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—VII— Preludios

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Tardó Chinto en aclimatarse: mucho tiempo pasó echando de menos la aldea. Dos cosas ayudaron a distraer su morriña: un amolador, que se situaba bajo los soportales de la calle de Embarcaderos, y el mar. Cuantos momentos tenía libres el paisanillo, dedicábalos a la contemplación de alguno de sus dos amores. No se cansaba jamás de ver los altibajos de la pierna del amolador, el girar sin fin de la rueda, el rápido saltar de las chispas y arenitas al contacto del metal, ni de oír el ¡rsss! del hierro cuando el asperón lo mordía. Tampoco se hartaba de mirar al mar, encontrándolo siempre distinto: unas veces ataviado con traje azul claro, otras, al amanecer, semejante a estaño en fusión; por la tarde, al ocaso, parecido a oro líquido, y de noche, envuelto en túnica verde oscura listada de plata. ¡Y cuando entraban y salían las embarcaciones! Ya era un gallardo bergantín, alzando sus dos palos y su cuadrado velamen; ya una graciosa goleta, con su cangreja desplegada, rozando las olas como una gaviota; ya un paquete, con sus alas de espuma en los talones y su corona de humo en la frente; ya un fino laúd; ya un elegante esquife; sin nombrar las lanchas pescadoras, los pesados lanchones, los galeones panzudos, los botes que volaban al golpe acompasado de los remos.... Si Chinto no fuese un animal, podría alegar en su abono que el Océano y el voltear de una rueda son imágenes apropiadas de lo infinito; pero Chinto no entendía de metafísicas.

Más adelante, al reparar en Amparo, se halló mejor en el pueblo. Si algo se burlaba de él la despabilada chiquilla, al fin era una muchacha, un rostro juvenil, una voz fresca y sonora. Entre el señor Rosendo y su triste laconismo; la tullida y su tiranía doméstica; Pepa la comadrona, que lo asustaba de puro gorda, y lo crucificaba a chistes, o Amparo, desde luego se declararon por esta sus simpatías. Todas las tardes, con el cilindro de hojalata terciado al hombro, iba a buscarla a la salida de la Fábrica. Esperaba rodeado de madres que aguardaban a sus hijas, de niños que llevaban la comida a sus madres, de gente pobre, que rara vez hacía gasto de barquillos, como no fuese por la exorbitante cantidad de un octavo o un cuarto. No obstante, Chinto no faltaba un solo día a su puesto.

Algo variado en su exterior estaba el aprendiz. Patizambo como siempre, era en sus movimientos menos brutal. La vida ciudadana le había enseñado que un cuerpo humano no puede tomarse todo el espacio por suyo, antes necesita ceñirse a que otros cuerpos transiten por los mismos lugares que él. Chinto dejaba, pues, más hueco, se recogía, no se balanceaba tanto. La blusa de cutí azul dibujaba sus recias espaldas, descubriendo cuello y manos morenas; ancho sombrerón de detestable fieltro gris honraba su cabeza, monda y lironda ya por obra y gracia del barbero.

Una hermosa tarde estival aguardaba a Amparo muy ufano, porque en los bolsillos de la blusa le traía melocotones, adquiridos en la plaza con sus ahorros. Como un cuarto de hora llevaban de ir saliendo las operarias ya, y la hija del barquillero sin aparecer. Gran animación a la puerta, donde se estableciera un mercadillo; no faltaba el puesto de cintas, dedales, hilos, alfileres y agujas; pero lo dominante era el marisco, cestas llenas de mejillones cocidos ya, esmaltados de negro y naranja; de erizos verdosos y cubiertos de púas, de percebes arracimados y correosos, de argentadas sardinas, y de mil menudos frutos de mar, bocinas, lapas, almejas, calamares que dejaban pender sus esparcidos tentáculos como patas de arañas muertas. Semejante cuadro, cuyo fondo era un trozo de mar sereno, un muelle de piedras desiguales, una ribera peñascosa, tenía mucho de paisaje napolitano, completando la analogía los trajes y actitudes de los pescadores que no muy lejos tendían al sol redes para secarlas. De pie, en el umbral del patio, un ciego se mantenía inmóvil, muerta la cara, mal afeitadas las barbas que le azuleaban las mejillas, lacio y en trova el grasiento pelo, tendiendo un sombrero abollado, donde llovían cuartos y mendrugos en abundancia.

Miraba Chinto a la bahía con la boca abierta, y cuando al fin salió Amparo, no pudo verla: ella en cambio le divisó desde lejos, y veloz como una saeta, varió de rumbo, tomando por la insigne calle del Sol, que componen media docena de casas gibosas y dos tapias coronadas de hierba y alelíes silvestres. Corrió hasta alcanzar el camino del Crucero, y dejándolo a un lado, atravesó a la carretera y a la cuesta de San Hilario, donde refrenó el paso creyéndose en salvo ya. ¡También era manía la del zopenco aquel, de no dejarla a sol ni a sombra, y darle escolta todas las tardes! ¡Y como su compañía era tan divertida, y como él hablaba tan graciosamente, que no parece sino que tenía la boca llena de engrudo, según se le pegaban las palabras a la lengua! Así discurría Amparo, mientras bajaba hacia la Puerta del Castillo, defendida todavía, como in illo tempore , por su puente levadizo y sus cadenas rechinantes.

Al propio tiempo subían unas señoras, con las cuales se cruzó la cigarrera. Iban casi en orden hierático; delante las niñas de corto, entre quienes descollaba Nisita, ya espigada, provista de una gran pelota; luego el grupo de las casaderas, Josefina García, Lola Sobrado, luciendo sus mantillas y sus colas recientes; los flancos de este pelotón los reforzaban Baltasar y Borrén, y como Baltasar no se había de poner al ladito de su hermana, tocábale ir cerca de Josefina. Cerraban la marcha la viuda de García y doña Dolores, ésta carilarga y erisipelatosa de cutis, la viuda sin tocas ni lutos, antes muy empavesada de colores alegres.

Los destellos del sol poniente, muriendo en las aguas de la bahía, alumbraron a un tiempo a Baltasar y a Amparo, haciendo que mutuamente se viesen y se mirasen. El mancebo, con su bigote blondo, su pelo rubio, su tez delicada y sanguínea, el brillo de sus galones que detenían los últimos fulgores del astro, parecía de oro; y la muchacha, morena, de rojos labios, con su pañuelo de seda carmesí, y las olas encendidas que servían de marco a su figura, semejaba hecha de fuego. Ambos se miraron en un instante, instante muy largo, durante el cual se creyeron envueltos en la irradiación de una atmósfera de luz, calor y vida. Al dejar de contemplarse, fuese que el esplendor del ocaso es breve y se extingue luego, fuese por otras causas íntimas y psicológicas, imaginaron que sentían un hálito frío y que empezaba a anochecer. Oyose la palabra ronca de Borrén el inaguantable.

—¿La has visto?

—¿A quién?—balbució el teniente Baltasar, que fingía considerar con suma atención la punta de sus botas, por no encontrarse con la ojeada investigadora de Josefina.

—¿A la chiquilla del barquillero... a la cigarrera?

—¿Cuál? ¿Era esa que pasaba?—contestó al fin aceptando la situación.

—Sí, hombre, ésa.... ¿Qué tal? ¿Tengo buen ojo?

—Yo también la conocí—pronunció Josefina, cuya voz de tiple ascendía al tono sobreagudo.

—A mí no me ha saludado...—añadió Borrén—. No me conoció tal vez... y eso que yo la metí en la Granera... yo la recomendé. ¡Bien dije siempre que había de ser una chica preciosa! Lo que es de otra cosa no entenderé, hombre; pero de ese género.... ¿Qué les pareció a ustedes?

—¿A mí?—murmuró Josefina entre dientes y con agresivo silbido de vocales—. No me pregunte usted, Borrén.... Esas mujeres ordinarias me parecen todas iguales, cortadas por el mismo patrón. Morena... muy basta.

—¡Ave María, Josefina!—dijo escandalizada Lola Sobrado—. No tuviste tiempo de verla: es hermosa y reúne mucha gracia. Fíjate otra vez en ella... si vuelve a pasar, te daré al codo.

—No te molestes... no merece la pena; es el tipo de una cocinera como todas las de su especie.

Baltasar hallaba incómoda la conversación y buscaba un pretexto para cambiarla. Atravesaban por delante de un campo cubierto de hierba marchita, especie de landa estéril cercada por lienzos de muralla de las fortificaciones. Había allí una parada de borricos de alquiler, que aguardaban pacíficamente, con las orejas gachas, a sus acostumbrados parroquianos, mientras los burreros y espoliques, sentados en el malecón, jugaban con sus varas, departían amigablemente, y picando con la uña un cigarro de a cuarto, abrumaban a ofrecimientos a los transeúntes.

—¿Un burro, señorito? ¿Un burro precioso? ¿Un burro mejor que los caballos? ¿Vamos a Aldeaparda? ¿Vamos a la Erbeda?

Acercose Baltasar a las niñas de corto, y dijo a Nisita:

—¿Una vuelta por el campo?

A la chiquilla se la encandilaron los ojos, y soltando la pelota, echó los brazos al teniente con sonrisa zalamera. Baltasar la aupó, colocándola sobre los lomos de un asnillo, que aún tenía puestas jamugas de dorados clavos. Y tomando la vara de manos del alquilador, comenzó a arrear... «¡Arre, burro!, ¡arre!, ¡arre!, ¡arre!, ¡arre!».

Amparo, al llegar a la entrada de las Filas , sintió detrás de sí una respiración anhelosa y como el trotar de una acosada alimaña montés, y casi al mismo tiempo emparejó con ella Chinto, sudoroso y jadeante. La perseguida se volvió desdeñosamente, fulminando al perseguidor una mirada de despide—huéspedes.

—¿Para qué corres así, majadero?—díjole en desabrido tono—. ¿Si creerás que me escapo? Cuidado que....

—Allí...—contestó él echando los bofes, tal era su sobrealiento...—allí... porque no te vinieses sin compaña... allí... ¡yo me entretuve con el vapor de la Habana, que salía... más bonito, conchas!, ¡humo que echaba! ¿Por dónde viniste que no te vi?

—Por donde me dio la gana, ¡repelo! Y ya te aviso que no me vuelvas a pudrir la sangre con tus compañías.... ¿Soy yo aquí alguna niña pequeña? Anda a vender barquillos, que ahí en el paseo hay quien compre, y en la Fábrica maldito si sacas un real en toda la tarde....

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