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LA CONEXIÓN NORTEAMERICANA

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«Ha llegado su hora»

José Luis León Roca relataba los últimos instantes de Blasco Ibáñez como una sucesión de visiones que, quizá, tenían una justificación real. En una de ellas el moribundo decía algo así como: «¿Veis la carabela…? Yo la veo, la veo con sus velas hinchadas por el viento». Es posible, según el biógrafo, que se estuviese refiriendo al dibujo que días antes le habían pasado para la cubierta de En busca del Gran Kan9, novela cuyo protagonista era Cristóbal Colón, un personaje por el que Blasco pareció sentir un interés especial desde que leyó de joven el libro de Washington Irving Vida de Cristóbal Colón y de los primeros descubridores de América. Sea auténtico el sucedido o se trate de una de tantas fábulas que se gestaron en torno a la figura del novelista, lo traemos a colación para insistir en una idea que se antoja algo más que un mero paralelismo. En tiempos y circunstancias muy dispares, Colón y Blasco experimentaron la llamada del Oeste. El primero porque, ya es consabido, quería alcanzar las Indias trazando una ruta occidental. El segundo, cuanto menos, por dos razones: siempre admiró a las grandes repúblicas y, dado el protagonismo alcanzado por los Estados Unidos a nivel mundial, vislumbraba que el contacto con dicho país podía resultar sumamente provechoso en el plano privado e incluso también para España.

A este último respecto es muy esclarecedora la relación que ofrecía F. Gómez Hidalgo de un encuentro que mantuvo años antes, en París, con Gómez Carrillo y con Blasco Ibáñez. La evocación lo trasladaba hasta el otoño de 1912, tras el regreso del valenciano de uno de sus viajes a la Argentina. Durante la cena, Gómez Carrillo lamentaba que los españoles de la época carecieran de espíritu aventurero, siendo incapaces de ir más allá de la Puerta del Sol. Fue entonces cuando, al hilo de la afirmación de su amigo, Blasco le dijo a Gómez Hidalgo: «Si yo tuviera tu edad, ni volvería a Madrid ni me estacionaría en París. Aprendería inglés y me iría a conquistar los Estados Unidos»10. Ante la sorpresa de Carrillo por lo aparentemente excepcional del propósito, Blasco se reafirmó con rotundidad. No solo se sentía con aptitudes suficientes de moderno conquistador, sino que consideraba que un español que triunfase en los Estados Unidos abriría las puertas a una entente entre los dos países: «El futuro histórico de España está en una inteligencia política con los Estados Unidos». Dicho de otro modo, España era la nación europea más idónea para establecer una colaboración muy estrecha con los Estados Unidos, puesto que «¡toda la América! [había] nacido de la acción colonizadora de los españoles». A los escritores y no a los políticos o diplomáticos les estaba encomendada la misión de despertar el interés de los norteamericanos hacia España. Se trataba de una labor que no implicaría un distanciamiento entre España y Sudamérica, sino que, por el contrario, podría servir, además, como punto de partida para «un pacto triangular que constituyera la fuerza más grande que cabe en la Historia».

De acuerdo con esta versión suministrada por Gómez Hidalgo, Blasco se nos aparece como el hombre acostumbrado a mirar la vida en panorámica, el individuo que, confiado en su fortaleza, no temía a los grandes desafíos. A su vez, la anécdota referida contribuye a validar la hipótesis de que el novelista quiso extender su radio de acción hacia los Estados Unidos varios años antes de lo que tradicionalmente han supuesto sus biógrafos. De hecho, nos consta de la existencia de otros datos que permiten corroborar esta intuición. Pocas semanas después de volver de su lucrativa gira de conferencias en Argentina, más concretamente, el 6 de marzo de 1910, Blasco le formuló por carta la siguiente consulta a Archer Huntington: «siento con toda mi alma no saber inglés… ¿No sería posible dar ahí algunas conferencias sobre la España moderna y antigua? ¿Habría en Nueva York público para unas conferencias en español?». Seguramente quería reeditar el éxito de sus conferencias argentinas y empleaba una estrategia similar a la ya usada para proyectarse en el país sudamericano. Esto es, buscaba la complicidad de personajes vinculados al mundo de la prensa, la literatura o la política para conseguir una información, o por qué no su mediación, para conseguir sus objetivos. Y esta vez perseguía la connivencia de una figura de singular relieve como Huntington. El magnate norteamericano, ardoroso divulgador de la cultura hispánica desde la Hispanic Society of America, había sido quien propició la célebre exposición de Joaquín Sorolla en Nueva York, en 1909, precisamente en la que uno de los lienzos exhibidos fue el retrato Caballero español para el que Blasco había posado en 1906.

Huntington mantuvo correspondencia asidua con importantes personalidades de la cultura y la intelectualidad española: Gregorio Marañón, Zuloaga, Benlliure, Menéndez Pidal, Maeztu, el marqués de la Vega Inclán y Pérez de Ayala11. Blasco también formaría parte de esta pléyade. Mediante el cauce epistolar, hacia 1908, le recomendó como traductora a la que con los años se convertiría en su segunda esposa, Elena Ortúzar12. Más tarde, en febrero de 1910, el novelista sería nombrado socio de la Hispanic Society13. Sin embargo, para las fechas en que nos situamos, pese a la categoría de los contactos establecidos, todavía no se daban las circunstancias oportunas para emprender una gira de conferencias en los Estados Unidos. Este proyecto se fue cociendo a fuego lento. Mientras tanto, serían sus relatos los que empezaron a abrirse camino en aquella nación, aunque con modesta timidez.

La primera narración del autor conocida por los lectores norteamericanos fue uno de los relatos incorporados a sus Cuentos valencianos: «The Tomb of Ali-Bellus», que apareció en Transatlantic Tales, en el número de noviembre de 1906 (vol. 32/6). Curiosamente, a dicha publicación se refería el autor de la carta remitida desde Nueva York, el 7 de junio de 1907, con el membrete del Department of Romance Languages, de la Columbia University:

Sr. don Vicente Blasco Ibánez

Muy distinguido señor: Quiero exprimirle las gracias para la carta, los datos de biografía y la excelente fotografía que me mande. Haré lo posible para que sean conocidas sus obras y la personalidad de su autor. Le mando junto una revista de su Maja desnuda la cual he escrito hace poco para TRANSATLANTIC TALES. Como ve V. estimo la obra de un gran valor y además creo que no fuera tan difícil hallar un editor para la traducción en Ingles. Si V. quiere yo hablaré a algunos de los quienes conozco acerca del negocio y tal vez podamos llegar a condiciones favorables para sus intereses14.

Proseguía la misiva del indeterminado profesor de Columbia15 con unas rápidas instrucciones sobre el modo de gestionar los derechos de autor de una supuesta traducción al inglés de La maja desnuda, si bien esta aún tardó algunos años en concretarse. Sería La catedral la primera novela en acceder a las librerías estadounidenses, en 1909, versionada por la señora W. A. Gillespie y que la editorial E. P. Dutton & Company publicó con el título The Shadow of the Cathedral. Pese a que, en The Living Age, apareció una reseña donde se realizaba una síntesis de su argumento16, su repercusión en ventas fue más bien modesta. Ni siquiera las magníficas expectativas sobre su narrativa remarcadas un año antes por Havelock Ellis y R. H. Keniston sirvieron de aval para su presentación ante el público estadounidense17. Y eso que Ellis, aun advirtiendo en el estilo blasquista ciertas anomalías gramaticales, venía a concluir que «Blasco Ibañez is a great force in literature»18; mientras que Keniston, después de efectuar un esbozo biográfico del autor y haber repasado los rasgos de su producción novelística y los méritos de los títulos ya publicados, lamentaba la apatía del mundo de habla inglesa hacia su trabajo, debida «to a complacent sense of freedom and prosperity that makes us indifferent to the problems that confront the Continent»19, apatía más reprochable si cabe desde el instante en que «in Sr. Ibañez Spain has a leader whose courage is strong, an apostle whose faith in the future is firm».

En 1910, año en que Blasco recordemos que se planteaba impartir una serie de charlas en Nueva York, el mismo profesor Keniston prologó una traducción de La barraca (publicada por Henry Holt and Company), para estudiantes americanos de español; a la que seguirían dos más: The Blood of the Arena, en 1911 (A. C. McClurg & Co., 1911), con ilustraciones Margaret West Kinney and Troy Kinney, y Sonnica, en 1912 (Duffield), traducidas ambas por Frances Douglas. De estas tres ediciones, quizá la que despertó un mayor interés fue la protagonizada por el torero Gallardo, en cuyo desenlace se advertía la intención del novelista por erradicar el deporte nacional de las corridas de toros20. Asimismo, dicha obra contribuía a reforzar una filiación de la que ya se hablaba en Europa: la que convertía a Blasco en émulo privilegiado de Zola. Lo corroboraba el director de la librería neoyorkina Brentano: «at present the most popular Spanish novelist is Blasco Ibañez, who is frequently called the Spanish Zola»21. No obstante, a efectos de recorrido editorial, la situación apenas había mejorado. Por la versión en inglés de Sangre y arena, ni percibió un dólar ni siquiera recibió un ejemplar. Por si eso fuera poco, según confiaría años después en carta al editor John Macrae, de 11 de enero de 1919, se trataba de un trabajo poco respetuoso con el texto original, pues Douglas se había dejado sin traducir la mitad de la misma, «dando a los capítulos títulos de su propia invención; en resumen, un verdadero sacrilegio, un perfecto horror»22.

Hubo que esperar unos pocos años más para que el agua alcanzara el grado de ebullición perfecto, porque entonces, de forma repentina e inesperada, se encadenaron varias circunstancias coincidentes. En la correspondencia personal con sus socios de Prometeo, su yerno Fernando Llorca y Francisco Sempere, durante el período de la Gran Guerra, Blasco confesó estar urgido del dinero necesario para vivir23. La redacción de Los cuatro jinetes del Apocalipsis se desarrolló en unas condiciones, en ocasiones, bastante penosas. La publicación de la novela en España no alcanzó cifras desorbitadas de ventas. Sin embargo, ocurrió una historia que el escritor reiteró casi con una tendencia formulística. En 1917 vendió los derechos para la traducción de dicho libro a Charlotte Brewster Jordan, empleada en la embajada norteamericana en Madrid, por una cantidad de trescientos dólares, según declaró en entrevista de Ramón Martínez de la Riva24, o mil dólares, conforme le decía en carta a su amigo Gómez Carrillo25. En julio de 1918 veía definitivamente la luz The Four Horsemen of the Apocalypse. Nadie podía imaginar lo que estaba a punto de suceder. En los Estados Unidos la novela se convirtió en auténtico fenómeno editorial, hasta el punto de que todavía hoy se alude a Blasco Ibáñez como uno de los inventores de la fórmula novelesca del best seller.


Troy Kinney, ilustración de The Blood of the Arena (1911)


Troy Kinney, ilustración de The Blood of the Arena (1911)

El propio escritor destacó haber quedado asombrado cuando empezaron a llegarle cartas de lectores estadounidenses y artículos elogiosos de la prensa de aquel país hasta su residencia en Niza. Con ellas podía verificar el éxito brutal logrado por su novela de la Gran Guerra, y, por tanto, una popularidad desconocida por cualquier otro literato español. En cambio, como las reimpresiones de The Four Horsemen se multiplicaban a un ritmo frenético sin que le reportaran un beneficio en metálico, se sintió víctima del engaño perpetrado por Charlotte Brewster. De ahí que en sendas cartas a John Macrae, de 14 de abril y 28 de junio de 1919, la acusara de haberle explotado, ocultándole además sus ganancias26. Aun así, la oportunidad de resarcirse le llegó por otras vías.

En plena efervescencia del impacto de Los cuatro jinetes en los Estados Unidos, en octubre de 1918, el novelista recibió la solicitud que le trasladaba el catedrático de la Universidad de Columbia Federico Onís. Dirigía una colección de libros para estudiantes de español, en la editorial Heath and Company, que se denominaba Contemporary Spanish Texts. En la misma podía publicarse un extracto de la exitosa novela. Blasco no solo aprobó la propuesta, que acabaría concretándose en el texto La batalla del Marne (1920)27, sino que obtuvo un aliado excepcional en la figura de Onís. Como miembro de la American Association of Teachers of Spanish, desde su fundación en 1917, y colaborador de la Hispanic Society en la organización de seminarios sobre literatura española en la Universidad de Columbia, pudo realizar una serie de gestiones para facilitar el viaje de Blasco a los Estados Unidos. Por eso, cuando, en la entrevista concedida a Martínez de la Riva, el novelista encarecía el favor de Huntington en su gira norteamericana: «A continuación una carta de mister Huntington, el hispanófilo ilustre: “Venga usted a Nueva York inmediatamente. Ha llegado su hora. No la desaproveche usted”»28, no hacía plena justicia al papel desempeñado en la gestación de la misma por el catedrático salmantino. A este le dirigió una carta el 18 de febrero de 1919 confirmándole que, en efecto, navegaría encantado hasta la otra orilla del Atlántico, a la vez que ya le adelantaba algunos de los temas sobre los que podrían versar sus conferencias29. En el mismo sentido, haciendo gala de una portentosa memoria, retomó la idea enunciada a Gómez Hidalgo y Gómez Carrillo en París, en 1912, según la cual adoptaría el papel de mediador entre el pueblo norteamericano y todos aquellos países de habla castellana que él había visitado y en los que persistía un temor ante el avance del materialismo estadounidense30.

En el mes de junio Blasco todavía recibió en Niza otra visita que reorientaría el alcance de su próxima gira por Norteamérica. El empresario James B. Pond, dueño de la agencia Pond Lecture Bureau, le brindaba la oportunidad de firmar un contrato para desempeñarse como orador al margen de los círculos exclusivamente académicos. Las ventajas de esta invitación resultaban evidentes. La familia Pond contaba con una sólida experiencia en la organización de conferencias literarias. El abuelo llevó a Charles Dickens a los Estados Unidos; el padre hizo lo propio con Kipling y Wells; ahora el hijo les proporcionaría a Maeterlinck y a Blasco ocasión para obtener unos suculentos ingresos, aunque ello supusiese un mayor esfuerzo y hubiese que ampliar el itinerario por diversos estados. Pero el novelista español nunca tuvo miedo a las distancias.

No deberá ignorarse que, mientras fueron convergiendo todas las circunstancias que propiciaron el anhelado viaje, Blasco se hallaba ocupado, desde enero a julio de 1919, en la redacción de Los enemigos de la mujer, título con que completaría su trilogía novelesca de la Gran Guerra. Sin duda, no fue mera casualidad el hecho de que, ante los atractivos reclamos que le llegaban del país de las barras y las estrellas, el autor tratara de corresponder a los mismos y rentabilizar editorialmente su nueva obra, incorporando en ella referencias laudatorias al rol desempeñado por el ejército norteamericano en el gran conflicto bélico, con mención especial al presidente Wilson. Con fino olfato comercial, Blasco quería aprovechar la tesitura tan favorable para sus intereses31.

A mediados de septiembre respondió con un telegrama a Huntington, aceptando la invitación formal que le había cursado la Hispanic Society para impartir una conferencia en la Universidad de Columbia. Inmediatamente, la prensa norteamericana y la española anunciaron al unísono la inminente salida desde Francia del escritor. Primero se informó de una lecture en Columbia32; pero pronto se fueron conociendo más pormenores de la visita: recorrería el país dando charlas sobre «El espíritu de los Cuatro jinetes del Apocalipsis», «La América que conocemos» y «Cómo escribo yo mis novelas»33. Estaba previsto que la gira durara al menos unos seis meses y permitiera la estancia en cien ciudades34.

Para los diarios españoles era un orgullo y un homenaje a la nación que Blasco se presentara en los teatros estadounidenses. Allí habían estado antes insignes escritores de otros países europeos: Gorki, por Rusia; Ferrero, por Italia; Bergson, por Francia. España no podía ser menos. Además las charlas de su hijo ilustre serían impartidas en la lengua de Cervantes, puesto que el valenciano desconocía el inglés. Un conferenciante americano explicaría brevemente de lo que trataría la exposición. Luego, Blasco se expresaría en el idioma de sus antepasados. Para el público que no compartía la misma lengua, lo importante era conocer personalmente al autor cuyas novelas ya había leído35. Y es que las editoriales estadounidenses, bien atentas a las demandas del mercado, entre 1918 y 1919 quisieron hacer caja reeditando traducciones anteriores o lanzando otras nuevas de las novelas firmadas por Blasco: señálense Sonnica y The Dead Command (Duffield, 1918 y 1919); The Shadow of the Cathedral, Blood and Sand, The Fruit of the Wine y Mare Nostrum (Dutton, 1919); y Luna Benamor (John W. Luce, 1919).

Difícilmente se podía encontrar en los anales de la literatura un ejemplo similar a la rapidez con que se fraguó la gloria de Blasco Ibáñez en los Estados Unidos. En apenas un año había pasado de ser un autor prácticamente desconocido, sobre cuya identidad se formularon curiosas teorías: ahora era un inglés que había vivido muchos años en Argentina y usaba seudónimo, ahora, un revolucionario ruso que intentaba ocultar su verdadera personalidad36, a tener más lectores incluso que los literatos norteamericanos más cotizados37. Por eso, porque sus novelas se vendían por miles, para ilustrar las reseñas que se realizaban sobre ellas los periódicos tuvieron que recurrir a la fotografía del retrato al óleo pintado por Sorolla y adquirido por la Hispanic Society, al mismo tiempo que en los clubs de lectura se procedía al comentario y estudio de sus narraciones: «The Reading Circle of the Spanish American Atheneum will meet in Eastern High School this evening at 8 o'clock. La barraca by V. Blasco Ibanez, has been selected for study»38.


New York Tribune, 19-1-1919


Literary Digest, 1919

Pocos años después, camino de México, Valle Inclán se detendría en La Habana. En una de las entrevistas que allí concedió, tuvo ocasión de hablar de Blasco Ibáñez. Aparte de las discrepancias de estética literaria que existían entre ambos autores, Valle no parecía sentir mucho aprecio por su compatriota. A raíz de su viaje a Argentina como conferenciante, en 1909, le había aplicado el calificativo de «politicastro», subrayando, además, su desmedido afán monetario39. Ahora, volvía a enfatizar este último particular como el detonante de su viaje a los Estados Unidos:

Blasco Ibáñez, viendo que su novela se vendía como él jamás soñara, abandonó París y se marchó a los Estados Unidos. Blasco Ibáñez es un gran hombre de negocios. Una vez en Nueva York comprendió el enorme partido que podía sacar de todas sus obras, ya que Los cuatro jinetes del Apocalipsis le habían conquistado la popularidad40.

Que en el ánimo blasquista convivían en singular mezcolanza el idealismo con un incuestionable sentido práctico, lo vino a refrendar el propio novelista valenciano cuando a su llegada a Nueva York le confesó a uno de sus íntimos:

Necesito aprovechar la popularidad que tengo en este país, no solo para mí sino para España. Comprendo que esto ha de pasar. La popularidad en vida dura lo que la espuma. Soy como el torero, que está de moda una vez, hasta que el público empieza a volverle las espaldas41.

No obstante, Valle se equivocaba en un aspecto fundamental, que quizá no quiso tomar en consideración por eso de las rivalidades literarias. Al final, Blasco vio cristalizado su propósito de surcar las aguas del Atlántico. Pero cuando marchó a la conquista de los Estados Unidos, lo hizo perseguido por la fama y reclamado por una nación que le había conferido un extraordinario prestigio. El 18 de octubre se embarcaba en el Lorraine, en Le Havre; para poco más de una semana más tarde, el 27, divisar las costas de Manhattan. La expectación era máxima. A

diferencia de la llegada de Colón al Nuevo Mundo, a él no aguardaban unos indígenas atónitos ante la visión de las carabelas, sino numerosos reporteros ansiosos por preguntarle sobre una infinidad de materias y verificar si era cierto todo lo que se había dicho sobre el famoso autor de The Four Horsemen of the Apocalypse.

«His life, a fascinating story of adventure»

El domingo 26 de octubre, solo un día antes de desembarcar en Nueva York, en las páginas del The Sun se publicó una entrevista que Blasco había concedido en su domicilio parisino del 4 Rue Rennequin, ilustrada con una fotografía en tres cuartos del escritor42. A través de ella el lector norteamericano podía familiarizarse con el aspecto físico del cotizado personaje, así como también se le informaba sobre sus principales hitos biográficos. Ambas modalidades discursivas: la descripción y la narración, se conjugarían en las interviews y reportajes que proliferarían en la prensa en los días posteriores a su llegada a los Estados Unidos, reincidiendo unas veces en idénticos retazos prosopográficos, mientras que, en otras ocasiones, los datos suministrados no estaban exentos del error puntual: ¿equivocaciones en la traducción? ¿Faltas atribuibles a la memoria del propio Blasco? Desde luego, el novelista tenía en sus manos la oportunidad de suministrar un relato autobiográfico tamizado de acuerdo con sus expectativas presentes. De hecho, en las observaciones del reportero Ch. Divine se percibe el impacto directo de la versión que su entrevistado le quiso contar. Blasco era un hombre corpulento; su pelo todavía se mantenía oscuro, aunque afloraban unos mechones grises en las sienes; pero en su rostro se advertían las huellas «that come from an adventurous life and one of extreme activity».

Estando aún en Francia, el escritor marcó unas pautas, como su talante de hombre de acción, que serían reiteradas hasta la saciedad en fechas posteriores, cuando ya era un huésped importante de Nueva York. Claro que había una realidad contrastable por la mirada ajena que no podía modificar. Es decir, pese a sus cincuenta y dos años cumplidos, su apariencia denotaba gran vigor físico43. Poseía una mirada nerviosa, tensa y penetrante, que saltaba de un detalle a otro de su entorno para atraparlos como una cámara. Era el suyo un empaque que transmitía una sensación de vitalidad y poder44. Ataviado con un traje a cuadros, calzando unas botas y con anillos en los dedos de su mano izquierda y un broche en la corbata, asumía la factura de un próspero importador45. Había, no obstante, otros rasgos en él que a los periodistas les resultaron más peculiares. En primera instancia, una predisposición innata a la cordialidad: «his warm-heartedness is one of the greatest passports a traveler can have»46. Instalado en su habitación, en la planta diecisiete del hotel Belmont, era capaz de atender durante más de tres horas a todas las preguntas de la prensa, hasta volverse ronco. Deslumbró, asimismo, con sus dotes de amenísimo conversador, una aptitud que le hacía hablar de los más variados asuntos de palpitante actualidad con vehemencia expresiva, naturalidad cautivadora, intercalando cuando se terciaba la ocasión ingeniosos toques humorísticos47. Pero este hombre explosivo, que en solo diez minutos pasaba de la indiferencia o la indignación, al sarcasmo, el entusiasmo y la carcajada48, se comportaría con desconocida dicción apasionada desde su primera conferencia: «He works up into a frenzy, pacing the stage restlessly and beating the air with fury»49; sorprendiendo a quienes le acompañaban en sus paseos y visitas por el interés demostrado en querer verlo todo y preguntar sobre todo. «En Nueva York —evocaba la anécdota Emilio Delboy— prefería andar a pie y siempre llegaba tarde a las citas. Una vez lo esperaba un gran banquete. Ibáñez perdió un largo rato observando un desfile de girl scouts y llegó con retraso a la fiesta»50.


The Sun, 28-9-1919

El escritor español, cuyo nombre les costó pronunciar al principio a algunos: «Eye Banny», «Eye-ba-nez» o «Belasco», pronto se convirtió en «mister Ibáñez», por eso de que la tendencia del pueblo yanqui a la sencillez «no puede concebir que un solo hombre lleve dos nombres»51. Al mismo tiempo que el teléfono de la habitación del hotel no dejaba de sonar con una larga lista de invitaciones a desayunos, almuerzos, cenas y recepciones, el personaje que seducía a los reporteros por su familiaridad interesó también por una existencia pasada susceptible de ser rememorada con cierta deriva hiperbólica. Para empezar, resultaba asombrosa su personalidad polifacética: «novelist extraordinary, soldier of fortune, cowboy, sailor, Commander of the Legion of Honor, revolutionist and the founder of a city»52. En el protagonista de Mare Nostrum ya quedaron trasplantados diversos incidentes de su infancia y juventud. Una época en la que el escritor exhibió la precocidad de su activismo político. Con tan solo dieciocho años, un poema escrito contra el rey provocó la condena de un tribunal, aunque no se le pudo aplicar el castigo correspondiente por ser menor de edad. La versión alternativa hablaba del cumplimiento de una condena de seis meses en la cárcel por un soneto antigubernamental53. No tuvo, sin embargo, problemas con la justicia en un momento puntual. Por el contrario, se apuntaba que su vida pareció haber estado constantemente azotada por el encarcelamiento y el exilio54. Lejos de tener un efecto disuasorio, tales medidas represivas acentuaron su radicalismo y su actitud revolucionaria. Así por ejemplo, tras su campaña en Valencia a favor de la autonomía de Cuba, terminaría emparentando con escritores tan ilustres como Cervantes y Dante, pues como ellos estuvo en presidio y aprovechó la soledad de su reclusión para urdir grandes historias55. Se equivocaba el diario que pretendía situar el inicio de la dedicación blasquista a las letras durante una estancia en prisión.

De forma análoga, se publicitaron otras informaciones que denotaban un estudio mínimo de las fuentes adecuadas. Se le concedió el rango de maestro del periodismo56, reincidiendo en su responsabilidad en la fundación del diario republicano El Pueblo, aunque se afirmaba que a finales de 1919 todavía seguía siendo el editor de dicha publicación57. En especial, los rotativos norteamericanos iban a tener serios problemas a la hora realizar ciertos cómputos cronológicos. Se dijo que Blasco se había casado a los diecinueve años; que ostentó la condición de diputado en siete ocasiones, pero durante catorce años (siendo así que ocupó un escaño entre 1898 y 1907); en referencia a su aventura como explotador agrícola en Argentina, desarrollada entre 1910 y 1913 y durante la cual fundó el pueblo de Cervantes, se habló de que había permanecido seis años en dicho país sudamericano sin escribir una línea (pero ya en 1913 empezó a escribir Los argonautas); e incluso se aseguró que la distinción de la Legión de Honor le fue concedida por liderar en España la propaganda antialemana58, cuando realmente recibió la condecoración más importante otorgada por Francia el mismo año que Sorolla, en 1906. Exceptuando imprecisiones como estas, la prensa estadounidense, con la complicidad del mismo Blasco, se inclinaba por poner el acento en los aspectos biográficos más novelescos. Entonces parecía obligada la referencia a la amistad del escritor con Poincaré, merced a la que pudo significarse como el primer civil en visitar los campos de batalla del Marne, después de haber realizado una labor de propaganda a favor de Francia durante la Gran Guerra, y de organizar con pescadores, en España, una defensa de las costas contra la guerra submarina alemana.

Pese a que algún periodista ironizó al ver cómo Blasco fijaba un monóculo en su ojo derecho durante una de sus conferencias: «A monocled socialist»59, hubo coincidencia general a la hora de efectuar una valoración tanto de su obra literaria como de sus ideales políticos. Sobre la primera, causaba perplejidad el hecho de que, mientras en los Estados Unidos figuraba entre los escritores más vendidos, en España no se le considerase un novelista de primer nivel. Quizá la causa de ello residía en una diferente percepción del hecho literario:

Spaniards are great sticklers for style: when they make literary criticisms they differentiate carefully between the man who writes well and the man who tells a story well. Over and over again I found this differentiation in the opinions of Blasco Ibañez gathered from among Spaniards, literary and otherwise. The attitude of mind prompting it was best summed up by a writer of Madrid, who said: «Vicente Blasco Ibañez is a good novelist, but a bad writer»60.

En cambio, al otro lado del Atlántico se admiraba su narrativa porque en ella el autor había logrado insuflar su carácter dinámico y enérgico a sus propios personajes61. Se destacaba la prolijidad de su pluma, así como el compromiso adoptado en sus novelas en defensa de los más humildes, cuyos defectos no dudaba en criticar, sobre todo la ignorancia, en tanto que contribuían a su degradación62. Se le llegaba, en fin, a catalogar como el «portaestandarte del resurgimiento de la España moderna y portavoz de su robusta y sana literatura contemporánea». Así lo avalaban la virilidad de sus ideas, la exactitud descriptiva que podía producir los mismos efectos que un pincel o su profunda capacidad para penetrar en las grandezas y en las miserias humanas, representándolas con verdad y precisión de detalles63.


New York Tribune, 15-11-1919

Caracterizado como personaje poliédrico, se le interrogó con avidez sobre las más diversas cuestiones. Si había llegado a la cumbre de la fama como escritor, lo más lógico era que se le preguntase sobre sus preferencias literarias o sobre la forma de encarar el proceso creativo. A lo primero respondió que el escritor al que reverenciaba era Victor Hugo, a pesar de la afinidad zolesca de sus relatos. En cuanto a lo segundo, Blasco reivindicaba la importancia de una tarea previa de documentación. Tras seleccionar el asunto a partir del que desarrollar la trama, debía impregnarse de la atmósfera en que iba a transcurrir el argumento. Para ello eran complementarias la lectura y la observación directa, actividades que podía llevar a cabo meses antes de empezar a escribir la historia proyectada. Precisamente, para respirar el mismo ambiente donde luego se moverían sus creaciones, había vivido experiencias peligrosas que seguro atraían la atención del público estadounidense y en cuya evocación, además, se cargaban las tintas por el camino de la exageración64. Era cierto que, para escribir La horda, había acompañado a los cazadores furtivos en sus excursiones a medianoche a las reservas reales de El Pardo, exponiéndose a recibir las balas de los guardias. Si bien su amistad con el torero Antonio Fuentes le sirvió de gran ayuda para recrear las peripecias del protagonista de Sangre y arena, mucho más discutible era la posibilidad de haber vivido, con idéntico objetivo, con un grupo de espadas. Y la deformación se volvería completa al señalar que la redacción de Flor de mayo estuvo precedida por una experiencia de muchos meses como traficante de tabaco.

Tampoco contaba Blasco toda la verdad al decir que nunca tomaba notas65. Aparte de los cuadernos conservados, su amigo, el compositor también valenciano, Manuel Penella, en entrevista concedida durante su viaje a los Estados Unidos, aseguraba estar en posesión de unos materiales que demostraban fehacientemente cómo se documentaba el novelista: «Y, en efecto, nos enseñó un cuadernito de apuntes para La horda y otro de La catedral, con las páginas garrapateadas por la mano nerviosa de uno de los maestros de la novela contemporánea española»66. En paralelo, también sería posible contradecir otras afirmaciones tajantes como la relativa a su preferencia por la pluma y el rechazo de la máquina de escribir o el dictado:

Ibanez said he wrote with a pen. He could not think of using a type-writer or dictating.

«You can dictate a public speech or a lecture, or something like that», he said, «but you can’t dictate a novel. You have to write it. A typewriter is a great distraction. You couldn’t write poetry on a typewriter, nor a novel»67.

Conforme la diabetes que padecía le provocó severos problemas oculares, el escritor se vio obligado a recurrir al auxilio de sucesivos secretarios, con lo que, limitada su autonomía para manejar la pluma, también él terminaría dictando sus historias, cada vez más condicionadas por un estilo con empaque más oratorio.

La curiosidad de los periodistas norteamericanos se extendía más allá de las ideas blasquistas sobre la creación literaria, sobre una concepción que ponía el acento en el propósito social del arte68, y desde su entronque con la estética realista, se hallaba tan alejado de la tendencia al arte por el arte como de los rupturismos vanguardistas69. Existía un notable interés por conocer las impresiones sobre los Estados Unidos de este ilustre visitante cuyo radicalismo político se centraba más bien en haberse rebelado contra la tiranía medieval de la Iglesia y la monarquía, y en expresar con implacable coraje sus convicciones, que en comulgar con cualquier doctrina socialista, bolchevique y anarquista70. La suya iba a ser, sin duda, una opinión acreditada, pues la avalaban no solo su larga experiencia viajera, sino también los conocimientos adquiridos a través de la lectura y las conversaciones con diversos americanos. Aun así, lo que vio al llegar a Nueva York le impresionó mucho más que lo que había imaginado unos meses antes leyendo, durante seis horas al día71, todos los libros que pudo encontrar sobre «América del Norte», como él solía referirse a los Estados Unidos72. ¿Qué decir sino de la gran metrópoli?:

It was like a city of giants as I came into the harbor. The skyscrapers were superb, immense, and, after that, the harbor, with so many vessels it was tremendous. When I realized all this was the work of men it made me proud I was a man. I know all the great ports of the world, but none makes an impression to compare with this73.

Luego, al transitar por las calles de la ciudad, el orgullo se había transformado en deseo de trasladar su residencia: le gustó tanto, que seguro que se compraba allí una casa74. El entusiasmo de Blasco parecía no tener límites. Se reflejaba al enjuiciar las singularidades de la urbe moderna, y meses después se reeditó en uno de sus más famosos artículos: «What I have learned about you Americans», magníficamente remunerado, al hablar de los grandes espacios, de las maravillas naturales que atesoraba la geografía estadounidense: «the Grand Canyon of the Colorado, the changing fantastic solitude of Arizona and New Mexico, the glory of California»75. Pero, además, trascendía a lo físico y externo, para tornarse enardecida admiración hacia el espíritu de todo un pueblo: «you are the hope of the years to be; that without you all Europe is like an old man, gray and shaken with weakness. You are the youth of the world»76. A consecuencia de la intervención norteamericana en la Gran Guerra se había plasmado el reajuste de las fuerzas actuantes en el orden mundial, evidenciándose dos realidades fundamentales: que el poder del hombre instalado en la Casa Blanca excedía con creces al de todos los monarcas del mundo juntos y que, a partir de entonces, los Estados Unidos no eran únicamente la nación del dólar, sino que, para la historia de la humanidad, se habían significado también como un pueblo de idealistas.

Como cabía esperar, la vocación republicana del escritor debía materializarse de un modo u otro. Contaba con un populoso auditorio con el que era fácil hacerse entender. Además, él por su parte siempre tenía preparado un guiño para despertar las simpatías de sus interlocutores. Como cuando manifestó que en España pocos se acordaban de la guerra con los Estados Unidos a raíz de la independencia de Cuba, una rivalidad que había sido promovida por los sectores conservadores de su país y contra la que él se rebeló hasta el extremo de ser encarcelado77. Ahora bien, sus halagos hacia la república norteamericana y hacia la perfección del sistema de gobierno estadounidense no respondían a un mero deseo de agradar. Estaban basados en la creencia de que un régimen republicano era capaz de poner remedio a sus propias deficiencias, mientras que en las monarquías del Viejo Mundo los defectos se institucionalizaban y, con el tiempo, era necesario derrocarlas. A la vez que realizaba consideraciones sobre asuntos de elevado calibre, no obstante, Blasco no perdía la ocasión de poner en práctica sus dotes inductivas e intentar captar en determinados hábitos del individuo norteamericano el reflejo de su carácter genuino. Así, su peculiar forma de reír, abriendo estruendosamente la boca, era signo de su talante franco y sincero. Por otra parte, su modo de fumar, triturando el cigarro y lanzándolo cuando solo había consumido la mitad, remitía a la liberalidad con gastaba el dinero que, en teoría, había ganado de manera sencilla78.

Todavía quedaba un amplio abanico de motivos sobre los que la prensa deseaba pulsar su opinión. Al fin y al cabo, el continente europeo había sido azotado recientemente por grandes convulsiones: la Gran Guerra, la revolución bolchevique; y, asimismo, el clima que se vivía en España por aquellas fechas se presagiaba bastante conflictivo. A esto último también se refirió Blasco, después de dejar bien sentado su rechazo hacia Alfonso XIII. De acuerdo con su orientación republicana, negaba la posibilidad de que este u otro monarca se definiese por su actitud liberal. Por momentos, el que había sido diputado, aunque se confesaba enemigo acérrimo del político profesional, recordaba con sus afirmaciones al joven agitador que escribía artículos furibundos en su diario El Pueblo. Ahora como entonces utilizaba argumentos muy similares. Era falso suponer que en España el régimen monárquico se mantenía gracias a la popularidad de Alfonso XIII. El país ansiaba despertarse republicano. Sin embargo, había un obstáculo insalvable. El rey se apoyaba en un ejército profesional desconectado de las aspiraciones populares e identificado con el tipo monárquico alemán. Ante el poder de las ametralladoras era imposible pensar en el estallido de una revolución79.

En España aún no había democracia. En cambio se había entablado una lucha de clases, para la cual la única arma de la que disponía el obrero era la huelga. Ese era su único instrumento, nunca una solución, para reaccionar contra el sistema vigente. Además, en la agitación laboral de las dos primeras décadas del XX en España repercutió también el avance del movimiento obrero internacional. Blasco lamentaba la violencia desatada en Barcelona, en 1919, con huelgas, enfrentamientos y cierre de fábricas80. En principio, esta agitación sindicalista estaba limitada a la Ciudad Condal y a Valencia, aunque amenazaba con extenderse por toda España. Tenía entre sus líderes a figuras como Pestaña y Seguí, quienes, sin haber sido estimulados por los revolucionarios rusos, defendían ideas bolcheviques y anarquistas. Con riesgo de caer en la generalización, Blasco identificaba como causa principal de las violentas protestas la negativa de los patrones a retribuir a sus trabajadores con la parte que les correspondía de las ganancias obtenidas durante la Gran Guerra. El gobierno español apenas podía hacer nada para solventar la crisis, porque, aparte de su debilidad, su conservadurismo era un obstáculo para emprender las necesarias reformas económicas. Mientras tanto, el papel de la Iglesia en el conflicto era mínimo. Su influencia se hacía sentir en las zonas rurales, pero en ciudades como Barcelona los obreros eran pensadores libres.

Si bien la problemática enunciada preocupaba al novelista, no por ello dejaba de reconocerla como una ramificación del gran peligro que se cernía a nivel internacional: «already may be heard the thunderous gallop of a fifth horseman, from whom there is no escape the Class War, the Social Revolution!»81. Convertido en profeta, Blasco dedicó varias de sus conferencias a hablar de esta nueva amenaza que sacudiría a todo el mundo, un enfrentamiento entre capitalistas y trabajadores que, pese a derivar en una guerra diferente a las conocidas, iba a extenderse como una pandemia, con períodos violentos y períodos de tregua, implicando a muchas generaciones, sin que hubiera que culpar a ninguno de los bandos en conflicto, ya que la única responsable de la disputa era la naturaleza humana.

Ciertamente, como expresaría en más de una ocasión, Blasco interpretaba la situación mundial con evidente pesimismo. La civilización humana todavía se hallaba en uno de sus primeros estadios, quizá en su juventud, porque todavía no había logrado imponerse el sentido común como garante del progreso. Buena prueba de ello era el descontrol abusivo a que se había lanzado Europa en pos del lujo, la sensualidad y la extravagancia82. Para poder sostener este derroche se emitía cada día papel moneda de escaso valor, con el riesgo consiguiente de que la inflación provocara una sonada bancarrota de la economía global, pues solo una Europa laboriosa y convencida de la necesidad del ahorro podía seguir asegurando las transacciones comerciales con los Estados Unidos y, por tanto, la estabilidad del sistema financiero.

La conmoción suscitada por la Gran Guerra había tenido unos efectos indeciblemente catastróficos, unas repercusiones cuya gravedad no podía cifrarse, en exclusiva, en el número aterrador de cadáveres o en las imágenes de destrucción difundidas por la prensa. A estas realidades ya de por sí espeluznantes había que añadirles la reacción desconcertante de los países involucrados en la contienda, que buscaban la paz sin encontrarla, porque cada gobierno enmascaraba con palabras vacías sus particulares intereses. Pero, sobre todo, subrayaba el escritor, la Gran Guerra propició el triunfo de la revolución soviética. En la Costa Azul, Blasco se relacionó con numerosos rusos que huyeron de su país tras la caída del régimen zarista y tenía una percepción, más o menos unilateral, de las transformaciones de todo tipo instauradas por el comunismo, en especial, de las actuaciones del gobierno liderado por Lenin contra la propiedad privada. Varios meses después de su llegada a Nueva York, el novelista desarrollaría más por extenso su hostilidad hacia las doctrinas bolcheviques en artículos que se reproducen en páginas posteriores83. Antes de escribirlos es fácil especular con que sus comentarios sobre la peligrosidad de la revolución soviética chocaban frontalmente con su complacencia a la hora de ostentar su condición de fundador de pueblos, y de constructor y dueño de varias casas: «I have a house in Valencia, where I was born, a house in Madrid, a chateau in Malvarrosa in the Mediterranean, a villa in Nice and a house in the Rue Rennequin»84.

En cierta forma, la predilección que Blasco sentía por el pueblo estadounidense residía en el hecho de que allí era posible consumar eso del «sueño americano», allí se le abrían las puertas para que tanto su economía como su reputación crecieran. Esto es, una versión en clave personal de la idea de progreso. En pleno otoño neoyorkino, con singular entusiasmo estaba dispuesto a emprender un periplo incesante, jalonado de desplazamientos, conferencias y actos públicos. Si acaso, por aquellas fechas, seguramente echaba en falta el sabor de la nicotina. Antaño fumaba más de veinte cigarros al día, también de los grandes. Pero el médico ya no le permitía tales excesos. Por eso se tenía que conformar con llevarse a la boca un cigarrillo de imitación, de color ámbar, hecho de madera.

Los largos itinerarios

Tan pronto empezó noviembre, Blasco pudo consumar una de las aspiraciones de los buenos aficionados al arte de la cinematografía. Correspondiendo a la invitación de la Fox Film Corporation, se desplazó a los estudios neoyorkinos ubicados en Fort Lee. Un representante del señor Fox acudió a su hotel para recogerlo. Mientras su vehículo discurría a través de Riverside Drive, el escritor contempló la belleza natural del río Hudson, quedando encandilado con la panorámica de la ciudad que retenían sus ojos a medida que ascendían a las Palisades. Al llegar a Fort Lee, le recibió una orquesta, dirigida por Edwin Bachman, que interpretó una pieza española y otras composiciones.

Casualmente, la visita de Blasco coincidió con la última fase del rodaje del film Wings of the Morning (1919), por lo que tuvo la oportunidad de saludar al actor William Farnum, con quien se fotografiaría, y al director J. Gordon Edwards. La visita a los laboratorios donde se realizaban las tareas de secado, corte, impresión y montaje colmó su entusiasmo ante la magnitud de la cinematografía estadounidense, una de las principales industrias del país. No es de extrañar que, tras verificar su importancia, Blasco confirmara su esperanza de convertir sus novelas en imágenes para que pudieran ser conocidas en todo el mundo. De vuelta a la metrópoli, se le condujo a las oficinas centrales de la productora, y allí conoció a William Fox, a quien felicitó por la calidad de sus películas85.


Vicente Blasco Ibáñez con W. Farnum (Filmoteca Valenciana)

Para el día 3 de noviembre estaba previsto el estreno de Blasco como conferenciante ante el público norteamericano. El lugar elegido por el Departament of Institute of Art and Sciences, de la Hispanic Society of America, fue el Horace Mann Auditorium de la Universidad de Columbia, Broadway y 120th Street86. Al igual que en charlas sucesivas, el escritor se expresaría en castellano, traduciendo de inmediato sus palabras al inglés un ex oficial del ejército que la agencia Pond había contratado para tal menester y del que se hablará después. Esta primera conferencia llevaba por título «La influencia de España en la civilización del mundo», era gratuita y los boletos se habían agotado varios días antes. Quienes asistieron a la misma se encontraron con un orador que se manifestaba como portavoz de un ardoroso españolismo, a la vez que no dudaba en ensalzar el influjo futuro del continente americano en el progreso mundial, pues muy pronto los descendientes de ingleses y españoles iban a convertirse en grandes gobernantes. En especial, trató de rebatir la injusta opinión de los historiadores europeos modernos sobre la historia de España. La aparente situación de decadencia de su país debería ser considerada mejor como anemia, como el resultado de un proceso de siglos en el que España dio lo mejor de su talento y de su sangre para descubrir, explorar y colonizar las Américas, hasta sentirse agotada. El alma española se hallaba diseminada en todas las repúblicas del continente87. Su legado seguía siendo inconmensurable. En síntesis, que no había duda alguna del patriotismo del conferenciante, que, una década después, empleaba argumentos muy parecidos a los manejados en su ciclo de conferencias en Argentina, en 1909.

Terminada la disertación, a Blasco se le ofreció un banquete. De inmediato, remitió, haciendo uso del primer correo aéreo, un mensaje a los diarios de La Habana y al pueblo de Cuba88.

Entre el 6 y el 8 de noviembre estuvo en la sede del diario La Prensa, uno de los pilares del hispanismo neoyorkino, dirigido por José Camprubí. Asimismo, se trasladó al Country Life Press, en Garden City, Long Island, siendo el invitado de Herbert S. Houston, vicepresidente de la editorial Doubleday, Page & Co. Quería observar con sus propios ojos los métodos de publicación y edición más modernos, y, la verdad, quedó deslumbrado ante la categoría de la maquinaria empleada por los norteamericanos, con la que la de Prometeo no podía competir en absoluto. Le acompañaban en la visita el citado José Camprubí y el profesor Federico Onís, quienes también degustaron el almuerzo con que les regaló el señor Houston y, a continuación, fueron testigos de cómo Blasco Ibáñez plantaba un árbol en el jardín conmemorativo de Doubleday, del mismo modo que antes que él lo hicieron otros invitados distinguidos como John Muir y John Burroughs89.


Blasco en Long Island, plantando un árbol

(The World's Work, noviembre 1919-abril 1920, p. 498)

En el meeting de la AATS, intervino para hablar de la primacía de la novela sobre cualquier otro género en la literatura española contemporánea. Según él, en su país el novelista, por lo general, no era un profesional, sino que solo se dedicaba a escribir cuando tenía que transmitir al mundo un mensaje sólido. Terminó su charla alabando la tarea de los allí reunidos, a los que apreciaba como «evangelists of Spanish culture in this country»90.

Con el título de «El espíritu de los Cuatro jinetes», el 10 de noviembre, Blasco dirigió su conferencia a un público mayoritariamente hispanohablante en el Aeolian Hall. Tras los cumplidos de agradecimiento a su audiencia, por la tremenda acogida a su novela, dividió su exposición en dos grandes bloques. Primero habló de la amenaza procedente de un quinto jinete, el de las huelgas y la revolución social, que podía desembocar en nuevos conflictos bélicos en el período de incertidumbre internacional que se respiraba en los primeros meses de posguerra91. Acto seguido, rememoró los acontecimientos que propiciaron la redacción de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, historia para que la que se nutrió, en parte, de su visita al escenario de los enfrentamientos del Marne, así como se basó en personajes reales. También insistió en una idea que sería recurrente en varias de sus colaboraciones periodísticas: «Yet no punishment has been meted out to the men responsible for the death of ten millions. If such crimes are to be forgiven and forgotten, who can be sure they will not be repeated?»92. Esa ausencia de castigo era uno de los factores que había desencadenado la inestabilidad industrial presente, el conflicto entre aquellos que habían amasado dinero en el transcurso de la guerra y aquellas masas trabajadoras que sentían hacia ellos un odio instintivo.

Durante los meses en que Blasco estuvo en los Estados Unidos, las conferencias fueron eclipsadas en cantidad por las recepciones a las que fue invitado por personas y asociaciones de la más diversa índole. Así, por ejemplo, estuvo en el India House, teniendo como anfitrión a Alfred Gilbert Smith, presidente de la New York and Cuba Mail Steamship Company, más conocida como Ward Line, y compartiendo mesa con notables comensales de origen español y sudamericano93. En el hotel Pennsylvania, le regaló con una cena el Mexican Union and American Frienship Club. En la misma se lamentó de los ataques recibidos por su conferencia en el Horace Mann Auditorium al defender a España de la visión negativa que se ofrecía de su intervención en el Nuevo Mundo. De acuerdo con las sospechas del escritor, existía un empeño pro alemán en desacreditarle. En todo caso, más allá de su reputación personal o su perspectiva interpretativa de la historia española, lo que a él le interesaba era destacar las ventajas de la cooperación internacional: «it was most important that Spain ally herself with the United States now, for Spanish interests were world-wide, and together the countries could accomplish much»94. Y siempre mirando al futuro, exponía su intención de viajar a México para escribir una novela sobre aquel país que sería traducida al inglés.

La faceta más altruista de Blasco se puso de relieve el 14 de noviembre, cuando participó en la campaña de la Fundación «For Actors' memorial», organizada por el productor y manager Daniel Frohman, y que tuvo lugar en el teatro Lyceum. Se trataba de recaudar fondos para los actores menos afortunados, concurriendo a la recepción hombres de negocios, representantes del mundo del escenario y la literatura, y unas dos mil damas. La mayoría de los asistentes se sintieron atraídos por la oportunidad de conocer en persona al escritor95.

Sin embargo, tuvo mucha más repercusión su iniciativa de abrir un fondo conmemorativo para levantar un monumento en honor a Edgar Allan Poe, al que él contribuyó con la donación de cien dólares. La trascendencia del gesto no residía tanto en la cantidad aportada, como en el hecho de persuadir al presidente de la Sociedad de Artes y Ciencias del Bronk, señor W. Stebbins Smith, de la conveniencia de emprender la aventura laudatoria96, teniendo en cuenta que Poe era un escritor muy apreciado en Europa, mientras que en el ámbito literario de los Estados Unidos era como una especie de marginado, una figura extraña y peligrosa97. Era, pues, el suyo un acto de justicia poética que tendió a otorgarle al escritor de Boston el reconocimiento que merecía en su país.

La prensa americana aplaudía la decisión de Blasco, quien hacia el 17 de noviembre visitó la pintoresca casa de madera del autor de «El cuervo» en el Grand Concourse, en Fordham, en la parte alta de la ciudad. Le demostraba así la admiración que le profesaba antes ya de su llegada a los Estados Unidos. Por su parte, mientras los periodistas intentaban recrear la existencia de Poe en su hogar, sentado en el porche y dialogando a solas con las estrellas, pendiente de los lamentos y las sombras fantasmales que se arrastran por la noche98, la figura del novelista español adquirió una dimensión poética: había sido inspirado por el maestro para acometer empresas generosas99.

Más mundana fue, en cambio, la celebración organizada por el University Forum of America, el día 18, en el Hotel des Artistes100. Blasco fue recibido en el salón de baile con gritos y aplausos. Como era habitual en estos festejos de sociedad, a los postres enlazó un breve discurso, convenientemente traducido por el señor Alexander Cummnings, presidente del University Forum, en el que hizo relación de sus experiencias personales en Argentina, en París y durante su visita a la zona devastada del Marne. Para desviar a los asistentes de cualquier recuerdo aciago sobre la Gran Guerra, luego concluyó la velada con un baile.

Solo dos días más tarde, en el almuerzo organizado por el Rotary Club, en el hotel McAlpin, se verificó la comunión entre el escritor y la sociedad norteamericana de un modo sumamente gráfico. Los miembros del club recompensaron a Blasco con el regalo de una bandera de los Estados Unidos. El novelista, posando sus labios sobre la tela, agradeció con fervorosas palabras el detalle. Para él, dicho emblema representaba un honor inmenso. No era la bandera del país más importante, sino la bandera con cuyos valores debían identificarse todos los países del mundo101. Para un hombre muy dado a conferirle su simbolismo a los objetos, el regalo recibido satisfacía con creces su tendencia mitográfica.

Posiblemente la recepción en el hotel McAlpin fue el último acto público de su primera estancia en Nueva York102. A lo largo del mes de noviembre Blasco visitó en su mansión de Bayside, en Long Island, a la actriz Pearl White, sin que las informaciones de la prensa permitan fijar una fecha concreta. De acuerdo con sus propias palabras, el escritor ya hacía tiempo que deseaba de conocer a la estrella de la Fox. Había llegado a contar en numerosas ocasiones una historia entretenida que podía justificar dicho afán. En París, durante un ataque aéreo, Blasco vio correr a la gente hacia un teatro. Él siguió su estela creyendo encontrar allí un lugar inusualmente seguro. Sin embargo, lo que atraía a los franceses era una pieza del serial cinematográfico Los peligros de Paulina. Sorprendido por el singular descubrimiento, se dijo que debía conocer a una actriz cuyos movimientos delante de la cámara mantenían ocupada la atención de las personas en peligro103.

El ansiado encuentro entre los dos famosos quedó inmortalizado por una breve filmación de un minuto y casi cuarenta segundos en la que puede identificarse asimismo al marido de Pearl White, el actor Wallace McCutcheon Jr., a Leo A. Pollock, a Louis Renshaw y la también actriz de Brodway Blyth Daly104. Blasco le regaló a su anfitriona un ejemplar de una de sus novelas, mientras ella hacía lo propio con otro ejemplar de su autobiografía Just Me, en la que estampó la dedicatoria: «From the worst author in the world to the greatest»105. La sintonía entre los dos parecía perfecta, y ambos se intercambiaron elogios. Pearl apreciaba la habilidad del escritor en la creación de personajes. Blasco no quedó atrás en sus elogios: «In Europe and South America your admirers can be counted by the million. It is my deep conviction that such admiration is well deserved. I am one of those millions»106.

Según parece, hubo más visitas de Blasco a Bayside, en las que tan cotizadas figuras podían conversar un poco en francés y unas cuantas palabras en italiano. Años más tarde, como resultado de esta magnífica relación, Blasco escribiría una novela corta sobre el cine y su influjo en la percepción de la realidad de los espectadores. La protagonista de Piedra de luna era el correlato novelesco de la célebre Pearl White107.


Anuncio de una conferencia en el teatro Fulton (The Sun, noviembre 1919)

A medida que el escritor fue visitando más ciudades norteamericanas, se familiarizó con las costumbres y aficiones representativas de aquel país. Hacia el 21 de noviembre había llegado a Boston. Seguramente el primer evento al que asistió fue un partido de football en el Harvard Stadium. Allí comprobó que el entusiasmo mostrado por los espectadores era muy parecido al que se reconocía en una corrida de toros en España108. Al día siguiente, el Club Español de Boston le agasajó con una comida en el hotel Westminster. Bajo los auspicios de esta asociación impartiría la conferencia «Los cuatro jinetes del Apocalipsis». Otra vez el peligro de una revolución social. Se anunciaban otras disertaciones, en el Wellesley College, en Tremont Temple. Ahora para hablar de la verdadera España, ahora para expresar su optimismo en el futuro que le aguardaba a los Estados Unidos, aprovechando cualquier ocasión para dejar constancia de su afecto a la bandera norteamericana109.

La prensa destacaba la inmensa popularidad del autor, que se había extendido como la pólvora, al mismo tiempo que se preguntaba cómo era posible que este hombre tuviese amigos por todas partes. En realidad, Blasco dominaba las estrategias del buen publicista y repetía constantemente que se sentía muy a gusto en aquella república. Sin embargo, en medio de tanto trasiego, fastos y oropeles, le volvió a visitar la tragedia. Años atrás le había sorprendido la noticia de la muerte de su padre mientras se hallaba en su gira de conferencias en la Argentina. Ahora el golpe se lo asestaba la muerte inclemente llevándose consigo a su hijo Julio César. Blasco no pudo asistir al sepelio, quedando doblemente afectado. De ello dejó testimonio en una misiva remitida a Huntington, el 26 de noviembre, y sellada en Otawa. Es decir, para entonces había cruzado la frontera de Canadá, según le confiaba a su querida Elena Ortúzar en otra carta del 27. En ella le informaba que se hallaba en Ottawa para dar una conferencia en un templo protestante y que, al día siguiente, saldría hacia Montreal. Se había visto obligado a cambiar su itinerario, pues era imposible desplazarse hasta Toronto, a causa de una epidemia de viruela. El caso es que se encontraba abatido: «Comprenderás mi estado de ánimo después de la muerte de mi pobre Julio. Además aún no he recibido ni una sola carta tuya. Voy como un sonámbulo de un lado para otro. Mis negocios marchan bien, pero me faltan ánimos». Quizá las sombras que se cernían sobre él se viesen mínimamente disipadas con la visita a las cataratas del Niágara. Aun así, a su familia remitió una postal, con la imagen coloreada de esta majestuosa belleza natural, manifestando su pena por la muerte de Julio.


11. Texto de la postal enviada por Blasco a sus hijos

(Colección Libertad Blasco-Ibáñez. Casa Museo Blasco Ibáñez)

Con mucha probabilidad fue por esas fechas cuando, ya instalado en el hotel Statler de Búfalo, respondió a la carta que le había enviado unas semanas antes Conrado Massaguer solicitándole una colaboración para su Revista Social. Blasco declinó la invitación alegando la carencia de tiempo material para atender a todos los compromisos que hacían de la suya una existencia frenética. Vale reproducir algunos párrafos de esta carta por la valiosa información que suministran:

Cada dos días visito una ciudad de los Estados Unidos.

En cada una de ellas me dan un banquete y doy una conferencia. El otro día en el curso de 48 horas, hablé en una universidad de señoritas, en una sinagoga, en un templo protestante y en la escuela militar de West Point, siendo todas estas conferencias alternadas con largos viajes de ferrocarril.

Además recibo visitas, hablo con los periodistas, dedico libros y postales (¡ay las postales!, ¡si me diesen un centavo por cada una que firmo!… ¡qué fortuna!). Algunas mañanas al salir de la cama pretendo afeitarme, y suenan las ocho de la noche antes de haberlo conseguido.

¡Y quiere usted, viviendo así, que le envíe unas cuartillas! […]

Voy a correr una parte de esta región de los Estados Unidos (Cleveland, Chicago, Nebraska, etc.) hasta el 29 de diciembre; luego iré a pasar las Navidades en New York (Hotel Belmont). En enero saldré para el Oeste y el Sur (California, Texas, etc.), en febrero volveré a New York; en marzo deseo ir a Cuba, en abril a México…

¿Cuándo podré tener unos días libres para escribir?…110

Con el plan de trabajo pergeñado no resultaba difícil aventurar que la transición entre los meses de noviembre y diciembre cobraría forma bajo el mismo signo del movimiento delirante. Si acaso, le podían ofrecer alguna tregua momentánea las recepciones con personajes interesantes, pensemos en las comidas compartidas con la actriz peruana S. Díaz de Rábago o con la contralto del mismo país Margarita Álvarez111. Tal vez entre refrigerios y risas era posible remontarse sobre la fatiga y el dolor por la pérdida de un hijo, incluso para lanzar de nuevo a volar la imaginación. Así, por ejemplo, su estancia en Búfalo le permitió conocer al rabino Louis Kopald, del templo Beth Zion. A partir de la conversación mantenida con él, surgió la idea para una futura novela que bien podría titularse El judío. Puesto que Blasco intuía más privilegios en los hebreos de América que en aquellos otros diseminados por diferentes lugares del mundo, su inspiración le dictaba la oportunidad de una historia protagonizada por un judío de Salónica que viajaba hasta los Estados Unidos y cuya percepción de las cosas entraba en abierto contraste con la de otro personaje de su mismo pueblo, afincado en la república de las barras y las estrellas, y por ello, con una cosmovisión más progresista y optimista112.

Esa historia nunca llegó a escribirla. Lo que sí que continuó fue su gira de conferencias. El 11 de diciembre, estuvo en Pittsburgh, más concretamente en el Carnegie Music, correspondiendo a las atenciones de The Author's Club de la ciudad, del que era presidente Georges N. Sollom, con la enésima exposición sobre los «cinco jinetes»113. Inmediatamente después, le esperaba con los brazos abiertos la ciudad de Chicago. No obstante, al ser alojado en el Congress Hotel, en la mejor de sus habitaciones, algo ocurrió que propiciaría, casi cuatro años más tarde, las declaraciones poco gratas del señor James B. Pond sobre el comportamiento del escritor. El responsable de la agencia que le había contratado señalaba que Blasco tenía, digámoslo así, un temperamento excesivo. Además, él era «the most accomplished cusser I ever knew. If he got himself well started on a series of Spanish oaths, few people could hope to equal his unusual and most comprehensive selection of swearwords and fiery delivery»114. Para desempeñarse como su intérprete, la agencia había elegido a un ex oficial del ejército norteamericano, que era incapaz de soportar el flujo constante de un léxico que no estaba autorizado en ningún diccionario. Por ende, el intérprete acabó supuestamente desquiciado en dos semanas y quería sacar su revólver: «He was a wild man, eager to slay!». Lo tuvieron que despedir abonándole el salario estipulado. En su lugar, el elegido fue un puertorriqueño, Robert King Atwell, que conocía a la perfección el rico vocabulario castellano.

Pero regresemos a su habitación en el Congress. Aunque tenía unas espléndidas vistas a un lago, quedaba muy próxima al ferrocarril. Disgustado por el ruido de los trenes, parece ser que Blasco reaccionó colérico, lanzando todo tipo de juramentos y saltando sobre su sombrero. Justo en ese momento, se abrió la puerta de la habitación con tan mala suerte que un grupo de reporteros descubrieron su enojo. El intérprete trató de disculpar al escritor argumentando que, habiendo comprado el sombrero esa misma mañana, no le encajaba. Sin embargo, entre los periodistas había algunos sudamericanos que habían oído a Blasco y denunciaron los hipotéticos errores en la traducción de sus palabras. Al final, las víctimas del enfado del autor, según relataba Pond, fueron el malhadado sombrero y el intérprete puertorriqueño.

Dejando a un lado la anécdota, durante los días que pasó en Chicago, es muy posible que se produjera una primera puesta en común con June Mathis, la encargada de adaptar para el cinematógrafo Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Tampoco tuvieron mucho tiempo para ahondar en dicho asunto, ya que el 15 de diciembre era presentado en Des Moines, por el Iowa Press and Authors' Club, para pronunciar la conferencia «La América que conocemos»115. Al día siguiente estuvo en Omaha. En el hotel Fontenelle, ante la Society of Fine Artes, con el señor Albert Smith como intérprete, reiteró las consabidas alabanzas a Nueva York, se atrevió a refutar la idea de que los Estados Unidos era una nación carente de arte y vida espiritual. Significó para ello la importancia de la obra del poeta romántico Longfellow, la genialidad de Whitman y la poderosa capacidad imaginativa de Poe. Prosiguiendo con la enumeración de personalidades norteamericanas, los elogios vinieron a recaer sobre sus grandes presidentes: Washington, el ciudadano-soldado heroico y abnegado; Lincoln, el mártir de la libertad; Roosevelt, apóstol de la vida, y Wilson, notable estadista y poeta. Blasco, a quien la prensa local le atribuía un cierto parecido con Enrico Caruso116, sabía perfectamente cómo ganarse la voluntad de su auditorio.

Coincidiendo con Christmas Eve, el novelista sufrió un nuevo contratiempo. Cierto editor argentino le había interpuesto demandas «por valor de varios miles de pesos». Los tribunales de su país solicitaron el embargo de los derechos de autor que le correspondían por la venta de sus libros, y la corte de distrito de Nueva York dictó la orden a favor del demandante117. Aun así, la actividad de Blasco no cesó, ni siquiera en pleno período navideño. La American Association of Teachers of Spanish celebraba su tercer encuentro anual en la Universidad George Washington, en su facultad de Derecho, con la asistencia de cientos de delegados. El día 27, el rector de la Universidad, Dr. William Miller Collier, pronunció el discurso de bienvenida, interviniendo como oradores principales el embajador de España, Sr. Juan Riaño y Gayangos, y Blasco Ibáñez118. Todavía el 30 de diciembre podríamos localizarlo, otra vez, en Nueva York disfrutando de un almuerzo en el Dutch Treat Club y manteniendo el contacto con ese mundo de artistas, escritores e ilustradores que tanto contribuían al glamour de la metrópoli.

Camino de Hollywood

Con la llegada del nuevo año Blasco emprendió de nuevo un itinerario que tendría como ansiado destino los estudios cinematográficos instalados en Hollywood, a la par que se desarrollaba la segunda parte de su gira de conferencias por los estados del Sur119.

El 18 de enero se detuvo en Albuquerque, donde ofrecería una charla en el Liberty Hall, ante el capítulo local de la AATS120. Antes de eso, él y su secretario, fueron guiados en excursión por un comité encabezado por el profesor universitario Roscoe Hill y del que formaban parte los señores Néstor y Anastasio Montoya, Frank A. Hubbell y A. R. Hebenstreil. En sendos automóviles, habida cuenta del interés del escritor por ver un rancho, se trasladaron hasta la granja Hubbell y a la Isleta, paraje este último que causó una grata impresión al autor, ya que por su colorido, su arquitectura, la presencia de indios y otras características geográficas le traía a la memoria sus recuerdos de Sudamérica. Tras la cena, organizada en casa del profesor Hill, los asistentes pudieron trasladar sus preguntas a Blasco, quien demostraba especial magnetismo con todos los allí reunidos. Sobre todo, destacó su opinión de que América del Sur seguía siendo la tierra de las oportunidades. En ella habían triunfado muchos alemanes, que aprendían el castellano en su país para viajar luego al otro lado del Atlántico. Sobre los Estados Unidos dijo que algunas de sus regiones se parecían mucho a otras de España, provocándole un gran orgullo que muchos anglosajones dominaran perfectamente el castellano121.

El lunes 19 llegaba a la ciudad histórica de Santa Fe, en la cual buscaba reminiscencias del pasado hispano. De ahí su interés al visitar el museo local y la Library of Historian Benjamin M. Read por los fondos que le permitían acceder a un mejor conocimiento de la historia de la España colonial. Sobre todo, en el primer edificio sorprendió por su erudición incluso a los universitarios que le acompañaban. Cuando un sacerdote hizo sonar una campana que estaba expuesta como reliquia con varios siglos de antigüedad, emitió un veredicto tajante: aquello era falso. Bastó con darle la vuelta a la pieza para verificar cuándo y dónde había sido fabricada. De repente, su mirada se detuvo en unas pinturas con unas carabelas en las que supuestamente viajó Colón al Nuevo Mundo:

One glance was sufficient for the visitor to take it all in and to discover that the ships were not historically correct. He had made a study of ships of the Spanish navy throughout its history at one time when he was writing something in South America and pointed out that that type of caravel was not used by Columbus when he discovered America122.

Mientras expresaba su intención de regresar el verano siguiente a Santa Fe con el fin de realizar un estudio que le serviría para escribir su novela del Sudoeste, el gobernador Benjamin F. Pankey lo invitó a un almuerzo en el hotel De Vargas123. Tal vez, fue en uno de estos actos públicos donde el novelista recibió como presente otra bandera de la república norteamericana que, a su regreso a Francia, exhibiría en su despacho de Villa Kristy, en Niza, junto a varios objetos exóticos fabricados por los indios de Arizona y Nuevo México.

Su estancia en Tucson, el 22, fue breve; el tiempo necesario para impartir la conferencia «El espíritu de los Cuatro jinetes»124. En cambio, su estadía en California iba a ser más duradera, de casi tres semanas, entre finales de enero y principios de febrero. Eso sí, nada más llegar a Los Ángeles, el 23, e impartir, para la sección local de Los Ángeles de la AATS, una nueva conferencia sobre la España moderna en el Clune’s Auditorium125, las informaciones recopiladas en la prensa hacían alusión a sus problemas de salud: «Vincente Blasco Ibanez, Spanish author, is ill here»126. Unas fuentes hablaban de un resfriado severo o de una gripe127, otras apuntaban a una dolencia próxima a la neumonía128. Este contratiempo le obligó a quedar confinado en su habitación del hotel Raymond, en Pasadena, y, con ello, a alterar su calendario de charlas. No obstante, tan pronto empezó a recuperarse, intentó recuperar el tiempo perdido. A finales de mes volvió a hacer gala de sus dotes para la oratoria en el auditorio de la Polytechnic High School, en Washington and Hope Streets, disertación para la que el público tenía entrada libre129.

Pese a no haber desaparecido la afección gripal, se esforzó por sobreponerse a ella para satisfacer su curiosidad. Estaba demasiado cerca de los escenarios donde se rodaban los grandes films estadounidenses como para poder resistirse a visitarlos. De modo que estuvo en los Sixty-First Street Studios, en los que la Metro Pictures Corporation comenzaba a producir la adaptación cinematográfica de The Four Horsemen of the Apocalypse130. Casi obvia referir los arrebatadores efectos que provocaron en su ánimo esos escenarios donde cobraba forma la ilusión cinematográfica: «At the movie city outside Los Angeles the Spaniard was a constant visitor at the studios. He saw the production at every stage in its development»131. Blasco lo miraba todo con los ojos atónitos de un niño. De sus observaciones sobre la magia que transmitía Hollywood, bautizada como Camaleón City, dejó posteriormente testimonio descriptivo en La reina Calafia y en la novela corta Piedra de luna. Cómo le habría gustado ser partícipe de las invenciones que allí se gestaban. Iba a escribir escenarios y contaba con la indiscutible virtud de saber amoldarse a las opiniones ajenas. Estaba tan eufórico, que quienes le mostraban los estudios de la productora le tuvieron que hablar también de los prejuicios de la audiencia norteamericana, de las dificultades técnicas que interferían en cualquier rodaje. Pero si algo le sobraba a Blasco era capacidad de trabajo y carácter perseverante132.


Vicente Blasco Ibáñez en Hollywood con June Mathis y Marcus Loew (Filmoteca Valenciana)

Además del cinematógrafo, la geografía californiana albergaba otros atractivos lugares a los que el novelista viajó en excursión. Al noreste de Los Ángeles, cerca de Arroyo Seco estaba la finca de El Alisal, cuyo propietario era el polifacético Charles Fletcher Lummis, gran protector de la herencia ancestral del Sudoeste americano. Blasco fue invitado a su casa, disfrutando de una comida típica de la primitiva California. El propio Lummis actuó como anfitrión, junto al cónsul de España, de otra recepción celebrada en el exclusivo Gamut Club, en 1044 South Hope Street, que en honor del célebre invitado y dada la condición de fraternidad artística y musical, dedicó la jornada a la música española, de la cual ejercía como renombrado representante para la ocasión el barítono Serafín Pla133.


Blasco Ibáñez y Ch. F. Lummis en El Alisal (Lummis Papers, Colorado State University)

Coincidiendo con su estancia en la ciudad, se fundó el Centro Hispano Americano, agrupación de índole cultural integrada por mexicanos residentes en Los Ángeles y que nacía con pretensiones de establecer un vínculo fraterno entre los Estados Unidos y México. Blasco fue nombrado como su presidente honorario134.

Aún emprendería con su secretario una gratificante ruta que le permitió reencontrarse con la arquitectura colonial española. Para eso se trasladó a Riverside, donde le reclamaban poderosos valedores como Frank A. Miller, promotor del hotel Mission Inn. Acompañado por el profesor de español Emile Mauler Hiennecey estuvo también en la misión de San Juan Capistrano, en la Mission Play y el Mount Rubidoux, escenario este último donde se levantaba una cruz dedicada a Fray Junípero Serra135. Como era habitual en él, aparte del mero interés turístico, existía un propósito documental «in order to gather material for a novel which Senior Ibanez has in contemplation. The scene is to be laid in Mexico, and in that part of California where Spanish influence has been felt»136.

El 4 de febrero se alojó ya en San Francisco, en concreto en el University Club. De inmediato, en el Pacific Union Club, el Sr. Vinter, gerente del Banco Hispano-Americano, le ofrecía un lunch en el que Blasco se distinguió por el fervor con que hablaba de España y de la raza hispana. Precisamente, su visita fue muy celebrada entre los miembros de la comunidad de habla española. Cundía entre ellos una desazón, un sentimiento molesto de aislamiento porque hasta California apenas llegaban los ecos de las novedades del mundo intelectual europeo, pero, además, como núcleo insignificante entre las colonias de habla extranjera, también ellos eran ignorados. De ahí la importancia de la llegada de tan ilustre embajador de la lengua de Cervantes137. De ahí sus felicitaciones a la Universidad de California por liderar dicha iniciativa, por gestionar oportunamente una conferencia del escritor en Berkeley para el 9 de febrero138. Antes había asistido ya a la junta de la AATS, donde habló con su característica elocuencia, y después haría lo propio en el Scottish Rite Temple, reproduciendo una vez más la exposición que había titulado «Los Estados Unidos a los ojos del mundo». La cifra de casi mil asistentes reunidos en la cena del Bohemian Club, el 10 de febrero, evidenció la popularidad de la que gozaba Blasco por aquellas fechas. Y este baño de multitudes pronto iba a desembocar en una ceremonia honorífica que tendría lugar pocos días después en la Universidad George Washington.

Este compromiso motivó su partida hacia el este del país, siendo posible reconstruir su itinerario en tren a partir de las menciones a diferentes ciudades y espacios naturales que figuran en uno de sus cuadernos de notas. Esto es, el 13 de febrero abandonó San Francisco, y el ferrocarril discurrió junto al río de las Plumas y poblaciones californianas como Pulga, Cresta y Merlín. Un día después, aludía al famoso desierto de Nevada, mientras que, el 15, pasó por las Montañas Rocosas, Red Cliff y Denver. Por el estado de Nebraska, dejó atrás las ciudades de Hastings, Lincoln y Omaha; y el 17, apenas se detuvo en Chicago, para reemprender la marcha hacia Nueva York.

El 21 de febrero se hallaba, de nuevo, en Washington para recibir la distinción excepcional de Doctor en Letras. El evento se enmarcaba en el calendario de actividades organizado por la Universidad George Washington con motivo del «mid-year», convocatoria de mediados de invierno. Sin duda, el acto central de la misma fue la ceremonia de entrega de títulos honoríficos. Se celebró, el 23, en el Auditorium of Central High School, 13th y Clifton al noroeste, concediéndose en él la distinción de doctor honoris causa a Blasco Ibáñez, pero también el grado honorario de Doctor en Leyes al senador por Nueva York W. M. Calder, así como los títulos respectivos al ex secretario de Hacienda Franklin MacVeagh y a Herbert C. Hoover, quien pocos años después sería elegido presidente de la República139. El general John J. Pershing no pudo recogerlo por hallarse en California.

Fue una ceremonia solemne a la que acudieron las más eminentes personalidades de la capital, miembros del gobierno de los Estados Unidos y gran parte del cuerpo diplomático extranjero. Se estima que el número de asistentes ascendía a las cuatro mil personas, quedándose fuera otras tantas por no haber aforo suficiente140. En un lugar preferente del salón, se entrelazaban dos enormes banderas: la norteamericana y la española, flanqueadas por todas las banderas de las repúblicas sudamericanas. El rector y antiguo embajador estadounidense en Madrid, Sr. Collier, enlazó un discurso en que proclamaba a Blasco Ibáñez como uno de los novelistas más relevantes de su tiempo. Respondió el homenajeado con una exposición sobre el Quijote: «La mejor novela que se haya escrito». Con dicho discurso no solo ponía de relieve su admiración por la inmortal creación cervantina, sino que terminaba afianzando los elogios vertidos públicamente en su gira norteamericana a propósito de la intervención de aquel país en la Gran Guerra. A través de esta actuación la república de las barras y las estrellas se había revelado como defensora a ultranza de la libertad y del progreso. De ese modo, se producía un trasvase del espíritu representado por don Quijote a la otra orilla del Atlántico: «[don Quijote] cansado de estar en Europa buscando el ideal, se ha trasladado a los Estados Unidos, donde se practica»141.

Blasco no podía estar más satisfecho con la distinción recibida y, sobre todo, con el hecho de que esta hubiese tenido lugar en una república, de forma similar a como aconteció años antes al recibir la Legión de Honor, en Francia. Los agasajos, sin embargo, se prolongaron, hasta el punto de que los periódicos acordaron denominar aquella como la «semana de Blasco Ibáñez». Fue recibido con grandes honores y aclamado en el Congreso y en el Senado, y el propio presidente Wilson envió a uno de sus secretarios para disculpar su ausencia por hallarse convaleciente de una enfermedad. En el restaurante Rauscher, la cena anual de la Asociación de Antiguos Alumnos de la Universidad George Washington se convirtió en un efusivo homenaje al escritor, donde estuvieron presentes doscientos comensales142. En la velada, amenizada con los números musicales interpretados por la señorita Ruth Leah Ayler y Arthur H. Deibert, intervinieron como oradores el rector William M. Collier, Arthur Powell Davis, presidente de la Sociedad Americana de Ingenieros Civiles; el mayor Charles Dudley Rhodes, y el propio Blasco, el cual animó a los estadounidenses a estudiar el castellano, ya que era un instrumento necesario para convertir su nación en el «hermano mayor» de Sudamérica143.


Doctor Honoris Causa por la Universidad George Washington

(Fundación C. E. Vicente Blasco Ibáñez).

Don Juan Riaño y su esposa también tomaron parte en los festejos, con otra recepción en la embajada española a la que se presentaron notables representaciones de la esfera política, diplomática e intelectual, residentes en la capital. Sin olvidar que también la embajada francesa dio otro banquete, donde Blasco compartió mesa con miss Margaret Wilson, hija del presidente norteamericano.

Blasco Ibáñez en Norteamérica

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