Читать книгу Fulgor y muerte de las Cajas de Ahorros - Emili Tortosa Cosme - Страница 9
Оглавление1.
¿CÓMO HEMOS LLEGADO A ESTO?
Un gran tsunami se llevó por delante entre los años 2008 y 2012 las cajas de ahorros en España, transformadas en bancos, nacionalizadas, subastadas y adjudicadas al mejor postor. De hecho, lo que se entendía por una caja de ahorros, ese modelo de institución de crédito sin ánimo de lucro y carácter fundacional que destina parte de sus ganancias a la realización de obras sociales, ha dejado prácticamente de existir entre nosotros.
¿Y cómo ha ocurrido? ¿Por qué la profunda sacudida de la crisis ha tenido en estas instituciones su efecto más polémico y devastador, con pequeños impositores indignados por sus ahorros perdidos en productos híbridos como las cuotas participativas, las participaciones preferentes o las obligaciones subordinadas; con directores generales, presidentes, consejeros y ejecutivos desfilando por los juzgados; y con decenas de miles de millones de euros destinados a recapitalizar balances y reflotar entidades fundadas hace más de dos siglos?
Bankia, el gigante de la crisis del sector financiero español, producto de la fusión de Caja Madrid, Bancaja y otras entidades de menor tamaño, como Caixa Laietana y las Cajas de Canarias, La Rioja, Ávila y Segovia, se parece poco al estadounidense Lehman Brothers, un enorme banco de inversiones, pero sus respectivas bancarrotas forman parte de una misma convulsión, de una crisis económica mundial que en Europa se ha cebado con especial furor en los países en crecimiento más frágil y especulativo, como Grecia, Irlanda, Portugal o España. Y así como Estados Unidos vio caer, al inicio de la crisis financiera, medio centenar de bancos, compañías hipotecarias y aseguradoras, en España se han nacionalizado instituciones quebradas como Caja Castilla-La Mancha, CajaSur, Caja del Mediterráneo (CAM), Nova Caixa Galicia, Caixa Catalunya, Unnim y Bankia. Y se han inyectado ayudas públicas para rescatar a otra muchas.
Las hipotecas subprime, que han quedado fijadas en la imaginación colectiva como el detonante de la crisis financiera que en 2007 anunció la gran recesión posterior, no jugaban, pese a la globalización de los mercados, un papel relevante en el sistema financiero español, como se apresuraron a informar en su día las autoridades económicas. Ahora bien, en nuestro país había otros activos tóxicos, fundamentalmente las hipotecas impagadas y los créditos fallidos a promotores y constructores. La burbuja inmobiliaria reventó llevándose por delante las cajas de ahorros. O una buena parte de ellas, porque sería injusto no hacer distinciones entre las que han salido más o menos indemnes del proceso de bancarización y las que se han hundido con él.
Para hacernos una idea del problema de fondo basta señalar que, cuando estalló la burbuja (2007), el parque de viviendas disponibles estimado en el mercado español alcanzaba el millón y medio (unas 612.000 terminadas, 384.000 en construcción y 520.000 de segunda mano, en venta o alquiler). Sin duda, la estrecha vinculación de las cajas de ahorros al crédito hipotecario las convirtió en presa fácil de esa quimera del oro en que se convirtió la vida colectiva en los primeros años del siglo XXI. Pero la crisis inmobiliaria no resultaba algo nuevo para esas entidades. Al menos no tan nuevo como para pillarlas desprevenidas.
Quienes hemos participado en la gestión de alguna caja de ahorros recordamos las dificultades que causó la anterior crisis bancaria y los apuros que hubo que pasar para superar los procesos de desinversión ordenados por el Banco de España en los años ochenta. Las crisis bancarias son cíclicas y en esos años las entidades financieras sufrieron una falta de solvencia que afectó a 51 bancos y cajas que manejaban casi 10.000 millones de euros, tenían 36.000 empleados y disponían de 2.600 oficinas. Durante ese período se vieron afectados, además de los 17 bancos de Rumasa que fueron expropiados, los bancos de Valladolid, Meridional, de Navarra, Catalán de Desarrollo, Industrial del Mediterráneo, de Promoción de Negocios y Occidental, la Banca López Quesada y las cajas municipales y provinciales de Cáceres, Huelva, Ceuta, Provincial de Valencia y Alicante, Caja España, Unicaja, Ibercorp y Banesto.
Conociendo los resultados de la crisis anterior y, teniendo en cuenta las probabilidades de que algo así pudiera volver a ocurrir, ¿por qué no se diversificó más el negocio?, ¿por qué se propició de nuevo la concentración en el sector del ladrillo y la dependencia excesiva de los mercados de crédito mayoristas que alimentó la expansión de las entidades y acabó siendo su perdición? ¿Falló la voz de la experiencia o se ignoró lo que enseñaba una historia no demasiado remota? ¿Se perdió la memoria o el sentido común?
Es fácil pedir explicaciones a posteriori, desde luego. Pero se trata de un ejercicio insoslayable cuando la sociedad, sacudida por niveles de paro alarmantes (5.933.300 parados y tasa de desempleo del 25.93% según los datos publicados por el INE en abril de 2014) y políticas de recortes y de austeridad que socavan la prosperidad alcanzada por amplios sectores, dirige su malestar hacia gobernantes, políticos y banqueros. Por lo que se refiere al sector financiero, que el crédito no fluya hacia las empresas y las familias es uno de los factores del círculo vicioso en que se ha convertido la crisis. Y el enorme coste social se refleja en decenas de miles de pequeños ahorradores que se sienten estafados, así como en el drama humano de los desahucios, pero también en la envergadura de las aportaciones de dinero público para la reestructuración y el rescate.
Por centrarnos solo en las dos grandes cajas de ahorros valencianas, la intervención de la CAM supuso un desembolso de 5.249 millones de euros por parte del Fondo de Garantía de Depósitos, mientras que el Banco Financiero y de Ahorros, matriz de Bankia, en el que se integró Bancaja, necesitó una inyección de 22.424 millones de euros, de los cuales, 4.465 millones provenían del Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB) y 17.959 millones del rescate europeo. Tras su nacionalización, la CAM fue vendida al Banco Sabadell y Bankia fue puesta en manos de José Ignacio Goirigolzarri, directivo de la banca privada procedente del BBVA, con el fin de convertirla en una institución atractiva para ser vendida en el mercado. En el momento de redactar estas líneas, Bankia ha empezado a sacar a Bolsa parte de las acciones para devolver la entidad al sector privado.
Si nos fijamos en otras entidades, solo el rescate de Caixa de Catalunya, convertida en Catalunya Banc, costó a los contribuyentes 11.839 millones de euros. Su venta por 1.187 millones de euros al BBVA en la subasta convocada por el FROB, confirmó en julio de 2014 las proporciones de su reestructuración. Los costes de dichos rescates han resultado ingentes, tanto desde el punto de vista económico como desde la perspectiva social. ¿Quién lo iba a decir solo diez años antes, cuando las cajas de ahorros, en pleno fulgor, llegaron a representar el 54% de la suma de créditos y depósitos del sistema bancario español?
La reforma Fuentes Quintana del año 1977 eliminó restricciones geográficas y de funcionamiento, así como limitaciones de activo y pasivo a las cajas de ahorros, obligando a dedicar el 50% de los excedentes a reservas antes de dotar a la Obra Social; definió los órganos de gobierno con la representación de impositores, de entidades de relieve, de la entidad fundadora, de entidades locales y del personal en la asamblea; dio facultades al director general para suspender acuerdos del consejo y equiparó funcionalmente a las cajas con los bancos, permitiendo además una expansión territorial hasta entonces restringida. Aquella reforma abrió en 1977 una nueva era para estas entidades ya que, a partir de entonces pudieron actuar como lo hacían los bancos. Más de tres décadas después, tras una evolución espectacular de su presencia en el mercado crediticio han salido de la crisis convertidas en bancos, o absorbidas por ellos. ¿Cómo hemos llegado a esto?
¿Tienen razón los que atribuyen el fracaso de la gestión de las cajas a la dependencia del poder político, reforzada por la LORCA (Ley de Órganos Rectores de las Cajas de Ahorros), de 1985, que dio entrada en sus asambleas y consejos a los nuevos gobiernos autonómicos, que primó la representación de los ayuntamientos sobre los impositores y los empleados y eliminó el derecho de veto de los directores generales? ¿Se debe a que esa reforma permitió la profesionalización de los presidentes, dando luz verde a su posible función ejecutiva, o al estatus jurídico indefinido de las cajas de ahorros? ¿Tiene la falta de una propiedad clara, la ausencia de accionistas, algo que ver con la deriva que han experimentado? ¿Debió emprenderse antes su transformación en bancos comerciales convencionales, tal y como se hizo en Italia con la Ley Amato?
Muchas de estas preguntas y de sus eventuales respuestas están viciadas por apriorismos ideológicos. Las cajas de ahorros, a grandes rasgos, han sido víctimas de los mismos problemas que han afectado a tantas y tantas empresas y corporaciones sacudidas por el temporal de la crisis: falta de liquidez, escasez crediticia, crisis de los mercados, sobrevaloración del producto y eso que en términos económicos se denomina «exceso de capacidad instalada».
Su cercanía a la economía de la calle convirtió a las cajas de ahorros en un agente de primera magnitud, extendió, como había ocurrido con la prosperidad y el desarrollo, los vicios que las llevarían a la catástrofe y las convirtió también en víctimas de la crisis. Volver la mirada hacia los orígenes, hacia aquello que caracterizó a estas instituciones tan arraigadas inicialmente en la vida de sus pueblos y comunidades, repasar la evolución de sus mecanismos, sus actitudes y su funcionamiento, tal vez pueda explicar lo que ha pasado. Y puede que permita discernir qué hay que atribuir a errores humanos o de cálculo, qué a excesos o incluso a irregularidades delictivas en su gestión, y qué a defectos en su diseño.
Porque las cajas tuvieron una década prodigiosa, la comprendida entre los años 1990 y 2000, en la que supieron aprovechar la crisis bancaria y las fusiones para ganar cuota de mercado. Como, por ejemplo, las del Bilbao con el Vizcaya, del Santander con el Banco Central Hispano, del Urquijo con Caisse Depots, del Sabadell con el Banco Herrero, o del Banco de Valencia con el Banco de Murcia. Apostaron por el mercado doméstico mientras otros emprendían aventuras internacionales, como el BBVA y el Santander; recogieron gestores profesionales de la banca y crecieron económicamente con la clase trabajadora, que se convirtió en su mayoría en una clase media del Estado del bienestar.
Una acertada política de fusiones, la aplicación del foco sobre sectores como las pymes o la banca privada y la gran capilaridad de sucursales, con uno de los mayores ratios de cajeros por habitante de Europa (entre 2000 y 2008 pasaron de 19.268 a 24.895, para caer a 22.649 en 2010, mientras los cajeros automáticos de los bancos pasaron de 15.811 en 2008 a 15.227 en 2010), fueron algunos de los componentes del éxito. Las cajas también se subieron a la ola inmobiliaria e hicieron del préstamo hipotecario un producto estrella, al tiempo que formulaban alianzas con promotores, a través de programas de actuación integrada (PAI) o proyectos de actuación urbanística.
Y precisamente por aquí empezaron sus problemas a partir de 2007. La crisis atacó con gran virulencia a las cajas como consecuencia de los desequilibrios que arrastraban de la época de bonanza económica. La estrategia de crecimiento rápido en el sector inmobiliario, con una alta concentración de riesgos en la construcción, la promoción y la compra de viviendas, se sumó a otros factores. Así, se acentuaron problemas como las debilidades de la estructura de gobierno, que condicionaban la profesionalidad de la gestión; las peculiaridades de la forma de propiedad; los compromisos políticos que obligaban a financiar el sector público; las inversiones voluminosas y arriesgadas; la apertura de oficinas fuera del territorio tradicional con la compra de locales incluida; la morosidad endémica, superior al 14% (eso ocurrió más tarde, en el 2007 debía rondar el 8%); la falta de recursos propios (agravada por los acuerdos de Basilea, que elevaban la exigencia de capitalización del 8% al 10%) y, en definitiva, la falta de liquidez. Las cajas de ahorros dejaron de ser eficientes.
Por primera vez en su historia, las cajas de ahorros aparecían como un problema y no como parte de la solución de la crisis. La Unión Europea puso como requisito para el rescate del sector financiero español la condición de bancarizar las cajas y los costes han sido muy altos, dado que la situación requirió intervenciones de recapitalización y reestructuración (a través del FROB). La reforma legal de 2010 fue el aldabonazo para las intervenciones públicas, que exigían la recapitalización condicionada a la reestructuración y estipulaban que, para solucionar las debilidades y carencias, había un menú sobre el que las entidades podían escoger. En la práctica, fue el momento de los sistemas institucionales de protección (SIP) o fusiones frías.
Al final, solo dos entidades, Caixa Ontinyent y la Caja de Pollença, salieron del proceso siendo propiamente cajas de ahorros, con restricciones para que se dedicaran únicamente al negocio minorista. Otras entidades «sanas», como Ibercaja, Unicaja, La Caixa y las tres cajas vascas (Kutxa, BBK y Caja Vital) crearon bancos e iniciaron el proceso de convertir su anterior estructura de cajas en fundaciones bancarias, que en vez de asambleas tendrán patronatos para gestionar la antigua Obra Social. El resto se convirtieron en bancos desgajados de su Obra Social.
Mantenerse como cajas de ahorros solo persigue un objetivo: conservar la Obra Social. Pero, en teoría, para eso no hace falta seguir siendo cajas, basta con crear una fundación. Entonces, ¿qué podemos decir que se ha perdido con la desaparición de las cajas de ahorros? ¿Y por qué?
Del ahorrador de confianza al cliente engañado
Contaré al lector una experiencia vivida en Bocairent, el verano de 1967, en forma de película cinematográfica al estilo de Una historia verdadera, de David Lynch. Llevaba más de un año al frente de la sucursal de la Caja de Ahorros de Valencia, de reciente instalación, cuando un vecino mostró interés en hablar conmigo. Nos sentamos en el pequeño despacho de la sucursal y el visitante se quitó el abrigo para mostrarme el contenido de una caja de zapatos. La caja estaba a rebosar de billetes de mil pesetas, apretados y bien ordenados. «La caja se queda aquí. Usted cuenta el dinero y nos aconseja cómo ingresarlo», me dijo sin más. Esto es confianza.
Como dice Francis Fukuyama en Trust: «La confianza es la expectativa que surge en una comunidad con un comportamiento ordenado, honrado y de cooperación, basándose en normas compartidas por todos los miembros que la integran». Estas normas engloban también códigos de comportamiento que constituyen lo que se conoce como capital social. «El capital social consiste en una capacidad fundamentada en el predominio de la confianza en una sociedad o en alguno de sus aspectos. No basta con que los miembros de una comunidad esperen un comportamiento corriente. En numerosas sociedades donde el comportamiento es corriente pero no honrado, se espera que la gente engañe constantemente a los demás, y esto provoca un déficit de confianza. El capital social difiere de otras formas de capital humano en tanto que suelen crearlo y transmitirlo mecanismos sociales, como la religión, la tradición o los hábitos históricos. El capital social, el crisol de la confianza esencial para la salud de una economía, descansa sobre pilares culturales» (Fukuyama, 1998).
Así como un motor necesita de combustible para su funcionamiento, las necesidades de las cajas de ahorros se plasmaban en una demanda de capital que incrementara el nivel de recursos propios de las entidades financieras. La transformación de las cajas en fundaciones de carácter especial a través de la segregación de su actividad financiera y benéfico-social, traspasando la primera a otra entidad de crédito a cambio de acciones y manteniendo la segunda como actividad central de la propia fundación, fue supervisada por el Banco de España y regulada mediante cuatro activos financieros: acciones, cuotas participativas (inicialmente tan solo aplicadas por la Confederación Española de Cajas de Ahorros y la CAM de acuerdo a lo dispuesto por el decreto ley 11/2010), cuotas preferentes, y subordinadas.
Y ocurrió, a partir de 2007, pero de manera masiva ya en 2009, después de tiempos de vino y rosas, cuando muchas entidades financieras comenzaron a no tener el capital necesario para subsistir y a sufrir problemas para obtener liquidez por otros medios, que iniciaron la comercialización de las preferentes a sus propios clientes particulares a través de su misma red de sucursales. Estos activos se colocaron como si fueran productos de renta fija segura y con rentabilidad, pese a que la misma Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) advirtió que se trataba de un producto financiero «complejo y de riesgo elevado» en los trípticos informativos obligatorios que hizo circular pos los canales de rigor. El problema con dichos activos derivó de unas ventas sesgadas y de una divulgación informativa orientada hacia el beneficio propio de las entidades financieras. Las cajas de ahorros, como cualquier empresa, y más en el caso de una empresa financiera, necesitan capital, cuya cantidad viene regulada por el cumplimiento de las denominadas Normas de Basilea (hasta la fecha han aparecido tres normas internacionales: Basilea I, II y III). Esta normativa trata de garantizar unos instrumentos que hagan viable el nivel de reservas mínimo que ha de cumplir una caja. Tales instrumentos son, por un lado, las acciones, que son las más conocidas, y por otro lado, las cuotas participativas, las preferentes convertibles y las subordinadas, todas ellas definidas como instrumentos de autogeneración de reservas. Las Normas de Basilea incluyen, además, el análisis de impacto de solvencia y de las cuentas de resultados de las cajas de ahorros, como una especie de exámenes que las entidades han de superar y que, en caso contrario, permiten obligar a las entidades a tomar medidas.
En cuanto a la primera parte, las cuotas participativas (ocupada por los clientes con una cultura financiera relativamente baja de las cajas) han sido un recurso fácil, demasiado fácil, ya que debido a que no incorporan derechos políticos han sido muy poco atractivas en los mercados de capitales. Junto a estos productos, se trabajaba hasta el momento previo a su desaparición con otros mecanismos orientados a generar una mayor confianza. Por un lado, el análisis de impacto de solvencia, que hace especial referencia al consumo del capital regulatorio y los posibles cambios en su estimación, dadas las implicaciones derivadas de la existencia de diferentes enfoques en el cálculo de los requerimientos de dicho capital. Y por otro, las cuentas de resultados. Estas últimas tienen que ver con los niveles de beneficios que se contabilizan como reservas en cada ejercicio, y que se complementan con los activos citados, indicando el posicionamiento de las entidades en el mercado, su garantía y solvencia. No obstante, ha costado mucho tiempo poner en funcionamiento tales instrumentos, de manera que ad initium solamente suscribieron cuotas participativas la CAM y, con posterioridad, la CECA. La historia ha ido escribiéndose con mucho dolor para muchas personas, y se ha podido comprobar cómo los clientes han sido engañados con la compra de unos activos financieros que no estaban garantizados.
El tratamiento, en el presente libro, de estos instrumentos introducidos como mejoras de capital y adquiridos por empresas y particulares, se basa en un brillante estudio realizado por Emilio Ontiveros y Ángel Berges (Ontiveros, Berges, 2010) centrado, principalmente, en el análisis de la solvencia y de las cuentas de resultados que buscan un objetivo de cobertura de riesgos adaptada a los plazos, en este caso más bien a corto plazo. Realmente las preferentes son un instrumento de financiación a favor de instituciones, tanto públicas como privadas. Tal vez algún lector pensará que no se ha aclarado suficientemente lo que ha pasado, cuando la gente en muchos pueblos y ciudades, y en algunos más que en otros, se ha echado a la calle a reclamar su dinero, como si hubiesen sido víctimas de un atraco perfecto. No ha sido así, pero no se ha entendido lo que ha pasado, pues en el mejor de los casos los clientes solo han visto la cara del vendedor en el momento en que se disponían a depositar su dinero, previsiblemente a plazo fijo con un interés entre un 3% y un 4%, cuando acudían a la misma oficina donde siempre habían realizado sus ingresos y donde siempre se les había ofrecido lo mejor. Ese algo mejor, en este caso, se llamaba cédula o cuota y normalmente se vendía como si se tratara de un producto conocido, aunque sólo lo era por algunos y no por la mayoría.
Esta oferta consistía en habilitar una especie de cámara interna de compensación que no era oficial, aunque tampoco era clandestina, donde las entidades de crédito podían realizar sus pagos de compensación con liquidación periódica de los créditos y débitos recíprocos (como intercambio de cheques, letras de cambio u otros valores) necesarios para atender a todos los clientes. No siendo una operación prohibida no estaba normalizada y mientras las cosas fueron bien no hubo ningún inconveniente: cuotas participativas, acciones, preferentes… Pero llegó el momento en que algunas entidades empezaron a tener problemas por haber invertido una cantidad enorme de dinero en la compra de unos activos financieros (préstamos, valores, etc.) e inmobiliarios que tardarían mucho tiempo en poder ser recuperados de ese fondo que habían organizado a modo de mercado interior, y aparecieron los primeros síntomas de debilidad de su solvencia.
Lo que tampoco estaba escrito es que se producirían una serie de fusiones donde algunas entidades que iban de la mano de una caja grande perdieron el norte cuando empezaron a aplicarse las instrucciones de las nuevas instituciones bancarias creadas como resultado de dichas fusiones. Esta circunstancia hizo que se llegara a un callejón sin salida donde la única posibilidad era una huida hacia delante, que vendría determinada por conseguir un tamaño suficiente con capacidad de obtener liquidez, es decir, de ingresar dinero. Algunas cajas de ahorros, como el caso de Bancaja y la CAM, entidades que ya habían perdido demasiado, pensaron que en la medida en que tan importantes cifras de pérdidas fueran disminuyendo, los clientes podrían ir recuperando parte de su dinero. A día de hoy, el hecho de que esa proporción todavía sea desconocida sigue desorientando mucho a las personas y aumentando su nerviosismo. Aunque es posible que en el futuro se llegue a una recuperación, tal vez no del 100%, lo cierto es que ha de pasar un cierto tiempo hasta que la situación se normalice, ya que ha habido cajas de ahorros (sobre todo en Galicia) que han hecho un uso y abuso de estos instrumentos de autogeneración. A aquellas personas que tenían cuotas preferentes y se les ofreció un cambio por acciones, se les acabaron asignando las pérdidas como si se tratase de una operación de descuento al devaluarse (cotizarse a la baja) éstas en Bolsa, con una pérdida de hasta un 80% de su valor. Tal vez no fue en esta proporción para todo el mundo, pero sí en esa tendencia.
Últimamente, parece que algo está cambiando. Tras aclararse relativamente el panorama y disiparse el humo de tanta catástrofe institucional en el mundo de las cajas de ahorros, las garantías regulatorias se están reforzando y la lección de que no hay que estirar más el brazo que la manga da la sensación de imponerse. Es un buen momento para echar la vista atrás y no dejar que se pierda en el marasmo de la crisis una reflexión importante. Las cajas de ahorros manejaron las preferentes y subordinadas, impulsadas por una voracidad hasta entonces ajena al planteamiento moral o ético que, al menos en teoría, había presidido históricamente su funcionamiento. Los directivos de las cajas actuaron en esa materia como banqueros desprovistos de las cautelas que la historia de los bancos, precisamente, ha ido estableciendo en su forma de operar. De alguna manera, empezaron a captar accionistas, algo completamente nuevo en la tradición de las entidades de ahorro, sin el contrapeso que en los bancos supone la obligación de rendir explicaciones a un consejo de administración donde aquellos están representados. En los consejos de las cajas se sentaban los impositores, es decir, los clientes, que en la operación perdieron, además, buena parte de aquella confianza que había supuesto, desde su creación, un componente fundamental del «capital social» de las mismas. Consciente de que tal vez sea un término con el que no todo el mundo está familiarizado, aprovecho su aparición para remarcar su relación como sinónimo de las expresiones más fácilmente comprensibles de depositantes o clientes, es decir, aquellos con una cuenta abierta en la entidad que refleje una cantidad depositada o imposición mínima fijada en los estatutos de la propia entidad. Hay que tener en cuenta que este y, a menudo, otros requisitos exigidos, quedan reflejados en la normativa referente a su participación en los órganos de gobierno de las cajas, dentro de su reglamento de elecciones.
Y el fenómeno afectó a propios y extraños, porque ha producido «víctimas» incluso entre familiares y gente muy próxima a algunos profesionales de las entidades implicadas. Conozco el caso de la viuda del hermano de un empleado de la caja que lo explicaba a finales de 2012 con crudeza en el escrito que planteó al asumir el canje de unas preferentes de Bankia. «Mi difunto esposo y yo, aconsejados por la persona que nos atendió, ingresamos 18.000 euros en Bancaja, en títulos “PPF.BEF S. A.” (participaciones preferentes del Banco Financiero y de Ahorro, matriz de Bankia) que, según se nos indicó, eran totalmente seguros y totalmente disponibles», explicaba. «No obrando en mi poder el contrato inicial de compra de los títulos iniciales, me personé el pasado mes de septiembre en la oficina de esa entidad para solicitar un duplicado del mismo. Al cabo de unos días me telefonearon diciéndome que dicho documento ya no existe porque fue destruido en su momento». La mujer relataba su peculiar calvario: «Queriendo contratar un producto garantizado y sin riesgo se nos vendió un producto complejo de carácter perpetuo y con grandes riesgos asociados sin que en ningún momento se nos haya informado ni advertido sobre dichos extremos. Por lo manifestado, ante la precaria situación en que me encuentro y pensando que lo que realizo es un mal menor, acepté el canje, sin renuncia a las acciones que me asistan en derecho».
«La existencia de una posible mala práctica en la comercialización es una línea argumental esgrimida por una serie de juristas. Para algunos de ellos, la existencia de una elevada rentabilidad no es prueba suficiente de que los mercados estuviesen descontando eficientemente el riesgo inherente al producto. Incluso sin discutir la colocación del producto entre inversores no sofisticados, algunas opiniones consideran cuestionable su distribución entre la clientela de la propia entidad emisora», ha apuntado el catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga, José M. Domínguez Martínez, al analizar lo ocurrido con las participaciones preferentes.
Según el mencionado profesor: «Durante la pasada época de esplendor, determinados instrumentos híbridos funcionaban en la práctica, se catalogaran o no como tales por los ahorradores, como plácidas imposiciones a plazo fijo o adaptable. El problema para reconducir la situación se ha agravado en el caso de aquellas entidades receptoras de ayuda pública, para las cuales, según los requisitos establecidos en el marco de condicionalidad de la asistencia financiera otorgada a España por la Unión Europea (UE) para abordar el proceso de reestructuración bancaria, se prevé un procedimiento de saneamiento de obligado cumplimiento» (Domínguez, 2013).
Pero la pérdida de confianza que ese proceso ha causado tiene consecuencias que van incluso más allá de la sensación de engaño del cliente concreto. Los bancos son instituciones financieras que basan su funcionamiento en lo que los sociólogos denominan «sistemas expertos». Los clientes presuponen que el riesgo de perder su dinero es mínimo, porque confían en que las operaciones que las entidades les facilitan no conducen a resultados imprevistos. Pero en el caso de las cajas así ha ocurrido con la colocación de productos a impositores que no eran conscientes de los riesgos que asumían. Y hay más. El enorme coste del rescate y saneamiento del sistema financiero socava la legitimidad misma de sus cimientos. Suele ocurrir que, cuando alguien critica que el sistema no tenga en cuenta a las personas y no atienda a las dificultades de las familias para hacer frente a sus préstamos e hipotecas, alguien con responsabilidad pública o económica responda, como si estuviera reprendiendo a un subversivo o un irresponsable, que «no se puede pensar en dejar de pagar a los bancos».
Sin embargo, eso es exactamente lo que ha ocurrido. Los agujeros que han causado en las entidades los activos inmobiliarios y los créditos fallidos de inversiones en proyectos urbanísticos tienen su origen en que «alguien no ha pagado» lo que debía, y además a una escala enorme en comparación con la del hipotecado ciudadano corriente. Ese ciudadano tiene derecho a preguntarse qué garantías se exigieron a los promotores y constructores y qué garantías se impusieron las propias entidades para que, al final, haya habido que «socializar las pérdidas» mediante la inyección de miles de millones de euros de dinero público, es decir, de dinero «de todos». El Banco de España calculaba en un informe a finales de 2013 que las antiguas cajas quebradas habían recibido 61.366 millones de euros, de los que 7.884 millones salieron del propio Fondo de Garantía de Depósitos y 53.482 corrieron a cargo de los contribuyentes (incluidos los 14.404 procedentes del conjunto de 41.400 millones aportados por la Unión Europea para el rescate bancario). En esa coyuntura, no es demagógico pensar que, así como se han creado estructuras públicas para rescatar y reestructurar las deudas de las entidades financieras, pueda plantearse también algún tipo de fondo con carácter público para ayudar a rescatar y reestructurar la deuda de las familias. Sería, si no otro tipo de contribución a la reactivación de la economía, al menos una forma de justificar que la ciudadanía tenga que pagar ajustes tan descomunales. Seguramente Galbraith estaría de acuerdo con esa idea.
De la hipoteca al pelotazo
Entiendo por «pelotazo» la especulación en los mercados financieros o urbanísticos, que permite que éstos generen grandes beneficios de forma rápida. De acuerdo con la teoría del arbitraje, se define el término «especulación» como el conjunto de operaciones comerciales o financieras cuyo único objetivo es la obtención de un beneficio económico, a partir de las fluctuaciones de los precios de los activos (en el caso de las cajas de ahorros, de tipo inmobiliario), sin pretensiones de obtención de disfrute de los bienes o servicios objeto de transacción. Teniendo en cuenta que toda inversión puede catalogarse como especulativa, ésta no es vinculante a ningún compromiso con la propia gestión de los bienes que la definen, limitándose al mercado financiero, en concreto al movimiento de capital a corto o medio plazo. La especulación se basa, por tanto, en la previsión y en la anticipación, de forma que el especulador también puede equivocarse si no prevé correctamente la evolución de los precios futuros, en cuyo caso es posible que alguna vez tenga que vender barato algo que compró caro. El mercado especulativo, por tanto, premia a los especuladores que aciertan y castiga a los que se equivocan.
En el contexto internacional, la crisis económica desatada en el siglo XXI es el resultado de una serie de acontecimientos originados en la primavera de 2007, en el mercado de vivienda en Estados Unidos, y su vinculación con las hipotecas subprime, que fueron el detonante de la mayor crisis financiera desde la del año 1929, y cuyo carácter global, sistémico, con impactos de gran importancia en los países desarrollados exigiría acciones integradas de todos los países y modificaciones radicales del sistema para controlarla.
Antes de 2007, a nivel internacional, el mundo se encontraba inmerso en una fase de crecimiento ininterrumpido, situado desde cuatro años antes en torno al 5% del PIB internacional, con una moderada inflación y unas holgadas condiciones financieras. Dicho ciclo expansivo fue alimentado por unos bajos tipos de interés reales que impulsaron el crecimiento del crédito y el endeudamiento de los agentes económicos. Las favorables condiciones de liquidez y el elevado crecimiento del precio de los activos reales y financieros coadyuvaron a una baja percepción del riesgo por los mercados. Este período también se caracterizó por una nueva oleada de innovación financiera (con la introducción de nuevos instrumentos financieros bastante opacos), así como por la relajación en los controles de la actividad financiera. Dicha situación, en algún momento tenía que corregirse, aunque nadie sabía ni se atrevía a pronosticar el momento y el modo en que se iba a producir el ajuste. La fecha en la que hizo su aparición fue julio de 2007 en el que se inició un episodio de turbulencias financieras que condujo inicialmente a una crisis de liquidez, que más tarde se tradujo en una crisis de confianza, propagándose rápidamente entre las economías más avanzadas.
Para entender la magnitud de los acontecimientos hay que saber que apenas año y medio antes, la economía mundial se había situado en la senda de crecimiento más larga y profunda de la historia contemporánea, la flexibilidad empresarial y la innovación financiera eran, junto a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, los elementos responsables de esta larga prosperidad que, en prácticamente dieciocho meses dio un giro de 180 grados en el panorama internacional. Este cambio no solo se produjo por el estallido de la burbuja inmobiliaria y el abuso en la concesión de hipotecas de alto riesgo, sino también por un elemento de desequilibrio real, ya que en el verano de 2008 el barril de Brent alcanzaba los 146,6 dólares debido fundamentalmente al incremento de la demanda. Todas estas turbulencias fueron la antesala de una catástrofe en la economía real, los planes de rescate no consiguieron recuperar los niveles de confianza de los ciudadanos, la caída de la demanda se dejó notar rápidamente sobre el sector industrial, el sector del automóvil vio cómo se acumulaban sus stocks, y en definitiva, se produjo un aumento del desempleo cuyas consecuencias a día de hoy ya trascienden del ámbito económico al social.
Dentro de este panorama, la economía española se vio condicionada fundamentalmente por tres factores: una contracción global del crédito, el encarecimiento de las materias primas y un brusco frenazo de la construcción residencial. En España, el principal efecto asociado a la inestabilidad financiera estaba relacionado con el deterioro de las condiciones de acceso al crédito. Efectivamente, la economía española ha sido y sigue siendo muy dependiente de la financiación exterior, con unas necesidades que suponen un porcentaje considerable del PIB (en la actualidad la deuda pública está por encima del 90% del PIB). Tras el episodio de turbulencias financieras de finales de 2007, se produjo una importante restricción (incluso paralización en algunos momentos) al crédito (especialmente a medio y largo plazo). Al mismo tiempo, se fue acrecentando el riesgo inmobiliario por el aumento de la morosidad impulsado por la propia desaceleración económica y el aumento del desempleo, y por la menor tasa de revalorización de los activos inmobiliarios desde finales de 2006. La consecuencia es el aumento de la incertidumbre y el mayor coste de acceso al crédito para la economía española, lo cual se ha traducido en severas restricciones a la concesión de créditos por parte de las entidades bancarias al sector privado empresarial (con predomino de las pymes, especialmente dependiente de la financiación bancaria) y a los consumidores, lo que ha contribuido a acentuar el frenazo del consumo y de la inversión y, por tanto, de la economía real.
Como bien ha dicho Joseph Stiglitz, con todos los fondos gastados para ayudar a los banqueros y accionistas se podrían haber creado bancos públicos capaces de resolver los problemas de crédito que estamos experimentando. Y no le falta razón, ya que la realidad es que el sector financiero en el mundo se encuentra excesivamente dimensionado, lo que hace imposible su control, con las conocidas consecuencias negativas de sus crisis y/o turbulencias financieras sobre la economía real. Mientras la banca está pidiendo a las clases populares que se «aprieten el cinturón», tales instituciones ni siquiera tienen cinturón. Dos años después de haber causado la crisis, todavía permanecían con la misma falta de control y regulación que causó la Gran Recesión.
«El mayor problema hoy en la UE no es el elevado déficit o deuda (como dice la banca), sino el escaso crecimiento económico y el aumento del desempleo. Ello exige políticas de estímulo económico y crecimiento de empleo en toda la UE (y muy especialmente en los países citados más arriba). No ha tenido lugar en el siglo XX una crisis de las proporciones actuales sin que hubiera habido un aumento notable del gasto público y la deuda pública, que se ha ido amortizando a lo largo de los años a base de crecimiento económico. Estados Unidos pagó su deuda, que le permitió salir de la Gran Depresión, en 30 años de crecimiento. El mayor obstáculo para que ello ocurra en la UE es el dominio del pensamiento liberal en el establishment político y mediático europeo, imponiendo políticas que serán ineficientes, además de innecesarias. Y todo para asegurar los beneficios de la banca. Así de claro» (Navarro, 2011).
A todo lo anterior habría que añadir el papel que ha jugado la especulación como elemento intrínseco de la crisis, actuando desde el principio a muchos niveles. Una práctica que, en el caso de las cajas de ahorros, se desarrolló de manera suicida en el ámbito del crédito a proyectos de urbanización, con el aliento perverso de la burbuja inmobiliaria, la connivencia política, cuando no directamente la corrupción, y la ayuda de ciertos procedimientos legales. Las cajas pasaron de dedicarse fundamentalmente al crédito hipotecario a apostar decididamente por la promoción urbanística, convertida en una fuente de ganancias aparentemente inagotables. Dicho de otra manera, se puso de moda el pelotazo, un tipo de operación a la que solo tenían acceso los empresarios mejor relacionados con el poder, fuera este municipal, autonómico o financiero.
Se ha hablado mucho de lo que supuso en el ámbito de la política urbanística española la introducción en la legislación valenciana de los años noventa de la figura del «agente urbanizador». La Ley Reguladora de la Actividad Urbanística (LRAU) pretendió, en efecto, resolver viejos problemas endémicos de la ciudad, evitando la imagen de barrios sin urbanizar y dando agilidad al procedimiento. Para ello, como haría después la legislación de Castilla-La Mancha, la Generalitat Valenciana se dotó de un mecanismo que sustituía los tres sistemas de actuación vigentes en España (la ejecución pública de la urbanización con repercusión de costes en los propietarios; la compensación, por la cual son los propietarios quienes ejecutan la urbanización y se compensan las cargas y beneficios, y la expropiación) por un único método, según el cual una empresa recibe la concesión administrativa para urbanizar aunque no forme parte de ella ninguno de los propietarios de los terrenos afectados. A estos, a los propietarios, se les dan tres opciones: cooperar aportando sus terrenos a cambio de parcelas urbanizadas, contribuir a los gastos de urbanización, o ser expropiados. La mayor parte del resto de comunidades autónomas no redujeron completamente al agente urbanizador los sistemas de actuación urbanística, sino que lo incorporaron como otra posibilidad a los otros tres sistemas existentes.
La reforma posterior de la ley valenciana en 2005 consolidó y dio alas al agente urbanizador. Se buscaba aligerar los trámites de ejecución, pero en la práctica se pasó a menudo de los barrios sin urbanizar a las urbanizaciones sin barrios, o sin edificios, como los viejos polígonos industriales de los años ochenta en muchos municipios, con sus accesos, sus calles asfaltadas y sus farolas, pero sin fábricas. También se generó un auténtico mercado especulativo de lo que una de las empresas que más despuntaron y que más rápidamente se hundió en esa época denominaba «gestión de suelo». Las buenas relaciones políticas con los ayuntamientos, que ingresaban de pronto importantes cantidades a sus arcas con la autorización de programas de actuación integrada (PAI), con la administración autonómica y con los directivos de bancos y cajas de ahorro permitieron a ciertos promotores amasar ingentes cantidades de dinero con la urbanización del territorio.
El PAI es una versión de los anteriores programas de actuación urbanística (PAU), un instrumento de planificación adaptado al «agente urbanizador». Dicho de otra manera, un PAI tiene por objeto la urbanización pública de unos terrenos, ejecutada por una empresa concesionaria, conforme a una única programación conjunta. No es este el lugar para abrir un debate sobre las virtudes y defectos del agente urbanizador y los PAI, basta consignar aquí que una buena parte de los fallidos que han llevado al hundimiento de las cajas de ahorros tienen que ver con este tipo de maniobras urbanísticas. Los pelotazos, que reclasificaban el territorio y convertían miles de metros cuadrados de suelo urbanizable no programado o incluso de suelo no urbanizable, en solares donde construir viviendas, se convirtieron en vías de agua que contribuyeron en gran medida a llevar al naufragio a esas entidades.
Hay numerosos ejemplos de cómo las barbaridades se transformaron en realidad. En casos como el de Polaris World, donde la CAM, Bancaja (incluida su filial, el Banco de Valencia) y el Banco Popular, tuvieron que adjudicarse más de mil millones de euros en activos inmobiliarios procedentes de fiascos urbanísticos -muchos de ellos terrenos sin urbanizar- cuando la conocida promotora tuvo que reestructurarse al ritmo de la crónica de una muerte anunciada: el hundimiento del mercado de la vivienda. El grupo murciano, un auténtico icono de los años del boom de la construcción, supuso la mayor inversión inmobiliaria realizada por la caja alicantina y ha sido presentada como una desastrosa gestión de sus anteriores responsables en el informe que acompaña al expediente abierto por el Banco de España contra 49 ejecutivos y consejeros de la CAM. La dirección de la entidad fue acusada de llevar a cabo un modelo de negocio no sostenible basado en el turismo residencial con instalaciones de campos de golf en una zona con déficit de recursos hídricos como la región de Murcia; operaciones que nunca deberían haber sido consideradas como normales de una caja de ahorros.
Dentro del sistema financiero, hay decisiones que no deben ser contempladas como corrientes por parte de entidades de crédito dedicadas a la captación de recursos y acostumbradas a funcionar en el segmento de lo que ha venido a llamarse «banca comercial». Las cajas de ahorros, mientras se ajustaron a su objetivo dentro de este ámbito, consiguieron alcanzar resultados positivos tanto para las entidades como para la sociedad. Los problemas empezaron a aparecer en el momento en el que decidieron embarcarse en proyectos públicos de difícil financiación, como la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, Terra Mítica, o el aeropuerto de Castellón, o llevar a cabo el papel de promotores, constructores y compradores de viviendas, destinos hacia los que iban dirigidos los principales créditos concedidos por dichas entidades. ¿Qué tenían que ver en ese tipo de proyectos las cajas de ahorros? Ese comportamiento contra natura es el que, en un determinado momento, empezó a ser percibido públicamente como un engaño hacia los que habían confiado en las cajas de ahorros durante prácticamente toda su vida, puesto que semejantes propuestas (como la financiación de la construcción de viviendas cuando empezaba a deshincharse el pelotazo urbanístico en toda España y especialmente en la Comunidad Valenciana) no podían considerarse inversiones rentables. Incluso los propios bancos habían rechazado a esas alturas financiar este tipo de proyectos por no tener rentabilidad alguna.
¿Cómo terminó el caso de Polaris World? En marzo de 2008, el alcalde de Torre Pacheco (Murcia) fue detenido, acusado de un delito urbanístico. En el mismo sumario aparecían en calidad de imputados el presidente de dicho grupo empresarial y su director financiero. Pero en 2012, se ordenó sobreseer las actuaciones contra todos los directivos y empleados de confianza del grupo, ya que la investigación llevada a cabo no permitió encontrar datos de su posible participación en delito alguno. Paralelamente, el máximo responsable de la financiación por parte de la CAM (Roberto López Abad, director general de la institución por aquel entonces) se aseguró de que, en caso de que hubiese delito, la sentencia judicial le cogiese ya jubilado, amañando las actas del consejo de administración y provocando una inseguridad jurídica casi más alarmante que la misma apropiación indebida de capital.
Existen otros ejemplos en la Comunidad Valenciana, que podrían tener cabida en este apartado. En todos ellos los agentes implicados son los mismos: propietarios de terrenos, promotores, cajas de ahorros y otras entidades financieras, ayuntamientos, etc. Todos ellos queriendo obtener beneficios a corto plazo, de la mano del sector de la construcción.
Del crédito a las pymes a la burbuja inmobiliaria
Tal y como reconocen los informes elaborados por los diferentes servicios de estudios de la mayoría de las entidades bancarias, la crisis financiera internacional iniciada en 2007 puso sobre la mesa el grado de importancia de la globalización de los mercados y sus limitaciones a la hora de hacer frente a situaciones convulsas. Para corroborar dicha afirmación basta con analizar lo ocurrido durante el mes de septiembre de 2007 y los intentos de evitar que la crisis financiera se propagara y afectara al sector real.
Todo empezó con el anuncio de la nacionalización de las agencias hipotecarias Fannie Mae y Freddie Mac por parte del Tesoro estadounidense, respaldado por la Reserva Federal, el Banco Central, y otras autoridades económicas. La finalidad de dicha intervención era evitar la quiebra de dos instituciones que conjuntamente garantizaban casi la mitad del mercado hipotecario del país. El fin de semana del 13 y 14 de septiembre de 2008, en maratonianas sesiones de negociación se trató de encontrar comprador para Lehman Brothers, un histórico banco de inversión que finalmente presentó suspensión de pagos. Al mismo tiempo, de forma inesperada, Bank of America, el primer banco comercial estadounidense en esa fecha, adquiría otro de los grandes bancos de inversión al borde del precipicio, Merrill Lynch. La decisión fue auspiciada en parte por el Tesoro y la Reserva Federal.
El martes 16 de septiembre de 2007 el gobierno de los Estados Unidos junto con la Reserva Federal, organizaban una operación de rescate para evitar la quiebra de la primera aseguradora mundial, American International Group, mediante una medida excepcional, la nacionalización del 80% del capital de la misma. Otro gigante financiero que pasaba a manos del Estado al considerar las autoridades los peligros de su caída para la estabilidad del conjunto del sistema financiero, es decir, su riesgo sistémico. El 17 de septiembre uno de los grandes bancos hipotecarios del Reino Unido y número uno en depósitos HBOS, fue comprado por Lloyds TSB, para evitar males mayores, con el beneplácito de las autoridades económicas de dicho país. El 25 de septiembre se anunciaba la quiebra de Washington Mutual, el mayor quebranto en la historia de la banca comercial de los Estados Unidos.
Tras la quiebra de los grandes bancos de inversión y las mayores aseguradoras en Estados Unidos, los planes de rescate de los diferentes gobiernos y las nacionalizaciones (también en Europa), trataron de garantizar los depósitos bancarios. En un primer momento, los bancos centrales optaron por dotar de liquidez de forma coordinada al sistema para paliar las restricciones al crédito, mientras la Reserva Federal optaba por reducir drásticamente los tipos de interés. Pero, a pesar de las trascendentales acciones gubernamentales en Estados Unidos y de las actuaciones coordinadas de los bancos centrales, la percepción era que la situación no estaba bajo control. Por ello, las autoridades norteamericanas dieron a conocer una propuesta cuya medida fundamental era la creación de un fondo destinado a comprar activos deteriorados de los balances bancarios por un máximo de 700.000 millones de dólares. Esta propuesta se denominó «Ley de Estabilización Económica de Emergencia de 2008». Simultáneamente, los dos últimos bancos de inversión –Goldman Sachs y Morgan Stanley– solicitaban ficha bancaria, reconvirtiéndose en holdings bancarios convencionales y cerrando así prácticamente la etapa de la banca de inversión en el sistema bancario estadounidense. En paralelo, se sucedían otros movimientos corporativos como el llevado a cabo por JP Morgan Chase, quien adquiría la primera institución de ahorros del país, Washington Mutual, o el holding financiero nipón Nomura que adquiría las divisiones asiática de Oriente Medio y europea de Lehman Brothers, etc.
Europa no pudo mantenerse al margen de esta situación, como lo atestiguan los percances de diversas entidades y otros países tomaron medidas preventivas. Las consecuencias de las tensiones en los mercados financieros se manifestaron de manera muy diversa. Las entidades que sufrieron más las consecuencias de dicha crisis fueron las que más dependían de los mercados mayoristas como fuente de financiación, aquellas con mayor exposición a los «activos tóxicos» o aquellas cuyo grado de apalancamiento financiero hacía que las pérdidas provocaran un fuerte deterioro de sus ratios de capital. En definitiva, la crisis de las subprime puso en evidencia la vulnerabilidad y los enormes riesgos de una forma de hacer banca muy alejada del modelo tradicional. Y lo peor es que nadie ha salido indemne de esta crisis porque la escasez de crédito, tras una etapa de elevado endeudamiento, nunca augura nada bueno para la economía real. De ahí que durante unos cuantos años la economía mundial haya ido desacelerándose de una manera progresiva, circunstancia que, hoy por hoy, solo parece que esté modificando su tendencia.
La desconfianza entre las instituciones financieras agudiza los síntomas de las crisis y hace todavía más lenta la recuperación de las economías. La confianza es el elemento clave para restaurar el sistema económico, una vez demostrado que el modelo de desregulación ha fracasado. Y una vez encarrilada la situación de los mercados financieros, es obligatorio aplicar las lecciones supuestamente aprendidas (o al menos dilucidar algunas conclusiones): en particular, la regulación bancaria, que deberá asegurar que las iniciativas de innovación financiera estén respaldadas por el capital suficiente, que la exposición al riesgo sea razonable y que las operaciones sean adecuadamente transparentes en todas sus etapas. En este contexto, el gobierno no es el problema sino la solución, y es su obligación intervenir, porque cuando las crisis son importantes el único con capacidad para paliarlas es el sector público.
El tejido industrial valenciano es un ejemplo perfecto de ecosistema productivo en el que las cajas de ahorros jugaron históricamente un papel de apoyo y dinamización y que ha acabado pagando cara la orientación preferente de la política de esas entidades hacia los suculentos negocios de la burbuja inmobiliaria. Formado por pequeñas y medianas empresas (pymes) cuyas dimensiones dificultan a menudo su acceso al crédito en condiciones competitivas, estas habían recibido de dichas entidades de ahorro un trato específico que les permitió abrir mercados a sus productos.
En la reforma de las cajas que bosquejó el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en sus últimos meses de mandato estaba presente cierta voluntad de garantizar el apoyo a la economía productiva ya que pretendía que las entidades que se financiaran con ayudas públicas asumieran «el compromiso de incrementar la financiación a las pymes, en términos compatibles con los establecidos en su plan de negocio». El Banco de España debía exigir un informe trimestral de cómo iban las entidades y controlar ese incremento de financiación.
La exigencia pretendía revertir uno de los efectos más demoledores de la crisis, el que había causado sobre las pymes el atractivo irresistible de la burbuja inmobiliaria. Era una orientación reguladora que no tendría continuidad. De hecho, la Ley de Cajas del Gobierno de Mariano Rajoy, de diciembre de 2013, establece que las cajas tendrán que centrarse en negocios cercanos, protagonizados por la pequeña y mediana empresa, dejando de lado las actividades financieras complejas, pero al mismo tiempo limita hasta tal punto su tamaño y su territorio de actuación (ninguna caja puede tener un activo de más de 10.000 millones de euros ni su cuota de depósitos puede superar el 35% del total de los depósitos de la comunidad autónoma donde trabaja) que solo dos entidades, Caixa Ontinyent y Caja de Pollença, actúan hoy de acuerdo con esos parámetros.
El crédito a las pymes se ha convertido en uno de los asuntos de la política de todos los gobiernos autónomos, pero en algunas comunidades, como la valenciana, su margen de acción es mínimo, dada la pérdida del antiguo sistema financiero autóctono con la desaparición de sus principales cajas de ahorros. Los bancos surgidos del hundimiento de las antiguas cajas, caso de Bankia, o los que han adquirido entidades de ahorro en quiebra, caso del Sabadell-CAM, tienen aquí una asignatura pendiente de cuya resolución depende en buena medida la recuperación económica de territorios que en otro tiempo tuvieron un dinamismo empresarial relevante.
Se da la paradoja, pues, de que la desregulación llevó al desastre, pero las soluciones a ese fracaso alejan las posibilidades de orientar desde instancias públicas la política financiera. A la desregulación ha sucedido una regulación que dificulta las posibilidades de restaurar una colaboración financiero-productiva antaño importante. De ahí que, desde algunas instancias políticas y académicas, se postule la creación de bancos públicos para la pequeña y mediana empresa. Una opción que se antoja difícil si tenemos en cuenta las estrecheces apremiantes que experimentan las cuentas de los gobiernos autonómicos, como el valenciano, que en teoría estarían llamados a poner en marcha ese tipo de instrumentos financieros.
«El mayor riesgo que deben asumir las pymes al financiar sus proyectos de inversión las coloca en clara desventaja en el mercado de crédito», apuntaban a mediados de los años noventa José López, Vicente J. Riaño y Mariano Romero en un estudio empírico para el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (IVIE, 1996). «Esta debilidad les confiere menor poder de negociación y, por tanto, les obliga a aceptar peores condiciones de financiación. Pese a ello, del estudio se desprende que estas fuertes restricciones de financiación, características de las pymes, no les han impedido, en general, llevar adelante los programas previstos de crecimiento».
Joaquín Maudos, catedrático de Análisis Económico de la Universitat de València, constataba, sin embargo, en mayo de 2013, al referirse a la última, entonces, encuesta del Banco Central Europeo (BCE) sobre el acceso de las pymes de la eurozona a la financiación externa que «las pymes españolas soportan un coste de la financiación bancaria un 35% superior a la media europea y un 77% por encima de las pymes alemanas. Obviamente, este sobrecoste en la financiación repercute negativamente en la rentabilidad y, por tanto, en las posibilidades de recuperación de la inversión y el empleo». Es el panorama que dejó la crisis».1
En síntesis, explicaba Maudos, «el cierre de los mercados mayoristas de financiación para la mayor parte del sector bancario español, así como el aumento de la morosidad bancaria y el grado de aversión al riesgo de las entidades financieras están dificultando considerablemente el acceso de las empresas al crédito bancario, tanto en términos de cantidad de financiación disponible, como de las condiciones de la financiación (elevados tipos de interés, exigencia de más garantías, etc.). En 2012 se ha alcanzado el mayor grado de restricción financiera, situación que las pymes no creen que vaya a cambiar en los próximos meses».
Y añadía: «Cuando lo fundamental es recuperar la inversión para volver a crecer y crear empleo, la reciente recapitalización de una parte del sistema bancario español es condición necesaria para restaurar el correcto funcionamiento de la financiación bancaria. No obstante, si bien la mejora de la solvencia es condición necesaria, no es suficiente mientras que la deuda pública española soporte una prima de riesgo tan elevada que se extiende a la que soporta la deuda privada, tanto bancaria como no bancaria».
Tampoco es suficiente la recapitalización del sistema bancario para restaurar el «crédito relacional» que caracterizó la actuación de las cajas de ahorros durante años. Me refiero al crédito relacional como «aquel que se basa en la información obtenida de las relaciones a largo plazo entre pymes y entidades financieras». Recuerdo que, en los años setenta, a poco de hacerme cargo de la sucursal de la Caja de Ahorros de Valencia en Benetússer, una localidad del área metropolitana de Valencia, el propietario de un taller de plancha me sacó el apelativo de «Bienvenido Míster Marshall» porque consiguió un préstamo en unas condiciones que nadie le había ofrecido hasta entonces. No tenía dinero y era necesaria una garantía para el préstamo. Técnicamente no existía una política de riesgos que permitiera evaluar las garantías en función de la rentabilidad del negocio. Aquel planchista y muchos otros pequeños empresarios de la zona hallaron en la entidad un lugar donde venir a buscar soluciones a las necesidades de sus negocios, generando un efecto multiplicador del crédito y la confianza.
Cuando ya se había desencadenado la crisis pero todavía no se habían hundido catastróficamente buena parte de estas entidades, algunos estudiosos, como los profesores de la Universidad de Granada Santiago Carbó Valverde y Francisco Rodríguez Fernández, apuntaban que «los grupos de cajas de ahorros pueden contar con algunas ventajas para explotar en mayor medida el crédito a pymes. Entre otras, su carácter relacional y su conocimiento del territorio donde se insertan parece conferirle al crédito concedido por éstas una mayor capacidad de estímulo de la inversión de largo plazo de las pymes que en otras entidades financieras. Asimismo, los grupos de cajas parecen establecer menores restricciones para financiar a las pymes» (Carbó, Rodríguez, 2012).
Incluso se mostraban moderadamente optimistas: «Estas características hacen que estas entidades –y el resto del sistema financiero– tengan en la inversión a pymes una apuesta de futuro». Pero no dejaban de advertir algo que se ha agravado cuando señalaban: «El sector bancario está abocado a emprender una mayor diversificación del crédito en el que la financiación de pymes debe ganar protagonismo. Esta tendencia contrasta, en cualquier caso, con las disposiciones regulatorias recientes –en particular los acuerdos de regulación de solvencia de Basilea III y su trasposición a Europa mediante la directiva CDR4– que penalizan el crédito a pymes tanto en términos de recursos propios exigidos como en el coste esperado de ese crédito».
Hipotecas y desahucios
La hipoteca es un préstamo respaldado por un activo que funciona como prenda o garantía. Lo que permite acceder a un crédito gracias a que la deuda queda garantizada por un bien, generalmente inmueble, que el acreedor puede embargar y vender forzosamente en caso de incumplimiento. En general, es una venta condicionada, ya que en su gran mayoría las hipotecas propician la adquisición del bien que se emplea como garantía. Los títulos de deudas respaldadas, es decir garantizadas por activos reales, han permitido un desarrollo enorme de los mercados hipotecarios. Hasta el punto de que su comercialización especulativa llevó a un crack que estuvo en el origen de la crisis. Por ello, la crisis financiera global, iniciada en la segunda mitad de 2007, ha arrastrado tras de sí una importante crisis inmobiliaria, y sobre todo ha generado la desconfianza de los ciudadanos de algunos países en las entidades bancarias. En España llegó a producir hasta 500 desahucios diarios, con unos efectos dramáticos de carácter social.
Las hipotecas basura o hipotecas subprime (préstamos hipotecarios concedidos a clientes sin contrato laboral o con contratos cortos, que no podían acceder al mercado hipotecario normal, llamado «prime», y que pagaban más intereses que los habituales del mercado) fueron uno de los detonantes de la crisis. Las consecuencias llevaron también a miles de hipotecados a no poder hacer frente a los préstamos que habían suscrito en los tiempos de bonanza, con lo que las entidades financieras se han encontrado metidas de lleno en una espiral de ejecuciones hipotecarias y de desahucios que ha causado un gran impacto en la opinión pública. Unas ejecuciones de perfiles polémicos porque, en algunos casos, no bastaba hacerse con la propiedad del bien hipotecado sino que todavía quedaban deudas a cuenta del cliente insolvente. De ahí que haya surgido el debate sobre la dación en pago y otras alternativas para evitar el lanzamiento de la vivienda, como los acuerdos de refinanciación o de carencia y la suspensión del plazo procesal de lanzamiento. Los desahucios, de todas maneras, han sido el síntoma más crudo del fracaso de una política de crédito.
El Gobierno de España, en respuesta a una pregunta del líder de Izquierda Unida, Cayo Lara, sobre el número de desahucios desde 2006, y con datos de Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), ofreció en junio de 2013 cifras de ejecuciones hipotecarias en las que hay que tener en cuenta que sólo un porcentaje reducido afecta a la primera vivienda o la casa familiar. Así, hubo 16.097 ejecuciones en 2006; 17.412 en 2007, 20.549 en 2008, 37.677 en 2009, 54.250 en 2010, 64.770 en 2011, y 75.375 en 2012. Las ejecuciones sin tramitar ascenderían a finales de 2012, a un total de 198.116. Por su parte, el Banco de España indicó que en los seis primeros meses de 2013 hubo 19.567 desahucios, casi tantos como en todo 2012, año en el que hubo 23.774.
Las denuncias sobre la desprotección del derecho a la vivienda en España planteadas por organizaciones como Amnistía Internacional y las protestas de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) pusieron seriamente en cuestión la Ley Hipotecaria y la Ley de Enjuiciamiento Civil, que tendrían en opinión de estas organizaciones un sesgo favorable a los intereses de las entidades financieras. Al mismo tiempo, se denunciaban las ejecuciones realizadas por entidades financieras rescatadas con fondos públicos. Los casos de suicidios relacionados con los desahucios causaron, además, un fuerte shock en la opinión pública y se suscitó un clima de alarma que se trasladó a la política.
Una Iniciativa Legislativa Popular promovida en febrero de 2013 por organizaciones como la PAH planteó la dación en pago como fórmula preferente para extinguir la deuda por la vivienda habitual, una moratoria de todos los desahucios en primeras viviendas y la ampliación del alquiler social de las viviendas en manos de los bancos. El 14 de marzo de ese mismo año el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, con sede en Luxemburgo, dictaminó que las leyes españolas sobre desahucios no garantizaban a los ciudadanos una protección suficiente frente a cláusulas abusivas en las hipotecas y vulneraban la normativa comunitaria. La sentencia era consecuencia de una cuestión presentada por un juzgado de Barcelona a instancias de un abogado ante la imposibilidad de paralizar un desahucio. Según la sentencia, los desahucios puede paralizarlos el juez en cumplimiento de la normativa comunitaria.
En julio de 2014, a instancias de la Audiencia de Castellón, que promovió una consulta por un caso de desahucio, el Tribunal de Luxemburgo falló por segunda vez contra la legislación española en la materia, pese a la reforma realizada para adaptarse a los requerimientos europeos. El tribunal consideró que los afectados quedaban en posición de inferioridad frente a las entidades bancarias en el régimen de recursos a las decisiones judiciales, dado que el deudor que alega que su hipoteca incluye cláusulas abusivas no puede recurrir en caso de resolución contraria, mientras que el banco sí que puede hacerlo en el caso de que no le den la razón. El Tribunal de la UE pidió España que modificara la Ley de Enjuiciamiento Civil (del año 2000) para que los afectados en procesos de ejecución hipotecaria pudieran oponerse a una resolución judicial desfavorable, en cumplimiento de la directiva de protección de los consumidores que aprobó la UE en 1993.
Previamente, en noviembre de 2012 el Gobierno de Mariano Rajoy y el PSOE, como principal partido de la oposición, acordaron trabajar en un pacto sobre los desahucios. Al final, el resultado fue que el PP aprobó en solitario un texto que en teoría refundía la ILP de los colectivos antidesahucios con la reforma de la Ley Hipotecaria presentada por el Gobierno, pero que limitó de hecho la dación en pago a aquellos casos en los que la entidad financiera consienta, relegándola al ámbito del código de buenas prácticas. Una vez perdida la vivienda, el ejecutado mantiene la obligación de pagar la deuda pendiente con el banco, siempre que este último considere que el valor del inmueble no es suficiente.
En los años cincuenta aprendí que, en las cajas de ahorros, considerábamos impensable dejar a nadie en la calle porque solo contemplábamos los bienes hipotecados como un activo para caso de impago pero, cuando había dificultades, los préstamos se replanteaban para alargar los plazos y facilitar su cumplimiento. Incluso más tarde, la actitud era muy diferente a la que hoy se plantea. Pongo un ejemplo de mi experiencia profesional. En 1970, 13 vecinos de un mismo edificio en Benetússer se vieron envueltos en un problema. Tenían firmados contratos privados de compra de los pisos donde vivían y estaban al corriente del pago de sus cuotas con el constructor. Dos de ellos incluso habían pagado totalmente la compra, pero estaban todos pendientes de realizar las escrituras. Un día, les llegó la noticia vía judicial de que al día siguiente comenzaban a subastar dichos pisos porque el constructor los tenía hipotecados con un usurero, con total desconocimiento de los vecinos.
Ante este acontecimiento y por la premura de tiempo y la imposibilidad de, por sí mismos, reunir el importe de unos cuatro o cinco millones de pesetas, acudieron a la Caja de Ahorros de Valencia y solicitaron mi ayuda, como director de la sucursal, para poder esa misma tarde depositar el importe de la primera subasta, que precisamente era de los dos pisos que estaban completamente pagados. Llegamos a un acuerdo para abrir una cuenta, la número 32, y hacer una provisión de fondos del importe necesario para que esa misma tarde pudieran comenzar a anular las subastas. Solo con el aval de la confianza, la caja les concedió el préstamo. Posteriormente, los 13 vecinos formaron una cooperativa y cada uno solicitó un préstamo a cinco años por la parte que le correspondía de su deuda (una media de 300.000 pesetas), que fue saldada completamente sin ningún problema. Al constructor, pudieron embargarle dos pisos que no había vendido. Con su venta, rebajaron el importe de la deuda. Una vez liquidadas las hipotecas y todos los gastos del abogado, pudieron hacerse las escrituras de los pisos.
Las cajas, a comienzos de los años 60, empezaron a prepararse para aumentar los saldos de ahorro destinados a la concesión de préstamos a las actividades sociales y a los tipos de interés que las afectan. Era la facultad de ordenación del crédito del Ministerio de Hacienda la que les asignaba la misión de auténticas entidades de crédito social, dirigidas a actividades inversoras de carácter productivo como ayuda a la pequeña empresa agrícola, industrial o comercial. Se trataba de generar confianza en el sentido social del préstamo. Quedaba así encomendada la misión de facilitar crédito para crear riqueza en un sector social determinado, como lo es el de la pequeña empresa. Para ello, había que acomodar la actitud de todos sus trabajadores y ajustarla a lo que de las cajas se esperaba. Con la intención de consolidar el esperado buen prestigio se abrían cauces a una inmediata captación de ahorro, como consecuencia de vincular más beneficios a todos aquellos que disfrutarían de operaciones especiales de crédito, sujetas a unos bajos tipos de interés.
Ahora nos parecería al menos demasiado sensata, y pecadora por exceso de celo, una política de inversión como la de los primeros sesenta, orientada al préstamo productivo bajo la máxima de conocerse el destino del dinero solicitado a la institución en todo momento, para así poder captar al cliente, vinculándolo para el futuro a la caja mediante estos préstamos de regulación especial y de condiciones excepcionalmente favorables. Por lo cual primaba conocer, no los avales y propiedades del solicitante, sino el motivo y fin de la operación solicitada. Dicha finalidad inversora clasificaba las operaciones, en función de su garantía y del plazo de pago, en préstamos a cinco años, con garantía personal y dos fiadores, o a diez años y con garantía hipotecaria. Estaban libres de impuestos y sometidos a devengos en intereses del 4% al 5,5% anual. La segunda alternativa se diseñó, claro está, con la clara intención de atraer a la clientela al evitarse el afianzamiento de dos personas. Con ello se mejoraba la garantía de la entidad sin perjuicio para el cliente.
Las amortizaciones de capital en los préstamos con garantía personal solían ser semestrales a partir de la formalización de la operación, y forzoso el pago de los intereses vencidos. Mientras que en los hipotecarios era anual y los vencimientos de intereses semestrales. De habernos ajustado a estos inicios en la labor del crédito social seguiríamos, como entonces, atentos a recoger frutos visibles en la capacidad productiva de la esfera de actuación de las cajas, que habrían de redundar sin duda en un mayor incremento de los saldos de ahorro.
1.Joaquin Maudos. «Las pymes, ante el muro bancario», El País, 5 de mayo de 2013