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—V— Villancico de Reyes

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No tardaron en resonar pisadas en el corredor; pisadas tímidas y brutales a la vez, de pies descalzos o calzados con zapatos rudos. Al mismo tiempo las panderetas repicaban débilmente y las castañuelas se entrechocaban bajito como los dientes del que tiene miedo.... Doña Dolores se incorporó con el entrecejo desapaciblemente fruncido.

—Esa Lola.... ¡Pues no las trae aquí mismo! ¿Por qué no las habrá dejado en la antesala? ¡Bonita me van a poner la alfombra! ¡A ver si os limpiáis las suelas antes de entrar!

Hizo irrupción en la sala la orquesta callejera; pero al ver las niñas pobres la claridad del alumbrado, se detuvieron azoradas sin osar adelantarse. Lola, cogiendo de la mano a la que parecía capitanear el grupo, la trajo casi a la fuerza al centro de la estancia.

—Entra, mujer... que pasen las otras.... A ver si nos cantáis los mejores villancicos que sepáis.

Lo cierto es que la viva luz de las bujías, tan propicia a la hermosura, patentizaba y descubría cruelmente las fealdades de aquella tropa, mostrando los cutis cárdenos, fustigados por el cierzo; las ropas ajadas y humildes, de colores desteñidos; la descalcez y flacura de pies y piernas, todo el mísero pergenio de las cantoras. Entre estas las había de muy diversas edades, desde la directora, una ágil morenilla de catorce, hasta un rapaz de dos años y medio, todo muerto de vergüenza y temor, y un mamón de cinco meses, que por supuesto venía en brazos.

—¡Hombre!—exclamó Borrén al ver a la morena.

—¡Pues si es la chiquilla del barquillero! Somos conocidos antiguos, ¿eh?

—Sí, señor...—contestó ella intrépidamente—. La misma. Y yo le conocí a usted también. Es usted el que estaba en las Filas el año pasado un día de fiesta.

Como para los pobres suele no haber estaciones, Amparo tenía el mismo traje de tartán, pero muy deteriorado, y una toquilla de estambre rojo era la única prenda que indicaba el tránsito de la primavera al invierno. A despecho de tan mezquino atavío, no sé qué flor de adolescencia empezaba a lucir en su persona; el moreno de su piel era más claro y fino, sus ojos negros resplandecían.

—¿Qué tal, eh?—murmuró Borrén volviéndose hacía Baltasar y Palacios—. Esto empieza a picar como las guindillas.... Miren ustedes para aquí.

Y tomado un candelero lo acercó al rostro de la muchacha. Como Baltasar se había aproximado, sus pupilas se encontraron con las de Amparo, y esta vio una fisonomía delicada, casi femenil, de efebo; un bigotillo blondo incipiente, unos ojos entre verdosos y garzos que la registraban con indiferencia. Acordose, y sintió que se le arrebataba la sangre a las mejillas.

—El señorito del paseo—balbució—. También me acuerdo de usted.

—Y yo de ti, niña bonita—respondió él, por decir algo.

—¿Quiere usted poner el candelero en su sitio, Borrén?—interpeló Josefina con voz aguda—. Me ha manchado usted todo el traje.

—¡Mire usted qué graciosilla es esta, hombre!—advirtió Borrén señalando a Carmela la encajera, que tenía los ojos bajos—. Algo descolorida... pero graciosa.

—¡Calle!—dijo la viuda de García...—. ¿Tú por aquí? Me llevarás mañana un pañuelo imitando Cluny....

—¡La de las puntillas!—exclamó doña Dolores—. ¡Buena pieza! Ahora las hacéis muy mal, tú y tu tía.... Ponéis hilo muy gordo.

—¡Se ve tan poco... los días son tan cortos! Y tiene una las manos frías; en hacer una cuarta de puntilla se va una mañana. Casi, descontando lo que nos cuesta el hilo, no sacamos para arrimar el puchero a la lumbre....

Entre tanto Nisita se iba abriendo camino al través de piernas y sillas, hasta acercarse a la niña de ocho años que llevaba en brazos al rorro.

—Un tiquito... un tiquito—gritaba la rubilla mirándole compadecida y embelesada—. Ámelo.

—No podrás con él—respondía desdeñosamente la niñera.

—Le oy teta—argüía Nisita haciendo el ademán correspondiente al ofrecimiento.

—¿Quién os enseñó a cantar?—preguntó a la encajera la viuda de García.

—Enseñar, nadie.... Nos reunimos nosotras. Tenemos un libro de versos.

—¿Y andáis por ahí divirtiéndoos?

—Divertir, no nos divertimos... hace frío—contestó Carmela con su voz cansada y dulce—. Es por llevar unos cuantos reales a la casa.

—¡Mamá, Osepina, Loló!—vociferaba la rubilla—. Un tiquito, un nino Quetús. Mía, mía.

Todos se volvieron y divisaron a la infeliz oruga humana, envuelta en un mantón viejísimo, con una gorra de lana morada, que aumentaba el tono de cera de su menuda faz, arrugada y marchita como la de un anciano por culpa de la mala alimentación y del desaseo. Sus ojuelos negros, muy abiertos, miraban en derredor con vago asombro, y de sus labios fluía un hilo de baba. La viuda de García, que era bonachona, lanzó una exclamación que corearon las niñas de Sobrado.

—¡Jesús... angelito de Dios... tan pequeño, por esas calles y con este día! ¿Pero qué hace su madre?

—Mi madre tiene tienda en la calle del Castillo.... Somos siete con este, y yo soy la mayor...—alegó a guisa de disculpa la que llevaba la criatura.

—¡Jesús!... ¿Pero cómo hacéis para que no llore? ¿Y si tiene hambre?

—Le meto la punta del pañuelo en la boca para que chupe.... Es muy listito, ya se entretiene mucho.

Riéronse las niñas, y Lola tomó al nene en brazos.

—¡Qué ligero!—pronunció—. ¡Si pesa más la muñeca grande de Nisita!

Pasó de mano en mano el leve fardo, hasta llegar a Josefina, que lo devolvió a la portadora muy deprisa, declarando que olía mal.

—No ven el agua ni una vez en el año—decía confidencialmente a su cuñado doña Dolores—y salen más fuertes que los nuestros. Yo, matándome, y sin poder conseguir que esa Lola se robustezca. Amparo observaba la sala, el piano de reluciente barniz, el menguado espejo, las conchas de Filipinas y aves disecadas que adornaban la consola, el juego de café con filete dorado, los trajes de las de García, el grupo imponente del sofá, y todo le parecía bello, ostentoso y distinguido, y sentíase como en su elemento, sin pizca ya de cortedad ni extrañeza.

—¿Y tú, qué haces, señorita de Rosendez?—interrogó Baltasar—. ¿Andar de calle en calle canturreando? Bonito oficio, chica; me parece a mí que tú....

—¿Y qué quiere que haga?—replicó ella.

—Encajes, como tu amiguita.

—¡Ay!, no me aprendieron.

—¿Pues qué te aprendieron , hija? ¿Coser?

—¡Bah! Tampoco. Así, unas puntaditas....

—¿Pues qué sabes tú? ¿Robar los corazones?

—Sé leer muy bien y escribir regular. Fui a la escuela, y decía el maestro que no había otra como yo. Le leo todos los días La Soberanía Nacional al barbero de enfrente.

—Pusiste una pica en Flandes. ¿No sabes más?

—Liar puros.

—¡Hola! ¿Eres cigarrera?

—Fue mi madre.

—Y tú, ¿por qué no?

—No tengo quien me meta en la Fábrica.... Hacen falta empeños.

—Pues mira este señor puede recomendarte casualmente.... Oiga usted. Borrén, ¿no es usted primo del contador de la Fábrica? Diga usted.

—¡Hombre! es cierto. Del contador no, pero de su señora.... Es murciana, somos hijos de primos hermanos.

—¡Magnífico! Dile tu nombre y tus señas, chica.

—Sí, hija... se hará lo posible, ¿eh? Por servir a una morena tan sandunguera.... Vas a valer más pesetas con el tiempo.... Hombre, ¿no repara usted Baltasar, lo que ganó desde el año pasado?

—Mucho más guapa está—declaró Baltasar.

—¿Pero estas chiquillas no cantan?—interrumpió con dureza Josefina García—. ¿Han venido aquí a hacernos tertulia? Para eso, que se larguen. No se ganan los cuartos charlando.

—¡A cantar!—contestaron resignadamente todas; y al punto redoblaron las castañuelas, repiquetearon los panderos, rechinaron las conchas, exhaló su estridente nota el triángulo de hierro, y diez voces mal concertadas entonaron un villancico:

Los pastores en Belén

Todos a juntar en leña

Para calentar al Niño

Que nació en la Noche—Buena...

Y al llegar al estribillo:

Toquen, toquen rabeles y gaitas,

Panderetas, tambores y flautas...

se armó un estrépito de dos mil diablos: chillaban y tocaban a la vez, con ambas manos, y aun hiriendo con los pies el suelo. Hasta el rorro, asustado por la bulla o desentumecido por el calor y vuelto a la conciencia de su hambre, se resolvió a tomar parte en el concierto. Las niñas de Sobrado y García, locas de regocijo, se asieron de las manos, y empezaron a bailar en rueda, con las trenzas flotantes y volanderas las enaguas. Nisita, igualitaria como nadie, cogió el parvulillo de dos años y lo metió en el corro, donde la pobre criatura hubo de danzar mal de su grado, soltando a cada paso sus holgadas babuchas. Borrén, por hacer algo, jaleó a las bailadoras. Aprovechando un momento de confusión, Lola se escurrió y volvió trayendo en la falda del vestido una mescolanza de naranjas, trozos de piñonate, almendras, bizcochos, pasas, galletas, relieves de la mesa amontonados a escape, que comenzó a distribuir con largueza y garbo. Doña Dolores saltó hecha una furia.

—Esta chiquilla está loca..., me desperdicia todo... cosas finas... ¡y para quién, vean ustedes!... ¡Con una taza de caldo que les diesen!... ¡Y el vestido... el vestido azul estropeado!

Diciendo lo cual, se aproximó disimuladamente a Lola y le apretó con ira el brazo. Baltasar intercedió una vez más: era su santo, un día en el año. Sobrado padre tartamudeó también disculpas de su hija, a quien quería entrañablemente; y Borrén, siempre obsequioso, acabó de repartir las golosinas. Carmela la encajera y Amparo rehusaron con dignidad su parte; pero la chiquillería despachó su ración atragantándose, en las mismas barbas de doña Dolores, que consumó la venganza dando por terminados los villancicos y poniendo en la escalera a músicos y danzantes.

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