diciendo bruscamente:
—¿De modo que no sale usted hasta la noche?
—Sí, acaban de ajustar la biela —contestó Pecqueux—. Estoy esperando a mi maquinista, que también anda por ahí. ¿Conoce usted a Jacobo Lantier? Es paisano suyo.
Roubaud, con el espíritu ausente y vago, no parecía oír. Lu go, como si despertara, preguntó:
—¿Jacobo Lantier, el maquinista? Sí, lo conozco. Así, sabe, superficialmente. Fue aquí donde nos conocimos, pues él es menor que yo y nunca lo encontré allá abajo, en Plassans. El otoño último prestó un pequeño servicio a mi mujer, un encargo que le hizo en casa de sus primas, en Dieppe... Es un muchacho despejado, según dicen.
Hablaba sin reflexionar, y de repente se despidió:
—Nos vemos, Pecqueux; voy a dar un vistazo por aquel lado.
Entonces se fue también Filomena, y Pecqueux, inmóvil, con las manos en los bolsillos y sonriente de gusto por la holganza de aquella agradable mañana, se asombraba de que el jefe segundo, después de limitarse a dar la vuelta al cobertizo, se marchara tan de prisa. Su vistazo no había sido largo. ¿Qué podría haber ido a fisgar allí?
Cuando Roubaud entró en el muelle abierto, daban las nueve. Avanzó hasta el extremo del andén y, llegando a las mensajerías, miró en derredor suyo como si no encontrara lo que buscaba. Después se volvió con el mismo aire impaciente. Sucesivamente interrogó con la mirada las oficinas de los diversos servicios. A estas horas, la estación estaba silenciosa y desierta; y él se agitaba solo, presa de un nerviosismo cada vez más agudo frente a aquella paz, sintiendo ese tormento del hombre tan amenazado por una catástrofe que acaba por desear que estalle. Su sangre fría le abandonaba; no podía estarse quieto. Sus ojos ya no se apartaban del reloj. Las nueve... las nueve y cinco. Normalmente, no subía a su casa hasta las diez, después de la salida del tren de las nueve y cincuenta, hora en que desayunaba. Ahora, con un brusco movimiento, se dirigió hacia la escalera, pensando en Severina, que seguramente estaría aguardando como él.
En el pasillo, en aquel momento preciso, la señora Lebleu abría la puerta a Filomena, que llegaba despeinada y con un par de huevos en la mano. Las dos mujeres se estacionaron ante la puerta y forzoso fue a Roubaud pasar a su casa vigilado por cuatro ojos que apuntaban su mirada hacia él. Llevaba la llave consigo y se apresuró a entrar, pero no pudo hacerlo con bastante rapidez para que las amigas no vislumbraran a Severina sentada, pálida e inmóvil, en una silla del comedor. Y la señora Lebleu, haciendo pasar a Filomena, le contó que por la mañana la había visto en igual postura: era, sin duda, la historia con el subprefecto, que tomaba mal giro. Pero Filomena le dijo que no lo creía, y que venía precisamente porque tenía noticias, y entonces le repitió lo que acababa de oír decir al propio jefe segundo. Las dos mujeres se perdieron en mil conjeturas. Siempre sucedía lo mismo: cada vez que se encontraban, renovaban la eterna chismografía.
—Les habrán administrado un buen jabón, hija mía, pondría las manos en el fuego... Seguramente los van a despedir...
—¡Ay señora, si nos libraran de ellos!
La rivalidad cada vez más envenenada entre los Lebleu y los Roubaud, había nacido sencillamente por una cuestión de alojamiento. Todo el primer piso, el que se hallaba inmediatamente por encima de las salas de espera, servía de domicilio para los empleados, y el corredor central, un verdadero pasillo de hotel, pintado de amarillo y alumbrado por la luz del techo, dividía el piso en dos, alineando las oscuras puertas a derecha e izquierda. Pero los departamentos de la derecha tenían ventanas al patio de salida, con viejos olmos sobre los que se destacaba el admirable panorama de la playa de Ingouville; mientras que las habitaciones de la izquierda daban sobre la techumbre de la estación, cuya parte alta, cubierta de zinc y vidrios, tapaba por completo el horizonte. Nada más alegre que las de la derecha, con la continua animación del patio, la verdura de los árboles y la vasta campiña; y era para morirse en los cuartos de la izquierda, donde apenas se veía claro, viviendo como en una prisión. En la parte delantera habitaban el jefe de estación, Moulin, y Lebleu; en la de atrás, Roubaud y la estanquera, señorita Guichon, sin contar tres piezas, reservadas para los inspectores transeúntes. Ahora bien, era notorio que los segundos jefes habían vivido siempre puerta con puerta. Si los Lebleu estaban allí, era por condescendencia del anterior jefe segundo, predecesor de Roubaud, el cual, siendo viudo, y no teniendo hijos, había deseado hacerse agradable a la mujer de Lebleu, cediéndole su casa. Pero, ¿era justo relegar a Roubaud a la parte trasera cuando tenía derecho a vivir en la delantera? Mientras los dos matrimonios habían permanecido en buena inteligencia, Severina había subordinado sus deseos a los de su vecina, que le llevaba veinte años, y que, delicada de salud, era tan gorda que se asfixiaba a cada instante. La guerra no se había declarado, en realidad, hasta el día en que Filomena desunió a las dos mujeres con sus abominables chismes.
—¿Sabe usted? —proseguía esta última—. Los creo bien capaces de haber aprovechado su viaje a París para pedir que los echen a ustedes. He oído decir que han escrito al director una larga carta en la que hicieron valer sus derechos.
—¡Miserables! —prorrumpió la señora Lebleu—. Y estoy segura que tratan de tener de su parte a la estanquera, porque hace quince días que no me saluda... ¡Otra cochinería! Pero la estoy vigilando...
Y bajó la voz para afirmar que la señorita Guichon iba todas las noches a reunirse con el jefe de la estación. Sus puertas se hallaban frente a frente. El señor Labadie, viudo y padre de una hija mayor, interna en un colegio, era quien había traído allí a esa rubia de treinta años, marchita ya, delgada y silenciosa, con la flexibilidad de una culebra. Al parecer, había sido así como una institutriz. Era imposible sorprenderla, pues sabía bien deslizarse. Por sí misma, no tenía importancia alguna, pero si se acostaba con el jefe, su intervención podía ser decisiva; mas el triunfo lo tendría en sus manos quien poseyera su secreto.
—¡Oh! Ya me enteraré —prosiguió la señora Lebleu—. No voy a dejarme comer... Aquí estamos y aquí seguiremos. Las personas honradas nos dan la razón, ¿verdad, chica?
Toda la estación asistía apasionada a la guerra de los dos pisos, que sobre todo, hacía estragos en el pasillo. La única persona despreocupada en aquella lucha era Moulin, el otro jefe segundo, satisfecho de vivir en la parte delantera con su tímida y frágil mujer a la que nunca se veía y que le daba un hijo cada veinte meses.
—En fin —concluyó Filomena—, aunque bailen ahora en la cuerda floja, no se estrellarán por esta vez... No se fíe usted, que conocen a personas de mucha influencia. Seguía con sus dos huevos en la mano. Al fin, los ofreció a su amiga. Eran huevos frescos que acababa de recoger aquella misma mañana. La vieja señora se deshacía en cumplidos.
—¡Qué amable es usted! —exclamaba—. ¡Venga a charlar más a menudo! Ya sabe que mi marido está siempre en la caja, y yo me aburro tanto, metida aquí a causa de las piernas... ¿Qué sería de mí, si esos miserables me quitaran la vista que tengo?
Después, mientras abría la puerta, puso un dedo sobre sus labios, y, cuchicheando, dijo:
—¡Chis!, ¡escuchemos!
Ambas, de pie en el corredor, permanecieron más de cinco minutos sin moverse, con las cabezas inclinadas, conteniendo la respiración y aplicando el oído hacia el comedor de los Roubaud, donde reinaba un sepulcral silencio. Finalmente, por miedo de que las sorprendieran, se despidieron, saludándose con la cabeza y sin hablar una palabra. La una se alejó de puntillas, la otra volvió a cerrar la puerta tan silenciosamente que no se oyó siquiera el ruido del picaporte.
A las nueve y veinte, Roubaud se hallaba de nuevo en la sala de andenes, vigilando la formación del mixto de las nueve y cincuenta. Procuraba serenarse, mas, pese a sus esfuerzos, gesticulaba cada vez más, y se volvía a cada instante para contemplar con la mirada el andén de un extremo a otro. Nada ocurría. Le temblaban las manos.
Luego, bruscamente, cuando al inspeccionar una vez más con ojos ansiosos la estación estaba mirando hacia atrás, oyó, a su lado, la voz de un empleado de telégrafos, que, jadeante, decía:
—Señor Roubaud, ¿no sabe usted dónde están el jefe de estación y el comisario de vigilancia? Tengo despacho para ellos, y hace diez minutos que ando buscándolos...
Roubaud se volvió con tal rigidez en todo su ser que ni un músculo de su rostro se contrajo. Sus ojos se clavaron en los dos telegramas que llevaba el empleado. Y esta vez, viendo la emoción del muchacho, tuvo la certeza de que al fin había llegado la noticia de la catástrofe.
—El señor Dabadie ha pasado por aquí hace un momento — dijo con calma.
Nunca se había sentido más frío y lúcido, con una voluntad más atenta a la defensa. Ahora estaba seguro de sí.
—¡Mire! —dijo—. Ahí viene el señor Dabadie.
En efecto, era el jefe de estación que regresaba de la estación de mercancías. No bien había recorrido con la mirada el telegrama, cuando éste exclamó:
—¡Se ha cometido un asesinato en la línea! Me lo telegrafía el inspector de Rouen.
—¿Cómo? —preguntó Roubaud—. ¿Un asesinato entre nuestro personal?
—No, no, han asesinado a un pasajero, en uno de los compartimientos. El cuerpo ha sido arrojado fuera del tren, casi al salir del túnel de Malaunay, junto al poste 153. Y la víctima es uno de nuestros administradores, el presidente Grandmorin.
Ahora fue el jefe segundo quien lanzó una exclamación:
—¡El presidente! ¡Mi pobre mujer! ¡Qué pena le va a dar!
Esta exclamación le salió con tono tan natural, que llamó, por un instante, la atención del señor Dabadie.
—Es verdad —dijo—, usted le conocía. Un hombre tan bueno, ¿no? Después, mirando el otro telegrama, dirigido al comisario de vigilancia, observó:
—Éste debe ser del juez de instrucción... alguna formalidad, sin duda. Y no son más que las nueve y veinticinco; el señor Cauche no estará todavía, por supuesto... Que corran inmediatamente al café del Comercio. Allí lo encontrarán con seguridad.
Cinco minutos después, llegó el señor Cauche, a quien había ido a buscar un mozo de la estación. Era un antiguo oficial que consideraba su cargo como un retiro y no se presentaba nunca en la estación antes de las diez; luego, después de dar una vuelta, regresaba a su café. Este drama, caído entre dos partidas de piquet, le había causado sorpresa, pues los asuntos que pasaban por sus manos eran, ordinariamente, poco graves. Pero no había que dudar: el despacho venía del juez de instrucción de Rouen, y si no llegaba dos horas después de haberse descubierto el cadáver, era porque el juez había telegrafiado primero a París, al jefe de estación, para saber en qué condiciones había salido la víctima; y solamente cuando hubo recibido los informes pedidos acerca de los números del tren y el coche, había enviado orden al comisario de vigilancia para que examinara la cabina reservada del coche 293, en caso de que éste se hallara todavía en El Havre. De pronto, desapareció el mal humor manifestado por el señor Cauche, a quien desagradaba ser molestado inútilmente: el comisario se apresuró a adoptar el aire de extrema importancia que exigía la gravedad excepcional del asunto.
—¡Pero! —exclamó inquietándose de repente con miedo de que la investigación se le escapara—, el coche ya no estará aquí, porque ha debido salir esta mañana.
Roubaud le tranquilizó.
—No —dijo—, dispense usted... Había un compartimento reservado para esta noche. El vagón está allí, en la cochera.
Y echó a andar, seguido del comisario y del jefe de estación. Entretanto, la noticia, al parecer, ya se había esparcido, pues los obreros de las cuadrillas estaban abandonando furtivamente sus quehaceres, mientras que en las puertas de las varias oficinas se congregaban, uno a uno, los empleados. Pronto se había formado un gran corro.
Al llegar donde estaba el coche, el señor Dabadie hizo una observación en voz alta.
—Ayer en la tarde se verificó la visita —dijo—. Si hubieran quedado huellas, me lo habrían comunicado al dar el parte.
—Ya lo veremos —dijo el señor Cauche.
Abrió la portezuela y entró en el coche. Al instante, exclamo entre juramentos:
—¡Ah, pareciera que han degollado un cerdo!
Un soplo de espanto recorrió el grupo de empleados, cuyos cuellos se alargaron para ver mejor. El señor Dabadie subió al estribo, adelantándose a los otros. Roubaud, detrás de él, para imitar a los demás, alargaba también el cuello.
El interior del coche no presentaba desorden alguno. Los cristales habían permanecido cerrados y todo parecía estar en su sitio. Pero un olor nauseabundo se escapaba por la portezuela abierta. Allí, en medio de un almohadón, se había coagulado un charco de sangre, un charco tan profundo y extenso que de él, como de un manantial, había brotado un arroyuelo, dejando cuajos de sangre sobre la cubierta del asiento. Y nada más, nada más que aquella sangre nauseabunda.
El señor Dabadie se puso colérico.
—¿Dónde están los hombres que hicieron ayer la visita? —gritó—. ¡Que me los traigan!
Presentes estaban, y se adelantaron balbuceando excusas; ¿cómo podían haberlo visto de noche? Habían pasado con las manos por todas partes. Juraban, en suma, que en la víspera no habían notado nada.
Mientras tanto, el señor Cauche, en pie dentro del vagón, tomaba notas con un lápiz. Llamó a Roubaud cuyo trato frecuentaba gustoso en los ratos de ocio, fumando cigarros y hablando con él a lo largo del andén.
—Señor Roubaud —ordenó—, suba usted. Necesito su ayuda.
Y cuando Roubaud saltó por encima del charco de sangre para no pisarlo, el comisario añadió:
—Mire usted debajo del otro almohadón a ver si también está manchado. Roubaud lo levantó y lo miró cuidadosamente.
—No hay nada —dijo.
Pero una mancha en la tela del respaldo le llamó la atención, y se la enseñó al comisario. ¿No parecía la señal de un dedo ensangrentado? No, acabaron por convenir en que era una salpicadura.
Todo el mundo se había acercado para asistir al examen, apiñándose detrás del jefe de la estación, al que una repugnancia de hombre refinado había detenido en el estribo.
De pronto se le ocurrió a Dabadie una reflexión:
—Diga usted, señor Roubaud —dijo—. ¿No estaba usted en el tren? Tal vez pueda decirnos algo.
—¡Es verdad! —exclamó el comisario—. ¿Notó usted algo?
Durante tres o cuatro segundos, Roubaud guardó silencio. En ese momento, estaba inclinado, examinando la alfombra. Pero se levantó casi en seguida y contestó con su voz natural, algo ronca:
—Seguramente, seguramente, señor... voy a decirle... Mi mujer se hallaba conmigo. Si lo que yo sé debe figurar en la información, preferiría que Severina bajara para refrescar mi memoria con la suya.
Esto le pareció muy razonable al señor Cauche, y Pecqueux, que acababa de llegar, se ofreció a ir a buscar a Severina. Se alejó a largas zancadas. Hubo un instante de expectación. Filomena, que había llegado con el fogonero, le seguía con la vista, irritada de que él se hubiera prestado a semejante comisión; pero viendo aparecer a la señora Lebleu, que llegaba con toda la ligereza que le permitían desplegar sus pobres piernas hinchadas, se precipitó a su encuentro, para ayudarla. Ambas mujeres levantaron las manos al cielo y prorrumpieron en exclamaciones apasionadas por tan abominable crimen. Aunque todavía no se sabía nada en absoluto, circulaban ya versiones y comentarios. En todos los rostros se pintaba una expresión de horror. Dominando el murmullo general, se oía la voz de Filomena que afirmaba, bajo palabra de honor, que la señora Roubaud había visto al asesino. Pero se produjo un profundo silencio cuando reapareció Pecqueux acompañado de Severina.
—¡Mírela usted! —murmuró la señora Lebleu—. ¿Quién creería que es la mujer de un jefe segundo al ver su aire de princesa? Esta mañana, muy temprano, ya estaba así, peinada y apretada como si fuera de visita.
Severina avanzaba con paso leve y firme. Había que recorrer un largo trecho de andén bajo las miradas de la muchedumbre, pero no flaqueaba; caminaba llevándose el pañuelo a los ojos para enjugarse las lágrimas que le arrancaba el profundo dolor que acababa de experimentar al oír el nombre de la víctima. Vestida con un traje de lana negro, muy elegante, parecía llevar luto por su protector. Sus abundantes cabellos oscuros relucían al sol, pues no se había tomado siquiera el tiempo necesario para cubrirse la cabeza, a pesar del frío. Sus azules ojos tan dulces, llenos de angustia y anegados en llanto, le daban un aspecto conmovedor.
—Razón tiene para llorar —dijo a media voz Filomena—. Ya están frescos ahora que les han matado a su buen Dios.
Cuando Severina se encontró allí, en medio de toda aquella gente congregada ante la portezuela del departamento, bajaron el señor Cauche y Roubaud, e inmediatamente, este último comenzó a decir lo que sabía.
—¿Verdad, querida mía, que ayer en cuanto llegamos a París, fuimos a ver al señor Grandmorin? —preguntó a Severina—. Serían las once y cuarto, ¿no es eso?
Y la miraba fijamente. Ella repitió con docilidad:
—Sí, las once y cuarto.
Pero sus ojos se detuvieron en el almohadón ennegrecido de sangre. Tuvo un espasmo, y profundos sollozos brotaron de su garganta. El jefe de estación, conmovido, se apresuró a intervenir.
—Señora —dijo—, si no puede soportar este espectáculo... Comprendemos perfectamente su dolor...
—¡Oh! No más que dos palabras —interrumpió el comisario—. Luego la haremos acompañar a su casa.
Roubaud se apresuró a proseguir.
—Después de hablar de diferentes asuntos, nos anunció el señor Grandmorin que iba a salir al día siguiente para ir a Doinville, a casa de su hermana... Aun me parece verle sentado en su escritorio. Yo estaba aquí, mi mujer ahí... ¿Verdad, querida, que nos dijo que iría a casa de su hermana al día siguiente?
Severina lo confirmó:
—Sí, sí, al día siguiente.
—Pero —objetó el señor Cauche—, ¿cómo al día siguiente? ¡Si se puso en camino aquella misma tarde!
—¡Aguarde usted! —replicó el jefe segundo—. Cuando supo que nosotros salíamos por la tarde, pensó tomar el mismo tren si mi mujer consentía en acompañarlo a Doinville y pasar un par de días en casa de su hermana, como ya lo había hecho varias veces. Pero mi mujer, que tenía muchos quehaceres aquí, rehusó... ¿Verdad que rehusaste?
—Sí, rehusé.
—Se mostró muy amable... Había intervenido en mis asuntos... Nos acompañó hasta la puerta de su despacho, ¿no es así?
—Sí, hasta la puerta.
—Por la tarde, nos marchamos... Antes de ocupar nuestra cabina, estuve hablando con el señor Vandorpe, el jefe de estación. No he visto nada en absoluto. Tuve un disgusto, porque creía que estábamos solos y luego noté que había una señora sentada en un rincón; para colmo, entraron dos personas más, un matrimonio... Hasta Rouen, tampoco vi nada en particular, no, nada... Por eso, al llegar a Rouen, donde nos bajamos para estirar un poco las piernas, ¡cuál fue nuestra sorpresa al ver, tres o cuatro coches más allá del nuestro, al señor Grandmorin, de pie, ante la portezuela del suyo!
“‘¡Cómo, señor presidente! ¿Ha salido usted finalmente?’ le dije. ‘No sospechábamos que íbamos con usted en el mismo tren’. Entonces nos dijo que había recibido un telegrama... Tocaron el silbato y nos fuimos corriendo a nuestra cabina, donde, entre paréntesis, no hallamos a nadie: todos nuestros compañeros de viaje se habían quedado en Rouen, lo cual, maldita la pena que nos causó. ¡Y esto es todo! ¿Verdad, querida?
—Sí, todo —confirmó Severina.
Este relato, por sencillo que fuera, impresionó enormemente al auditorio. En todos los rostros se pintaba el deseo de revelar el misterio. El comisario, dejando de escribir, expresó la sorpresa general al preguntar:
—¿Y está usted seguro de que no había nadie con el señor Grandmorin?
—Sí —dijo Roubaud—. Absolutamente seguro.
Un estremecimiento pasó por la muchedumbre. Emanaba de aquel misterio un hálito frío, siniestro, que cada uno sentía rozarle la nuca. Si el viajero se encontraba solo, ¿quién podía haber sido la persona que lo asesinó y que, después, arrojó el cuerpo fuera del compartimiento a tres leguas de allí y antes de que el tren parara otra vez?
En medio del silencio, resonó la voz de Filomena que decía: —Eso me huele mal...
Roubaud, sintiendo su mirada, la miró, a su vez, con un movimiento afirmativo de la barbilla, como para indicar que a él también le parecía muy raro. Vio al lado de Filomena a Pecqueux y a la señora Lebleu, que manifestaban el mismo asombro que ella, meneando la cabeza. Todos los ojos se habían vuelto hacia él, todos esperaban algo más, buscando en su persona algún detalle olvidado que aclarara el misterio. No había en estas miradas llenas de ardiente curiosidad ninguna acusación, pero él creía ver nacer esa vaga sospecha, esa duda que el hecho más insignificante es capaz de convertir, a veces, en certidumbre.
—¡Es extraordinario! —murmuró el señor Cauche.
—¡Extraordinario verdaderamente! —repitió el señor Dabadie. Entonces Roubaud se decidió a añadir:
—Una cosa de la que estoy también seguro, es que el expreso, que va sin parar de Rouen a Barentin, ha marchado con velocidad reglamentaria, sin que yo observara nada anormal... Lo digo porque, justamente, al vernos, por fin, a solas, bajé el cristal para fumar un cigarro y me quedé un rato mirando hacia fuera. Así, pues, pude darme cuenta de todos los ruidos del tren... En Barentin, al advertir en el andén al señor Bessière, mi sucesor como jefe de estación, le llamé y cambiamos un par de palabras, mientras él, subido en el estribo, me daba un apretón de manos. ¿No es cierto, querida? Pueden interrogarle, él lo confirmará.
Severina, pálida e inmóvil, con su fino rostro sumido en el pesar, confirmó una vez más la declaración de su marido.
—Sí, lo confirmará.
Desde aquel momento, toda acusación se hacía insostenible, puesto que los Roubaud, después de volver a su coche en Rouen, habían sido saludados en Barentin por un amigo. La sombra de sospecha que el segundo jefe había creído ver en los ojos que le miraban, ahora debía haberse desvanecido. Crecía el asombro general: el caso tomaba un tono cada vez más misterioso.
—Veamos —dijo el comisario—. ¿Está usted seguro de que nadie ha podido subir en Rouen al coche del presidente después que usted se separó del señor Grandmorin?
Evidentemente, Roubaud no había previsto esta pregunta, pues se turbó por vez primera, sin duda porque ya no tenía la respuesta preparada de antemano. Miró a su mujer, luego pronunció, en tono vacilante:
—No, no creo... Estaban cerrando las portezuelas y daban el silbido de marcha... Tuvimos el tiempo justo para regresar a nuestro compartimiento. Además, aquel era un compartimiento reservado; nadie habría podido subir...
Pero los ojos azules de su mujer se abrieron con una expresión tal que Roubaud se asustó: había sido demasiado afirmativo.
—Después de todo, no lo sé —dijo—. Sí, tal vez pudiera subir alguien... Había gran congestión en el andén...
A medida que continuaba hablando, su tono se hacía más preciso, pues esta nueva historia se sostenía muy bien.
—Ustedes lo sabrán, era con motivo de las festividades en El Havre, y hubo una muchedumbre enorme... Nos vimos obligados a defender nuestro coche contra pasajeros de segunda clase y aun de tercera... Además, la estación está mal alumbrada, se veía apenas, y todo el mundo se apretaba y gritaba en el apresuramiento de la salida... ¡Sí!, por cierto, es muy posible que, no sabiendo donde colocarse, o aprovechando el barullo, alguien se introdujera violentamente en el compartimiento en el último instante...
E, interrumpiéndose, dijo:
—¿Eh, Severina? Es esto lo que ha debido suceder.
Severina, presa, al parecer, de una aflicción excesiva, y apretando el pañuelo contra sus ojos doloridos, murmuró:
—Sí, seguramente, eso es lo que sucedió.
Desde entonces, quedaba indicada la pista por seguir. El comisario de vigilancia y el jefe de la estación cambiaron una muda mirada de inteligencia. Se produjo un prolongado movimiento de retroceso entre la muchedumbre, que viendo llegado el fin de la investigación, comenzaba a dispersarse deseosa de dar rienda suelta a sus comentarios, los cuales no se hicieron esperar. Hacía un rato que el servicio de la estación estaba suspendido: todo el personal se hallaba aglomerado ante aquel coche, fascinado por el drama, y causó verdadera sorpresa ver entrar, en la sala de andenes, el tren de las nueve y treinta y ocho. Todos se lanzaron a correr, se abrieron las portezuelas y los viajeros comenzaron a bajar. La mayor parte de los curiosos se había quedado en torno al comisario, que por escrúpulos de hombre metódico, examinaba por vez última aquel compartimiento ensangrentado.
Pecqueux, que aparecía gesticulando entre la señora Lebleu y Filomena, vio en este momento a su maquinista, Jacobo Lantier, que acababa de bajar del tren y estaba mirando desde lejos al grupo de gente. Le llamó con la mano, pero Jacobo no se movía. Al fin se acercó con paso lento.
—¿Qué pasa? —preguntó a su fogonero.
Pero como lo sabía todo, escuchaba distraídamente la noticia del asesinato y las suposiciones a las que daba lugar. Lo que le sorprendía, causándole una sensación extraña, era caer en medio de la investigación y encontrarse frente a aquel coche que apenas había distinguido entre las tinieblas cuando pasó ante él, lanzado a toda marcha. Asomó la cabeza para mirar el charco de sangre coagulada sobre el almohadón, y recordó la escena del asesinato; recordó, sobre todo, el cadáver tendido a través de la vía, con la garganta abierta. Después, al apartar los ojos, vio al matrimonio Roubaud, mientras Pecqueux seguía contándole toda la historia: de qué modo los dos se hallaban mezclados en el asunto; cómo habían salido de París en el mismo tren que la víctima y cuáles habían sido las últimas palabras cambiadas en Rouen con el muerto. Al hombre le conocía de saludarle casi a diario; en cuanto a la mujer, la había visto sólo de cuando en cuando, y se había mantenido apartado de ella, como de las demás, obseso por su morboso temor. En aquel momento, pálida y llorosa, con la dulzura de sus ojos azules y su pesada cabellera negra, Severina le causó una impresión instantánea y profunda. Ya no pudo separar la mirada de ella y, en un instante de ausencia mental, se preguntó, aturdido, por qué los Roubaud y él se hallaban allí, y cómo los hechos habían podido reunirlos ante el coche del crimen: a ellos, de vuelta de París, desde la noche anterior, y a él que acababa de regresar de Barentin en aquel mismo momento.
—Lo sé, lo sé —dijo en voz alta, interrumpiendo al fogonero—. Es que me encontraba, precisamente esta noche, junto a la salida del túnel y creí ver algo en el momento en que pasaba el tren.
Sus palabras causaron enorme sensación. Todos formaron un círculo en torno suyo. Y Jacobo mismo fue el primero en sentirse perturbado y tembloroso por lo que acababa de decir. ¿Por qué había hablado, después de haberse prometido a sí mismo que callaría? ¡Tantas razones excelentes le aconsejaban el silencio! Ahora se le habían escapado inconscientemente palabras muy graves, mientras miraba a aquella mujer. Severina había apartado bruscamente el pañuelo para fijar en él sus ojos bañados en lágrimas, que parecían así aún más grandes.
Pero el comisario se aproximaba apresuradamente, acompañado por el jefe de estación.
—¿Qué? —dijo—. ¿Qué ha visto usted?
Y Jacobo, sintiendo en su persona la inmóvil mirada de Severina, dijo lo que había visto: el departamento alumbrado, pasando ante él en medio de la noche, y la fugaz visión de los perfiles de dos hombres, uno tendido al suelo y el otro inclinado sobre él con un cuchillo en la mano. Roubaud, al lado de su mujer, escuchaba deteniendo en Jacobo sus ojos abultados y despiertos.
—Entonces —preguntó el comisario—, ¿podría reconocer al asesino?
—¡Oh, eso no! —dijo el maquinista—. No lo creo...
—¿Llevaba gabán o blusa?
—No puedo asegurarlo. Piénselo, ¡un tren que marcha con una velocidad de ochenta kilómetros!
Severina cambió una rápida mirada con Roubaud que tuvo fuerza para decir:
—Es verdad, habría que tener buenos ojos.
—No importa —concluyó el señor Cauche—. Tenemos aquí una declaración importante. El juez de instrucción le ayudará a usted a ver claro en todo esto. Señor Lantier y señor Roubaud, háganme el favor de darme sus nombres y apellidos exactos, para las citaciones.
Aquello había terminado. Poco a poco se disolvió el grupo de curiosos, y el servicio de la estación recobró su habitual actividad. Roubaud, sobre todo, tuvo que darse prisa para despachar el tren correo de las nueve y cincuenta, que ya se estaba llenando de pasajeros. Había dado a Jacobo un apretón de manos más vigoroso de lo normal; y el joven, a solas con Severina, que se encontraba detrás de la señora Lebleu, Pecqueux y Filomena, se creyó obligado a acompañarla hacia la escalera de los empleados, no hallando palabras que decirle y, sin embargo, retenido a su lado, como si un lazo acabara de establecerse entre uno y otra. La alegría de aquella mañana se había acentuado: el luminoso sol subía, vencedor de las brumas matutinas, por el límpido y azulado espacio celeste; y la brisa del mar, cobrando fuerza a medida que ascendía la marea, traía un aliento salado y fresco. Y cuando, al fin, Jacobo se separó de Severina, su mirada se encontró de nuevo con los grandes ojos, cuya expresión de dulzura, aflicción y temor tan profundamente le había conmovido.
Pero sintió un breve silbido. Era Roubaud que daba la señal de salida. La locomotora contestó con un pitido prolongado y estridente, y el tren de las nueve cincuenta comenzó a rodar, lentamente primero, acelerando su marcha luego, hasta que desapareció a lo lejos, en medio de la dorada polvareda de los rayos del sol.