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I.

Las raíces de la vanguardia en el siglo XX

Generalmente, se da por descontado que las raíces de la vanguardia (entendiendo por vanguardia aquella compleja convulsión que se ha producido en el lenguaje musical a principios de nuestro siglo y que ha cambiado radicalmente el rostro y el curso de la música occidental) se encuentran en la música romántica de la segunda mitad del XIX y, en particular, en algunos músicos que empezaron a cuestionar las obras fundamentales del lenguaje musical armónico-tonal tradicional: sobre todo Wagner, pero también Strauss y, de algún modo, incluso Mahler. El germen de la crisis de la tonalidad se reencuentra en el famosísimo pasaje del Tristán de Wagner, en el que, de séptima en séptima, se retrasa la conclusión sobre una tónica hasta provocar en quien escucha un sentimiento de pérdida tonal. Tras Wagner la situación se radicalizó progresivamente hasta lo que se llamó la suspensión radical de la tonalidad y el consiguiente vaciado de sus funciones. ¿Cómo reencontrar los significados que una larga tradición había construido con esfuerzo y que se habían sedimentado en el oído de la audiencia desde hacía ya siglos?

Tras el paréntesis atonal, tras los años de las alucinaciones expresionistas, Schönberg, cabeza visible de la vanguardia del siglo XX, había marcado un camino que él mismo había recorrido con la firmeza y el empeño dictado por una voluntad férrea y por la confianza o, mejor, por la fe en la capacidad comunicativa del arte: la dodecafonía, el nuevo lenguaje que ya no es tonal sino que, más bien, borraba de raíz todo recuerdo de la tonalidad, pero que al mismo tiempo marcaba las reglas del nuevo lenguaje, dentro del cual podía ejercitarse la capacidad inventiva y expresiva del músico. Pero hay también un después, un después de Schönberg. Las vanguardias de la última posguerra se han desarrollado, en parte, sobre el camino marcado por Schönberg. La radicalización del método dodecafónico con la introducción de la serialidad integral fue la última meta de las vanguardias postwebernianas, de las que se han reconocido en la denominada escuela de Darmstadt. En la base de esta nueva ideología musical (en el caso de la escuela de Darmstadt se puede hablar de nueva ideología más que de nuevo estilo), subyace la idea de que Schönberg representó el inicio de una parábola que ha conducido a la disolución radical, no sólo del lenguaje tonal, sino también de la propia idea de obra que se había formado en el curso de una larga tradición.

Esta visión de la música occidental ha llevado a destacar claramente algunas corrientes y a infravalorar otras. Todas las perspectivas sobre un período histórico determinado son necesariamente unilaterales; y no podría ser de otro modo: ¡no existen explicaciones omnicomprensivas, aunque en el fondo todas las explicaciones pretenden serlo! Esta concepción de la historia de la música se identifica en la práctica con la musicología de Theodor Wiesengrund Adorno, que fue, indudablemente, su más genial intérprete. La idea de que existe una genealogía de grandes músicos que encarna y representa mejor que cualquier otra la evolución de la música occidental es de sello claramente adorniano: el eje director del curso de la música en los últimos cien años se puede reconocer en la directa relación identificable en la genealogía que, a partir de Wagner, a través de Mahler, Schönberg y la escuela de Viena, llega hasta Webern y al postwebernismo con la escuela de Darmstadt y a la serialidad integral. Este esquema interpretativo de la música del siglo XX y de las vanguardias –desarrollado con gran profundidad y originalidad por Adorno y por toda su escuela– se ha convertido, con el tiempo, casi en un lugar común y en una banalidad historiográfica. Por lo tanto, hoy es necesario revisar en profundidad esta imagen de nuestro siglo XX y darse cuenta de que contiene sólo una parte de verdad; en particular, la más reciente evolución de la historia de la música hace necesario replantearse precisamente las coordenadas históricas en las que se han desarrollado las vanguardias del siglo XX.

Sin duda, la visión histórica de Adorno ha destacado el parámetro intervalar respecto a los demás parámetros musicales presentes en la música occidental. Ciertamente, no se puede obviar el hecho de que el parámetro intervalar ha sido destacado en la evolución de la música occidental, al menos en los últimos siglos. Si cuando se habla de lenguaje musical se entiende, precisamente, lenguaje modal en primer lugar, y tonal después, ello significa que ha sido la música occidental la que ha destacado tal parámetro al que todos los demás se subordinan. Así se justifica, al menos en parte, la concepción histórica de Adorno, para quien la revolución musical de nuestro siglo se observa en estos grandiosos cambios producidos en el sistema tonal-intervalar hasta la emancipación de la disonancia de Schönberg y aún después de él. Pero quizás se puede pensar también en otros términos sobre la revolución musical de nuestro siglo: quizás ha consistido en el debilitamiento de dicho privilegio del intervalo y en la revalorización de otros parámetros, como el tímbrico y el rítmico.

No quisiera proseguir ahora de manera paradójica: invertir los tópicos puede ser un ejercicio fácil, pero es necesario mantener un equilibrio en el propio juicio. Sin embargo, debemos recordar que la visión histórica de Adorno se puede aplicar sólo si se infravaloran y, con frecuencia, si se olvidan del todo, corrientes y personalidades de la música de nuestro siglo hoy consideradas nada secundarias. Solamente querría recordar aquí el nombre de Bartok, que en tantos libros de Adorno dedicados a la música del siglo XX no aparece ni siquiera una vez; y aún el nombre de Debussy, que aparece sólo de manera marginal y casual en sus escritos musicales. Podríamos encontrar en Adorno otros muchos olvidos, olvidos ciertamente no casuales, sino atribuibles al hecho de que en su concepción de la música occidental y, en concreto de las vanguardias, el siglo XX, lógicamente, tiende a subrayar ciertos recorridos, como los que se han indicado antes, y a poner otros entre paréntesis. Tampoco es casual el hecho de que otros musicólogos, que han propuesto otras genealogías y otros caminos para la música de la vanguardia, se hayan mantenido en la sombra hasta hace pocos años o aún lo estén, precisamente a causa del predominio de la línea histórica de Adorno. Pero, desde hace algunos años, otras corrientes historiográficas están modificando e integrando la línea adorniana: el redescubrimento en estos últimos años de una figura como Jankélévitch sirve para demostrar que no sólo Wagner puede ser considerado el padre de las vanguardias del siglo XX, sino que también Debussy –y lo que él ha representado en la historia de la música– puede ser considerado, con igual derecho, un progenitor de las más radicales vanguardias de nuestro siglo.

El primer músico y ensayista que ha puesto en peligro la genealogía adorniana Wagner-Schönberg-Webern-Darmstadt fue Boulez, uno de los más lúcidos protagonistas de las vanguardias postwebernianas. Boulez sustituyó tal genealogía por la nueva genealogía Debussy-Stravinsky-Webern-Darmstadt: el punto de partida es diferente; el punto de llegada, igual. Es significativo que en el recorrido por las vanguardias propuesto por Boulez tampoco aparezca el nombre de Schönberg, hasta ese punto considerado como el verdadero padre de la revolución musical del siglo XX. Pero, ¿de qué revolución? Precisamente la que ha llevado a la disolución del lenguaje tonal y a la invención de la dodecafonía. Sin embargo, para Boulez, esta revolución se muestra como un acontecimiento completamente secundario e incluso no revolucionario. La revolución en la música del siglo XX ha sido otra; las raíces de esta revolución se deben buscar, según Boulez, precisamente en Debussy y no en Schönberg. Así pues, ¿por qué –se nos pregunta– las raíces de la vanguardia se deberían encontrar más en Debussy que en Schönberg, precisamente el músico que hasta pocos años antes era considerado una ramificación del impresionismo, del descriptivismo en música, de aquellas corrientes típicamente francesas, un poco provincianas, ligadas a la atmósfera decadente de fin de siècle, más que a la inminente revolución que habría llevado a cabo sobre todo la escuela de Viena? El razonamiento de Boulez es muy simple y claro. Schönberg, a pesar de las apariencias, es un conservador porque no ha renunciado a la idea tradicional de obra musical como un todo concluso, como vehículo formal y racional de comunicación emotiva e intelectual: la dodecafonía sustituye a la tonalidad pero parece reconfirmar la construcción formal tradicional según la cual el material sonoro, el tempo en el que se articula la música, todo se debe someter a una rigurosa ley formal, sea cual sea el principio ordenador: modal, tonal o dodecafónico. Debussy, en cambio, ha minado las raíces de la idea misma de obra musical como fue forjada por la tradición occidental. Con Debussy y después con Webern, escribe Boulez, ha tomado cuerpo la tendencia orientada a «destruir la organización formal preexistente en la obra recurriendo a la belleza misma del sonido, a una pulverización elíptica del lenguaje».1 Por lo tanto, es bastante más radical Debussy que muchos presuntos destructores del lenguaje que llegaron después.

Radical, quizás demasiado radical, es la posición de Boulez, pero sirvió en su tiempo para romper una situación crítica que se había estancado en un modelo demasiado limitado y que no tenía en cuenta importantes estímulos para la renovación que no podían identificarse únicamente con la escuela de Viena. Creo que hoy, desde una perspectiva más equilibrada, más distanciada y menos pasional, se debe reconocer una doble polaridad en las raíces de la vanguardia: si se quiere dar una indicación geográfica, se podría decir que Viena y París representan los dos polos más importantes, diferentes pero complementarios, en los que simbólicamente ha hundido sus raíces la vanguardia. Son tantas las diferencias entre estos dos polos geográficos que podríamos llamarlos escuela de Viena y escuela de París, pero también existen indudables semejanzas. Sacarlas a la luz puede ser de gran importancia porque, de ese modo, quizás se pueda conseguir una visión más completa y menos partidista de nuestra historia de la música más reciente.

Si tomamos en consideración a Schönberg y a Debussy –que, por otra parte, fueron casi contemporáneos– y examinamos su producción en el decenio 1905-1915 –una de las décadas decisivas para la formación de la vanguardias en el siglo XX–, podemos identificar algunos rasgos de profunda semejanza entre los dos músicos, por otro lado bastante alejados por cultura, por mentalidad, por experiencias musicales. En primer lugar, lo que une a los dos grandes protagonistas de los primeros años del siglo es la reacción contra el wagnerismo. Este rasgo los une en negativo; es decir, los define en base a lo que los contrapone. Pero también hay semejanzas en positivo y, de hecho, comparten algunos rasgos estilísticos comunes. La reacción contra el wagnerismo supuso elecciones fundamentales: el rechazo al gigantismo sinfónico, a la gran y pletórica orquesta, a las mezclas sonoras demasiado densas; el rechazo a las formas demasiado largas y demasiado complejas, sobre todo, a la turgencia expresiva. Pero todo ello supone también elecciones en positivo: formas breves, incluso brevísimas, el aforismo en vez de la acumulación de los significados, la pequeña orquesta incluso para las formas sinfónicas (recordemos que la Kammersimphonie de Schönberg de 1906 ¡es para 16 instrumentos!), la preferencia por las sonoridades del instrumento único, especialmente del piano.

Si se comparan dos obras fundamentales de principios de siglo como las Seis pequeñas piezas para piano op. 19 de Schönberg y los Préludes de Debussy, más allá de diferencias obvias, se pueden encontrar importantes analogías. La reacción antiwagneriana, de hecho, las aproxima a un estilo en el que la concentración y la condensación musical se lleva al extremo, la antirretórica se desarrolla a través de un rigor expresivo, de una austeridad de medios y una ligereza de toque como difícilmente se puede encontrar en la música del siglo XX. Debussy altera radicalmente el sentido clásico y romántico del tempo basado en una enunciación de fórmulas melódicas y rítmicas (los temas) que en su desarrollo lógico, en su enlace y transformación creaban una organización temporal de la composición, según un iter bien determinado, desde el principio hasta la inevitable conclusión. El tempo de la composición estaba ocupado por una concatenación coherente de acontecimientos, por una sólida racionalidad interna, por esperas que poco a poco se insertaban, pero que al final encontraban una satisfacción y una recompensa. No hay nada de eso en Debussy, para quien el tiempo, en cambio, se parte en instantes más o menos largos pero caducos y, en cierto modo, autosuficientes, en momentos que no remiten necesariamente a momentos sucesivos, llegando a un final que la mayoría de veces no es concluyente en absoluto, en el que el fragmento musical se disuelve por extinción. La técnica de Debussy (la ausencia de armonías funcionales, la proliferación de las imágenes, la ocultación de las simetrías y los retornos temáticos, etc.) parece hecha intencionadamente para crear en el oyente ese sentido de caducidad del tiempo, de disolución de los instantes, de pérdida de la continuidad y de la fácil racionalidad. Quizás ésta es la aportación más original del músico a la estética del misterio típica del simbolismo y cuyos fundamentos musicales y filosóficos constituirán la herencia más importante para las generaciones futuras y para las vanguardias del XX. Se debe destacar el particular sentido de la naturaleza que emerge de los Préludes de Debussy: la naturaleza se siente como impulso a la imaginación, directa y no mediatizada por otros hechos culturales e históricos. La naturaleza se advierte en sus estímulos inmediatos, en las sensaciones pequeñas, imperceptibles, mínimas que ésta puede suscitar en quien está dispuesto a captar sus voces más secretas. La expresión se concentra en el instante, en la percepción de momentos singulares e irrepetibles; las armonías no funcionales reproducen perfectamente ese deseo de aferrar los instantes en los que se condensan las percepciones de acontecimientos del mundo natural o de nuestro mundo interior.

Ahora se nos podría preguntar qué afinidades se pueden vislumbrar respecto a la atmósfera musical y expresiva de las Seis pequeñas piezas para piano op. 19 de Schönberg. Las personalidades de Schönberg y de Debussy son antitéticas en muchos aspectos; y, con todo, las afinidades musicales, al menos en estos años de su creatividad, son indudables y bastante evidentes. Habitualmente, se acostumbra a identificar con las Seis pequeñas piezas para piano op. 19 el inicio del estilo aforístico y, sin duda, precisamente este estilo representa la culminación de la reacción antiwagneriana, reacción común tanto a Debussy como a Schönberg. Pero las afinidades van mucho más allá: la simplificación de las sonoridades, lejanas a las mezclas orquestales tardorrománticas; el piano como instrumento predilecto, explorado en nuevas potencialidades tímbricas, más sutiles, a veces evanescentes, sonoridades más puras y cristalinas; la brevedad como medio de intensificación de la expresión; la valoración del silencio como parte de la propia música, lo no dicho, la alusión apenas marcada para dejar un espacio más libre al juego de la imaginación y, por último, la ruptura radical con la elogiada retórica de la consecuencialidad armónica, con el arco de tensión que marcaba el inicio, el desarrollo y el fin concluyente del fragmento, sustituida por la emergencia desde la nada de un mundo de sonidos y de imágenes y la profundización en el misterio del silencio, cuando quizás el pasaje musical todavía puede seguir en la mente de quien la escucha con resultados imprevisibles.

Por brevedad, se podría decir que lo que une a Debussy y a Schönberg es la reducción en ambos del sentido afirmativo de la música, cultivado de manera diferente desde la llegada de la era tonal. Toda la estructuración de la música clásica tendía a producir este sentido afirmativo y proyectivo, que se concretaba en los valores fuertes que se expresan en ella. Quizá la forma sonata representó un extremo en este tipo de proyección de la música; y es precisamente de esta concepción de la música de lo que quiere huir la vanguardia. A este respecto, un vez más, Debussy y Schönberg se encuentran en el mismo lado de la barricada. En su música se atenúa y se niega precisamente ese sentido afirmativo que estructuraba desde dentro la música clásica. Las sonoridades exóticas, las escalas modales y a veces pentatonales, los nuevos timbres sutiles, delicados y evanescentes, todo lo que en Debussy contribuye a crear una atmósfera musical ya no está nutrido por aquellos valores fuertes del pasado. Así, la atonalidad en Schönberg se convierte en el instrumento principal de esa fuga hacia regiones más etéreas y espirituales del mundo musical o hacia realidades más sutiles, más inaferrables, enfrentadas a los sólidos cánones del clasicismo y de sus simetrías arquitectónicas. Tras los años del atonalismo, el camino de Schönberg se aventura hacia nuevas regiones, y quizás la herencia de Debussy pasa incluso a Webern, a su estilo puntillista, que representa una radicalización no tanto del atonalismo de Schönberg como del simbolismo y el impresionismo de Debussy.

Con frecuencia se piensa en el estilo atonal y después en el dodecafónico de Schönberg, según la huella de la escuela adorniana, como un producto de la maduración y evolución del lenguaje wagneriano: Wagner precisamente habría puesto las premisas de este cambio en la historia de la música que habría llevado a la disolución de la tonalidad. Igualmente de acuerdo con esta concepción histórica, Schönberg, más que cualquier otro músico, habría recogido esa herencia y la habría llevado a su maduración. Esta perspectiva histórica, como se apunta en breve, se debe revisar en profundidad, y quizás hoy los tiempos están suficientemente maduros para una reflexión sobre las raíces de las vanguardias del siglo XX, que se hunden en un terreno más variado y más articulado del que propuso Adorno en las décadas pasadas. Así pues, no sólo y no tanto Wagner se encuentra entre los padres de las vanguardias, sino quizás en igual medida que Debussy y las escuelas nacionales rusas, españolas, checas y húngaras; precisamente las escuelas que Adorno no nombra nunca en sus numerosos trabajos sobre el siglo XX y que ha contribuido fuertemente a marginar de lo que, hasta ayer, parecía el eje conductor de la música occidental y su evolución en nuestro siglo.

Este cambio de perspectiva teórica no es sólo un problema que debe confinarse en los libros académicos y las historias de la música: se trata de un problema de extrema actualidad de cuya solución depende hoy nuestro juicio sobre la música de nuestros días, sobre el mundo musical que nos rodea y sobre las perspectivas de mañana.

1.Pierre Boulez: Relevés d’apprenti, París, Seuil, 1976. Trad. it.: Note d’apprendistato, Turín, Einaudi, p. 241.

El siglo XX: entre música y filosofía, 2a ed.

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