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2. Siempre voy hacia ti
Оглавление1994 y 1999
1
A finales de 1999, Paul estudiaba finanzas en la Universidad de Toronto, y eso debería haberle parecido un triunfo, pero todo estaba mal. Cuando era más joven había supuesto que se licenciaría en composición musical, pero durante un bache hacía un par de años habían vendido su teclado y su madre no quería ni pensar en unos estudios que no fueran prácticos, y tras varias rondas de rehabilitación bastante costosa tampoco podía echarle la culpa, así que se había apuntado a clases de finanzas con la teoría de que se trataba de una orientación práctica y de una adultez impresionante («¡Mírame, estudiando mercados y movimientos financieros!»), pero el único fallo de su brillante plan era que el tema le parecía terriblemente aburrido. El siglo se acababa y tenía algunas quejas.
Como mínimo, esperaba acceder a una escena social más o menos decente, pero el problema de desaparecer es que el mundo sigue adelante sin uno, y entre el tiempo que había dedicado a una sustancia que lo consume todo, el que había pasado trabajando en empleos que aplastan el alma mientras trataba de no pensar en la susodicha sustancia y el que había pasado en los hospitales y los centros de rehabilitación, Paul tenía veintitrés años y parecía mayor. Durante las primeras semanas de universidad salió de fiesta, pero jamás se le había dado bien conversar con extraños y todo el mundo le parecía muy joven. Los exámenes de mitad de semestre no le fueron bien, así que para finales de octubre se pasaba todo el tiempo en la biblioteca (donde leía, pugnaba por sentir interés por las finanzas e intentaba darle la vuelta) o en su habitación mientras la ciudad se volvía más fría a su alrededor. La habitación era individual porque una de las pocas cosas que él y su madre habían acordado era que sería desastroso que Paul tuviera un compañero de habitación y que el susodicho fuera adicto a los opioides, así que casi siempre estaba solo. La habitación era tan pequeña que sentía claustrofobia a menos que se sentara directamente frente a la ventana. Sus interacciones con los demás eran escasas y superficiales. Había una nube oscura de exámenes en el horizonte cercano, pero estudiar no tenía sentido. Intentaba concentrarse en la teoría de la probabilidad y en las martingalas a tiempo discreto, pero sus pensamientos se deslizaban hacia una composición de piano que sabía que jamás terminaría, una situación de do mayor bastante sencilla, excepto con pequeños tramos de claves menores desestabilizadoras.
A principios de diciembre salió de la biblioteca al mismo tiempo que Tim, que estaba en dos de sus asignaturas y también prefería la última fila de la clase.
—¿Haces algo esta noche?
Era la primera vez que alguien le preguntaba algo en bastante tiempo.
—Tenía la esperanza de encontrar música en vivo en alguna parte.
Paul no había pensado en eso antes de contestar, pero parecía la dirección correcta para la velada. Tim se animó un poco. Su única conversación previa había sido sobre música.
—Quería ver a un grupo que se llama Baltica —comentó Tim—, pero tengo que estudiar para los finales. ¿Los conoces?
—¿Los finales? Sí, voy a pringar seguro.
—No, Baltica. —Tim parpadeó, confuso.
Paul recordó algo en que se había fijado antes, y era que Tim carecía de sentido del humor. Era como si hablase con un antropólogo de otro planeta. Paul pensó que eso debería haber creado algún tipo de apertura para su amistad, pero no se imaginaba cómo empezaría esa conversación («No puedo evitar fijarme en que pareces tan alienado como yo, ¿quieres que charlemos de ello?»), y, de todos modos, Tim ya se alejaba en el oscuro anochecer de otoño. Paul tomó unas copias de los semanarios alternativos de las cajas de periódicos que había en la cafetería y volvió a su habitación, donde puso la Quinta de Beethoven para tener compañía y luego buscó en los listados hasta encontrar Baltica, que tenía previsto un concierto a última hora en una sala de la que jamás había oído hablar, en Queen con Spadina. ¿Cuándo había sido la última vez que había salido a ver un concierto? Paul se puso el pelo de punta, luego se lo aplanó, cambió de idea y volvió a ponérselo de punta, se probó tres camisas y dejó la habitación antes de hacer más cambios, disgustado por su propia indecisión. La temperatura estaba bajando, pero el aire frío tenía algo clarificador, y hacer ejercicio era una recomendación médica que había ignorado, así que decidió pasear.
El club estaba en un sótano bajo una tienda de ropa gótica, al final de unas empinadas escaleras. Esperó en la acera durante unos minutos cuando lo vio, preocupado por si resultaba que era un club gótico donde todo el mundo se reiría de sus tejanos y de su polo, pero el segurata apenas se fijó en él y solo había un cincuenta por ciento de vampiros entre la gente. Baltica era un trío: un tío que tocaba el bajo eléctrico, otro que se volcaba sobre un montón de componentes electrónicos inescrutables conectados a un teclado y una chica con un violín eléctrico. Lo que hacían en el escenario no parecía música, más bien una radio que no funcionase bien, con estallidos extraños de notas estáticas y desconectadas, el tipo de electrónica de ambiente que Paul, que era un fanático de Beethoven desde siempre, no entendía en absoluto. Pero la chica era guapa, así que no le importó, y, aunque no disfrutaba de la música, al menos podía disfrutar mientras la miraba a ella. La chica se inclinó hacia el micro y cantó: «Siempre voy hacia ti», pero había un eco (el tío del teclado había apretado un pedal), así que se oía:
«Siempre voy hacia ti, voy hacia ti, voy hacia ti».
Y era discordante de una manera fascinante, la voz con las notas del teclado y los estallidos de estática, pero luego la chica levantó su violín y resultó que era el elemento que faltaba. Cuando movió el arco, la nota fue como un puente entre las islas de estática y Paul se dio cuenta de que todo encajaba: el violín y la estática y el tono oscuro y subyacente del bajo eléctrico; fue emocionante durante un instante, entonces la chica bajó su violín, la música volvió a deshacerse entre sus distintos elementos y Paul se maravilló de nuevo ante el hecho de que alguien escuchara esa música.
Más tarde, mientras la banda bebía en la barra, Paul esperó a un momento en que la violinista no hablara con nadie y se lanzó.
—Disculpa —dijo—, eh, quería decirte que me encanta tu música.
—Gracias —repuso la violinista. Sonrió, pero a la manera cautelosa de las chicas muy guapas que saben lo que viene después.
—Ha sido realmente fantástico —comentó Paul al bajista para confundir las expectativas de la chica y despistarla.
—Gracias, tío. —El bajista resplandeció tanto que Paul pensó que tal vez iba fumado.
—Me llamo Paul, por cierto.
—Theo —apuntó el bajista—. Estos son Charlie y Annika.
Charlie, el teclista, asintió y levantó su cerveza, mientras que Annika observó a Paul por encima del borde de su vaso.
—¿Puedo haceros una pregunta un poco rara? —Paul se moría de ganas de ver a Annika de nuevo—. Soy nuevo en la ciudad y no conozco ningún sitio para salir a bailar.
—Ve a Richmond Street y gira hacia la izquierda —indicó Charlie.
—No, quiero decir que he estado en algunos sitios por ahí abajo y resulta difícil encontrar un sitio donde la música no sea una mierda, y me preguntaba si podríais recomendarme…
—Oh, sí. —Theo se tragó el resto de su cerveza—. Sí, prueba con System Sound.
—Pero es un agujero infernal los fines de semana —añadió Charlie.
—Sí, tío, no vayas los fines de semana. Los martes por la noche son bastante buenos.
—Los martes por la noche son los mejores —confirmó Charlie—. ¿De dónde eres?
—De lo más profundo de los suburbios —respondió Paul—. Los martes por la noche en System, vale, gracias, lo comprobaré. —Y añadió dirigiéndose a Annika—: Quizá nos veamos por allí alguna vez. —Y se giró a medias para no ver su desinterés, que sintió como un frío viento en la espalda en su camino hasta la puerta.
El martes después de los exámenes (tres aprobados, un aprobado bajo, libertad condicional académica) Paul se acercó al System Soundbar y bailó solo. En realidad, no le gustaba la música, pero se lo pasó bien entre la multitud. Los ritmos eran complicados y no estaba muy seguro de cómo bailar, así que se limitó a avanzar y recular con una cerveza en la mano y trató de no pensar en nada. ¿Las discotecas no servían para eso? ¿Para aniquilar tus pensamientos con alcohol y música? Había esperado que Annika estuviera allí, pero no la vio, ni tampoco a ninguno de los otros componentes de Baltica, entre el gentío. Siguió buscándolos y ellos siguieron sin aparecer, hasta que al final le compró una bolsita de pastillas azules brillantes a una chica con el pelo rosa, porque el éxtasis no era heroína y no contaba, pero las pastillas no funcionaban o a Paul le pasaba algo: mordió la mitad de una, solo la mitad, y se la tragó, pero no sintió nada, así que se tragó la otra mitad con su cerveza, y entonces la sala empezó a balancearse, él empezó a sudar, su corazón se detuvo un instante y durante ese segundo pensó que iba a morir. La chica con el pelo rosa había desaparecido. Paul encontró un banco contra la pared.
—Eh, tío, ¿estás bien? ¿Estás bien?
Alguien estaba arrodillado frente a él. Había pasado una cantidad de tiempo significativa. Ya no había tanta gente. Habían encendido las luces y el resplandor era terrible, había transformado el System en una habitación pequeña y sucia con charquitos de líquido sin identificar en la pista de baile. Un tipo más mayor de ojos muertos con múltiples piercings se paseaba con una bolsa de basura y recogía botellas y vasos, y, después de toda la intensidad de la música, el silencio era un rugido, un vacío. El hombre arrodillado frente a Paul pertenecía a la dirección del club; vestía ese conjunto de tejanos, camiseta de Radiohead y americana que la dirección de las discotecas siempre llevaba.
—Sí, estoy bien —contestó Paul—. Lo siento, creo que he bebido demasiado.
—No sé qué te has tomado, tío, pero no te ha sentado bien —dijo el tipo del club—. Vamos a cerrar, sal de aquí.
Paul se levantó con paso vacilante y se fue; cuando estaba en la calle recordó que había dejado su chaqueta en el guardarropa, pero ya habían cerrado la puerta detrás de él. Se sintió como si lo hubieran envenenado. Pasaron de largo cinco taxis vacíos antes de que el sexto se detuviera a recogerlo. El conductor era un abstemio proselitista que sermoneó a Paul acerca de los peligros del alcohol durante todo el trayecto de vuelta al campus. Paul quería desesperadamente llegar a la cama, así que apretó los puños y no dijo nada hasta que el taxi se paró frente a su calle, y cuando pagó, sin propina, le soltó al conductor que dejara de joderle con sermones y que se fuera a tomar por culo de vuelta a la India.
«Quiero que quede claro que ya no soy esa persona —le dijo Paul al terapeuta del centro de rehabilitación de Utah, veinte años después—. Solo trato de ser honesto acerca de quién era entonces».
—Soy de Bangladés, gilipollas racista —le espetó el conductor, y dejó a Paul en la acera, donde este se arrodilló con cuidado y vomitó. Después se tambaleó hacia el edificio de la residencia universitaria, asombrado ante la escala del desastre. Contra todo pronóstico, se había abierto camino a dentelladas hasta una universidad excelente y era el mes de diciembre de su primer curso y la suerte estaba echada. Ya estaba suspendiendo, con apenas un semestre a cuestas. «Tienes que prepararte para soportar la decepción», le había dicho una vez un terapeuta, pero era incapaz de resistirse a nada, ese había sido siempre su problema.
Un salto en el tiempo de dos semanas, después del fiasco de las vacaciones de invierno (el psicólogo de su madre le había aconsejado que se distanciara de su hijo, que se tomara un tiempo para ella y le diera una oportunidad a Paul de ser adulto, etcétera, así que se había ido a Winnipeg para estar con su hermana en Navidad, sin invitar a Paul; él se había pasado el día de Navidad solo en su habitación y llamó a su padre, con quien mantuvo una conversación incómoda durante la que mintió sobre casi todo, como en los viejos tiempos), hasta el 28 de diciembre, el nadir de esa semana muerta entre Navidad y Año Nuevo, cuando se vistió para ir al System Soundbar otro martes por la noche, con el pelo peinado hacia atrás y una camisa abotonada que había comprado especialmente para la ocasión. Llevaba los mismos tejanos que la última vez y hasta que llegó a la discoteca no recordó que la bolsita de pastillas azules seguía en el bolsillo delantero.
Entró en el System y allí estaba el grupo de Baltica, Annika, Charlie y Theo, de pie en la barra. Habrían terminado un concierto cerca de allí. Era como una señal. ¿Estaba Annika más guapa aún que la última vez que la había visto? Parecía posible. Su vida universitaria estaba casi a punto de terminar, pero, cuando la miró, vio una nueva versión de la realidad, otro tipo de vida que podría llevar. Sintió que no era, objetivamente hablando, un individuo poco agraciado. Tenía algo de talento musical. Quizá su pasado lo hacía interesante. Había una versión del mundo en la que salía con Annika y en muchos sentidos era una persona de éxito, aun si la universidad no era el lugar para él. Podía dedicarse a las ventas de nuevo, tomárselo más en serio que la otra vez, ganarse la vida de un modo decente.
«Mire —le explicó al psicólogo de Utah, veinte años más adelante—, es obvio que he tenido tiempo para reflexionar, y por supuesto que me doy cuenta de que pensar así era una locura y muy egoísta, pero ella era tan guapa que pensé: “Es mi salvación”, quiero decir mi salvación ante la idea de sentirme un fracasado…».
«Es ahora o nunca», pensó Paul, y se acercó a la barra envuelto en una armadura de valor.
—Eh —lo saludó Theo—. Tú. Eres ese tío.
—¡Seguí tu consejo! —dijo Paul.
—¿Qué consejo? —preguntó Charlie.
—El System, los martes.
—Ah, sí —aseguró Charlie—. Sí, claro.
—Qué bueno verte, tío —añadió Theo, y Paul se sintió bien. Les sonrió a todos y se concentró especialmente en Annika.
—Hola —saludó ella, y no fue descortés, pero, aun así, lo dijo con irritante cautela, como si esperara que todos los que la miraban le pidieran para salir, aunque, por supuesto, era lo que Paul pensaba hacer.
Charlie le estaba contando algo a Theo, que se inclinaba para escucharlo mejor. (Breve retrato de Charlie Wu: un tipo bajito con gafas y un corte de pelo genérico, apropiado para la oficina, vestido con una camisa blanca y tejanos, de pie con las manos en los bolsillos y la luz reflejándose en sus lentes, de modo que Paul no le veía los ojos).
—Oye —le dijo Paul a Annika. Esta lo miró—. Sé que no me conoces, pero creo que eres realmente guapa y me preguntaba si me permitirías que te invitase a cenar alguna vez.
—No, gracias —respondió ella.
La atención de Theo pasó de Charlie a Paul, a quien observaba de cerca, como si estuviera preocupado ante la necesidad de intervenir, y Paul comprendió: la velada había ido bien hasta que él había llegado. Paul era el problema. Charlie se limpiaba las gafas, aparentemente ajeno a todo, y movía la cabeza al ritmo de la música mientras pulía sus lentes.
Paul se obligó a sonreír y se encogió de hombros.
—Vale —aseguró—, no hay problema, no pasa nada, pensé que no había ningún mal en preguntar.
—Claro, siempre se puede preguntar —corroboró Annika.
—¿Os va el éxtasis? —preguntó Paul.
«No lo sé —le aseguró al psicólogo veinte años después—, a decir verdad, no sé en qué pensaba, en mi memoria tengo un terrible vacío mental, no sabía lo que iba a decir antes de abrir la boca…».
—No es que me vaya a mí —añadió Paul, porque en ese momento todos lo miraban—. Quiero decir que me parece todo bien, es solo que no me va del todo, pero mi hermana me ha dado esto. —Y enseñó la bolsita en la palma de su mano—. No quiero venderlas, eso tampoco me va, pero me parece un desperdicio tirarlas por el lavabo, por eso preguntaba.
Annika sonrió.
—Creo que probé esas la semana pasada —aseguró—. Tenían el mismo color.
«Queda claro por qué nunca he contado esto —le dijo Paul al psicólogo veinte años después del System Soundbar—. Pero no sabía que las pastillas eran malas. Pensé que simplemente había reaccionado mal, ya sabe, como si mi organismo ya estuviera mal porque había dejado los opioides, no que cada persona que se las tomara fuera a enfermar de forma automática, y mucho menos…».
—Pues nada, si las queréis, son vuestras —dijo a esa banda que, como todos los demás grupos que había conocido en su vida, iba a rechazarlo, y Annika sonrió y aceptó la bolsita—. Nos vemos —añadió Paul, que se dirigió a todos, pero a ella en especial, porque a veces «no, gracias» quiere decir «no ahora mismo, pero quizá después», aunque las pastillas, las pastillas, las pastillas…
—Gracias —respondió ella.
«Bueno, la manera en que reaccionó… —le contó Paul al psicólogo—. Ya veo cómo me está mirando usted, pero de verdad pensé que habría probado las mismas pastillas la semana anterior, como aseguró, y la manera en la que sonrió me hizo pensar que el viaje había sido bueno, que obviamente le habían gustado, así que lo que me había pasado a mí cuando las probé parecía una reacción rara, como dije, no algo que necesariamente… Mire, sé que me estoy repitiendo, pero necesito que comprenda que no podía preverlo, sé cómo suena, pero no tenía ni idea de…».
Después de que Paul se fuera, Annika se tomó una pastilla y le dio las otras dos a Charlie, cuyo corazón se detuvo media hora después en la pista de baile.
2
Es fácil, en retrospectiva, burlarse de la histeria del año 2000. ¿Quién se acuerda de eso ahora? Pero en ese entonces el riesgo de colapso parecía real. A medianoche del 1 de enero de 2000, decían los expertos, las centrales nucleares podían sumirse en el desastre, mientras que los ordenadores, afectados por el efecto 2000, desatarían oleadas de misiles sobre los océanos. La red colapsaría, los aviones se caerían del cielo. Pero para Paul, el mundo ya se había venido abajo, así que tres días después de la muerte de Charlie Wu estaba de pie al lado de una cabina telefónica en el vestíbulo de llegadas del aeropuerto de Vancouver y trataba de conectar con su media hermana, Vincent. Tenía suficiente dinero para volar hasta Toronto, pero nada más, así que todo su plan consistía en ponerse en manos de su tía Shauna y suplicar su ayuda; en sus difusos recuerdos de infancia, la tía Shauna poseía una casa enorme con numerosas habitaciones de invitados. Aunque no había visto a Vincent en cinco años, desde que ella tenía trece y él dieciocho, y la madre de Vincent acababa de morir; y no había visto a Shauna desde que tenía, ¿qué?, ¿once años? Pensaba en todo eso mientras el teléfono sonaba sin parar en la casa de su tía. Una pareja pasó a su lado con camisetas conjuntadas que decían «sal de fiesta como si fuera 1999» y solo entonces recordó que era Nochevieja. Las últimas setenta y dos horas habían sido casi alucinatorias. No había dormido demasiado. No parecía que su tía tuviera contestador automático. Había un directorio telefónico en la estantería bajo el teléfono público, y allí encontró el bufete de abogados donde trabajaba.
—Paul —dijo ella cuando hubo pasado a través del filtro de su secretaria—. Qué sorpresa más agradable. —Su tono era amable y cauteloso. ¿Cuánto sabía? Supuso que lo habrían mencionado en las conversaciones a lo largo de los años. «¿Paul? Bueno, vuelve a estar en rehabilitación. Sí, es la sexta vez».
—Siento molestarte en el trabajo. —Paul sintió un hormigueo detrás de los ojos. Estaba extremadamente, infinitamente arrepentido por todo. (Y trataba de no pensar en Charlie Wu sobre una camilla de urgencias en el System Soundbar, con un brazo colgando inerte a un lado).
—No es ningún problema. ¿Llamabas para saludar o…?
—Trato de localizar a Vincent —respondió Paul—, y por algún motivo no me coge el teléfono que tengo de tu casa, así que me preguntaba si tiene una línea propia o…
—Se mudó hará cosa de un año. —La estudiada neutralidad en la voz de su tía sugería que la separación no había sido amigable.
—¿Hace un año? ¿A los dieciséis?
—Diecisiete —precisó su tía, como si eso fuera distinto—. Se fue a vivir con una amiga suya de Caiette, una chica que acababa de llegar a la ciudad. Estaba más cerca de su trabajo.
—¿Tienes su número?
Sí, lo tenía.
—Si la ves, salúdala de mi parte —dijo.
—¿No estás en contacto con ella?
—Me temo que cuando nos despedimos la relación era un poco tensa.
—Pensaba que estaba a tu cargo —afirmó él—. ¿No eres su tutora legal?
—Paul, ya no tiene trece años. No le gustaba vivir en mi casa, no le gustaba ir al instituto y, si hubieras pasado más tiempo con ella, sabrías que no sirve de nada intentar que Vincent haga algo que no le gusta. Es como darse con una pared de ladrillos. Disculpa, tengo que salir corriendo hacia una reunión. Cuídate.
Paul escuchó el tono del dial agarrado a una tarjeta de embarque con el número de Vincent garabateado en la parte de atrás. Había alimentado fantasías de que lo acogieran en una habitación de invitados, pero el suelo empezaba a moverse rápidamente bajo sus pies. Sus auriculares colgaban del cuello, así que se los puso con manos temblorosas; apretó el botón de play en el CD de su discman y dejó que los Conciertos de Brandeburgo lo calmaran. Solo escuchaba a Bach cuando necesitaba orden desesperadamente. «Esta es la música que me llevará a Vincent», pensó, y se dispuso a encontrar un autobús que lo llevara al centro. ¿En qué tipo de apartamento viviría Vincent, y con quién? La única amiga de su hermana que recordaba era Melissa, y solo porque estaba allí cuando Vincent hizo el grafiti por culpa del cual la expulsaron de forma temporal de la escuela.
«Bórrame». Palabras garabateadas con pasta ácida en una de las ventanas norte de la escuela mientras el rotulador temblaba un poco en la mano enguantada de Vincent. Tenía trece años y estaban en Port Hardy, en la Columbia Británica, un pueblo en el extremo más al norte de la isla de Vancouver que era en cierto modo menos remoto que el lugar donde vivía Vincent en ese momento. Paul llegó a la esquina del instituto demasiado tarde para detenerla, pero a tiempo de ver cómo lo hacía, y entonces los tres (Vincent, Paul y Melissa) guardaron silencio un instante y observaron los delgados rastros de ácido que goteaban por el vidrio desde varias letras. A través de las palabras, el aula oscura era una masa de sombras, hileras vacías de pupitres y sillas. Vincent llevaba un guante de cuero de hombre que había encontrado Dios sabía dónde. En ese momento se lo quitó y lo dejó caer en la pisoteada hierba invernal, donde yació como una rata muerta mientras Paul se quedaba en pie, boquiabierto e inútil. Melissa se reía, nerviosa.
—¿Qué crees que haces? —Paul quería sonar severo, pero incluso a él le parecía que sonaba dubitativo y con la voz atiplada.
—Solo es una frase que me gusta —afirmó Vincent. Miraba a la ventana de una manera que incomodaba a Paul. Al otro lado de la escuela, el conductor de autobús hizo sonar la bocina.
—Podemos hablar de esto en el bus —dijo Paul, aunque ambos sabían que no hablarían de ello en absoluto, porque no era especialmente convincente como figura de autoridad.
Ella no se movió.
—Debería irme —comentó Melissa.
—Vincent —señaló Paul—, si perdemos ese autobús, tendremos que hacer autoestop de vuelta a Grace Harbour y pagar el transbordador.
—Ya, bueno —soltó Vincent, pero siguió a su hermano hasta el bus escolar, que los esperaba.
Melissa ya estaba sentada delante con el conductor, aparentemente dedicada a sus deberes, pero los miró de un modo furtivo cuando pasaron a su lado. Guardaron silencio durante el trayecto de vuelta a Grace Harbour, donde el barco del correo esperaba para llevarlos a Caiette. El barco se precipitó alrededor de la península y Paul observó las enormes obras donde iban a erigir el nuevo hotel, las nubes, la nuca de Melissa, los árboles en la orilla, cualquier cosa para evitar mirar en las profundidades del agua; no quería pensar en nada de lo que habría allí abajo. Cuando le echó un vistazo a Vincent se sintió aliviado al ver que ella tampoco miraba el agua, sino al cielo que se oscurecía. En el extremo más lejano de la península estaba Caiette, el lugar que hacía que Port Hardy pareciera, en comparación, una metrópolis: veintiuna casas atrapadas entre el agua y el bosque, la infraestructura local reducida a una carretera con dos callejones sin salida, una pequeña iglesia de la década de 1850, una oficina de Correos de una sala, una escuela de primaria destrozada (porque no tenían suficientes niños para mantenerla abierta desde mediados de los ochenta) y un solo muelle. Cuando el barco atracó en Caiette, subieron por la colina hacia la casa y encontraron a papá y a la abuela esperando en la mesa de la cocina. Normalmente la abuela vivía en Victoria y Paul en Toronto, pero los tiempos no eran normales. La madre de Vincent había desaparecido hacía dos semanas. Alguien había encontrado su canoa a la deriva, vacía en el agua.
—Los padres de Melissa han llamado a la escuela —dijo papá—, y la escuela me ha llamado a mí.
Vincent, hay que decir que con valentía, ni siquiera se inmutó. Se sentó a la mesa, se cruzó de brazos y esperó mientras Paul se inclinaba con torpeza contra los fogones y los observaba. ¿Debía acercarse a la mesa también? ¿Dado que era el hermano mayor y responsable, etcétera? Como siempre, no sabía qué se suponía que debía hacer. Por la manera en que papá y la abuela miraban fijamente a Vincent, Paul oyó todo lo que se abstenían de mencionar: el pelo azul recién teñido de Vincent, sus notas, que habían empeorado, el lápiz de ojos negro, su terrible pérdida.
—¿Por qué escribiste eso en la ventana? —preguntó papá.
—No lo sé —respondió ella en voz baja.
—¿Fue idea de Melissa?
—No.
—¿Qué te pasaba por la cabeza?
—No lo sé. Solo son unas palabras que me gustaban. —El viento cambió de dirección y la lluvia tamborileó contra la ventana de la cocina—. Lo siento —añadió—. Sé que fue una estupidez.
Papá le explicó a Vincent que la escuela la había expulsado durante una semana; que querían expulsarla durante más tiempo, pero que se habían mostrado comprensivos. Ella aceptó esas palabras sin comentarios, luego se levantó y se fue a su habitación. En la cocina se quedaron callados, Paul, papá y la abuela, mientras escuchaban sus pasos en las escaleras y luego la puerta de su habitación, que se cerró silenciosamente tras ella, antes de que Paul se sentara con los otros dos a la mesa, la mesa de los adultos, no pudo evitar pensarlo, y nadie señaló lo obvio, que era que había vuelto de Toronto para cuidarla y que se suponía que eso implicaba no permitir que escribiera grafitis que no se podían borrar en las ventanas del instituto. Pero ¿cuándo había estado Paul en posición de cuidar de nadie? ¿Por qué se había imaginado que podría ayudar? Nadie sacó tampoco el tema a colación, solo se quedaron sentados en silencio mientras oían la lluvia caer en un cubo que papá había colocado en un rincón de la habitación, Vincent representada por un respiradero en el techo que papá y la abuela no parecían comprender que daba a su habitación.
—Bueno —dijo Paul finalmente, desesperado por cambiar de escenario—. Quizá debería ir a hacer los deberes.
—¿Qué tal te va? —preguntó la abuela.
—¿La escuela? Bien —respondió Paul—, va bien.
Pensaban que había hecho un noble sacrificio al dejar atrás a todos sus amigos en Toronto para ir allí a terminar el instituto, para «estar ahí para su hermana», pero, si hubieran prestado más atención o si hablaran con su madre, habrían sabido que, de todos modos, no habría podido regresar a su antigua escuela, y también que su madre lo había echado de casa. Pero ¿acaso una persona tiene que ser o bien admirable o bien terrible? ¿Tiene la vida que ser tan binaria? «Dos cosas pueden ser verdad al mismo tiempo —se dijo—. Solo porque utilizaste la presunta muerte de tu madrastra para volver a empezar no significa que no hagas también algo bueno, estar ahí para tu hermana o lo que sea». La abuela lo miraba sin mover un músculo, ¿era posible que hubiera hablado con su madre antes de…? Pero papá se disponía a decir algo, y era un proceso gradual que comportaba removerse en la silla, aclararse la garganta, levantar la taza de té a media altura hasta la boca, pero dejarla de nuevo en la mesa, así que Paul y la abuela dejaron su duelo de miradas y esperaron a que hablara. El dolor lo había dotado de una cierta dignidad.
—Tengo que volver pronto al trabajo —comentó papá—. No puedo llevármela al campamento.
—¿Qué sugieres? —preguntó la abuela.
—Pensaba en enviarla a vivir con mi hermana.
—Jamás te has llevado bien con tu hermana. Te juro que tú y Shauna empezasteis a discutir cuando tenías dos años y ella era un bebé.
—A veces me vuelve loco, pero es buena persona.
—Trabaja cien horas a la semana —aseguró la abuela—. ¿No sería mejor para Vincent si consiguieras un trabajo cerca de aquí?
—No hay trabajo cerca de aquí —la contradijo él—. Nada con lo que pueda ganarme la vida, en cualquier caso.
—¿Y el nuevo hotel?
—El nuevo hotel estará en obras durante al menos otro año, y no sé nada de construcción. Pero, mira, no es solo… —Se quedó callado un momento con los ojos fijos en su té—. Aparte de las consideraciones financieras, no estoy seguro de que vivir aquí sea lo mejor para Vincent. Cada vez que mira el agua…
Dejó la frase ahí. Y Paul pensó, cuando papá dijo eso, que iba en la columna de lo bueno que pensara primero en Vincent, que su primer pensamiento no fuera para el maldito brazo de tierra lleno de fantasmas que intentaba no mirar a través de la ventana de la cocina, sino para la chica que escuchaba por el respiradero, en el piso de arriba.
—Voy a comprobar cómo está Vincent —dijo Paul.
Le gustaba la manera en que lo miraban, «¡mira cómo ha madurado Paul!», y sentía disgusto hacia sí mismo por fijarse en eso. En lo alto de la escalera, casi le falló el valor, pero al final lo hizo, llamó suavemente a la puerta del dormitorio de Vincent y entró cuando nadie le contestó. No había entrado en esa habitación en mucho tiempo y le llamó la atención lo desvencijada que estaba; se sintió avergonzado por notarlo y también por Vincent, aunque ¿quizá ella no se fijaba en eso? No estaba claro. Su cama era más vieja que ella y la pintura se desconchaba del cabezal, para abrir el cajón superior de la cómoda tenía que tirar de una cuerda, las cortinas habían sido sábanas antes. Quizá nada de eso la preocupaba. Estaba sentada con las piernas cruzadas cerca del respiradero, como era de esperar.
—¿Te importa si me siento aquí contigo? —preguntó. Ella asintió. «Esto podría funcionar —pensó Paul—. Podría ser un buen hermano para ella».
—No deberías estar en el onceavo curso —dijo ella—. Lo he calculado.
Dios. Hubo un relámpago de dolor que debía reconocer, porque su hermana de trece años se había fijado en algo que le había pasado por alto a su propio padre.
—Estoy repitiendo curso.
—¿Repites onceavo?
—Casi no fui a clase la primera vez. Pasé un tiempo en rehabilitación el año pasado.
—¿Por qué?
—Tenía un problema con las drogas.
Le gustó ser honesto al respecto.
—¿Tienes un problema con las drogas porque tus padres se separaron? —preguntó, en un tono de auténtica curiosidad, y, llegado a este punto, quiso alejarse desesperadamente de ella, así que se levantó y se quitó el polvo de los tejanos. Su habitación estaba sucia.
—No tengo un problema con las drogas. Lo tenía. Ahora todo eso quedó atrás.
—Pero fumas maría en tu habitación —apuntó ella.
—La maría no es heroína. Son completamente diferentes.
—¿Heroína? —Abrió mucho los ojos.
—Bueno, tengo muchos deberes.
«No odio a Vincent —se dijo—, Vincent jamás ha sido el problema, jamás he odiado a Vincent, solo he odiado la idea de Vincent». Una especie de mantra que sentía la necesidad de repetirse a intervalos, porque, cuando Paul era muy joven y sus padres aún estaban casados, papá se enamoró de la joven poeta hippie que vivía en la misma calle, que rápidamente se quedó embarazada de Vincent, y, al cabo de un mes, Paul y la madre de Paul se habían ido de Caiette, «abandonaron esa sórdida telenovela», como ella había dicho, y Paul se pasó el resto de su niñez en los suburbios de Toronto, viajando a la Columbia Británica los veranos y cada dos Navidades, una infancia de volar solo por encima de la pradera y las montañas con un cartel de menor no acompañado que colgaba de su cuello, mientras Vincent vivía todo el tiempo con sus dos progenitores, hasta hacía dos semanas.
La dejó en su habitación y volvió a la estancia donde dormía (la misma donde se alojaba de niño, pero que en su ausencia habían convertido en trastero y ya no le parecía su habitación), sus manos temblaban, le acuciaba la infelicidad, y se preparó un porro y lo fumó con cuidado por la ventana, pero el viento empujaba el humo hacia dentro, hasta que al final alguien llamó a su puerta. Cuando Paul abrió, papá estaba ahí y lo miraba con una expresión de insoportable decepción y, al final de la semana, Paul volvió a Toronto.
La siguiente vez que vio a Vincent fue el último día de 1999, cuando cogió el autobús hacia el centro desde el aeropuerto acompañado de los Conciertos de Brandeburgo, que escuchó en su discman. Encontró la dirección de Vincent en el peor barrio que había visto en su vida, un edificio hecho polvo situado frente a un pequeño parque donde los drogadictos se paseaban tropezando como extras en una película de zombis. Mientras Paul esperaba a que Vincent abriese la puerta, trató de no mirarlos y de no pensar en la preferencia general de consumir heroína; no el sórdido negocio de intentar conseguir más y enfermar, sino la sustancia en sí, el estado en que el mundo está perfectamente bien. Melissa abrió la puerta.
—Oh —exclamó—. ¡Eh! Tienes el mismo aspecto. Entra.
Eso, en cierto modo, lo tranquilizó. Se sintió marcado, como si los detalles de la muerte de Charlie Wu estuvieran tatuados en su piel. Melissa no tenía el mismo aspecto exactamente. Estaba claro que se había metido a fondo en el mundo de las raves. Llevaba pantalones azules de piel sintética y una sudadera estampada con los colores del arcoíris, y su pelo, teñido de color rosa, estaba recogido en el mismo tipo de coletas que recordaba que Vincent llevaba cuando tenía cinco o seis años. Melissa lo acompañó escaleras abajo hasta uno de los peores apartamentos en los que había entrado jamás, un sótano semiacabado con manchas de humedad en las paredes de cemento. Vincent estaba preparando café en una diminuta cocina.
—Eh —saludó—. Qué bueno verte.
—Lo mismo digo —respondió.
La última vez que había visto a Vincent tenía el pelo azul y hacía un grafiti en una ventana de la escuela, pero parecía haberse retirado de ese precipicio en particular. No tenía aspecto de ser una fiestera o, si lo era, se vestía para la ocasión solo cuando había raves. Llevaba tejanos y un jersey gris, y el pelo largo y oscuro a la altura de los hombros. Melissa hablaba demasiado rápido, pero siempre lo había hecho, ¿verdad? La recordaba más nerviosa de pequeña. Observó a Vincent con atención, en busca de señales, pero parecía una persona reservada, centrada, alguien que se comportaba con cuidado y evitaba el campo de minas. ¿Cómo había llegado a ser de esa manera y Paul así? Esa pregunta tenía todas las características del tipo de pensamiento circular que se suponía que debía evitar (¿por qué tú eres tú?), pero no podía detener la espiral. «Jamás has odiado a Vincent, recuérdalo. No es culpa suya que no tenga los mismos problemas que tú». Se sentaron en un salón con motas de polvo del tamaño de un puño, Paul y Vincent instalados en un sofá que aparentaba tener más de treinta años y Melissa en una tumbona de plástico de jardín mugrienta, y trataron de sacar temas de conversación, pero se producían pausas silenciosas, así que se limitaron a beber café soluble y evitaron mirarse a los ojos.
—¿Tienes hambre? —preguntó Vincent—. No tenemos gran cosa, pero puedo prepararte una tostada o un sándwich de atún.
—Nah, no tengo apetito. Gracias.
—Gracias a Dios —repuso Melissa—. Son los últimos cuatro días antes de cobrar y mañana toca pagar el alquiler, así que probablemente las opciones son pan o atún en lata.
—Si te hace falta ir a comprar tan desesperadamente, ¿por qué no echas mano del dinero para cervezas? —inquirió Vincent.
—Voy a fingir que no te he oído.
—Cuando llegue el siguiente cheque, tengo que recordar que necesitamos bombillas —añadió Vincent—. Se me olvida continuamente cuando tengo dinero.
El salón solo estaba iluminado por tres lámparas de pie que no hacían juego, y la de la esquina más alejada parpadeaba. Vincent se levantó, la apagó y volvió al sofá. Ahora la habitación estaba en la penumbra y las sombras se agolpaban en la periferia.
—La tía Shauna te manda recuerdos —soltó Paul al cabo de un rato.
—Ella está bien —dijo Vincent, en respuesta a una pregunta que Paul no había formulado—, pero probablemente no estaba capacitada para acoger a una adolescente traumatizada de trece años.
—Por lo que me dijo, parecía que habías dejado la escuela.
—Sí, el instituto era tedioso.
—¿Por eso te fuiste?
—Más o menos —admitió—. Parece que sacar solo buenas notas no es lo mismo que estar lo bastante motivado para arrastrarte a la escuela cada mañana.
No supo qué responder a eso. Como siempre, no estaba seguro de cuál debía ser su papel. ¿Se suponía que debía aconsejarle que regresara al instituto? No estaba en posición de decirle a nadie qué debía hacer. El funeral de Charlie Wu era hoy. Era del todo imposible que Charlie Wu estuviera de pie en el rincón más oscuro de la habitación, pero no sentía la necesidad de mirar en esa dirección.
—¿Vas al instituto? —le preguntó a Melissa.
—Voy a ir a la Universidad de Columbia en otoño.
—Genial, felicidades. Es una buena universidad.
Melissa levantó su taza de café.
—Brindo por una vida de deuda estudiantil —aseguró.
—Viva. —Paul levantó su taza también y no la miró a los ojos. La madre de Paul había costeado sus gastos universitarios.
—Tenemos que salir a bailar esta noche —dijo Melissa finalmente—. He pensado en un par de sitios.
—Sé de gente que se ha encerrado en cabañas remotas con víveres por si nuestra civilización se desmorona —apuntó Vincent.
—Eso parece mucha molestia —opinó Paul.
—¿Esperas en secreto que la civilización colapse —preguntó Melissa—, solo para que pase algo?
Más tarde esa noche se metieron en el coche desvencijado de Melissa y condujeron hasta un club. Vincent no tenía edad legal, pero el portero optó por no fijarse, porque, cuando tienes dieciocho años y eres guapa, todas las puertas se abren para ti, o al menos eso le pareció a Paul mientras la veía revolotear frente a él. El portero escudriñó la identificación de Paul y lo miró con atención, y a Paul le dieron ganas de hacer una observación tajante, pero optó por no hacerlo. El nuevo siglo era una nueva oportunidad, eso había decidido. Si sobrevivían al efecto 2000, si el mundo no se acababa, estaba decidido a ser mejor. Y, si sobrevivían al efecto 2000, esperaba no volver a oír jamás la expresión «efecto 2000». En el guardarropa, Paul vio que Vincent llevaba una prenda brillante que en realidad solo era la mitad de una camiseta, la parte delantera era normal, pero no tenía espalda, solo dos tiras que se anudaban en un lazo por debajo de sus omoplatos desnudos, lo que hacía que su espalda pareciera vulnerable.
—Necesito una bebida —soltó Melissa, así que Paul la acompañó hasta el bar, donde pidieron cerveza en lugar de licor fuerte y se la tomaron con calma (porque eran adultos responsables) y, cuando volvió a mirar hacia la pista, Vincent ya estaba bailando sola, con los ojos cerrados, o quizá miraba al suelo, sola en un sentido muy fundamental: «perdida en su pequeño mundo» era la frase que la madre de Vincent utilizaba siempre que alguien trataba de captar su atención mientras leía un libro o se quedaba mirando al infinito.
—Está en Babia —dijo Melissa, en realidad casi lo gritó, porque la música era más tranquila cerca de la barra, pero no estaba lo bastante baja para hablar.
—Siempre ha sido así —gritó Paul como respuesta.
—Bueno, lo que le pasó a su madre habría vuelto loco a cualquiera —gritó Melissa, que posiblemente no lo había oído bien—. Fue tan trágico que…
Paul no oyó la última palabra, pero no le hacía falta. Se quedaron callados un instante, reflexionando sobre Vincent y también sobre su tragedia, que era una entidad distinta. Pero Vincent no le parecía una figura trágica, sino una persona que quería una vida más o menos normal, una persona centrada con un trabajo a tiempo completo de camarera en el hotel Vancouver, y, por lo tanto, se sentía un poco incómodo a su alrededor.
Después de tomarse dos cervezas se unió a ella en la pista y le sonrió. Quería decirle: «Estoy intentándolo, de verdad. Todo está saliendo mal, pero el nuevo siglo va a ser distinto». No bebió ni comió nada excepto la cerveza y bailó mucho durante un rato sin estar bajo la influencia de nada, bueno, de casi nada, porque la cerveza no cuenta, hasta que levantó la vista y vio a Charlie Wu entre el gentío y la noche dejó de latir por un instante. Paul se quedó helado. Por supuesto que no era Charlie Wu, por supuesto que solo era un chico cualquiera que se parecía un poco a él, un chico con un corte de pelo similar y gafas que reflejaban las luces, pero la estampa era tan asombrosa que no pudo quedarse ni un segundo más allí, ni siquiera para decirles a Vincent y Melissa que se iba, así que salió a trompicones a la calle y ahí lo encontraron media hora más tarde, temblando bajo una farola. Nada, les dijo, es solo que no le gustaba la música y de repente necesitaba aire fresco, ¿no les había dicho que a veces le daba un poco de claustrofobia cuando estaba con mucha gente?, y, además, también tenía mucha hambre. Veinte minutos más tarde estaban mirando los menús en una cafetería veinticuatro horas donde todos los demás clientes estaban bebidos. La luz era tan fuerte que era posible asegurarse de que no había visto un fantasma. Todos los demás se parecían bajo la luz estroboscópica. Hay doppelgängers en todas partes.
—¿Por qué has venido para el Año Nuevo? —preguntó Melissa. No había sido muy preciso acerca de cuánto tiempo pensaba quedarse—. ¿No son mejores las discotecas de Toronto?
—De hecho, voy a mudarme aquí —explicó Paul.
Vincent levantó la mirada del menú.
—¿Por qué? —preguntó.
—Simplemente necesitaba un cambio de escenario.
—¿Tienes problemas de algún tipo? —preguntó Melissa.
—Sí —respondió él—, algunos.
—Bueno, venga —dijo Melissa—, ahora tienes que contárnoslo.
—Había una partida de éxtasis en mal estado. Parecía que iban a echarme la culpa.
«Bueno, porque no había motivo para no ser en cierto modo honesto —le explicó al psicólogo en Utah, en 2019—. Por supuesto que no les dije nada más, pero ya sabía que podría escapar. Estaba en un periodo de prueba académica, así que no era raro que desapareciese de la escuela. Paul debe ser uno de los nombres más comunes en todo el mundo, y era el único que la gente de Baltica conocía…».
—Guau —exclamó Melissa—. Eso es horrible.
Y él pensó: «No tienes ni idea de cuánto». No pudo evitar fijarse en que Vincent no parecía estar interesada en el tema. Había vuelto a concentrarse en su menú sin hacer ningún comentario. Ninguna de las posibilidades era buena: o Paul no le importaba en absoluto, o que estuviera en un aprieto era algo que esperaba de él, o bien estaba acostumbrada a tener problemas ella también. «No odio a Vincent —se repitió en silencio—, solo odio la increíble buena suerte de Vincent por ser Vincent en lugar de ser yo, solo odio que Vincent pueda dejar la escuela e instalarse en un barrio terrible y, aun así, que milagrosamente esté bien, como si las leyes de la gravedad y de la desgracia no la afectasen». Cuando terminaron de comer sus hamburguesas, Melissa miró el reloj de muñeca, una cosa de plástico enorme y digital que parecía más apropiada para un crío.
—Las once y catorce —dijo Melissa—. Aún tenemos cuarenta y cuatro minutos que matar antes de que se acabe el mundo.
—Cuarenta y seis minutos —matizó Paul.
—No creo que vaya a terminar —opinó Vincent.
—Sería emocionante que así fuera —declaró Melissa—. Todas las luces se apagan de repente, puf. —Extendió los dedos como un mago que está haciendo un truco.
—Uf —dijo Vincent—. ¿Una ciudad sin luces? No, gracias.
—Sería un poco extraño —comentó Paul.
—Tío, tú sí que eres extraño —repuso Melissa. Él le arrojó una patata frita y entonces los echaron a todos. Se quedaron temblando y deshidratados de pie en la calle durante unos minutos, mientras debatían adónde ir, y luego Melissa recordó otra discoteca donde pensaba que quizá a Vincent no le impedirían entrar, otra en un sótano, no muy lejos de ahí, así que salieron a buscarla, se perdieron dos veces y finalmente se encontraron frente a una puerta sin cartel a través de la cual un bajo latía levemente desde abajo. De algún modo, aún era 1999. Bajaron otras escaleras hacia otra noche permanente y Paul escuchó la letra cuando abrieron la puerta:
«Siempre vengo hacia ti, vengo hacia ti, vengo hacia ti…».
Y por un segundo no pudo respirar. La canción estaba remezclada en una melodía dance, la voz de Annika por encima de un profundo beat de música house, pero la reconoció de inmediato, porque la habría reconocido en cualquier lugar.
—¿Estás bien? —gritó Melissa en la oreja de Paul.
—¡Sí! —respondió a gritos él—. ¡Estoy bien!
Se quitaron los abrigos y la pista de baile los absorbió mientras la canción de Baltica se metamorfoseaba en otra, una acerca de estar triste que se oía en todas las pistas de baile de 1999, del cual solo quedaban unos minutos. «La última canción del siglo xx», pensó Paul, que trataba de bailar, pero algo lo preocupaba, una sensación de que algo se movía en su visión periférica, como si alguien lo observara. Miró a su alrededor como un animal salvaje, pero solo vio un mar de rostros anónimos, y ninguno lo miraba a él.
—¿Seguro que estás bien? —gritó Melissa.
Las luces empezaron a parpadear, y solo durante un instante Charlie Wu estaba ahí, en medio del gentío, con las manos en los bolsillos, observando a Paul, y luego ya no estaba.
—¡Estupendo! —gritó Paul—. ¡Estoy bien!
Porque en realidad era la única opción, estar bien a pesar de la horrible certeza de que Charlie Wu se encontraba ahí en cierto modo. Paul cerró los ojos durante un instante y luego se obligó a bailar de nuevo, a fingir desesperadamente. Las luces no se apagaron cuando 1999 se transformó en 2000, las horas siguieron avanzando hacia el amanecer cuando emergieron a la fría calle y al nuevo siglo y se amontonaron en el coche destrozado de Melissa, helados y sudados, Paul en el asiento del pasajero y Vincent acurrucada como un gato en el de atrás.
—Superamos el fin del mundo —dijo ella, pero, cuando Paul miró por encima del hombro, ya estaba dormida, y se preguntó si lo había imaginado. Melissa tenía los ojos rojos y muy abiertos, estaba acelerada, conducía demasiado deprisa, hablaba de su nuevo trabajo como dependienta de ropa en Le Château mientras Paul la escuchaba, pero solo a medias, y en algún punto del trayecto de regreso al apartamento se apoderó de él una oleada extraña y maníaca de esperanza. Era un nuevo siglo. Si podía sobrevivir al fantasma de Charlie Wu, podía superarlo todo. Había llovido durante la noche en algún momento y las aceras resplandecían. El agua reflejaba la primera luz del amanecer.
«No —le dijo Paul al psicólogo—. Esa solo fue la primera vez que lo vi».