Читать книгу El hotel de cristal - Emily St. John Mandel - Страница 10

3. El hotel

Оглавление

Primavera de 2005

1

«Por qué no tragáis cristales rotos». Las palabras estaban garabateadas en pasta ácida sobre la pared oriental de vidrio del hotel Caiette y goteaban rastros blancos de varias letras.

—¿Quién escribiría algo así?

El único cliente que había visto el acto de vandalismo, un insomne ejecutivo de una empresa de envíos que había llegado el día antes, estaba sentado en uno de los sillones de cuero con un whisky que el encargado nocturno le había traído. Eran un poco pasadas las dos y media de la madrugada.

—No será un adulto, seguro —respondió el encargado nocturno. Su nombre era Walter, y era el primer grafiti que había visto en los tres años que llevaba en el hotel. El mensaje estaba escrito en la parte exterior del cristal. Walter había pegado con celo varias hojas de papel por encima de la frase y ahora se disponía a mover una maceta con un rododendro para cubrir los papeles con la ayuda de Larry, el portero de noche. La camarera que estaba de servicio, Vincent, limpiaba las copas de vino mientras observaba lo que hacían desde detrás de la barra, en el otro extremo del vestíbulo. Walter se había planteado reclutarla para que los ayudase a mover la maceta, porque siempre iban bien otro par de manos y era la hora de cenar del encargado de mantenimiento, pero no le pareció una persona especialmente robusta.

—Es algo inquietante, ¿no? —comentó el cliente.

—No le digo que no. Pero creo —dijo Walter, que exhibía más confianza de la que sentía en realidad— que esto solo puede haber sido obra de un adolescente aburrido.

La verdad era que estaba profundamente perturbado por el incidente y que se refugiaba en la eficiencia. Dio un paso atrás para ver cómo quedaba el rododendro. Las hojas lograban cubrir, aunque no por entero, el papel pegado al cristal. Miró a Larry, que le devolvió la mirada con una expresión de «esto es lo mejor que podemos hacer», se encogió de hombros y salió fuera con una bolsa de basura y un poco de celo para tapar el mensaje por el otro lado.

—Es la especificidad de la frase —repuso el cliente—. Desconcertante, ¿verdad?

—Siento mucho que tuviera que verlo, señor Prevant.

—Nadie debería ver un mensaje como ese.

Hubo un temblor de angustia en la voz de Leon Prevant, que disimuló con un rápido sorbo de whisky. Al otro lado del cristal, Larry había doblado la bolsa de basura en una tira recta y la pegaba por encima del mensaje.

—Estoy completamente de acuerdo. —Walter lanzó una mirada a su reloj. Las tres de la mañana, tres horas más en su turno. Larry volvía a estar apostado en su lugar en la puerta. Vincent seguía limpiando las copas. Fue a hablar con ella y, cuando lo hizo, vio que tenía lágrimas en los ojos.

—¿Estás bien? —preguntó con suavidad.

—Es tan horrible… —dijo ella sin levantar la mirada—. No imagino qué tipo de persona escribiría algo así.

—Lo sé —asintió él—. Pero sigo pensando que mi teoría del adolescente aburrido es la correcta.

—¿De verdad lo crees?

—No me costaría nada estar convencido de eso —aseguró.

Walter fue a ver si el señor Prevant necesitaba algo, pero no era así, y luego volvió a inspeccionar la pared de cristal. Solo esperaban a otro cliente esa noche, un vip, cuyo vuelo se había retrasado. Walter se quedó frente al cristal durante unos minutos más y miró el reflejo del vestíbulo superpuesto en la oscuridad antes de regresar a su escritorio para redactar un informe del incidente.

2

—El hotel está en medio de la nada —le había explicado el gerente a Walter en su primer encuentro en Toronto hacía tres años—, pero precisamente de eso se trata.

La primera reunión fue en una cafetería cerca del lago; de hecho, estaba construida en el muelle y los barcos se balanceaban a los lados. Raphael, el gerente, vivía en el mismo hotel, junto con casi todos los demás que trabajaban en el Caiette, pero había ido a Toronto para asistir a una conferencia sobre el sector de la hostelería y también para fichar a los empleados que le interesaban de los hoteles de la competencia. El hotel Caiette llevaba abierto desde mediados de los años noventa, pero lo habían reformado recientemente en lo que Raphael llamaba el estilo Gran Costa Oeste, que incluía vigas de cedro a la vista y enormes paneles de cristal. Walter estudiaba las fotos de la campaña de anuncios que Raphael le había deslizado a través de la mesa. El hotel era un palacio de cedro y de cristal en el crepúsculo, las luces se reflejaban en el agua y las sombras del bosque se cernían sobre él.

—Lo que mencionó antes —dijo Walter—, eso de que no se puede llegar en coche…

Pensó que tal vez no lo había entendido bien cuando Raphael había hecho la presentación inicial.

—Quiero decir exactamente eso. El acceso al hotel es mediante un bote. No hay carreteras de entrada ni de salida. ¿Conoce la geografía de la región?

—Un poco —mintió Walter.

Jamás había estado tan al oeste. Su impresión de la Columbia Británica era de postal: ballenas que emergían de aguas azules, orillas verdes, barcos.

—Aquí —dijo Raphael mientras removía algunos papeles—. Echa un vistazo a este mapa.

El hotel se representaba como una estrella blanca en una ensenada en el extremo norte de la isla de Vancouver. El brazo de tierra casi partía la isla en dos.

—Es todo salvaje ahí arriba —explicó Raphael—, pero déjame que te cuente un secreto acerca de la naturaleza salvaje.

—Adelante.

—Muy poca gente que viaja hasta la naturaleza salvaje quiere experimentarla. Casi nadie, de hecho. —Raphael se echó hacia atrás en la silla con una pequeña sonrisa, a la espera de que Walter le preguntara qué quería decir, pero Walter se limitó a esperar—. Al menos, no el tipo de personas que se alojan en un hotel de cinco estrellas —prosiguió Raphael—. Nuestros clientes en Caiette quieren ver naturaleza salvaje, pero no quieren vivir en ella. Solo desean mirarla, idealmente a través de la ventana de un hotel de lujo. Quieren estar cerca de lo salvaje. Aquí ofrecemos… —tocó la estrella blanca con un dedo, y Walter admiró su manicura— un nivel de lujo extraordinario en un entorno inesperado. Hay un elemento de surrealismo en ello, con franqueza. Es una experiencia de cinco estrellas en un lugar donde el móvil no tiene cobertura.

—¿Cómo llevan a los clientes y las provisiones? —A Walter le costaba entender cuál era el atractivo de un lugar así. Era sin duda hermoso, pero muy inconveniente a nivel geográfico, y no estaba seguro de por qué el ejecutivo medio querría irse de vacaciones a un lugar sin cobertura.

—En un ferry rápido. Se tardan quince minutos desde el pueblo de Grace Harbour.

—Entiendo. Aparte de su obvia belleza natural —dijo Walter, que trataba de enfocarlo por otro lado—, ¿diría que existe un factor que diferencia este hotel del resto de sus competidores similares?

—Esperaba que me preguntaras eso. La respuesta es sí. Uno se siente fuera del tiempo y del espacio.

—¿Fuera del…?

—Es una metáfora, pero no muy desencaminada. —A Raphael le encantaba el hotel, saltaba a la vista—. La verdad es que hay una franja demográfica dispuesta a pagar mucho dinero para escapar durante un tiempo del mundo.

Más tarde, mientras caminaba de regreso a casa en la noche otoñal, escapar temporalmente del mundo era una idea en la que Walter no podía dejar de pensar. En ese entonces alquilaba un pequeño apartamento de una habitación en una calle que parecía quedar entre dos barrios. Era el apartamento más deprimente que había visto jamás y, por razones que se negaba a formular, por eso lo había escogido. En algún lugar de la ciudad, la bailarina de ballet con la que Walter había estado prometido hasta hacía dos meses se había ido a vivir con un abogado.

Walter hizo su habitual parada en la tienda de comestibles de camino a casa esa tarde, y la idea de volver a parar en el mismo sitio al día siguiente, y el día después, y el otro, lentos paseos por la zona de comida congelada intercalados con los turnos en el hotel donde llevaba trabajando una década, cada día un día más viejo mientras la ciudad se cernía sobre él, bueno, era insoportable, la verdad. Colocó un paquete de maíz congelado en su carrito. ¿Y si esa era la última vez que realizaba esa acción, allí, en esa tienda en concreto? Era un pensamiento atractivo.

Había estado con la bailarina de ballet durante doce años. No había adivinado que iban a romper. Había acordado con sus amigos que no debía realizar ningún movimiento precipitado. Pero en ese momento lo que quería era desaparecer y, para cuando llegó a la caja, se dio cuenta de que ya había tomado una decisión. Aceptó el puesto y se organizó; el día fijado, un mes más tarde, volaba a Vancouver y luego se subía en un vuelo hacia Nanaimo, en una avioneta de veinticuatro asientos que apenas alcanzó las nubes antes de volver a descender; se pasó la noche en un hotel y al día siguiente partió hacia el hotel Caiette. Podría haber ahorrado una cantidad de tiempo considerable si hubiera volado hacia uno de los pequeños aeropuertos más al norte, pero quería conocer un poco mejor la isla de Vancouver.

Era un frío día de noviembre y las nubes estaban bajas en el cielo. Condujo hacia el norte en un coche de alquiler gris a través de una serie de pueblos grises con un mar gris visible de forma intermitente a su derecha, un paisaje de árboles oscuros, de McDonald’s y almacenes de carretera bajo un cielo de plomo. Llegó por fin al pueblo de Port Hardy, donde las calles estaban apagadas bajo la lluvia, y se perdió un rato antes de encontrar el lugar donde debía depositar el coche de alquiler. Llamó al único servicio de taxis del pueblo y esperó media hora hasta que llegó un anciano con una camioneta destartalada que apestaba a cigarrillos.

—¿Va al hotel? —preguntó el conductor cuando Walter le pidió que lo llevara a Grace Harbour.

—Sí —respondió Walter, pero descubrió que no le apetecía especialmente conversar después de tantas horas de viaje en solitario. Condujeron en silencio a través del bosque hasta que llegaron al pueblo de Grace Harbour, tal como era: unas casas aquí y allá a lo largo de la carretera y la costa, barcos de pesca en el puerto, una tienda cerca de los muelles y un aparcamiento con algunos coches viejos. Vio a una mujer a través de los escaparates de la tienda, pero no había nadie más.

Las instrucciones de Walter eran que llamara al hotel para que mandaran la lancha. Su móvil no funcionaba allí, tal como le habían asegurado, pero había una cabina telefónica cerca del muelle. El hotel prometió enviar a alguien en una media hora. Walter colgó y salió al aire frío. Anochecía y el mundo se volvía monocromático, el agua pálida y vidriosa bajo el cielo oscurecido, las sombras que se acumulaban en el bosque. Ese lugar era completamente opuesto a Toronto, ¿y no era eso lo que quería? ¿Exactamente lo opuesto a su vida anterior? En algún lugar de la ciudad, al este, la bailarina y el abogado estarían en un restaurante, o caminando por la calle agarrados de la mano, o en la cama. «No pienses en eso. No pienses en eso». Walter esperó, atento, y durante un rato solo se oyó el suave lamer del agua contra el muelle y alguna que otra gaviota, hasta que en la distancia llegó la vibración de un motor fueraborda. Unos minutos más tarde vio la lancha, una mota blanca entre las oscuras lenguas del bosque, un juguete que se hizo poco a poco más grande hasta que llegó al muelle; el motor era obscenamente ruidoso en medio de tanto silencio, su estela salpicaba los pilones. La mujer que la conducía parecía tener unos veintitantos años y llevaba un uniforme parecido al de un marinero.

—Debes ser Walter. —Desembarcó en un único movimiento fluido y amarró la lancha al muelle—. Soy Melissa, del hotel. ¿Puedo ayudarte con tus maletas?

—Gracias —dijo.

Había algo llamativo en ella, un aire como de aparición. Se dio cuenta de que casi era feliz a medida que la lancha se alejaba del muelle. El viento frío acariciaba su rostro y sabía que era un viaje que no duraría más de quince minutos, pero tenía la absurda sensación de embarcarse en una aventura. Se movían muy rápido mientras la noche caía. Quería preguntarle a Melissa por el hotel, cuánto tiempo llevaba allí, pero el motor hacía muchísimo ruido. Cuando miró por encima de su hombro, la estela era un rastro de plata que llevaba hasta las luces desperdigadas de Grace Harbour.

Melissa los condujo alrededor de la península y el hotel apareció ante ellos, un palacio improbable encendido contra la oscuridad del bosque, y por primera vez Walter comprendió lo que Raphael quería decir cuando hablaba de un elemento de surrealismo. El edificio habría sido hermoso en cualquier parte, pero su situación allí lo convertía en algo incongruente, y esa incongruencia desempeñaba su papel en el embrujo. El vestíbulo estaba a la vista, expuesto como un acuario detrás de una pared de cristal, y se veían los pilares de madera de cedro y los suelos de pizarra. Una doble hilera de luces iluminaba el camino hacia el muelle, donde un portero (Larry) los recibió con un carrito. Walter estrechó la mano de Larry y siguió a su equipaje por el camino hacia la impresionante entrada del hotel, el vestíbulo y la recepción, donde Raphael esperaba con una sonrisa de conserje. Después de las presentaciones, de la cena y del papeleo, Walter por fin se encontró en una suite en la última planta del edificio destinado al personal, cuyas ventanas y terraza daban a las copas de los árboles. Cerró las cortinas contra la oscuridad y pensó en lo que había dicho Raphael acerca de que el hotel existía fuera del tiempo y del espacio. Hay tanta felicidad en una huida con éxito…

Hacia el final de su primer año en Caiette, Walter se dio cuenta de que allí era más feliz de lo que había sido jamás, pero en las horas posteriores a la aparición del grafiti, el bosque exterior parecía oscuro de nuevo y las sombras, densas y palpitantes de amenazas. ¿Quién había salido del bosque para escribir ese mensaje en la ventana? «El mensaje estaba escrito en el vidrio al revés —anotó Walter en el informe sobre el incidente—, lo que sugiere que se hizo así para que se leyera desde el vestíbulo».

—Me gusta lo claro que es el informe —lo felicitó Raphael cuando Walter entró en su despacho la tarde siguiente. Raphael había vivido veinte años en el Canadá inglés, pero conservaba un fuerte acento de Quebec—. Cuando les pido un informe, algunos de sus colegas me entregan un desastre lleno de erratas y de especulaciones descabelladas.

—Gracias. —Walter valoraba ese trabajo más de lo que jamás había valorado nada y siempre se sentía muy aliviado cuando Raphael alababa su rendimiento—. El grafiti es inquietante, ¿verdad?

—Estoy de acuerdo. Está a un paso de ser amenazador.

—¿Se ve algo en las cámaras de vigilancia?

—Nada demasiado útil. Se lo puedo enseñar, si quiere. Raphael giró la pantalla hacia Walter y pulsó el play en un vídeo en blanco y negro. La grabación de seguridad de la terraza delantera de noche, con el resplandor fantasmal de la cámara en modo visión nocturna: una figura aparece desde las sombras al borde de la terraza, con pantalones oscuros y una sudadera demasiado grande, con capucha. Mantiene la cabeza baja (¿es una mujer? Imposible de distinguir) y lleva algo en la mano enguantada: el rotulador de pasta de ácido con el que pintarrajea el cristal. El fantasma se sube grácilmente a un banco, escribe su mensaje y se disuelve en las sombras, sin levantar la vista ni un instante. Toda la escena transcurre en menos de diez segundos.

—Es como si hubiera practicado —opinó Walter.

—¿Qué quiere decir?

—Que lo escribe muy rápido. Y lo hace al revés. Él o ella, no sabría decir.

Raphael asintió.

—¿Hay algo más que pueda contarme de ayer por la noche que no salga en el informe?

—¿A qué se refiere?

—Cualquier cosa fuera de lo corriente en el vestíbulo. Un detalle extraño. Algo que quizá crea que no es relevante.

Walter vaciló.

—Dígame.

—Bueno, no me gusta hablar mal de mis compañeros —se justificó Walter—, pero me pareció que esa noche el encargado de mantenimiento nocturno se comportaba de manera extraña.

El encargado de mantenimiento nocturno, Paul, era el hermano de Vincent (bueno, Vincent había dicho que era su medio hermano, pero Walter no estaba seguro de qué progenitor compartían) y llevaba tres meses en el hotel. Hacía cinco o seis años que vivía en Vancouver, pero había crecido en Toronto, según le había dicho a Walter. Eso debería haber creado un vínculo entre ambos, pero no fue así, en parte porque él y Paul venían de Torontos distintos. Trataron de comparar sus restaurantes y clubes nocturnos favoritos de la ciudad, pero Walter jamás había oído hablar de System Soundbar y Paul no sabía nada de Zelda’s. El Toronto de Paul era más joven, más anárquico, un Toronto que bailaba al ritmo de una música que a Walter jamás le había gustado y que tampoco comprendía, un Toronto que llevaba una moda peculiar y se metía drogas de las que Walter jamás había oído hablar. («Bueno, pero ya sabes por qué los chavales de las raves llevan bufandas en el cuello —le explicó Paul—, no es solo porque tengan un deficiente sentido de la moda, es que la ketamina te hace apretar los dientes» y Walter asintió como si lo entendiera, sin tener la menor idea de qué era la ketamina). Paul nunca sonreía. Hacía su trabajo bastante bien, pero tenía una forma de dejarse llevar por pequeñas ensoñaciones mientras limpiaba el vestíbulo por la noche, se quedaba mirando al infinito al pasar la mopa por el suelo o al limpiar las mesas. A veces era necesario repetir su nombre dos o tres veces, pero, si se hacía en un tono demasiado cortante la segunda o tercera vez, él respondía con una mirada de reproche, herida. A Walter le parecía una presencia irritante y en cierto modo deprimente.

La noche de la aparición del grafiti, Paul volvió de su pausa para cenar a las tres y media de la madrugada. Llegó por la puerta lateral, y Walter levantó la mirada a tiempo de ver la de Paul posándose de inmediato en el filodendro situado en ese lugar tan extraño y luego en Leon Prevant, el ejecutivo de la empresa de transporte, que para ese entonces iba por su segundo whisky y leía un ejemplar de hacía dos días del Vancouver Sun.

—¿Le ha pasado algo a la ventana? —preguntó Paul mientras dejaba atrás el mostrador de recepción. A oídos de Walter, había algo falso en su tono.

—Me temo que sí —respondió Walter—. Un grafiti de lo más desagradable.

Los ojos de Paul se abrieron mucho.

—¿Lo ha visto el señor Alkaitis?

—¿Quién?

—Ya sabe —dijo Paul mientras señalaba con la cabeza a Leon Prevant.

—Ese no es Alkaitis. —Walter observó a Paul con atención. Estaba acalorado y parecía aún más triste que de costumbre.

—Pensaba que se llamaba así.

—El vuelo del señor Alkaitis se demoró. No has visto a nadie merodeando ahí fuera, ¿verdad?

—¿Merodeando?

—Algo sospechoso. Esto ha pasado hace apenas una hora.

—Oh. No. —Paul ya no lo miraba (otro rasgo que lo irritaba; ¿por qué siempre desviaba la mirada cuando Walter hablaba?), sino que tenía los ojos clavados en Leon, que a su vez miraba por la ventana—. Voy a ver si Vincent necesita que cambie los barriles de cerveza —añadió.

—¿A qué se refiere con extraño? —preguntó Raphael.

—Que preguntara así por los clientes. ¿Cómo iba a saber quién tenía reservas para esa noche?

—Que el encargado de mantenimiento nocturno le eche un vistazo a la lista de reservas para familiarizarse con los clientes que han de llegar no sería lo peor. Solo hago de abogado del diablo, que conste.

—Sí, de acuerdo. Pero luego está la manera en que miró directamente hacia ese punto del cristal, hacia la planta. No creo que el filodendro fuera tan llamativo —opinó Walter.

—Salta a la vista que no es su lugar habitual, al menos a mí me lo parece.

—Pero ¿es lo primero que miraría? Sobre todo de noche. Entra al vestíbulo desde la puerta lateral, está oscuro, mira hacia la doble hilera de columnas, más allá de los sillones y las mesitas, hacia la mitad de la pared de cristal…

—Es responsable de la limpieza del vestíbulo, después de todo —observó Raphael—. Sabe mejor que nadie dónde van las macetas.

—No lo estoy acusando de nada, que quede claro. Solo es algo que me llamó la atención.

—Lo entiendo. Hablaré con él. ¿Algo más?

—Nada. El resto del turno fue completamente normal.

El resto del turno:

Hacia las cuatro de la madrugada, Leon Prevant empezó a bostezar. Paul estaba en algún lugar del centro de la residencia y pasaba la mopa por el suelo de los pasillos del personal. Walter había terminado su informe y había repasado el listado de puntos que quería incluir. Miraba hacia el vestíbulo y trataba de no pensar demasiado en el grafiti. (¿Qué otro significado puede tener «Por qué no tragáis cristales rotos» excepto «¿Ojalá os muráis?»). Larry estaba de pie al lado de la puerta con los ojos entreabiertos. Walter quería acercarse y hablar con él, pero sabía que Larry destinaba las horas más tranquilas a la meditación y que, cuando tenía los ojos entreabiertos, eso quería decir que estaba contando su respiración. Walter pensó en ir a hablar con Vincent, pero no sería procedente que el encargado de noche estuviera en el bar con un cliente presente, así que se limitó a inspeccionar sin prisa el vestíbulo. Enderezó una fotografía enmarcada que había en la chimenea, pasó el dedo índice por las estanterías para comprobar si había polvo y recolocó las hojas del filodendro para que cubrieran mejor el papel pegado al cristal. Salió fuera un momento a respirar el frío aire de la noche y aguzó el oído para detectar un barco que sabía que aún no había empezado su recorrido.

A las cuatro y media Leon Prevant se levantó y se dirigió hacia el ascensor entre bostezos. Veinte minutos más tarde llegó Jonathan Alkaitis. Walter oyó el ruido del barco mucho antes de que apareciera, como siempre, porque el motor emitía un ruido violento en el silencio de la noche, y luego las luces de popa se balancearon sobre el agua cuando el barco rodeó la península. Larry se encaminó hacia el muelle con el carrito para transportar maletas. Vincent guardó el periódico que había estado leyendo, se arregló el pelo y el pintalabios y se tomó dos sorbos rápidos de café solo. Walter exhibió su sonrisa profesional más cálida justo cuando Jonathan Alkaitis apareció caminando detrás de sus maletas.

Años más tarde entrevistaron a Walter tres o cuatro veces a propósito de Jonathan Alkaitis, pero los periodistas siempre se iban decepcionados. En tanto que gerente del hotel, les decía, había jurado ser discreto, pero es que, además, no había demasiado que contar. Alkaitis solo era interesante en retrospectiva. Había ido al hotel Caiette con su esposa, ahora ya fallecida. Se habían enamorado de ese lugar, así que, cuando salió a la venta, compró la propiedad y se la alquiló a la empresa de gestión hotelera que lo llevaba. Vivía en Nueva York e iba al hotel unas tres o cuatro veces al año. Se comportaba con la tediosa confianza de toda la gente que tiene dinero, esa despreocupada suposición de que no le sucedería nada malo. Se vestía genéricamente bien y estaba moreno como la gente que pasa tiempo en lugares tropicales durante el invierno; estaba en forma de manera razonable, aunque nada espectacular, ordinario en todos los sentidos. En otras palabras, nada en él indicaba que moriría en prisión.

Como siempre, le habían reservado la mejor suite. Le dijo a Walter que tenía un jet lag absurdo y también que tenía hambre. ¿Podrían prepararle un desayuno temprano? (Por supuesto. Para Alkaitis se podía preparar cualquier cosa). Aún estaba oscuro en el exterior, pero el día empezaba en la cocina mucho antes del amanecer. El turno de la mañana ya estaba a punto de llegar.

—Me sentaré en el bar —dijo Alkaitis, y al cabo de unos minutos ya estaba enzarzado en una profunda conversación con Vincent en la que, según le parecía a Walter, esta se mostraba de lo más animada y brillante, aunque no acabó de entender de qué hablaban.

3

Leon Prevant se fue del vestíbulo a las cuatro y media de la madrugada, subió las escaleras hasta su habitación y se deslizó en la cama, donde su esposa estaba ya durmiendo. Marie no se despertó. Leon se había tomado un whisky de más a propósito, pues pensaba que así podría conciliar el sueño, pero fue como si el grafiti hubiera abierto una grieta en la noche a través de la cual reptaban todos sus miedos. Si lo hubieran presionado, le habría confesado a Marie que le preocupaba el dinero, pero la palabra preocupado no era lo bastante fuerte. Leon tenía miedo.

Un colega le había dicho que ese lugar era extraordinario, así que había reservado una habitación muy cara como sorpresa de aniversario para su esposa. Había decidido de inmediato que su colega tenía razón. Había expediciones de pesca y de kayak, excursiones guiadas hacia las zonas boscosas, música en vivo en el vestíbulo, comida espectacular, un sendero de madera que daba a un claro en el bosque con un bar exterior y linternas que colgaban de los árboles y una piscina climatizada que daba a las tranquilas aguas de la península.

—Esto es el cielo —comentó Marie la primera noche.

—Estoy de acuerdo.

Había elegido una habitación con jacuzzi en la terraza, y la primera noche se pasaron ahí fuera casi una hora, sorbieron champán con la fría brisa en la cara y una puesta de sol sobre el agua de postal. La besó y trató de convencerse de que debía relajarse. Pero era difícil hacerlo, porque una semana después de haber reservado la carísima habitación y de decírselo a su mujer había empezado a oír rumores de una fusión en el horizonte.

Leon había sobrevivido a dos fusiones y a una reorganización, pero, cuando le llegaron las primeras noticias de esa última reestructuración, lo golpeó una certeza tan fuerte que prácticamente era como si ya lo supiera: iba a perder su trabajo. Tenía cincuenta y ocho años. Era lo bastante mayor para resultar costoso y estaba lo bastante cerca de la jubilación para que lo echaran sin que eso pesara demasiado en la conciencia de nadie. No había ninguna parte de su trabajo que no pudieran llevar a cabo ejecutivos más jóvenes, con salarios más bajos que el suyo. Desde que se había enterado de lo de la fusión había vivido horas enteras sin pensar en ello, pero las noches eran más difíciles que los días. Él y Marie acababan de comprar una casa en el sur de Florida, que planeaban alquilar hasta que se jubilase, con la idea de huir a la larga del invierno y de los impuestos de Nueva York. Le parecía que era un nuevo comienzo, pero se habían gastado más dinero en la casa de lo que pretendían y jamás se le había dado muy bien ahorrar. Era consciente de que tenía mucho menos dinero en sus planes de pensiones de lo que debería. Eran las seis y media de la mañana cuando por fin cayó rendido en un sueño intermitente.

4

Cuando Walter volvió al vestíbulo la noche siguiente, Leon Prevant cenaba en el bar con Jonathan Alkaitis. Se habían conocido un poco antes, en lo que en ese momento pareció una coincidencia y más tarde una trampa. Leon estaba en el bar y se comía una hamburguesa de salmón a solas porque Marie estaba echada en la habitación, con dolor de cabeza. Alkaitis, que bebía una pinta de Guiness a dos taburetes de distancia, trabó conversación con la camarera y luego incluyó a Leon. Hablaban de Caiette, de la cual resultó que Jonathan Alkaitis sabía algunas cosas.

—De hecho, soy el dueño del hotel —le contó a Leon casi en una disculpa—. Es difícil llegar hasta aquí, pero es lo que me gusta de este sitio.

—Creo que entiendo lo que quiere decir —aseguró Leon. Siempre buscaba entablar conversación, y era un placer pensar por un momento en algo más, ¡en cualquier cosa!, aparte de en su falta de solvencia financiera y en sus magras perspectivas laborales—. ¿Tiene usted más hoteles?

—Solo este. Mi campo es más bien las finanzas. Alkaitis tenía un par de negocios más en Nueva York, le explicó, los dos relacionados con el dinero de los demás, que invertía en el mercado de valores para sus clientes. En realidad, ya no aceptaba clientes nuevos, aunque de vez en cuando hacía alguna excepción.

«El poder de Alkaitis —escribió una mujer de Filadelfia unos años más tarde, en una declaración sobre el impacto en las víctimas que leyó en voz alta durante el veredicto del juicio de Alkaitis— es que te hacía sentir como si entraras en un club secreto». Había algo de verdad en eso, Leon tuvo que admitirlo cuando leyó la transcripción, pero la otra parte de la ecuación era el hombre en persona. Alkaitis tenía presencia. Poseía una voz hecha para la radio nocturna, cálida y tranquilizadora. Irradiaba calma. Era un hombre desprovisto de todo artificio, que exudaba confianza, pero no arrogancia, y de sonrisa fácil ante las bromas. Una persona inteligente, discreta y de confianza, más interesado en escuchar que en hablar de sí mismo. Dominaba el truco (y era un truco, como Leon comprendió más tarde) de parecer completamente indiferente a lo que alguien pensase de él y, al hacerlo, desencadenaba la reacción opuesta en los demás: «¿Qué piensa Alkaitis de mí?». Más tarde, durante los años en que se pasó revisando en su cabeza esa noche en particular, Leon recordó un cierto deseo de impresionarlo.

—Esto es un poco embarazoso —reconoció Alkaitis esa noche cuando se fueron del bar y se retiraron a un rincón más tranquilo del vestíbulo para hablar de inversiones—, pero comentó que está en el sector del transporte marítimo, y acabo de darme cuenta de que en realidad apenas tengo una vaga idea de lo que eso quiere decir.

Leon sonrió.

—No es el único. Es una industria en gran medida invisible, pero casi todo lo que ha comprado usted ha viajado por transporte marítimo.

—Mis auriculares fabricados en China, y seguro que muchas cosas más.

—Sí, claro, esos son los ejemplos más obvios, pero me refiero a casi todo. Lo que está a nuestro alrededor o lo que llevamos puesto. Sus calcetines, los zapatos. Mi loción para después del afeitado. El vaso que tengo en la mano. Podría seguir, pero le ahorro la lista.

—Me avergüenza confesar que jamás he pensado en eso —admitió Jonathan.

—Nadie lo hace. Uno va a una tienda, compra un plátano y no piensa en los hombres que llevaron el plátano a través del canal de Panamá. ¿Por qué iba a hacerlo? —«Calma», se dijo. Era consciente de su debilidad: caía en la rapsodia de su sector y se alargaba demasiado—. Tengo colegas a los que la ignorancia del público general los irrita, pero creo que el hecho de que usted no tenga que pensar en ello demuestra que el sistema funciona.

—El plátano llega a tiempo. —Jonathan sorbió su bebida—. Debe haber desarrollado una especie de sexto sentido. Ahora está aquí, rodeado de todos estos objetos que han llegado por barco. ¿No se distrae al pensar en todas esas rutas mercantiles, en todos los puntos de origen?

—Es solo la segunda persona que he conocido jamás que ha adivinado eso —confesó Leon.

La otra persona era vidente, una amistad de instituto de Marie que había llegado a Toronto desde Santa Fe cuando Leon aún vivía en esa ciudad, y los tres habían cenado en el centro, en el Saint Tropez, el restaurante favorito de Marie durante el tiempo que pasaron en Toronto. La vidente (Clarissa, ahora se acordaba) era cálida y amistosa. Le cayó bien de inmediato. Tuvo la impresión de que a un vidente a menudo lo explotaban sus amigos y conocidos, una impresión que los recuerdos de Marie no disiparon, a tenor de todas las veces que le había pedido consejo gratis a Clarissa, así que durante el resto de la velada Leon hizo todo lo posible para evitar preguntarle nada, hasta que finalmente, durante el postre, la curiosidad pudo con él. Le preguntó si estar en una habitación llena de gente no era ensordecedor. ¿Era como estar en una sala llena de radios encendidas, sintonizadas en distintas frecuencias, un clamor de voces que emitían los detalles mundanos u horrendos de docenas de vidas? Clarissa sonrió.

—Es como esto —dijo mientras señalaba la sala—, como estar en un restaurante lleno. Uno puede prestar atención a la conversación de la mesa de al lado o puede dejar que sea un ruido de fondo. Igual que la manera en que usted ve el transporte marítimo —añadió.

Leon recordaba esa conversación como una de las más deliciosas que había mantenido jamás, porque nunca había hablado con nadie de la manera en que podía conectar y desconectar de su sector, como girar el dial de una radio. Cuando miraba al otro lado de la mesa, hacia Marie, por ejemplo: veía a la mujer que amaba, o podía cambiar de frecuencia y ver el vestido hecho en Inglaterra, los zapatos fabricados en China, el bolso de piel italiana, o conectar más allá incluso y ver las rutas comerciales Neptuno-Avramidis marcadas en el mapa: el vestido llegaba por la vía occidental transatlántica, la ruta 3; los zapatos o bien por la transpacífica oriental 7 o por el exprés Shanghái-Los Ángeles, etcétera. O, aún más, conectaba con el tipo de idioma que jamás utilizaba en voz alta, ni siquiera con Marie: había decenas de miles de barcos en alta mar en un momento determinado, y le gustaba imaginar cada uno de ellos como un punto de luz que convergía en ríos de brillo eléctrico sobre los océanos nocturnos, que fluía a través de los estrechos canales de Panamá y de Suez, del estrecho de Gibraltar y alrededor de los bordes de los continentes y hacia los océanos, un movimiento incesante que era el motor de los países, un mundo secreto que tanto amaba.

Cuando Walter se acercó a Leon Prevant y a Jonathan Alkaitis lo bastante para escucharlos, algo más tarde, la conversación había virado del trabajo de Leon al de Alkaitis, del transporte marítimo al de las estrategias de inversión. Walter no entendía nada de nada. Las finanzas no eran su mundo, no hablaba ese idioma. Alguien del turno de día había tapado el grafiti con cinta reflectante, una extraña raya plateada de espejo en la ventana oscura. Dos actores norteamericanos cenaban en el bar.

—Dejó a su primera mujer por ella —explicó Larry mientras los señalaba con la cabeza.

—Ah, ¿sí? —contestó Walter, a quien le importaba un comino. Veinte años trabajando en hoteles de primera categoría le habían enseñado a no sentir el menor interés en los famosos.

—Quería preguntarte —dijo—, entre nosotros dos, ¿no te parece que el tipo nuevo es un poco raro?

Larry miró por encima del hombro y alrededor del vestíbulo en un gesto teatral, pero Paul estaba en otro sitio, pasando la mopa por el pasillo detrás de la recepción, en el centro neurálgico de la residencia.

—Quizá un poco deprimido, nada más —admitió Larry—. No es la personalidad más chispeante que he conocido, eso seguro.

—¿Te preguntó por los clientes que llegaban anoche?

—¿Cómo lo sabes? Sí, me preguntó cuándo llegaría Jonathan Alkaitis.

—¿Y se lo dijiste…?

—Bueno, ya sabes que no estoy muy bien de la vista, y acababa de empezar mi turno. Así que le respondí que no estaba muy seguro, pero que pensaba que el tipo que estaba en el vestíbulo bebiendo whisky era Alkaitis. No me di cuenta de mi error hasta más tarde. ¿Por qué? —Larry era un hombre bastante discreto, pero, por otro lado, el personal vivía junto en el mismo edificio en el bosque y los chismes eran una especie de divisa del mercado negro.

—Por nada.

—Vamos.

—Te lo contaré después.

Mientras avanzaba hacia la recepción, Walter aún no sabía la razón, pero no albergaba la menor duda acerca de que Paul era el responsable de lo sucedido. Miró alrededor del vestíbulo, pero nadie parecía necesitar su atención en ese momento, así que se deslizó por la puerta reservada al personal que había detrás del mostrador de recepción. Paul limpiaba la ventana oscura que había al final del vestíbulo.

—Paul.

El encargado de mantenimiento nocturno dejó lo que estaba haciendo y, por su expresión, Walter supo que sus sospechas eran acertadas. La expresión de Paul era la de un animal perseguido.

—¿Dónde conseguiste el marcador de ácido? —preguntó Walter—. ¿Se compra en una ferretería o tuviste que hacerlo tú mismo?

—¿De qué hablas?

Pero Paul era un mentiroso terrible. Su voz se había disparado casi media octava.

—¿Por qué querías que Jonathan Alkaitis viera ese desagradable mensaje?

—No sé a qué se refiere.

—Este sitio significa algo para mí —dijo Walter—. Verlo degradado así… —Era el «así» lo que más lo preocupaba, la absoluta vileza del mensaje en el cristal, pero no sabía cómo explicárselo a Paul sin abrir una puerta a su vida personal, y la idea de revelar algo remotamente personal a ese desvergonzado asqueroso se le hacía insoportable. No pudo ni acabar la frase. Se aclaró la garganta—. Me gustaría darte una oportunidad —prosiguió—. Prepara tu maleta, vete en el primer barco y no llamaremos a la policía.

—Lo siento. —La voz de Paul era un susurro—. Yo solo…

—Tú solo pensaste que ensuciarías el ventanal del hotel para dejar grabada la frase más malvada, más vil y perturbada… —Walter estaba sudando—. ¿Por qué lo hiciste? —Pero Paul tenía la mirada furtiva de un chico en busca de una historia verosímil y Walter no soportaba escuchar ni una mentira más esa noche—. Mira, vete de aquí. No me importa por qué lo hiciste. No quiero verte más. Guarda los productos de limpieza, vuelve a tu habitación, recoge tus cosas y dile a Melissa que necesitas un transporte a Grace Harbour lo más rápido posible. Si aún sigues aquí a las nueve de la mañana, iré a hablar con Raphael.

—No lo entiende —balbució Paul—. Tengo muchas deudas y…

—Si necesitabas tanto el trabajo —repuso Walter—, probablemente no deberías haber garabateado ese ventanal.

—Ni siquiera es posible tragarse vidrios rotos.

—¿Cómo?

—Quiero decir que es físicamente imposible.

—¿En serio? ¿Esa es tu defensa?

Paul se ruborizó y apartó la mirada.

—¿Se te ha ocurrido pensar en tu hermana? —preguntó Walter—. Fue ella quien te consiguió la entrevista de trabajo, ¿verdad?

—Vincent no tuvo nada que ver con esto.

—¿Vas a irte, sí o no? Me siento generoso y no quiero avergonzar a tu hermana, así que te estoy dando una oportunidad de marcharte y nada más, pero, si prefieres tener antecedentes penales, por mí no hay ningún problema.

—No, me iré. —Paul miró los productos de limpieza que tenía en la mano, como si no supiera cómo habían llegado allí—. Lo siento.

—Mejor vete a hacer la maleta antes de que me arrepienta.

—Gracias —respondió Paul.

5

Pero el horror de la cosa en sí. «Por qué no tragáis cristales rotos. Por qué no os morís. Por qué no empujáis a todos los que amáis a la perdición». Pensaba de nuevo en su amigo Rob, con dieciséis años para siempre, y en el rostro de la madre de Rob durante el funeral. Walter caminó como un sonámbulo durante el resto de su turno y se quedó hasta tarde para reunirse con Raphael por la mañana. Mientras pasaba por el vestíbulo a las ocho de la mañana, cuando ya hacía mucho que tendría que haber ido a dormir y estaba exhausto, vio a Paul bajando hacia el muelle y cargando sus bolsas en la lancha.

—Buenos días —saludó Raphael cuando Walter sacó la cabeza por su despacho. Tenía los ojos rojos y estaba recién afeitado. Él y Walter vivían en el mismo edificio, pero en zonas temporales opuestas.

—Acabo de ver a Paul subirse a la lancha con todas sus pertenencias —dijo Walter.

Raphael suspiró.

—No sé qué ha pasado. Esta mañana ha venido a verme balbuceando una historia incoherente sobre lo mucho que echa de menos Vancouver. Pero hace tres meses el muchacho prácticamente me suplicó para que lo contratara porque decía que necesitaba cambiar de escenario.

—¿No ha dado ninguna razón?

—No. Tendremos que buscar a alguien para su puesto. ¿Algo más? —preguntó Raphael, y Walter, con sus defensas bajo mínimos a causa del cansancio, comprendió por primera vez que no le gustaba demasiado a Raphael. La comprensión aterrizó con un triste ruidito en su mente.

—No —respondió—. Gracias, lo dejo tranquilo.

En el camino hacia la residencia del personal, deseó no haberse enfadado tanto cuando habló con Paul. Tras las horas transcurridas, se preguntó si se había equivocado: cuando Paul dijo que tenía deudas, ¿se refería a que necesitaba el empleo en el hotel o a que alguien le había pagado para que escribiera el mensaje en el cristal? Porque nada tenía sentido, la verdad. Parecía obvio que el mensaje de Paul iba dirigido a Alkaitis, pero ¿qué significaba Alkaitis para Paul?

Leon Prevant y su mujer se fueron esa mañana, seguidos dos días después de Jonathan Alkaitis. Cuando Walter empezó su turno nocturno la noche en que Alkaitis se iba, Khalil estaba al frente del bar, aunque no era su noche habitual; Vincent, contó, se había tomado unas repentinas vacaciones. Un día más tarde llamó a Raphael desde Vancouver y le dijo que había decidido no volver al hotel, así que alguien de limpieza de habitaciones guardó sus cosas en una caja y las puso al fondo de la lavandería.

El panel de cristal se cambió a un precio muy alto, pero el grafiti quedó borrado, también del recuerdo de los empleados. La primavera se transformó en verano y luego llegó el hermoso caos de la temporada alta, con el vestíbulo lleno de gente cada noche y un cuarteto de jazz temperamental que causaba estragos en la residencia del personal cuando no entretenía a los clientes; el cuarteto se alternaba con un pianista al que toleraban su dependencia a la marihuana porque era capaz de tocar cualquier canción bajo el sol; el hotel estaba lleno hasta los topes y había el doble de personal. Melissa pilotaba la lancha todo el día yendo y viniendo de Grace Harbour hasta bien entrada la noche.

El verano se trocó en otoño, y luego llegó la calma y la oscuridad de los meses de invierno, las tormentas cada vez más frecuentes y el hotel medio vacío, la residencia del personal más silenciosa con la marcha de los trabajadores de temporada. Walter dormía durante el día y llegaba a su turno a primera hora de la tarde (el placer de las largas noches en el vestíbulo, Larry frente a la puerta, Khalil en la barra del bar, las tempestades que nacían y estallaban durante la noche) y a veces se unía a sus colegas para una comida que era la cena para la gente del turno nocturno y el desayuno para los diurnos, compartía a veces algunas copas con el personal de cocina, escuchaba jazz a solas en su apartamento, daba paseos alrededor de Caiette y pedía libros por correo que leía cuando se despertaba a última hora de la tarde.

En una noche tormentosa de primavera, Ella Kaspersky llegó al hotel. Era una clienta habitual, una empresaria de Chicago a quien le gustaba ir allí para escapar «de todo el ruido», como decía ella, una clienta que se distinguía sobre todo porque Jonathan Alkaitis había dejado claro que no quería verla. Walter no tenía ni idea de por qué Alkaitis evitaba a Kasperksy y, francamente, no quería saberlo, pero, cuando ella llegó, comprobó como siempre que Alkaitis no hubiera hecho una reserva de última hora. Se dio cuenta entonces de que hacía tiempo que Alkaitis no aparecía por el hotel, más tiempo del intervalo habitual que separaba sus visitas. Cuando el vestíbulo se quedó en calma, hacia las dos de la mañana, hizo una búsqueda en Google de Alkaitis y encontró fotografías de una reciente gala benéfica, con Alkaitis resplandeciente en un esmoquin con una mujer joven del brazo. Le resultó muy familiar.

Walter amplió la fotografía. La mujer era Vincent. Una versión más brillante, con un corte de pelo caro y maquillaje profesional, pero era sin lugar a duda ella. Llevaba un traje de noche metálico que debía costar lo que ganaba en un mes de camarera en el hotel. La leyenda decía: «Jonathan Alkaitis con su esposa, Vincent».

Walter levantó la vista de la pantalla hacia el vestíbulo silencioso. Nada había cambiado en su vida desde que Vincent se había ido, pero era porque así lo había decidido y deseado. Khalil, que ahora era el camarero del turno de noche a tiempo completo, charlaba con una pareja recién llegada. Larry estaba al lado de la puerta, con las manos a la espalda y los ojos entrecerrados. Walter abandonó su puesto y salió fuera, a la noche de abril. Esperaba que Vincent fuera feliz en ese país extranjero, en la extraña y nueva vida que había encontrado para sí misma. Trató de imaginar cómo sería adentrarse en la vida de Jonathan Alkaitis: el dinero, las casas, el jet privado, pero todo era incomprensible para él. La noche estaba despejada y era fría, sin luna, pero el brillo de las estrellas era abrumador. Walter nunca habría imaginado, en su vida anterior en el centro de Toronto, que se enamoraría de un lugar donde las estrellas eran tan brillantes que podía ver su sombra en una noche sin luna. No quería nada excepto lo que ya tenía.

Pero, cuando regresó al hotel, el recuerdo de las palabras escritas en el cristal hacía un año lo golpeó de nuevo. «Por qué no tragáis cristales rotos», el misterio absoluto y perturbador del incidente. El bosque era una masa de sombras informes. Se cruzó de brazos contra el frío y volvió a la calidez y a la luz del vestíbulo del hotel.

El hotel de cristal

Подняться наверх