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Capítulo 28
ОглавлениеEl Cisne ha dejado su lago natal o mejor dicho, su charca: ha cruzado el Atlántico en alas del vapor. ¿Volverá algún día? ¿Regresará con el rostro amarillento, el hígado estropeado, con algunos miles de duros en letras, guardados en la cartera, a concluir sus días donde los empezó, así como el buque desvencijado por las tempestades viene a recibir la última carena en el astillero en que fue construido? ¿Le sorprenderá a la entrada del continente joven ese temeroso mal antillano, verdugo de los íberos que tratan de emular a Colón conquistando a América, el vómito negro? ¿Se quedará por las zonas tropicales arrastrando coche, unido en matrimonial vínculo con alguna criolla? ¿Llegará a presidir cualquiera de esas repúblicas minúsculas, donde los doctores son generales y los generales doctores? ¿Se curarán sus melancolías al salitroso beso del aura marina, al contacto de tierras vírgenes, al duro acicate de la necesidad que, empujándole a la lucha, le dirá: trabaja?
Acaso algún día narrará la historia las metamorfosis del Cisne, su odisea y sus vicisitudes; sólo que es necesario que corran los años, pues aún fue ayer, como si dijéramos, cuando salió de Vilamorta Segundo García, dejando a la maestra de escuela hecha un mar de lágrimas. Y esto de la maestra es el único cabo suelto de la crónica del Cisne que en la actualidad podemos recoger.
Mucho dio que hablar Leocadia en Vilamorta. Estaba enferma, según unos; según otros, arruinada; y según bastantes, no muy cabal de juicio. Viéronla rondar la casa de Segundo varias noches, durante la enfermedad del poeta; se aseguraba que había vendido sus bienes, y que tenía su casita hipoteca da a Clodio Genday; pero lo más extraño de todo, lo que acerbamente se censuraba, era el abandono en que dejaba a su hijo, después de haberlo cuidado y mimado tanto de pequeño, no yendo a verle ni un solo día a Orense, al paso que la vieja Flores iba sin cesar y a cada paso daba peores nuevas del chiquillo: que se consumía, que echaba sangre por la boca, que se moría de tristeza… que no duraría un mes… Leocadia, al oírlo, dejaba caer la barba sobre el pecho, y algunas veces se movían convulsivamente sus hombros, como si sollozase… Por lo demás, solía aparecer tranquila, aunque muy callada, y sin la actividad habitual en ella. Ayudaba a Flores en la cocina, atendía a las niñas de la escuela, barría, todo lo mismo que un autómata, y Flores, que la espiaba cruelmente para tomar nota de sus distracciones, se complacía en gritarle:
—Mujer, has dejado sucio este lado de la sartén… Mujer, no has cosido el roto de la saya… Mujer, ¿en qué piensas? Hoy voy a Orense; tienes tú que cuidar del puchero…
A fines del verano, Clodio pidió los réditos de su empréstito, y Leocadia no pudo pagarlos; por lo cual se le anunció que el acreedor estaba en su derecho al reclamar la finca previos los trámites legales. Fue aquel un golpe terrible para Leocadia.
Acontece a veces que un prisionero, insigne personaje, rey quizá, confinado por reveses de la suerte en estrecha mazmorra, despojado de sus grandezas, privado de cuanto constituía su dicha, pasa años sobrellevando con resignación sus males, aunque abatido, sereno… Y si un día, por un refinamiento de crueldad de los carceleros, se le quita a ese resignado preso un dije, un objeto, una fruslería con la cual llegó a encariñarse… el dolor contenido se desborda y sobrevienen los extremos de la desesperación. Algo parecido le sucedió a Leocadia, cuando supo que era preciso abandonar para siempre aquella casita amada, donde había pasado con Segundo horas únicas en su existencia; aquella casita dirigida por ella, reconstruida con sus ahorros; aquella casita limpia y primorosa ayer, todo su orgullo…
Flores la oyó muchas noches llorar a gritos; pero cuando alguna vez, movida a compasión involuntaria, entró la vieja a preguntarle qué sucedía, o si quería algo, Leocadia tapándose con la ropa solía responderle en voz sorda: —No tengo nada… mujer, déjame dormir… ¡Ni dormir me dejas!
Mostró aquellos días gran versatilidad e hizo mil planes; habló de irse a vivir a Orense, dejando la escuela y poniéndose a coser en casa; habló también de aceptar las proposiciones de Clodio Genday, que habiendo despedido a su criadita moza, no se sabe por qué, ofrecía a Leocadia tomarla de ama de llaves, con lo cual se quedaría en su propio domicilio, eliminando por supuesto a Flores. Todas estas resoluciones duraron breve tiempo, y fueron desechadas para adoptar otras no menos efímeras; y con la serie de proyectos y cambios, el tiempo se apresuraba y Leocadia se hallaría pronto sin asilo.
Un día de feria salió Leocadia a comprar diversas cosas que Flores necesitaba urgentemente: entre otras, un cedazo y una chocolatera nueva, porque la suya estaba ya inservible. El vaivén del gentío, los empujones de los vendedores, la luz clara del sol otoñal, le mareaban un tanto la cabeza, débil con las vigilias, con el poco comer y el mucho sufrir. Parose delante del puesto en que se vendían los cedazos. Era una especie de cajón de sastre, y allí se feriaban mil baratijas, cachivaches indispensables, como molinillos, sartenes, cazos, jeringas, aparatos de petróleo, y en una esquina, dos mercancías muy solicitadas del público en aquel país, consistentes en unos papelitos color de rosa claro, y blandos como el papel de estraza, y unos polvos blancuzcos, de un blanco sospechoso, parecidos a averiada harina. Leocadia fijó sus ojos en ellos, y al punto la vendedora, creyendo que los deseaba, empezó a ponderarle sus cualidades, explicándole que los retacitos rosa, humedecidos y puestos en un plato, no dejaban mosca que allí no feneciese, y que los polvos blancos eran séneca para matar ratones, dándosela en ciertas bolitas de queso bien preparadas… Como Leocadia le pidiese tanto así de los polvos, preguntándole cuánto costaban, la mujer alardeó de generosa, y cogiendo con una espátula un buen puñado de polvitos se lo entregó envuelto en un papel, por no sé qué friolera de cuartos. Poco, en efecto, valía la droga, común en el país, donde el arsénico, nativo abunda en los espatos calizos que forman una de las vertientes del Avieiro, y el ácido arsenioso, el matarratones, se vende libremente, más que en la botica, en las ferias. La maestra se guardó sus polvos, compró por deferencia media docena de papelitos rosas, y al volver a su casa, entregó puntualmente a Flores los objetos encargados.
Flores notó que después de comer se encerraba Leocadia en su dormitorio, donde la oyó hablar alto, como si rezase. Habituada a sus rarezas no lo extrañó. Terminado el rezo, la maestra salió al balcón, y estuvo un largo rato mirando los tiestos; pasó a la sala y contempló otra buena pieza el sofá, las sillas, la mesita, los lugares que recordaban su historia. En seguida la vio Flores penetrar en la cocina… La vieja aseguraba después —¿pero en tales casos, quién renuncia a preciarse de zahorí?— que ya le llamó a ella la atención aquel modo de entrar…
—¿Tienes ahí agua fresca?
—Sí, mujer.
—Dame un vasito.
Flores declaraba que al coger el vaso, la mano de la maestra temblaba como si tuviese alferecía; y lo más singular fue que, no llevando el vaso azúcar, Leocadia cogió una cuchara de boj y la metió dentro…
Sin embargo, hasta de allí a una hora u hora y media, no oyó Flores a Leocadia gemir… Se coló en el cuarto y la vio sobre la cama, con un color que ponía miedo; violentas náuseas levantaban su pecho acongojado, y tras de las náuseas y las arcadas y los convulsivos esfuerzos para vomitar, un frío sudor inundaba la frente de la enferma y se quedaba sin movimiento ni voz… Flores, espantada, salió corriendo en busca de don Fermín. Que se apurase, que esto no era de broma… Cuando vino don Fermín todo sofocado y preguntó:
—¿Pero vamos a ver, Leocadia, qué es esto? ¿Qué tiene, mujer?, ¿qué tiene?
Ella, entreabriendo sus dilatados ojos, murmuró:
—Nada, don Fermín… Nada.
A la cabecera de la cama estaba el vaso, sin agua ya, pero con una capa de polvos blancos adheridos al fondo y raspados a trechos por la cucharilla, pues el agua no había podido disolverlos y la maestra no quería dejarlos allí…
Conviene que también en esta ocasión declaremos que el insigne Tropiezo no dio ninguno en el expedito camino del tratamiento de tan sencillo caso. Ya había reñido Tropiezo algunas batallas más con aquella vulgar sustancia tóxica, y conocía sus mañas: acudió sin vacilar a los enérgicos vomitivos, al emético, al aceite… Sólo que el veneno, más listo que él, había pasado ya a la circulación, y corría por las venas de la maestra, helándolas… Cuando las náuseas y los vómitos cesaron, sobre la mortal palidez de Leocadia asomaron unas manchillas rojas, una erupción semejante a la escarlatina… Duró este síntoma hasta que vino la muerte a desatar aquel triste espíritu y emanciparlo de sus padecimientos, que fue al amanecer.
Poco antes de expirar, en un momento de calma, Leocadia hizo una señal a Flores, y le dijo al oído:
—Dame palabra… que no lo sabrá el chiquillo, ¿eh?… ¡Por el alma de tu madre no le digas… no le digas el modo de mi muerte!
Pocos días después, defendíase Tropiezo en la tertulia de Agonde, en la cual, por gusto de hacerle rabiar, le achacaban la desgracia de la maestra.
—Una, que me llamaron tarde, muy tarde, cuando ya la mujer estaba casi en la agonía… Otra, señores, que se tomó una cantidad de arsénico, que ni era tanta que la pudiese arrojar, ni tan poca que le produjese un coliquito y quedase despachada… Si tomase más, era más fácil gobernarlo, señores. En lo que no estuve muy acertado fue en no llamar antes al cura… Lo hice con buena intención, por no asustarla, y por si la íbamos sacando adelante… Cuando le pusieron la extrema, ya no daba a pie ni a pierna…
—¡De modo, murmuró malignamente Agonde, que con usted, o el cuerpo o el alma no se libran de un tropiezo!
Celebró la tertulia el dicho, y hubo chanzas fúnebres y frases compasivas. Clodio Genday, el acreedor de la difunta, se agitaba en el asiento. ¡Qué conversación más tonta! ¡Hablar de cosas alegres, canario!
Se habló, en efecto, de cosas alegres y satisfactorias: el señorito de Romero había ofrecido poner en Vilamorta estación telegráfica; y también se decía mucho en los papeles que la importancia vitícola del Borde reclamaba un ramal de ferrocarril, y pronto vendrían los ingenieros a estudiarlo.
La Coruña, septiembre de 1884
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