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1. La batalla del buen cine

¿Por qué no podemos ver en Lima, ahora, películas como Rashomon y Ladrones de Bicicletas?

Hace poco esta pregunta fue común denominador de un grupo en el que había un arquitecto, un abogado, un próspero industrial, un gerente de ventas, un periodista, un propagandista, un agricultor, un médico y sus respectivas esposas.

Compartimos algo: amor por el buen cine. Además, eran personas decididas, de empresa. Pusieron manos a la obra de inmediato para encontrar una propuesta y convertirla en acción. Desgraciadamente, su primer descubrimiento fue que, en Lima, las películas no son inmortales.

Las firmas de exhibidoras locales están obligadas, por contrato, a quemar las copias de los filmes que importan, cinco o seis años después de su estreno.

Entre las obras maestras que habían perecido entre las llamas, figuraban las dos cintas mencionadas al comienzo.

Pero las dificultades crean las decisiones. Y la decisión en este caso, fue, no solo satisfacer la necesidad estética de ver nuevamente, o por primera vez, las mejores realizaciones de la cinematografía mundial, sino hacerlo mediante la creación de un organismo que ofreciera funciones públicas de estos filmes, y que fuera capaz de crear una cinemateca peruana.

Así nació la Asociación Cultural Cinematográfica, rodeada por el pesimismo de los que creen conocer las preferencias del público.

“No van a tener un alma en el cine”. “Nadie quiere ver esas películas”. “No pierdan su tiempo”. Esa fue la música de fondo del proyecto. Pero, tratándose de un proyecto cinematográfico, necesitaba música de fondo.

Y comenzó la batalla. Felizmente hubo aliados valiosos. El alcalde de Miraflores ofreció todo su apoyo siempre que la primera parte del proyecto, es decir, las funciones inmediatas, se ofrecieran en dicho balneario.

Se habló con la administradora del cine Leuro, que abrió sus puertas. Se hicieron gestiones con las firmas distribuidoras, y se encontró amplia y comprensiva colaboración. Es decir, el pesimismo, hasta el momento, era solo un proyecto imaginativo. Todos querían colaborar.

Faltaban dos detalles esenciales: programar y comprobar el resultado ante el público. Luego de pocos cambios de ideas, se afirmó un postulado: el fin de la Asociación es ofrecer al público las mejores películas en cuanto a calidad artística y técnica se refiere, sin tomar en cuenta fracasos anteriores de esas mismas películas por falta de público.

Una película rusa, premiada en las Naciones Unidas, abrió los fuegos. La casa en que vivo estuvo muy poco tiempo en cartelera cuando se estrenó, pero se trataba de una realización estupenda. Resultado: lleno completo en el cine Leuro el martes por la noche.

Los apóstoles del derrotismo alegaron que así comienza todo, pero que después…

El segundo filme programado fue Raíces. Aquí sí se trataba de un experimento arriesgado. A pesar de haber merecido el premio de la crítica, en Cannes, en 1953, era una obra filmada sin actores profesionales, y además mexicana.

“Aquí se cayeron”, pensaron muchos. Y ahora, los mismos organizadores confiesan que lo temieron hasta minutos antes de las diez de la noche, el día de la función. Resultado: otro lleno en el cine Leuro.

Los apóstoles del derrotismo no han dicho esta boca es mía hasta el momento.

Y es muy difícil que tengan oportunidad de decir algo, porque se ha demostrado que hay un gran sector del público que tiene hambre de entrar en una sala cinematográfica para algo más que distraerse sentimentalmente.

¿Y qué es este algo más? ¿Por qué tiene que existir una Asociación como esta si hay 130 cines funcionando tres veces por día en Lima? ¿Cuál es la diferencia entre una buena película y una obra de arte cinematográfica?

Se podría decir que la misma que existe entre un buen tango y una sonata de Bach, o entre un afiche propagandístico excelente y el Adulterio de Miró. Pero eso sería comparar, lo que no es posible, tratándose de cosas esencialmente distintas, de diferente nivel.

Aunque parezca mentira, en la actualidad el cine no es una sola expresión, una sola clase de actividad. Hay el cine y hay el arte, que es el gran arte de nuestra época.

Lo que sucede es que estamos demasiado cerca de este arte. Nos pasa, tal vez, lo mismo que a los griegos con el teatro: lo tenían tan a la mano que se limitaban a vivirlo, sin comprender cabalmente toda su profunda inmortalidad. Nosotros, que ya no podemos vivirlo de esa manera total, hemos tenido que analizarlo, y eso gracias a la perspectiva de la distancia.

Tenemos el cine a la vuelta de la esquina. Hemos crecido viendo películas; hemos… Es absurdo tratar de enumerar todo lo que hemos hecho viendo películas. Resultado: la mayoría del público da por sentado que el cine es una cosa cotidiana, lo cual es verdad, pero ignora el milagro de creación artística que encierra el otro cine.

En El acorazado Potemkin, por ejemplo, Eisenstein logra, sin recursos técnicos, crear la escena de la escalera, que es una de las más dramáticas y cinematográficas que se han filmado jamás. Eso fue en 1926, y hasta la fecha sirve de modelo para escenas semejantes, la mayoría, por desgracia, sin el aliento genial del realizador ruso.

Se ha dicho que El Acorazado es un grito. Pero es, además, una obra de arte inmortal. Y a ver una obra de esta naturaleza no se puede ir como se va a ver un policial de suspenso. Para recibir el arte hay que abrirse al arte, y para eso es preciso saber dónde está.

¿Son necesarias más razones para la existencia de este tipo de instituciones? Para su próxima función han seleccionado Ugetsu, filme japonés que obtuvo los primeros premios en los festivales de Venecia y Edimburgo. Sobre ella se han escrito las críticas más encendidas y contradictorias; algunos la conceptúan como la mejor producción de cine moderno. Se estrenó en Lima no hace mucho y estuvo tres o cuatro días en cartelera. Todos los amantes del arte creemos tener el derecho de poder ver esta joya despreciada. Y como esta, muchas otras.

Los miembros de la Asociación saben que no están sino en el comienzo. Ha sido auspicioso, pero falta mucho, y sobre todo falta la cinemateca. Mientras no haya en Lima una cinemateca con copias de los filmes que “comercialmente” no tienen valor, como no lo tuvieron los cuadros de Modigliani, será poco lo que se pueda hacer. Pero ya se está haciendo.

Felizmente la necesidad tiene cara de hereje, y ya era aguda la de ver estos filmes. Gracias a la determinación de un grupo, no ha sucedido lo que dice un personaje de Raíces: “Compadre, ya el hambre se ha hecho costumbre”.

(La Prensa, 4 de junio de 1961, pp. 20-21)

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