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—VI—

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Al despertar a Lucía con un bol de café con leche, diole la camarera, por primer noticia, la de que monsieur Miranda no había venido en el tren de España. Saltó del lecho, y se vistió en un decir Jesús, tratando de reanudar sus dispersos recuerdos, y mirando la habitación con la sorpresa que suelen los que, no habiendo viajado nunca, amanecen en lugar desacostumbrado y nuevo. Miró al reloj de sobremesa: eran las ocho. Salió al pasillo, y tecleó suaves golpecitos en la puerta del cuarto de Artegui.

Estaba éste en mangas de camisa, terminando sus operaciones de tocador, y al oír que llamaban, enjugose aprisa manos y rostro, se echó por los hombros la americana y fue a abrir.

—Don Ignacio... buenos días. ¿Estorbo?

—No por cierto. Entre usted, si gusta.

—¿Está usted vestido ya?

—O poco menos.

—¿Sabe usted que no vino el señor de Miranda?

—Ya me lo han advertido.

—¿Qué me dice usted de eso? ¿No es una cosa muy rara?

Ignacio no contestó. Comenzaba, en efecto, a parecerle algo y aun algos extraña la conducta de aquel recién casado, que así abandonaba a su mujer la noche de novios, dejándola en un vagón de ferrocarril. Por fuerza algún incidente desagradable, imprevisto, había ocurrido al Miranda incógnito, cuyo destino, por singular caso, influía así en el suyo de cuarenta y ocho horas acá.

—Voy—dijo—a telegrafiar a todas partes, a las principales estaciones de la línea, a Alsasua, a.... ¿quiere usted que telegrafíe a León, a su padre de usted?

—¡Dios nos libre!—exclamó Lucía—; capaz es de tomar el tren para venir a buscarme, y de ahogarse en el camino con el asma... y con el disgusto. No, no.

—De todas suertes, voy a dar los pasos..

Y Artegui embutió los brazos en los de su americana, y echó mano al sombrero.

—¿Va usted a salir?—preguntó Lucía.

—¿Quiere usted algo más?

—¿Sabe usted... sabe usted que ayer era sábado y que hoy es domingo?

—Así suele suceder todas las semanas—contestó Artegui con afable burla.

—No me entiende usted.

—Pues explíquese. ¿Qué se le ocurre?

—¿Qué se me ha de ocurrir sino ir a misa como todo el mundo?

—¡Ah!—exclamó Artegui. Y después añadió—: Pues es cierto. Y quiere usted....

—Que usted me acompañe. No he de ir sola a misa, me parece.

Sonriose Artegui una vez más, y la niña reparó cuán de perlas caía la sonrisa en aquel rostro, apagado y tétrico de ordinario. Era como la aurora cuando pinta de rosa los pardos montes; como el rayo del sol cuando rasga los crespones de un día brumoso. Vivían los ojos, vivían las mejillas sumidas y pálidas, renacía la juventud en aquel semblante marchito por tribulaciones misteriosas, y empañado por perpetuos celajes obscuros.

—Debía usted estar siempre risueño, Don Ignacio—exclamó Lucía—. Aunque—añadió reflexionando—del otro modo se parece usted más a usted.

Artegui, risueño y solícito, le ofreció el brazo, pero ella no quiso cogerse. Al llegar a la calle anduvo muy callada, con los ojos bajos, echando de menos la protectora sombra del negro velo de su manto de encaje, que le cubría las mejillas, dándole tan modesto porte, cuando en León cruzaba bajo las bóvedas medio derruidas y llenas de andamiaje de la catedral. La de Bayona le pareció linda como un dije de filigrana; pero no pudo oír en ella tan devotamente la misa: se lo estorbaba la pulcritud esmerada del templo, semejante a caja primorosa; los colores vivos de las figuras neobizantinas pintadas sobre oro en el crucero, o la novedad de aquel coro descubierto, de aquel tabernáculo aislado y sin retablo, el moverse de los reclinatorios, el circular de las alquiladoras de sillas. Parecíale estar en un templo de culto diverso del que ella profesaba. Una Virgen blanca, con filetes de oro en el manto, que presentaba el divino infante en una de las capillas de la nave, la tranquilizó algo. Allí rezó buena porción de salves, deshojó las rosas sangrientas del rosario, los místicos lirios de la letanía. Salió del templo con ligero paso y alegre corazón. Lo primero que vio a la puerta fue a Artegui, contemplando con interés la gótica forma de la portada.

—Ya he puesto cantidad de telegramas a las diversas estaciones, señora—dijo descubriéndose cortésmente al verla—. En especial a la más importante, Miranda de Ebro. Me he tomado la libertad de firmar con su nombre de usted.

—Gracias... pero ¿qué? ¿no oyó usted misa? exclamó la niña mirándole atenta al rostro.

—No, señora. Vengo, como le he dicho a usted, de la oficina de telégrafos—contestó él evasivamente.

—Pues dese usted prisa si quiere alcanzarla. En este mismísimo instante salía el sacerdote revestido....

Contrajose levemente la faz de Artegui.

—No oigo misa—repuso entre grave y chancero—. A menos que usted manifestase formal empeño... en cuyo caso....

—¡No oír misa!—pronunció la niña, y veló sus pupilas el asombro, y turbose toda—. ¿Y por qué no oye usted misa? ¿No es usted cristiano?

—Supongamos que no lo fuese—balbució él muy quedo, como reo que confiesa su crimen ante el juez, y meneando melancólicamente la cabeza.

—¡Pues qué es usted.... Dios mío!

Y Lucía cruzó acongojada las manos.

—Lo que el Padre Urtazu llamaría... un incrédulo.

¡Ah!—gritó ella con ímpetu—. El Padre Urtazu diría que son unos malvados los incrédulos todos.

—Pudiera añadir el Padre Urtazu que todavía son más infelices.

—Es verdad—replicó Lucía trémula aún, como arbusto sacudido por el cierzo—. Es verdad: todavía más infelices. El Padre Urtazu no diría, de seguro, otra cosa. ¡Y tan infelices como son! ¡Madre mía del Rosario!

Inclinó la niña la pensativa frente, y quedose anodada, aturdida por el golpe repentino. El sentimiento religioso, dormido hasta entonces, con todos los demás, en el fondo de su alma plácida y serena, despertábase potente al impensado choque. Iban mezcladas dos sensaciones: de punzante lástima la una, de terror y repulsión la otra. Quería apartarse espantada de Artegui, y aun se derretían de compasión sus entrañas sólo al mirarlo. La gente salía de misa; vertía el pórtico ondas y ondas humanas, y Lucía, en pie, no acertaba a separarse de aquella catedral, erguida y blanca como una mártir cristiana en el circo. Le presentó Artegui en silencio el brazo, y ella, dudosa al pronto, aceptó por fin, caminando ambos automáticamente en dirección al hotel. La mañana, un tanto encapotada, prometía temperatura menos cálida y más grata que la de la víspera. Corría regalado fresquecillo, y tras del celaje brumoso adivinábase la sonrisa del sol, como suele columbrarse el amor al través del enojo.

—Está usted triste, Lucia—dijo Artegui a la niña afectuosamente.

—Un poco, Don Ignacio—y Lucía arrancó del pecho doliente suspiro—. Y usted tiene la culpa—añadió en blando son de amenaza.

—¿Yo?

—Usted, sí. ¿Por qué dice usted esas tonterías que no pueden ser?

—¿Que no pueden ser?

—Sí, señor. ¿Cómo es posible que no sea usted cristiano? Vamos, que no dice usted lo que siente.

—¿Qué le importa a usted eso, Lucía?—exclamó él, llamándola segunda vez por su nombre—. ¿Es usted acaso el Padre Urtazu? ¿Soy yo alguien que a usted le interese o le importe? ¿Le han de pedir a usted cuenta de mi alma en algún tribunal? ¡Niña!, eso a usted no le va ni le viene.

—¡No que no! ¡Vaya, Don Ignacio, que hoy está usted de lo más... de lo más desatinado! ¡Que no me ha de importar a mí que usted se condene o se salve, que usted sea cristiano o judío!

—Judío... lo que es judío no lo soy—respondió Artegui, tratando de dar al diálogo giro festivo.

—Es lo mismo... renegar de Cristo es ser judío en suma.

—Dejémonos de eso, Lucía; no quiero verla a usted con ese gesto; ¡se pone usted fea!—dijo en tono desahogado él, aludiendo por vez primera a las condiciones físicas de Lucía—. ¿Qué desea usted ahora? ¿Quiere usted que la lleve a ver alguna curiosidad de este pueblo? ¿El hospital? ¿Los fuertes?

Hablaba afable cual nunca, y Lucía se aplacó, como las crespas olas al cubrirlas capa de aceite.

—¿No podríamos salir a dar una vuelta por el campo? Me muero por los árboles.

Artegui torció hacia el teatro, ante cuyo pórtico aguardaban dos o tres cochecillos de los llamados cestos. Hizo breve seña al más próximo, y el auriga vasco, alzando su fusta, halagó con ella el anca de las tarbesas jaquitas, que, la cerviz enhiesta, se prepararon a arrancar. Saltó Lucía, recostándose en el ligero vehículo, y Artegui se acomodó a su lado, ordenando:

—Camino de Biarritz.

Salió el carruaje veloz como un dardo, y Lucía cerró los ojos, gozando en no pensar, en sentir las rápidas caricias del viento, que echaba atrás las puntas de su corbata, los undívagos mechones de su cabellera. Pintoresco y ameno, el camino merecía, no obstante, una mirada. Eran cultivadas tierras, casas de placer con picudos techos, parques ingleses de fresco césped y menuda grama, amarillenta ya, como de otoño. Al divisar torcida vereda que, desviándose de la carretera, culebreaba por entre los sembrados, detuvo Artegui con un grito al cochero, y dio a Lucía la mano para que descendiese. Buscó el vasco el abrigo de unas tapias donde parar sin riesgo el sudoroso tronco, y Artegui y Lucía se internaron a pie siguiendo el senderito, ella delante, recobrada su alegría infantil, su gozar inocente en el cansancio del cuerpo. La cautivaba todo, las flores del trébol, que salpicaban de una lluvia de pintas carmesíes el verdinegro campo; las manzanillas tardías y los acianos pálidos en las lindes, las digitales que cogía risueña haciéndolas estallar con las dos manos, los rizados airones del apio, las acogolladas coles, puestas en fila, separada cada fila por un surco, semejante a una trinchera. La tierra, de puro labrada, abonada, removida, tenía no sé qué aspecto de decrepitud. Sus poderosos flancos parecían gemir, sudando una humedad viscosa y tibia, mientras en los linderos incultos, al borde del caminillo, quedaban aún rincones vírgenes, donde a placer crecían las bellas superfluidades campestres, las gramineas vaporosas, las florecillas multicolores, los agudos cardos.

No cabiendo juntos por la angosta senda, iban Lucia y Artegui uno tras otro, si bien Artegui a veces se echaba a campo traviesa, sin gran respeto de la ajena propiedad. Detuvo al fin la niña su indisciplinada carrera al pie de espesos mimbrales, que, creciendo al borde de un pantano, sombreaban pendiente ribazo muy mullido de hierba, y desde el cual se oteaba todo el paisaje recorrido. Dejáronse caer en el natural diván, y vieron tenderse ante ellos la vega, como remendada de varios colores, según eran los de las verduras que en cada heredad se cultivaban. En la blanca cinta de la carretera distinguieron un punto negro: el cesto con las jacas. No picaba el sol; su luz se cernía por un velo de nubes, y la campiña tenía tonos mates, verdes glaucos, amarilleces areniscas, lejanías delicadamente cenicientas, suaves matices que se copiaban en la ciénaga tranquila.

—Esto es muy hermoso, Don Ignacio—dijo Lucía por decir algo, pues pesaba sobre su alma el silencio, la soledad profunda del lugar—. ¿No le gusta a usted?

—Sí que me gusta—contestó Artegui distraídamente.

—Bien que a usted parece que no le gusta nada.... Siempre está usted como cansado... es decir, cansado no, es más bien triste. Mire usted—siguió la niña, asiendo de un flexible mimbre y divirtiéndose en coronarse con la obediente rama—, ¡a que no es usted capaz de creer que su tristeza se me va pegando, y que también yo me hallo así... no sé cómo, preocupada, vamos! Diera... lo que no sé por verle contento y... natural, como son todos los hombres. Usted no tiene el mirar ni la cara como los demás, Don Ignacio.

—Pues viceversa—respondió él—; a mí se me comunica su alegría de usted, y a veces aún gasto mejor humor del que usted misma gastaría. También el júbilo es contagioso.

Díjolo atrayendo a sí otra rama de mimbre que descortezó con las uñas, arrojando las tiras de película tierna al pantano, y mirando fijamente los círculos que en el agua abrían al caer.

—Claro está que sí—afirmó Lucía—. Y si usted quisiera ser franco, si usted se decidiese a... confiarme lo que así le aflige, vería cómo en un santiamén le disipaba yo esa sombra que tiene en la cara. No sé por qué se me figura que tanta seriedad, tanto ceño, tanto caimiento de animo, no nace de que usted sea desdichado de veras, sino allá de.... ¡qué sé yo!, de niñerías, de ideas sin ton ni son que le bullen a usted en los cascos. ¿A que acerté?

—Tan plenamente—exclamó Artegui soltando la rama de mimbre y asiendo la mano de la niña—, que ahora me confirmo en creer que los seres puros poseen cierta presciencia, cierta intuición maravillosa y singularísima, negada a los que conocemos, en cambio, el triste misterio del vivir.

Lucía, seria e inmutada, miraba a su compañero de viaje.

—¡Lo ve usted!—acertó a pronunciar por fin, buscando en los ángulos de su boca la sonrisa, y hallándola a duras penas—. De modo que ya pasaron todas esas ideas sin fundamento, que son como los castillos de naipes que me hacía padre siendo yo chiquita; soplaba, y, ¡patatás!, al suelo.

—En eso yerra usted, hija—dijo Artegui soltándole la mano con uno de sus lánguidos movimientos de autómata—. Es lo contrario lo que sucede. Cuando nace y se engendra la tristeza de alguna causa, puede desaparecer si la causa cesa; pero si la tristeza brota espontáneamente como esas malas hierbas y esos juncos que usted ve al borde del pantano; si está en nosotros; si forma la esencia de nuestro ser mismo; si no se encuentra aquí ni allí solamente, sino en todas partes; si ninguna cosa de la tierra alcanza a darle alivio, entonces... créame usted, niña, el enfermo está desahuciado. No hay esperanza.

Hablaba sonriente, pero era su sonrisa semejante a la luz que alumbra un nicho.

—Pero, sepamos...—interrogó Lucía a pesar suyo con angustiosa y febril curiosidad—. ¿Pesa sobre usted alguna desdicha? ¿Alguna pena grande?

—Ninguna de las que el mundo llama tales.

—¿Tiene usted familia... que le quiera?

—Mi madre me adora.... ¡y si no fuese por ella!—declaró Artegui abandonándose, como mal de su grado, a la dulce corriente de la confianza.

—¿Y su padre de usted?

—Murió años ha. Era vascongado, emigrado carlista, hombre de grande energía, de muchos ánimos: internáronle en Francia, viose pobre y solo, trabajó como se había batido... como un león, hasta llegar a poder establecer una vasta agencia de comercio, enriquecerse, adquirir en París casa propia, y casarse con mi madre, que es de una familia distinguida de Bretaña, legitimista también. No tuvieron más hijo que yo: me adoraron, sin descuidar mi educación ni excederse en mimos y locuras; estudié, vi mundo; dije que quería viajar, y me abrió mi madre su bolsa anchamente; tuve, hombre ya, algún capricho, muchos caprichos, y se cumplieron. He visto los Estados Unidos y el Oriente, sin hablar de Europa; paso los inviernos en París, y los veranos suelo visitar España; mi salud es buena y no soy viejo. Ya ve usted que soy lo que suele la gente denominar... un mimado de la fortuna, un hombre feliz.

—Es cierto—dijo Lucía—; pero ¡quién sabe si por eso mismo estará usted así! He oído decir que para que el pan sepa bien hay que ganarlo: verdad que yo no lo gano, y hasta ahora no me amargó.

—Tiempo hubo—murmuró Artegui como respondiéndose a sí mismo—en que creí provenía mi indiferencia de la seguridad de mi vida, y en que deseé deberme a mí mismo, a mí solo, el subsistir. Dos años rehusé los auxilios de mis padres, y, entrando en calidad de socio industrial en una gran empresa, dime a trabajar con ardor. Gané más de lo necesario; me seguía, como rendida amante, la suerte; pero aquella especulación sin tregua ni entrañas me provocaba náuseas, y quise probar alguna labor en que entendimiento y cuerpo fuesen unidos, y en que la ganancia no alcanzase más que a no dejarme morir de hambre. Estudié la medicina, y, aprovechando la guerra que a la sazón ardía en el Norte de España, vine al cuartel de Don Carlos. El nombre de mi padre me abrió todas las puertas y me dediqué a ejercer en los hospitales....

—¿Fue entonces cuando curó usted a Sardiola?

—Exactamente. Tenía el pobre diablo un metrallazo horrible: partida la mejilla, interesada la mandíbula, y desangrándose a más andar por la arteria. Una cura difícil, pero afortunadísima. Muchas hice entonces, y fue aquel el tiempo en que menos me acosó el cansancio moral. Pero en cambio....

Artegui se detuvo, temeroso de proseguir.

—Diga usted, diga usted—interrogó Lucía ansiosamente.

—¡Para qué, señora! ¿para qué? Ni sé por qué le he contado a usted ya tantas cosas ridículas, y para usted, probablemente, ininteligibles... como son los sueños del demente para los cuerdos.

—No, señor—declaró Lucía ofendida—; le entiendo a usted muy bien, y en prueba de ello voy a adivinar eso que se calló. ¡Verá usted que sí!—gritó, cuando Artegui hubo meneado sonriendo la cabeza—. Usted se aburrió menos en esa temporada en que fue médico de afición; pero en cambio... con ver tanto muerto, y tanta sangre, y tanta barbaridad, aún se volvió usted más... más judío que antes. ¿No es así? ¿Di o no di en ello?

Artegui la miró, y con mudo asombro frunció el entrecejo sin replicar.

—¿Y quiere usted que le diga? Pues eso, eso es lo que usted tiene, y por lo que está usted tan a mal con la suerte y consigo mismo. Si usted fuese buen cristiano podría usted estar triste, pero... de otra manera, vamos, de otra manera; con tristeza más dulce y más resignada. Porque quien espera irse al cielo, sabe sufrir acá y no se desespera.

Y como Artegui, silencioso y apretados los labios volviese a otra parte la cabeza, murmuró la niña, en voz suave como una caricia:

—Don Ignacio, el padre Urtazu me ha dicho que había unos hombres que no querían admitir lo que la Iglesia enseña y creemos nosotros, pero que allá... a su manera, a su capricho, en fin, adoraban a un Dios que ellos se forjaban... y creían en la otra vida también, y en que el alma no muere al morir el cuerpo.... ¿Es usted de esos?

Él no respondió palabra, y doblando violentamente dos o tres ramas de mimbre, hízolas estallar. Cayeron inertes los tronchados troncos; pero unidos aún por la corteza, quedaron colgando como rotos miembros de inválido.

—¿Tampoco es usted de esos?—siguió la niña volviéndose hacia él, con las manos juntas, semiarrodillada en el ribazo—. ¿Tampoco así cree usted? Don Ignacio, de veras, ¿no cree usted en nada? ¿En nada?

Levantose Ignacio de un brinco, y, quedándose en pie sobre la parte más elevada del ribazo, dominando el paisaje todo, pronunció lentamente:

—Creo en el mal.

De lejos, era escultural el grupo. Lucía, anonadada, casi de hinojos, cruzadas las manos, imploraba: Artegui, alzado el brazo, erguido el cuerpo, mirando con doloroso reto a la bóveda celeste, pareciera un personaje dramático, un rebelde Titán, a no vestir el traje llano y prosaico de nuestros días. Más entoldado cada vez el celaje, se acumulaban en él nubarrones plomizos, como enormes copos de algodón en rama, hacia la parte donde caían Biarritz y el Océano. Ráfagas sofocantes cruzaban, muy bajas, casi a flor de tierra, doblegando los tallos de los juncos y estremeciendo el agudo follaje de los mimbrales a su hálito de fuego. Poderoso gemido exhalaba la llanura al percibir los signos precursores de la tormenta. Dijérase que el mal, evocado por la voz de su adorador, acudía, se manifestaba tremendo, asombrando a la naturaleza toda con sus anchas alas negras, a cuyo batir pudieran achacarse las exhalaciones asfixiantes que encendían la atmósfera. Lóbrego y obscuro, como la luna de un espejo de acero, el pantano dormía, y las florecillas acuáticas se desmayaban en sus bordes. La voz de Artegui, más intensa que elevada, resonaba entre el pavoroso silencio.

—En el mal—repetía—, que por todas partes nos cerca y envuelve, de la cuna al sepulcro, sin que nunca se aparte de nosotros. En el mal, que hace de la tierra vasto campo de batalla, donde no vive cada ser sin la muerte y el dolor de otros seres; en el mal, que es el eje del mundo y el resorte de la vida.

—Señor de Artegui...—balbució débilmente Lucía—, usted, según creo, dará culto al demonio, negándoselo a Dios.

—¡Culto! no, ¿he de dar culto al poder inicuo que, guarecido en la sombra, conspira al daño común? Luchar, luchar con él quiero ahora y siempre. Usted le llama demonio: yo el mal, el dolor universal. Yo, sé cómo se le vence.

—Con fe y buenas obras—exclamó la niña.

—Muriendo—respondió él.

Quien de lejos divisara aquella pareja, mancebo galán y lozana doncellita, departiendo solos en la vega frondosa, tomáralos, a buen seguro, por enamorados novios; y no creyera que hablaban de dolor y muerte, sino de amor, que es la vida misma. Artegui, de pie, se veía claramente en los garzos ojos que hacia él alzaba Lucía, ojos que, a pesar de la obscuridad del cielo, parecían salpicados de pajuelas luminosas.

—¡Muriendo!—repitió ella, como el árbol repercute el sonido del golpe que le hiere.

—Muriendo. El dolor no concluye sino en la muerte: sólo la muerte burla a la fuerza creedora que goza en engendrar para atormentar después a su infeliz progenitura.

—No le entiendo a usted—murmuró Lucía—; pero tengo miedo—. Y su cuerpo temblaba todo como los mimbrales.

Artegui no contestó palabra: mas una voz grave y poderosa, retumbando en los cielos, se unió de pronto al extraño dúo. Era el trueno, que estallaba a lo lejos, solemne y terrible. Lucía exhaló un gemido de pavor, cayendo con la faz contra la hierba. Desgarráronse las nubes, y anchas gotas de agua cayeron, sonando como goterones de plomo líquido en la crujiente seda de las frondas de mimbre. Bajose rápidamente Artegui, y tomando con nervioso vigor a Lucía en sus brazos, dio a correr sin mirar por dónde, saltando zanjas, atravesando barbechos, pisando apios y coles, hasta llegar, azotado por la lluvia, perseguido por el trueno que se acercaba, a la carretera. El cochero renegaba del mal tiempo enérgicamente cuando Artegui depositó a Lucía casi exánime en el asiento, subiendo a toda prisa el hule, para guarecerla algo. Las jacas, espantadas, salieron sin aguardar la caricia de la fusta, y, aguzadas las orejas y ensanchando las fosas nasales, arrancaron hacia Bayona.

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa

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