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—II—

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Era noche cerrada, sin luna, cuando desembocaron en el soto, tras del cual se eleva la ancha mole de los Pazos de Ulloa. No consentía la oscuridad distinguir más que sus imponentes proporciones, escondiéndose las líneas y detalles en la negrura del ambiente. Ninguna luz brillaba en el vasto edificio, y la gran puerta central parecía cerrada a piedra y lodo. Dirigióse el marqués a un postigo lateral, muy bajo, donde al punto apareció una mujer corpulenta, alumbrando con un candil. Después de cruzar corredores sombríos, penetraron todos en una especie de sótano con piso terrizo y bóveda de piedra, que, a juzgar por las hileras de cubas adosadas a sus paredes, debía ser bodega; y desde allí llegaron presto a la espaciosa cocina, alumbrada por la claridad del fuego que ardía en el hogar, consumiendo lo que se llama arcaicamente un mediano monte de leña y no es sino varios gruesos cepos de roble, avivados, de tiempo en tiempo, con rama menuda. Adornaban la elevada campana de la chimenea ristras de chorizos y morcillas, con algún jamón de añadidura, y a un lado y a otro sendos bancos brindaban asiento cómodo para calentarse oyendo hervir el negro pote , que, pendiente de los llares, ofrecía a los ósculos de la llama su insensible vientre de hierro.

A tiempo que la comitiva entraba en la cocina, hallábase acurrucada junto al pote una vieja, que sólo pudo Julián Álvarez distinguir un instante—con greñas blancas y rudas como cerro que le caían sobre los ojos, y cara rojiza al reflejo del fuego—, pues no bien advirtió que venía gente, levantóse más aprisa de lo que permitían sus años, y murmurando en voz quejumbrosa y humilde: «Buenas nochiñas nos dé Dios», se desvaneció como una sombra, sin que nadie pudiese notar por dónde. El marqués se encaró con la moza.

—¿No tengo dicho que no quiero aquí pendones?

Y ella contestó apaciblemente, colgando el candil en la pilastra de la chimenea:

—No hacía mal..., me ayudaba a pelar castañas.

Tal vez iba el marqués a echar la casa abajo, si Primitivo, con mayor imperio y enojo que su amo mismo, no terciase en la cuestión, reprendiendo a la muchacha.

—¿Qué estás parolando ahí...? Mejor te fuera tener la comida lista. ¿A ver cómo nos la das corriendito? Menéate, despabílate.

En el esconce de la cocina, una mesa de roble denegrida por el uso mostraba extendido un mantel grosero, manchado de vino y grasa. Primitivo, después de soltar en un rincón la escopeta, vaciaba su morral, del cual salieron dos perdigones y una liebre muerta, con los ojos empañados y el pelaje maculado de sangraza. Apartó la muchacha el botín a un lado, y fue colocando platos de peltre, cubiertos de antigua y maciza plata, un mollete enorme en el centro de la mesa y un jarro de vino proporcionado al pan; luego se dio prisa a revolver y destapar tarteras, y tomó del vasar una sopera magna. De nuevo la increpó airadamente el marqués.

—¿Y los perros, vamos a ver? ¿Y los perros?

Como si también los perros comprendiesen su derecho a ser atendidos antes que nadie, acudieron desde el rincón más oscuro, y olvidando el cansancio, exhalaban famélicos bostezos, meneando la cola y levantando el partido hocico. Julián creyó al pronto que se había aumentado el número de canes, tres antes y cuatro ahora; pero al entrar el grupo canino en el círculo de viva luz que proyectaba el fuego, advirtió que lo que tomaba por otro perro no era sino un rapazuelo de tres a cuatro años, cuyo vestido, compuesto de chaquetón acastañado y calzones de blanca estopa, podía desde lejos equivocarse con la piel bicolor de los perdigueros, en quienes parecía vivir el chiquillo en la mejor inteligencia y más estrecha fraternidad. Primitivo y la moza disponían en cubetas de palo el festín de los animales, entresacado de lo mejor y más grueso del pote; y el marqués—que vigilaba la operación—, no dándose por satisfecho, escudriñó con una cuchara de hierro las profundidades del caldo, hasta sacar a luz tres gruesas tajadas de cerdo, que fue distribuyendo en las cubetas. Lanzaban los perros alaridos entrecortados, de interrogación y deseo, sin atreverse aún a tomar posesión de la pitanza; a una voz de Primitivo, sumieron de golpe el hocico en ella, oyéndose el batir de sus apresuradas mandíbulas y el chasqueo de su lengua glotona. El chiquillo gateaba por entre las patas de los perdigueros, que, convertidos en fieras por el primer impulso del hambre no saciada todavía, le miraban de reojo, regañando los dientes y exhalando ronquidos amenazadores: de pronto la criatura, incitada por el tasajo que sobrenadaba en la cubeta de la perra Chula, tendió la mano para cogerlo, y la perra, torciendo la cabeza, lanzó una feroz dentellada, que por fortuna sólo alcanzó la manga del chico, obligándole a refugiarse más que de prisa, asustado y lloriqueando, entre las sayas de la moza, ya ocupada en servir caldo a los racionales. Julián, que empezaba a descalzarse los guantes, se compadeció del chiquillo, y, bajándose, le tomó en brazos, pudiendo ver que a pesar del mugre, la roña, el miedo y el llanto, era el más hermoso angelote del mundo.

—¡Pobre!—murmuró cariñosamente—. ¿Te ha mordido la perra? ¿Te hizo sangre? ¿Dónde te duele, me lo dices? Calla, que vamos a reñirle a la perra nosotros. ¡Pícara, malvada!

Reparó el capellán que estas palabras suyas produjeron singular efecto en el marqués. Se contrajo su fisonomía: sus cejas se fruncieron, y arrancándole a Julián el chiquillo, con brusco movimiento le sentó en sus rodillas, palpándole las manos, a ver si las tenía mordidas o lastimadas. Seguro ya de que sólo el chaquetón había padecido, soltó la risa.

—¡Farsante!—gritó—. Ni siquiera te ha tocado la Chula. ¿Y tú, para qué vas a meterte con ella? Un día te come media nalga, y después lagrimitas. ¡A callarse y a reírse ahora mismo! ¿En qué se conocen los valientes?

Diciendo así, colmaba de vino su vaso, y se lo presentaba al niño que, cogiéndolo sin vacilar, lo apuró de un sorbo. El marqués aplaudió:

—¡Retebién! ¡Viva la gente templada!

—No, lo que es el rapaz... el rapaz sale de punta—murmuró el abad de Ulloa.

—¿Y no le hará daño tanto vino?—objetó Julián, que sería incapaz de bebérselo él.

—¡Daño! ¡Sí, buen daño nos dé Dios!—respondió el marqués, con no sé qué inflexiones de orgullo en el acento—. Déle usted otros tres, y ya verá.... ¿Quiere usted que hagamos la prueba?

—Los chupa, los chupa—afirmó el abad.

—No señor; no señor.... Es capaz de morirse el pequeño.... He oído que el vino es un veneno para las criaturas.... Lo que tendrá será hambre.

—Sabel, que coma el chiquillo—ordenó imperiosamente el marqués, dirigiéndose a la criada.

Ésta, silenciosa e inmóvil durante la anterior escena, sacó un repleto cuenco de caldo, y el niño fue a sentarse en el borde del lar, para engullirlo sosegadamente.

En la mesa, los comensales mascaban con buen ánimo. Al caldo, espeso y harinoso, siguió un cocido sólido, donde abundaba el puerco: los días de caza, el imprescindible puchero se tomaba de noche, pues al monte no había medio de llevarlo. Una fuente de chorizos y huevos fritos desencadenó la sed, ya alborotada con la sal del cerdo. El marqués dio al codo a Primitivo.

—Tráenos un par de botellitas.... De el del año 59.

Y volviéndose hacia Julián, dijo muy obsequioso:

—Va usted a beber del mejor tostado que por aquí se produce.... Es de la casa de Molende: se corre que tienen un secreto para que, sin perder el gusto de la pasa, empalague menos y se parezca al mejor jerez.... Cuanto más va, más gana: no es como los de otras bodegas, que se vuelven azúcar.

—Es cosa de gusto—aseveró el abad, rebañando con una miga de pan lo que restaba de yema en su plato.

—Yo—declaró tímidamente Julián—poco entiendo de vinos.... Casi no bebo sino agua.

Y al ver brillar bajo las cejas hirsutas del abad una mirada compasiva de puro desdeñosa, rectificó:

—Es decir... con el café, ciertos días señalados, no me disgusta el anisete.

—El vino alegra el corazón.... El que no bebe, no es hombre—pronunció el abad sentenciosamente.

Primitivo volvía ya de su excursión, empuñando en cada mano una botella cubierta de polvo y telarañas. A falta de tirabuzón, se descorcharon con un cuchillo, y a un tiempo se llenaron los vasos chicos traídos ad hoc . Primitivo empinaba el codo con sumo desparpajo, bromeando con el abad y el señorito. Sabel, por su parte, a medida que el banquete se prolongaba y el licor calentaba las cabezas, servía con familiaridad mayor, apoyándose en la mesa para reír algún chiste, de los que hacían bajar los ojos a Julián, bisoño en materia de sobremesas de cazadores. Lo cierto es que Julián bajaba la vista, no tanto por lo que oía, como por no ver a Sabel, cuyo aspecto, desde el primer instante, le había desagradado de extraño modo, a pesar o quizás a causa de que Sabel era un buen pedazo de lozanísima carne. Sus ojos azules, húmedos y sumisos, su color animado, su pelo castaño que se rizaba en conchas paralelas y caía en dos trenzas hasta más abajo del talle, embellecían mucho a la muchacha y disimulaban sus defectos, lo pomuloso de su cara, lo tozudo y bajo de su frente, lo sensual de su respingada y abierta nariz. Por no mirar a Sabel, Julián se fijaba en el chiquillo, que envalentonado con aquella ojeada simpática, fue poco a poco deslizándose hasta llegar a introducirse entre las rodillas del capellán. Instalado allí, alzó su cara desvergonzada y risueña, y tirando a Julián del chaleco, murmuró en tono suplicante:

—¿Me lo da?

Todo el mundo se reía a carcajadas: el capellán no comprendía.

—¿Qué pide?—preguntó.

—¿Qué ha de pedir?—respondió el marqués festivamente—. ¡El vino, hombre! ¡El vaso de tostado!

—¡ Mama !—exclamó el abad.

Antes de que Julián se resolviese a dar al niño su vaso casi lleno, el marqués había aupado al mocoso, que sería realmente una preciosidad a no estar tan sucio. Parecíase a Sabel, y aún se le aventajaba en la claridad y alegría de sus ojos celestes, en lo abundante del pelo ensortijado, y especialmente en el correcto diseño de las facciones. Sus manitas, morenas y hoyosas, se tendían hacia el vino color de topacio; el marqués se lo acercó a la boca, divirtiéndose un rato en quitárselo cuando ya el rapaz creía ser dueño de él. Por fin consiguió el niño atrapar el vaso, y en un decir Jesús trasegó el contenido, relamiéndose.

—¡Éste no se anda con requisitos!—exclamó el abad.

—¡Quiá!—confirmó el marqués—. ¡Si es un veterano! ¿A que te zampas otro vaso, Perucho?

Las pupilas del angelote rechispeaban; sus mejillas despedían lumbre, y dilataba la clásica naricilla con inocente concupiscencia de Baco niño. El abad, guiñando picarescamente el ojo izquierdo, escancióle otro vaso, que él tomó a dos manos y se embocó sin perder gota; en seguida soltó la risa; y, antes de acabar el redoble de su carcajada báquica, dejó caer la cabeza, muy descolorido, en el pecho del marqués.

—¿Lo ven ustedes?—gritó Julián angustiadísimo—. Es muy chiquito para beber así, y va a ponerse malo. Estas cosas no son para criaturas.

—¡Bah!—intervino Primitivo—. ¿Piensa que el rapaz no puede con lo que tiene dentro? ¡Con eso y con otro tanto! Y si no verá.

A su vez tomó en brazos al niño y, mojando en agua fresca los dedos, se los pasó por las sienes. Perucho abrió los párpados y miró alrededor con asombro, y su cara se sonroseó.

—¿Qué tal?—le preguntó Primitivo—. ¿Hay ánimos para otra pinguita de tostado?

Volvióse Perucho hacia la botella y luego, como instintivamente, dijo que no con la cabeza, sacudiendo la poblada zalea de sus rizos. No era Primitivo hombre de darse por vencido tan fácilmente: sepultó la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una moneda de cobre.

—De ese modo...—refunfuñó el abad.

—No seas bárbaro, Primitivo—murmuró el marqués entre placentero y grave.

—¡Por Dios y por la Virgen!—imploró Julián—. ¡Van a matar a esa criatura! Hombre, no se empeñe en emborrachar al niño: es un pecado, un pecado tan grande como otro cualquiera. ¡No se pueden presenciar ciertas cosas!

Al protestar, Julián se había incorporado, encendido de indignación, echando a un lado su mansedumbre y timidez congénita. Primitivo, de pie también, mas sin soltar a Perucho, miró al capellán fría y socarronamente, con el desdén de los tenaces por los que se exaltan un momento. Y metiendo en la mano del niño la moneda de cobre y entre sus labios la botella destapada y terciada aún de vino, la inclinó, la mantuvo así hasta que todo el licor pasó al estómago de Perucho. Retirada la botella, los ojos del niño se cerraron, se aflojaron sus brazos, y no ya descolorido, sino con la palidez de la muerte en el rostro, hubiera caído redondo sobre la mesa, a no sostenerlo Primitivo. El marqués, un tanto serio, empezó a inundar de agua fría la frente y los pulsos del niño; Sabel se acercó, y ayudó también a la aspersión; todo inútil: lo que es por esta vez, Perucho la tenía .

—Como un pellejo—gruñó el abad.

—Como una cuba—murmuró el marqués—. A la cama con él en seguida. Que duerma y mañana estará más fresco que una lechuga. Esto no es nada.

Sabel se alejó cargada con el niño, cuyas piernas se balanceaban inertes, a cada movimiento de su madre. La cena se acabó menos bulliciosa de lo que empezara: Primitivo hablaba poco, y Julián había enmudecido por completo. Cuando terminó el convite y se pensó en dormir, reapareció Sabel armada de un velón de aceite, de tres mecheros, con el cual fue alumbrando por la ancha escalera de piedra que conducía al piso alto, y ascendía a la torre en rápido caracol. Era grande la habitación destinada a Julián, y la luz del velón apenas disipaba las tinieblas, de entre las cuales no se destacaba más que la blancura del lecho. A la puerta del cuarto se despidió el marqués, deseándole buenas noches y añadiendo con brusca cordialidad:

—Mañana tendrá usted su equipaje.... Ya irán a Cebre por él.... Ea, descansar, mientras yo echo de casa al abad de Ulloa.... Está un poco.... ¿eh? ¡Dificulto que no se caiga en el camino y no pase la noche al abrigo de un vallado!

Solo ya, sacó Julián de entre la camisa y el chaleco una estampa grabada, con marco de lentejuela, que representaba a la Virgen del Carmen, y la colocó de pie sobre la mesa donde Sabel acababa de depositar el velón. Arrodillóse, y rezó la media corona, contando por los dedos de la mano cada diez. Pero el molimiento del cuerpo le hacía apetecer las gruesas y frescas sábanas, y omitió la letanía, los actos de fe y algún padrenuestro. Desnudóse honestamente, colocando la ropa en una silla a medida que se la quitaba, y apagó el velón antes de echarse. Entonces empezaron a danzar en su fantasía los sucesos todos de la jornada: el caballejo que estuvo a punto de hacerle besar el suelo, la cruz negra que le causó escalofríos, pero sobre todo la cena, la bulla, el niño borracho. Juzgando a las gentes con quienes había trabado conocimiento en pocas horas, se le figuraba Sabel provocativa, Primitivo insolente, el abad de Ulloa sobrado bebedor y nimiamente amigo de la caza, los perros excesivamente atendidos, y en cuanto al marqués.... En cuanto al marqués, Julián recordaba unas palabras del señor de la Lage:

—Encontrará usted a mi sobrino bastante adocenado.... La aldea, cuando se cría uno en ella y no sale de allí jamás, envilece, empobrece y embrutece.

Y casi al punto mismo en que acudió a su memoria tan severo dictamen, arrepintióse el capellán, sintiendo cierta penosa inquietud que no podía vencer. ¿Quién le mandaba formar juicios temerarios? Él venía allí para decir misa y ayudar al marqués en la administración, no para fallar acerca de su conducta y su carácter.... Con que... a dormir...

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa

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