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Prólogo.

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Constituye un tópico bien conocido la afirmación de que el Derecho que por naturaleza es conservador va siempre a la zaga de las nuevas realidades. Aparecen éstas unas veces como consecuencia de la elevación de los niveles de investigación y de la puesta en aplicación de nuevas tecnologías y otras veces por las profundas mutaciones que acaecen en los sistemas de valores, en las creencias y convicciones que una sociedad o parte muy importante de ella, profesa. En ocasiones, las nuevas realidades se encuentran todavía larvadas cuando un legislador decidido a poner al día una legislación y no alcanza siquiera a vislumbrarlas. Viene.a cuento recordar estas ideas para señalar la medida en que quienes participamos activamente en la preparación de textos legales de lo que poco después habían de ser las reformas del Derecho de familia español de 1981, nos vimos, casi de inmediato, sorprendidos por la aparición de nuevos problemas, nuevos retos y en este sentido nuevas fronteras, que con anterioridad no habíamos sospechado, aunque existían datos que hubieran permitido descubrirlas. Las reformas del Derecho de familia español de 1981 tuvieron cuatro designios centrales, aparte algún otro de carácter colateral: establecer la igualdad jurídica entre los cónyuges en el matrimonio suprimiendo las discriminaciones que aún quedaban en la legislación civil y, como consecuencia de ello, consagrar la común participación de ambos cónyuges en la disposición, gestión y administración de los patrimonios comunes, así como un ejercicio conjunto de la patria potestad de los progenitores; admitir en la forma más amplia posible, la libre investigación de la paternidad con la admisión de toda clase de pruebas, incluidas las biólogas y consagrar asimismo la igualdad de derechos entre los hijos cualquiera que fuera su origen equiparándolos en todo tipo de derechos, incluidos los sucesorios, frente a los padres; reformar el sistema de celebración del matrimonio, muy lastrado por consideraciones de orden ideológico y regular, por primera vez en el Derecho español después de la efímera experiencia de 1932-1939, la disolución del matrimonio por divorcio.

Con ello, podía pensarse que disponíamos de un Derecho de familia acorde con los tiempos y que con él se podía continuar viviendo tranquilamente durante al menos medio siglo. Evidentemente, no fue así. Toda una serie de problemas —de retos y de fronteras— explotaron casi inmediatamente entre las manos.

El primero de ellos es el comúnmente conocido con el nombre de transexualidad, que fue objeto por aquellas mismas fechas de alguna sentencia del Tribunal Supremo y de algún tratamiento doctrinal (Cfr. JesúsDíez del Corral, «ADC», 1981). A partir de ese momento deja de poder hablarse del sexo como una cuestión banal o consabida y se hace necesario distinguir como lo hizo la STS de 13 de julio de 1988, entre sexo morfológico, sexo cromosomático y sexo psicológico. Desde el primer punto de vista, lo que diferencia y enmarca la condición masculina y femenina de los seres humanos son determinados elementos y características anatómicos externos, unos primarios—como los órganos sexuales —y otros secundarios—como las mamas—.Desde el punto de vista cromosomático, lo que distingue a los miembros masculinos o femeninos de la especie humana son determinados genes, que, según se dice, que están formados por ácido desoxirribonucleico, cuyo elemento principal es el cromosoma que se presenta como pares de cromosomas de articulación distinta. Existe, por último, según esta tendencia científica, un sexo psicológico que está formado por la interiorización que de todo ello el individuo realiza y de sus consecuencias así como de los roles que la sociedad asigna a cada uno y al lado de ello las creencias profundas de la sociedad respecto de este tipo de cuestiones. Cuando todas las variantes del sexo —morfológico, cromosomático y psicológico— coinciden, las cosas pueden funcionar razonablemente, pero la naturaleza organiza de vez en cuando trampas y desequilibrios.

Jurídicamente, el problema de los transexuales, una vez que la despenalización de la mutilación ha hecho posible la puesta en práctica de las técnicas quirúrgicas de ablación y modelación de órganos sexuales, sin las cuales el problema no podría ni siquiera plantearse, ha surgido en dos tipos de áreas. Es la primera la que en términos generales puede llamarse señas de identidad (documentos, tarjetas, etc.). Desde hace ya algunos años, la jurisprudencia española ha admitido, es verdad que a falta de toda ley reguladora de la materia y actuando praeter legem, la posibilidad de la rectificación de la inscripción de nacimiento para modificar en ella la circunstancia del sexo, unido al cambio del nombre de un masculino a un femenino. Sin embargo, hoy continúa abierta la cuestión relativa a si puede admitirse el matrimonio de los transexuales con las personas del sexo, que, por lo menos morfológicamente abandonaron. Este problema ha tenido repercusión en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, donde se ha alegado al artículo 12 de los Derechos Humanos, según el cual a partir de la edad núbil el hombre y la mujer tienen derecho a casarse según las leyes nacionales que regulan el ejercicio de este derecho. Una exposición muy interesante de esta jurisprudencia la ha hecho Luis Erechederra (El matrimonio del transexual, «Suplemento Humana iurade Derechos Humanos-Persona y Derecho», 1997-7, pp. 16 y ss.). En términos generales, aunque el Tribunal admite alguna evolución en el concepto tradicional de matrimonio, entiende, con razón, que el derecho al matrimonio que garantiza el artículo 12 del Convenio se refiere al matrimonio que denomina «tradicional», como lo confirma que el fin perseguido es la protección del matrimonio en cuanto fundamento de la familia.

El segundo de los problemas que de manera muy rápida explotó, es el relativo al tratamiento de la filiación surgida por la aplicación de técnicas de reproducción asistida. Aunque la Ley española fue un punto prematura, por tratar de estar a la page o por querer favorecer a los profesionales dedicados a estas técnicas según se mire, pasaron siete años entre la reforma de la filiación y la nueva reforma del Código en materia de filiación que entrañaba la Ley 35/1998, aparte de otras sin dudas graves, como la aplicación de las técnicas a mujer sola o la fecundación post mortem, que causan un punto de extrañeza. Por rebajar las tintas, el problema central que surge de esta Ley es una diversificación entre paternidad biológica y paternidad social o jurídica, que no era ciertamente un fenómeno desconocido del derecho anterior, pues se encontraba implícito en muchos casos en que la investigación de la paternidad quedaba prohibida. Ninguna cuestión especial surge en la llamada fecundación artificial homologa cuando se hace con semen del marido o del compañero sentimental de la mujer fecundada, pues en tales casos hay coincidencia entre función biológica y rol social. Sí surge en los casos de la fecundación heteróloga realizada con semen de un tercero. En términos generales, hay que decir que una cierta disminución del mito de la sucesión biológica es seguramente útil. He recordado muchas veces la inversión que de ese mito (la voz de la sangre que en la Biblia aparece en la decisión salomónica) Bertolt Brecht hacía en «El círculo de tiza caucasiano»: la verdadera madre es la que cría al niño y le prodiga sus cuidados. En la llamada fecundación heteróloga hay, sin embargo, que decidir la licitud (—y también la constitucionalidad— pese a que el Tribunal Constitucional a pesar de haber transcurrido ya dos lustros todavía no se ha considerado en la obligación de decidir), ante todo, del anonimato del donante. Es cierto que el anonimato favorece este tipo de operaciones, lo que es deseable para los usuarios del sistema y para los profesionales que se dedican a las técnicas. Resta, sin embargo, saber si subsiste un derecho de la persona a lo que puede llamarse su propia información genética, que es hoy un dato muy importante desde el punto de vista médico y que lo será más a medida que continúan los avances del denominado genoma humano. Además, hay que decidir si es constitucionalmente legítima ex artículo 39 de la Constitución una total inmunidad del donante, de manera que el hecho de la procreación le deje injustificadamente exento de todo tipo de obligación y responsabilidades en relación con los seres en cuya procreación ha participado.

En la llamada gestación sustitutoria, que es el acto por el cual se implantan en una mujer óvulos de otra fecundados in vitro hay también problemas similares. Existe una puesta en cuestión de la idea de maternidad y un conflicto latente entre madre biológica y madre gestante, que se resuelve del mismo modo que en el caso de paternidad aunque en este caso la Ley declara nulo de pleno derecho cualquier contrato por el que se convenga cualquier tipo de gestación de sustitución considerando jurídicamente madre a la madre gestante, lo que es una buena medida de desentivación.

Ha existido una tercera área de problemas en punto al reconocimiento legal —y a la medida del reconocimiento legal— de las llamadas uniones de hecho o situaciones que también se denominan parejas no casadas referidas tanto a uniones heterosexuales como homosexuales. Los modos de vida de una sociedad permisiva han facilitado las demandas de los lobbies de este tipo de personas y tampoco faltan —por el contrario, abundan— los creadores de opinión que colaboran en la tarea sobre la base de criterios que ellos califican como «progresistas» como si fueran poseedores de un don de adivinación para calibrar por como corren las líneas del progreso en el futuro. En la legislación española ha existido una clara tendencia a establecer, en puntos muy concretos, una cierta equiparación entre la situación del matrimonio y las de estas otras uniones a las que a veces se denomina de análoga afectividad, aunque después se añada una coletilla eufemística que alude a la indiferencia, en materia legal naturalmente, de la«orientación sexual». Ha ocurrido así, especialmente, en la regulación de las circunstancias atenuantes de la responsabilidad penal y en la concesión de un derecho de continuación en el arrendamiento por el tiempo pactado, en la nueva legislación sobre arrendamiento de viviendas. En otros casos, la pretensión ha tenido un éxito menor, como por lo general, ha ocurrido cuando se ha pretendido la equiparación en materia de pensiones de la seguridad social. Hay que decir que las pretensiones que normalmente se formulan en las llamadas uniones de hecho se refieren por lo general al momento de la liquidación y son justas y atendibles. En efecto, una relación convivencial duradera entre dos personas puede engendrar, cuando tal relación concluye, pretensiones de liquidación sobre la base de la existencia de tipos especiales de comunidades de bienes o de formas asociativas, incluso bajo la especie o el manto de sociedades contraídas tácitamente, y, en todo caso, pretensiones de enriquecimiento, especialmente en aquellos supuestos en que uno de los miembros de la relación haya visto mejorada su situación patrimonial como consecuencia del trabajo o de cualquier actividad patrimonial del otro. Debe existir acuerdo en que este tipo de pretensiones no pueden ser desechadas con el simple argumento—o coartada—como se hacía hace cuarenta o cincuenta años, de que tienen una causa inmoral o torpe. En una sentencia del año 1952, cuya fecha exacta no recuerdo, el Tribunal Supremo español decidió en este sentido la demanda de una señorita torera que había estado unida sentimentalmente a un caballero, el cual, además de mantener con ella las relaciones que son del caso, había administrado la totalidad de sus ingresos, había realizado las inversiones que le habían parecido convenientes y, como los bienes estaban a su nombre, se negó a restituirlos. Ya por entonces, a algunos de nosotros nos parecía suficientemente claro que las relaciones patrimoniales son por completo independientes de las personales y que cualquiera que sea el concepto que se pueda mantener sobre la llamada causa torpe en el artículo 1.306 del Código Civil, las relaciones patrimoniales en cuestión son inmunes a ella.

El problema es hoy el de la legalización, materia ésta en la que hasta el momento sólo poseemos la Ley dictada por la Generalidad de Cataluña y la que cuando escribo estas líneas acaba de promulgar la Comunidad Autónoma de Aragón. Las noticias que han ido llegando de la primera son que, aunque en un principio se intentó dibujar una institución abstracta y neutra, las presiones de los grupos sociales empujaron al gobierno de la Generalidad y al Parlamento Catalán hasta un tipo de unión que pudiera aproximarse al Derecho de familia. Sin embargo, curiosamente, la Ley tiene en el Diario oficial la misma fecha que el Código de la familia en el que, sin embargo, no se ha integrado: una regulación legal sí, pero una inserción en el Derecho de familia, no.

Debo decir desde ahora que mi opinión personal se encuentra más cerca de las sentencias del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos más arriba mencionadas que de las vanas pretensiones progresistas que a veces formulan los voceros de estos grupos sociales. Tanto en el artículo 12 del Convenio Europeo de Derechos Humanos como en el artículo 32 de la Constitución se presta una garantía institucional a una institución muy concreta que es el matrimonio, que es contraído por un hombre y una mujer y que tiene una finalidad institucional como es la creación o fundación de una familia. Porque carecen de tal perfil institucional, no hay razón alguna para fomentar otro tipo de uniones, sin perjuicio de encontrar para ellas en sus conflictos internos soluciones justas. Además, siempre me ha parecido que pretender la protección jurídica para situaciones que se han creado en la más absoluta libertad no deja de constituir una especie de trampas que se hacen en el juego porque la voluntad sólo se había manifestado sobre la libertad. Tal vez por esto, la Ley catalana ha buscado una formalización de las declaraciones de voluntad a través de las cuales se constituyen estas uniones, que, por esta razón, ya no serán de hecho. Al mismo tiempo, porque reciben el manto de la Ley, se han establecido algunos requisitos, ya que, inevitablemente, subsiste el tabú del incesto y algunos otros semejantes. De esta manera el pluralismo se multiplica y a partir de ahora tendremos las relaciones estrictas del Derecho de familia con el matrimonio a la cabeza, las uniones de hecho ya juridificadas y otras uniones que paradójicamente continúan siendo de hecho, hasta que un día las demandas insistentes de los grupos sociales continúen presionando sobre el legislador.

Los problemas que he tratado de esbozar hasta aquí dejan abierto un difícil interrogante que es lógicamente una pregunta por los límites del Derecho de familia y en el fondo, por el concepto mismo de familia. En un viejo texto de Paulo, bien conocido, se decía que familia es una pluralidad de personas que se encuentran sujetas a la potestad de uno sólo. En esta definición que se corresponde con un tipo de familia llamada patriarcal, la figura que se dibuja es una unidad política o cuasipolítica en la cual son notorios los vínculos de sujeción y de autoridad. Como se ha recordado en alguna ocasión, la acción de división de la herencia se denomina en los textos romanos actio familiae erciscundae, de manera que herencia y familia, objeto del poder quiritario, eran prácticamente la misma cosa. En este sentido es en el que pudo decir Cicerón que la familia es semi-narium rei publicae. Es evidente que de esta arcaica concepción sólo quedaban, hace ya años, unos pocos rastros, por más que los teóricos del corporativismo, que entre nosotros se denominó democracia orgánica, pretendían resucitar la familia como sujeto político y entendieron que era ella quien tenía representación en los órganos en que se ejercía, si no la soberanía, sí por lo menos la función legislativa. En un sentido muy parecido Antonio Cicu, a partir del final de la segunda década de este siglo, pretendió introducir la familia en el Derecho público.

El tipo de familia patriarcal había quedado barrido y borrado por el individualismo que imperó por lo menos desde el triunfo de las tesis del racionalismo filosófico y jurídico. Este individualismo plasmó sin duda en los códigos civiles, aunque paradójicamente, el modelo de familia que los códigos recibieron contenía todavía rasgos en la familia patriarcal. He hablado de modelo de familia y probablemente es lo único que a lo largo de la historia se puede rastrear detectando las grandes diferencias existentes entre unos y otros. Los sociólogos han destacado la evolución que la institución familiar ha experimentado en nuestro tiempo, desde lo que se llama familia extensa o la familia linaje (que era normalmente un grupo familiar amplio que convivía en la misma casa y llevaba a cabo una empresa familiar) hasta lo que los sociólogos denominan hoy la familia nuclear, que está formada por una pareja y la progenie de la misma, mientras esta última se mantiene en la menor edad o no alcanza por la vía de la ocupación de los puestos de trabajo la plena independencia económica.

Para tratar de esbozar una solución del problema tal vez se pudiera acudir a la vieja distinción de Tónnies entre la comunidad de formación natural y la sociedad que nace del pacto o del acuerdo de voluntades. Sin embargo, esta solución se torna poco viable desde el momento en que se comprueba que la unión conyugal ha sido calificada como contrato y pertenece cuanto menos al mundo de acuerdos y que lo mismo ocurre cuando se habla de uniones no conyugales o uniones de hecho. Y la «naturalidad» sólo se puede encontrar en el fenómeno de la procreación y del nacimiento de los nuevos miembros del grupo social y ello sin exagerar las notas como más arriba vimos.

En mi opinión, estos últimos datos —procreación y matrimonio— nos colocan en el buen camino de encontrar el sustrato último de la idea de familia. Se puede decir; en mi opinión, parafraseando el viejo brocardo escolástico según el cual «tría faciunt collegium» que «tria faciunt familiam». En puridad, no existe familia en el sentido moderno de la palabra sino existe procreación y filiación. La familia se agrupa necesariamente en torno a la filiación. Lo pone decisivamente en claro el artículo 39 de la Constitución, con el que el artículo 32 se conecta y se puede decir que el matrimonio es una institución del Derecho de familia en la medida en que como institución busca ten-dencialmente la procreación.

En este sentido, los fines últimos que el ordenamiento asigna a la familia están constituidos por los necesarios auxilios que los miembros de la familia deben prestarse a través de lo que los juristas conocen como obligación de alimentos entre los parientes y de la función de socialización de los nuevos individuos del grupo. Es verdad que una parte de estas funciones las comparte hoy la familia con instituciones del Derecho público como ocurre con las prestaciones de la seguridad social y las prestaciones educativas. Sin embargo, el Estado y las Administraciones públicas pueden descargar en la familia una parte de sus obligaciones y al mismo tiempo se da satisfacción a algo que, entre nosotros, se corresponde con una muy antigua tradición: que los niños no se crían y educan en comunas o creches como creo que las llaman en Cuba, sino en familias y que a cada familia corresponde el traspaso de las tradiciones y, en este sentido, la educación, como especialmente reconoce el artículo 21 de la Constitución. Si el reducto básico de la idea de familia y el común denominador de los tipos de ella es la procreación de los nuevos miembros del grupo, con los subsiguientes auxilios del grupo y el cumplimiento de la función de socialización, habrá de convenir que la unión conyugal sólo puede permanecer en el Derecho de familia en la medida en que por lo menos ten-dencialmente constituye un momento fundacional y en que es en este sentido adoptado por el ordenamiento jurídico, lo que le otorga por ello un puesto institucional. Sólo porque hay una relación evidente entre procreación y sexualidad asoma esta última, a veces púdicamente, en el Derecho de familia y lo hace sólo para preservar de conflictos la unidad familiar y para asegurar en la medida de lo posible relaciones paternofiliales. Es verdad, no obstante, que algunas relaciones por más que puedan ser episódicas entre progenitores cuando no hayan contraído matrimonio, pertenecen también por lo menos tendencialmente, al Derecho de familia siempre que la progenie se dé: al menos, en aquella parte en que tales relaciones guarden contacto con el ejercicio de los derechos y de las potestades que el ordenamiento otorga a los progenitores en relación a los hijos. Fuera de ello, cualquier otro tipo de uniones que las personas puedan establecer entre sí tienen un carácter nítidamente asociativo y, si se hace abstracción de la procreación, no pertenecen en sentido estricto al Derecho de familia. Frente a ello se pueden alegar dos tipos de argumentos. Por una parte, se puede decir que las sociedades modernas son cada vez más pluralistas y que corresponde a los individuos diseñar la opción por el tipo de unión que quieran establecer. Mas por muy pluralista que se quiera ser habrá que reconocer que una cosa son las opciones personales que sin duda deben mantenerse en la órbita del pluralismo y otra cosa bien distinta las instituciones que el ordenamiento haya de acoger y regular. El segundo argumento trata de bascular sobre la idea del principio de igualdad y de no intromisión en la vida privada. Hay que confesar que nuestra vida social se encuentra teñida de imperativos que toman la familia por modelo en situaciones en que una cierta dosis de pietas permitiría entender las cosas, de otro modo, como puede ocurrir en la visita a los hospitales, en la atención personal u otras situaciones semejantes. Sin embargo, en los ordenamientos que constitucionalmente han establecido una garantía institucional para la institución del matrimonio y de la familia, cualquier pretensión jurídico-constitucional en este sentido, parece vana. Si no se sigue el camino que hemos esbozado, la alternativa es entender la familia como reducto último de intimidad del ser humano y, por consiguiente, como ámbito reservado de privacidad. Es ésta una idea prima facie atractiva, aunque algo nos dice que identificar familia y privacidad es desconocer puntos sustanciales del ordenamiento jurídico.

La profesora EncarnaRoca, bien armada con un extraordinario aparato de erudición bibliográfica y guiada por una fina sensibilidad jurídica, ha plasmado en este libro, una síntesis de lo que ha sido una de sus dedicaciones predilectas a lo largo de muchos años. Para decirlo brevemente, se trata de las relaciones entre la Constitución y el Derecho de familia o el papel constitucional del Derecho de familia con la propuesta de reconsiderar la totalidad de las instituiciones familiares desde el ángulo de los derechos constitucionales, de manera que la familia pueda ser el ámbito y el valladar de amparo de la realización de estos derechos que son al fin y a la postre derechos humanos. En esta perspectiva que es rigurosamente jurídica, la persona, cada persona, sale recrecida y lo que en las instituciones hay de hegeliano o de objetivo queda disminuido. El análisis del cambio social experimentado en el ámbito de las relaciones familiares ha sido también hecho con singular finura. Por todo ello, el libro, que se lee muy bien, será muy útil a los especialistas en esta materia, sean juristas, sociólogos o asistentes sociales, e interesará asimismo a todos los que busquen las raíces últimas del ordenamiento jurídico.

Por regla general, los prólogos se escriben como presentación de escritores noveles deseosos de recibir, ante el público, una suerte de aval. No es éste, evidentemente, el caso de la profesoraRoca i Trias, cuyas tareas en la literatura jurídica de todo tipo son extraordinarias y de todos conocidas. Ella me ha pedido el prólogo y yo lo he redactado sin conocer cabalmente sus designios. Tal vez haya querido —me gusta pensar — sellar con letra impresa una amistad que por lo demás es suficientemente antigua.

Luis Díez-Picazo y Ponce de León

Familia y cambio social

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