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—III—
ОглавлениеSeguía corriendo el tren, y la desposada no lloraba ya. Apenas se advertían en su rostro huellas de llanto, ni sus párpados estaban enrojecidos. Así acontece con las lágrimas que vertemos por las primeras penillas de la vida: llanto sin amargura, rocío leve, que antes refresca que abrasa. Comenzaban a entretenerla las estaciones y la gente que se asomaba curiosa a la portezuela, escudriñando el interior del departamento. Llovía preguntas sobre Miranda, el cual daba pormenores de todo, esmerándose en divertirla, y entreverando con las explicaciones alguna terneza, que la niña escuchaba sin turbarse, pareciéndole naturalísimo que el esposo mostrase afecto a la esposa, sin que el más leve oscilar de su corpiño delatara la dulce confusión que el amor despierta. Hallábase ya en su centro Miranda, habiendo cesado los lloros y reaparecido el buen humor y el temple normal del ánimo. Satisfecho de tal resultado, hasta bendecía interiormente a una de sus causas, una vejezuela que con enorme banasta al brazo se coló en el departamento algunas estaciones antes de Palencia, y cuya grotesca facha ayudó a llamar la sonrisa a los labios de Lucía.
Al llegar a Palencia, dejolos la vejezuela y subió un hombre grave, decentemente vestido, silencioso.
—Se parece a papá—dijo Lucía en voz baja a Miranda—. ¡Pobrecillo!—Y esta vez sólo un suspiro pagó la deuda del amor filial.
Caía ya la noche; andaba el tren lentamente, como si temblase de pavor al confiarse a los raíles, y observó Miranda que llevaba notable retraso.
—Llegaremos a Venta de Baños—pronunció volviendo la hoja del Indicador —mucho más tarde de lo que se acostumbra.
—Y en Venta de Baños...—interrogó Lucía.
—Podemos cenar... si nos dan tiempo. En circunstancias ordinarias, no sólo se cena, sino que hasta se descansa un rato, esperando el otro tren, el expreso, el que ha de llevarnos a Francia.
—¡A Francia! (Lucía palmoteó como si escuchase nueva inesperada y gratísima.) Reflexionando después, añadió en voz grave—: Pues lo que es yo tengo ganas de cenar.
—Cenaremos, cenaremos: al menos para cenar espero que nos alcanzará el rato que dure la parada.... ¿Hay apetito, eh? Ello es que... que tú no has probado casi nada hoy....
—Con la prisa y el ahogo... y atender a que sirviesen bien los chocolates... y la pena de dejar al pobre papá, y de verle tan alicaído... y también....
—¿Qué más?
—¡Y vamos! que eso de casarse no sucede todos los días... y es natural que trastorne un poco... es cosa grave, muy grave, ya me lo avisó el Padre Urtazu..., y así es que yo anoche no pegué ojo, y conté todas las horas, las medias y los cuartos que dio el cuco de la antesala... a cada campanada que oía.... ¡tam, tam!, exclamaba yo ¡maldito! aguárdate, que voy a taparme la cara con las sábanas, y a llamar el sueño, y no volverás a hacer de las tuyas..., pero ni por esas. Ahora, como ya pasó, es lo mismo que cuando hay que saltar un foso muy ancho: se salta, ¡zas!, y ya no se piensa en ello. ¡Se acabó!
Miranda se reía, sentado próximo a su novia, mirándola de cerca y hallándola muy linda, transformada casi con el tocado de viaje y la animación que encendía sus mejillas y arrebolaba su fresca tez. Lucía también comenzaba a recobrar la antigua familiaridad con Miranda, algo interrumpida últimamente por la novedad de la situación respectiva de ambos.
—No se ría usted de mis tonterías, señor de Miranda—murmuró la niña.
—Hazme el favor de no equivocarte, hija... me llamo Aurelio, y debes hablarme de tú como yo a ti.... ¿sabes?
Todo este diálogo pasaba en discreto tono, a media voz, inclinados el uno hacia el otro ambos interlocutores, con misterioso y casi amante silabeo. El testigo de vista, silencioso, recostado en un ángulo, imponía a la plática de los esposos, plática llana y corriente, cierta intimidad y secreto que acrecentaban su atractivo, dándole visos de tierno coloquio. Las mismas cosas, dichas en alto, serían indiferentes y sencillas por demás. De ordinario sucede así, que no sean las palabras importantes en sí mismas, sino por el tono con que se pronuncian y el lugar en que se colocan, a la manera de menudas piedrecillas que incrustadas convenientemente en la labor de mosaico, ya dibujan un árbol, ya una casa, ya un rostro.
Detúvose al cabo el tren en Venta de Baños, y las luces de la estación mostraron su encendida pupila a través de la niebla leve de sosegada noche de otoño.
—¿Es aquí? ¿Es aquí donde nos bajarnos y se cena?—preguntó Lucía, a quien el suceso, nuevo para ella, de una cena en la estación, abría a un tiempo apetito y curiosidad.
—Aquí—contestole Miranda en tono mucho menos regocijado—. ¡Ahora, cambio de tren! ¡Los suprimiría todos! No hay cosa más incómoda. Busque usted el equipaje para que no se lo lleven a Madrid... mueva usted todos esos embelecos....
Diciendo lo cual, cogió de la red manta, saco y lío de paraguas; pero Lucía con su juvenil vigor y sus hábitos de hija del pueblo arrebatole de la mano lo más pesado, el saco, y brincando, ligera como un ave, al suelo, dio a correr hacia la fonda.
Sentáronse a la mesa dispuesta para los viajeros, mesa trivial, sellada por la vulgar promiscuidad que en ella se establecía a todas horas; muy larga y cubierta de hule, y cercada como la gallina de sus polluelos, de otras mesitas chicas, con servicios de té, de café, de chocolate. Las tazas, vueltas boca abajo sobre los platillos, parecían esperar pacientes la mano piadosa que les restituyese su natural postura; los terrones de azúcar empilados en las salvillas de metal, remedaban materiales de construcción, bloques de mármol blanco desbastados para algún palacio liliputiense. Las teteras presentaban su vientre reluciente y las jarras de la leche sacaban el hocico como niños mal criados. La monotonía del prolongado salón abrumaba. Tarifas, mapas y anuncios, pendientes de las paredes, prestaban al lugar no sé qué perfiles de oficina. El fondo de la pieza ocupábalo un alto mostrador atestado de rimeros de platos, de grupos de cristalería recién lavada, de fruteros donde las pirámides de manzanas y peras pardeaban ante el verde fuerte del musgo. En la mesa principal, en dos floreros de azul porcelana, acababan de mustiarse lacias flores, rosas tardías, girasoles inodoros. Iban llegando y ocupando sus puestos los viajeros, contraído de tedio y de sueño el semblante, caladas las gorras de camino hasta las cejas los hombres, rebujadas las mujeres en toquillas de estambre, oculta la gentileza del talle por grises y largos impermeables, descompuesto el peinado, ajados los puños y cuellos. Lucía, risueña, con su ajustado casaquín, natural y sonrosada la color del semblante, descollaba entre todos, y dijérase que la luz amarillenta y cruda de los mecheros de gas se concentraba, proyectándose únicamente sobre su cabeza y dejando en turbia media tinta las de los demás comensales. Les trajeron la comida invariable de los fondines: sopa de hierbas, chuletas esparrilladas, secos alones de pollo, algún pescado recaliente, jamón frío en magrísimas lonjas, queso y frutas. Hizo Miranda poco gasto de manjares, despreciando cuanto le servían, y pidiendo imperativo y en voz bastante alta una botella de Jerez y otra de Burdeos, de que escanció a Lucía, explicándole las cualidades especiales de cada vino. Lucía comió vorazmente, soltando la rienda a su apetito impetuoso de niño en día de asueto. A cada nuevo plato, renovabásele el goce que los estómagos no estragados y hechos a alimentos sencillos hallan en la más leve novedad culinaria. Paladeó el Burdeos, dando con la lengua en el cielo de la boca, y jurando que olía y sabía como las violetas que le traía Vélez de Rada a veces. Miró al trasluz el líquido topacio del Jerez, y cerró los ojos al beberlo, afirmando que le cosquilleaba en la garganta. Pero su gran orgía, su fruto prohibido, fue el café. No acertaremos jamás los mínimos y escrupulosos cronistas del señor Joaquín el Leonés, cuál fuese la razón secreta y potísima que le llevó a vedar siempre a su hija el uso del café, cual si fuese emponzoñada droga o pernicioso filtro: caso tanto más extraño cuanto que ya sabemos la afición desmedida, el amor que al café profesaba nuestro buen colmenarista. Privada Lucía de gustar de la negra infusión, y no ignorante de los tragos que de ella se echaba su padre al cuerpo todos los días, dio en concebir que el tal brebaje era el mismo néctar, la propia ambrosía de los dioses, y sucedíale a veces decir a Rosarito o a Carmela:
—Deja, que en casándome, yo tomaré café. ¡Pues no!
No era muy genuino, ni muy aromático el del fondín de Venta de Baños; y con todo eso, al introducir en sus labios por vez primera la cucharilla, al sentir el leve amargor y el tibio vaho que la penetraban, experimentó Lucía hondo estremecimiento, algo como una expansión de su ser, cual si a un tiempo se abriesen sus sentidos, semejantes a capullos de arbusto que a la vez florecen todos. La copa de chartreuse , bebida despacio, le dejó en la lengua y en los dientes un aroma penetrante y fortalecedor, una sed grata, ligerísima, que apagaban los sorbos últimos del café, saturados del fino polvillo que en remolinos lentos se depositaba en el fondo de la taza.
—¡Si viniese papá ahora—murmuró—, qué diría!
Miranda y Lucía fueron los últimos en alzarse de la mesa. Los restantes viajeros se desparramaran ya por el andén a fin de coger sitio en el expreso, que acababa de llegar y detenerse, vibrante aún de su rápida marcha, en la estación.
—Vamos—advirtió Miranda—, vamos, que el tren va a salir.... No sé si hallaremos un departamento desocupado.
Emprendieron su peregrinación, recorriendo la línea de vagones, en busca del departamento vacío. Halláronle, al fin no sin trabajo, y tomaron posesión de él, arrojando sus fardos en los almohadones. La luz opaca del farol, filtrándose a través de la cortinilla de azul tafetán; el gris uniforme y mate del forro, que parecía blanquecina colgadura; el silencio, la atmósfera reposada, sucediendo a la claridad brutal y a la confusa batahola del fondín, convidando estaban a apacible sueño y sosiego. Desabrochó Lucía la goma de su sombrero, colocándolo en la red.
—Estoy aturdida—dijo pasándose la mano por la frente—. Me pesa algo la cabeza; tengo calor.
—Los licores.... Las bebidas—respondió festivamente Miranda—. Descansa un instante, mientras facturo el equipaje. Es formalidad precisa aquí....
Diciendo esto, levantó uno de los cojines del coche; metió debajo su manta enrollada para que formase cabecera, alzó el brazo de sillón que dividía los dos cojines, y añadió:
—¡Una cama pintiparada!
Sacó Lucía del bolsillo un pañolito de seda, con esmero doblado, lo extendió delicadamente sobre el cojín, y se tendió reclinando la cabeza en donde el pañuelo impedía el roce con el paño sobado del forro.
—Si me duermo—advirtió a Miranda—, despiértame cuando pase algo digno de verse.
—Pierde cuidado—contestó Miranda riéndose—. Vuelvo en seguida.
Quedose Lucía sola, cerrados ya los ojos, embargadas por grato sopor las potencias. Fuese el movimiento del tren, fuese el insomnio de las vísperas nupciales, fuese el hábito de acostarse en León a aquella misma hora de diez y media de la noche, o todas estas cosas juntas, ello es que el sueño caía sobre ella como un manto de plomo. Aflojábanse sus tirantes nervios, y corría por sus venas esa inexplicable sensación de calor rítmico, que anuncia que el curso de la sangre regulariza, y que el reposo comienza. Hizo Lucía la señal de la cruz, entre dos bostezos, murmuró un Padrenuestro y un Avemaría, y dio principio a una oración aprendida en el devocionario, y escrita en detestables versos, que comienza:
Del párvulo tierno,
cándido e inocente,
Dios justo y clemente
el sueño me dad...
Operaciones todas que si habían de espantar la somnolencia, la atrajeron más y más. De la boca de Lucía se exhaló leve suspiro; su mano cayó inerte, y la niña se quedó sepultada en el sueño más suelto y profundo, cual si entre blandas sábanas lo gozase.
Entregábase mientras tanto Miranda a la importante tarea de facturar el equipaje, no escaso, compuesto de dos baúles mundos, una sombrerera y un cajón especial de tela y cuero, a propósito para guardar de arrugas el planchado de sus camisas de vestir. Fuerza fue esperar pacientemente el turno de bultos rotulados A. M., frente al gran mostrador, donde se alineaba respetable fila de maletas, cajas y cajones de toda especie que iban trayendo a hombros los mozos de la estación, agobiados, hinchadas las venas del cuello. Cuando llegaban al mostrador, dábanse prisa a soltar la carga de golpe, con movimientos brutales, haciendo crujir la madera de los baúles y gemir y rechinar los aros de hierro que la afianzan. Al cabo logró Miranda que llegase su vez, y ya con el talón en el bolsillo, saltó del andén a la vía triple buscando su departamento. Costole algún trabajo, y abrió en balde varias puertas antes de dar con él; al abrirlas, solía asomarse una cabeza, y una voz áspera decir: «está lleno.» En otros departamentos vio formas confusas, gente acurrucada en los rincones o tumbada en los cojines. Al fin acertó, reconoció su sitio.
El cuerpo de Lucía, tendido sobre la improvisada cama, era complemento de la paz, de la quietud de aquella movible alcoba. Miranda consideró a su desposada un rato, sin que se le ocurriesen las cosas sentimentales y poéticas que la situación parecía sugerir.
—Es guapa de veras esta chica—pensaba el hombre maduro y experto—. Sobre todo, tiene su tez la pelusa de los albérchigos cuando no les han tocado y cuelgan aún en la rama. Ese diablo de Colmenar parece que adivina todas las cosas... otro me hubiera dado los millones con alguna virgen y mártir de cuarenta años.... Pero esto es miel sobre hojuelas, como suele decirse.
Al glosar así su dicha, quitábase Miranda el sombrero y buscaba en los bolsillos del sobretodo la gorrilla de viaje roja y negra a cuarterones. Hay movimientos que por instinto nos recuerdan otros, cuando los ejecutamos. El antebrazo de Miranda, al descender, notó un vacío, la falta de algo que antes le estorbaba. Y el dueño del antebrazo, al advertirlo, dio brusco salto, y empezó a mirarse de abajo arriba, y las manos trémulas recorrieron y palparon el pecho y la cintura sin hallar nada; y la boca, impaciente y colérica, soltó en voz ahogada tacos, ternos y votos redondos; y el puño cerrado hirió la desmemoriada frente, como evocando el recuerdo con aquel cachete expresivo: llamado así el recuerdo, acudió por último; al cenar, habíase quitado la cartera, que le molestaba para comer, y puéstola a su lado sobre una silla vacante. Allí debía de estar. Era forzoso recogerla. Pero, ¡y el tren que iba a salir! Ya roncaban las chimeneas, bufando como erizados gatos, y dos o tres silbos agudos preludiaban la marcha. Miranda tuvo un segundo de indecisión.
—Lucía—dijo en voz alta.
Y contestole sólo el respirar igual y fuerte de la niña, indicando un sueño tenaz y hondo.
Entonces se decidió prontamente, y con agilidad digna de un muchacho de veinte años, saltó a la vía y rompió a correr hacia la fonda. No es para perdida cartera como aquella, repleta de dinero en sus formas más variadas y seductoras: oro, plata, billetes de Banco, letras. Se precipitaba.
Extinguido ya la mayor parte del alumbrado en el fondín, sólo ardía una bomba en cada cuádruple mechero; los mozos charlaban sentados en los rincones, o conducían perezosamente a la cocina obeliscos de platos grasientos y sucios, y montones de arrugadas servilletas. En la mesa grande, casi vacía, se alzaban solitarios los altos floreros, y a la luz escasa era lúgubre la mancha blanca del enorme mantel, semejante a un sudario. Sobre el mostrador, un quinqué de petróleo despedía en torno un círculo de claridad anaranjada, concreta, y el amo del establecimiento—sirviéndole de pupitre la tableta de mármol—, escribía guarismos en una gran agenda. Miranda, azorado, se llegó a él, acercándose mucho, tocándole casi:
—Caballero...—preguntó con voz anhelante—¿ha visto usted por ahí... han recogido los mozos?...
El amo alzó el rostro, rostro franco, patilludo y vulgar.
—¿Una cartera? Sí, señor.
Respiró anchamente el amigo de Colmenar.
—¿Es de usted?—interrogó receloso el fondista.
—¡Mía, sí! Démela usted sin pérdida de tiempo: va a salir el tren....
—Tenga usted la bondad de facilitarme alguna seña....
—Color encarnado obscuro... de piel de Rusia... broches plateados....
—Basta, basta—dijo el fondista, que tomó de un cajón del mostrador la preciosa prenda, entregándola honradamente a su poseedor legítimo. El cual, no parándose a reconocerla, se la colgó en un abrir y cerrar de ojos, sepultó la mano en el bolsillo del chaleco, y sacando un puñado de monedas de plata, las desparramó sobre el mármol, exclamando: «para los mozos.» La acción fue tan rápida, que algunas rodaron, y después de danzar sobre la lisa superficie, vinieron a aplanarse con sonoro tañido. Aún duraba el argentino repique y ya Miranda volaba. En su aturdimiento no acertaba con la puerta.
—Que sale el tren, caballero—le gritaron los mozos—. Por aquí... por aquí....
Lanzose desatinado al andén: el tren, con pérfida lentitud de reptil, comenzaba a resbalar suavemente por los rieles. Miranda le enseñó los puños, y un sentimiento de impotente y fría rabia apoderose de su espíritu. Así perdió un segundo, un segundo precioso. El andar del convoy se aceleraba, como el columpio que, empezando a oscilar, describe a cada paso curvas más abiertas, y vuela con brío mayor por los aires. Precipitadamente y sin mirar al terreno, saltó Miranda a la vía, para alcanzar los vagones de primera, que en aquel punto desfilaban ante sus ojos, como mofándose de él. Quiso lanzarse al estribo, pero al tocarle fue despedido a la vía con gran violencia, y cayó, sintiendo agudo y repentino dolor en el pie derecho. Quedose en el suelo, medio incorporado, profiriendo una imprecación de esas que en España los hombres más preciados de distinguidos y elegantes no recelan tomar del lenguaje patibulario de los facinerosos. El tren, rugiente, majestuoso y veloz, cruzó ante él, despidiendo la negra máquina centellas de fuego, semejantes a espíritus fantásticos danzando entre las tinieblas nocturnas.
Pocos momentos después de que Miranda bajó a recoger su cartera, habíase abierto la puerta del departamento donde quedaba Lucía dormida, penetrando por ella un hombre. Llevaba éste en la mano un maletín, que dejó caer a su lado, sobre los cojines. Cerrando la portezuela, sentose en un ángulo, pegada la frente al vidrio, frío como el hielo y empañado por el rocío de la noche. No se veía más que la negrura exterior, que apenas contrastaba la confusa penumbra del andén, el farolillo del guarda que lo recorría, y los mustios reverberos aquí y allí esparcidos. Cuando el tren rompió a andar, pasaron unas chispas, rápidas como exhalaciones, ante el cristal en que apoyaba su rostro el recién llegado.