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II.

Debussy y el simbolismo

Es una polémica que ya dura cerca de cien años: ¿Debussy es un músico impresionista o es un músico simbolista? Puede parecer, y en parte lo es, una típica querelle académica de escaso interés, quizás útil para fines clasificatorios de compiladores de una diligente historia de la música que teman correr el riesgo de situar al músico en la casilla equivocada. Sin embargo, la duración de la polémica hace nacer la sospecha de que, tras ella, se guarde algo más relevante, un objetivo diferente del que se muestra a primera vista: quizás la puesta en juego no es una mera cuestión clasificatoria y va más allá de la propia persona de Debussy. En definitiva, lo que esta polémica pone en discusión es el modo de entender la evolución de la música en nuestro siglo.

En la historia de la música hay figuras que a lo largo de los años se han convertido en emblemáticas, y a veces lo han hecho en el transcurso de su vida: el juicio positivo o negativo sobre ellos supera su persona y pone en juego categorías historiográficas, artísticas o ideológicas cuyo alcance va mucho más allá de su obra. Sin duda, éste es el caso de Debussy: desde hace unas décadas, se ve cada vez más claro que inclinarse a favor o en contra de Debussy representa una radical elección de bando con implicaciones bastante complejas en el plano historiográfico y artístico. Estar a favor o en contra de Debussy significa también pronunciarse a favor del Debussy impresionista o del Debussy simbolista, por cuanto la primera definición implica de algún modo una limitación de su figura, relegarlo a su tiempo, circunscribiendo el alcance de su música dentro de límites estrechos y, con todo, bien definidos tanto desde el punto de vista histórico como geográfico: un episodio concluido, de indudable valor, pero concluido en el tiempo y en el espacio. El Debussy simbolista, por el contrario, se abre a las más amplias sugerencias posibles: músico que mira hacia el futuro, cuyo valor todavía se tiene que explorar a fondo, cuyas potencialidades se proyectan hasta nuestros días; músico que no cierra una época sino que, más bien, abre puertas que sólo hoy podemos pensar en superar.

Por lo tanto, es curiosa una disputa de este tipo sobre un músico que, por principio, rechazó siempre cualquier encasillamiento y sintió horror por todas las escuelas que intentaban codificar, establecer de una vez por todas, cánones estéticos para la música y, en general, para las artes. Sin embargo, si la polémica sigue existiendo, no puede ser simplemente ignorada como carente de sentido: quizás seria mejor intentar penetrar en ella para entender su significado. Un reciente y sagaz crítico de Debussy, el polaco Stefan Jarocinsky, en un ensayo muy conocido, traducido hace pocos años al italiano y que tiene el significativo título «Debussy. Impresionismo y simbolismo», sostuvo que la figura del músico se tenía que situar exactamente en el inicio del simbolismo y que sólo en tal contexto cultural y artístico puede ser entendida; con todo, después de haber dedicado más de doscientas páginas a demostrar la congruencia entre los ideales simbolistas y los de la música de Debussy, curiosamente e inesperadamente concluía que ni el impresionismo ni el simbolismo eran categorías adecuadas para definir su música:

Creemos que se debe respetar su rechazo a las etiquetas: nos parece realmente imposible atribuirle una. Conocía todo tipo de corrientes artísticas: el naturalismo, el impresionismo, el prerafaelismo, el divisionismo, el simbolismo, el sintetismo, el fauvismo, el expresionismo. A parte del cubismo, cuyo nacimiento y desarrollo vio sin entusiasmo, él obtuvo un poco de todas estas corrientes, quizás sufrió profundamente su influjo (como en el caso del simbolismo), pero no sometió completamente a ninguna de ellas su personalidad artística . . . 1

Parece, pues, que incluso quien se pone decididamente de parte de quien quiere mantener contra viento y marea el compromiso radical de Debussy con el simbolismo, al final no se siente capaz de codificar de manera perentoria esta pertenencia y prefiere prudente y diplomáticamente, optar por una ubicación externa a todas las corrientes. Con todo, de su estudio se deduce claramente que la polémica sobre Debussy impresionista o Debussy simbolista no es tanto de naturaleza histórica –es decir, un dato a comprobar de una vez por todas más allá de cualquier duda–, como una polémica ideológica tras la que se esconden implicaciones complejas que conllevan problemas que quizás tienen que ver con Debussy de manera sólo marginal.

En la cultura alemana de la posguerra –y, tras los pasos de Adorno, en la cultura italiana también– se habló de la vanguardia relacionándola de manera bastante más estrecha con la escuela de Viena, con la atonalidad, con la dodecafonía, con el serialismo y no con las corrientes de la música contemporánea que, de algún modo, imitan la tradición francesa. Desde esta óptica, la línea Wagner-expresionismo-dodecafoníavanguardia ha resultado vencedora en todos los sentidos respecto a la línea impresionismo-simbolismo-exotismo . . . A pesar de ello, el predominio de este esquema interpretativo en nuestra cultura resultó pleno de consecuencias y significó también que se destacaran algunas corrientes de la vanguardia respecto a otras, lo que puede resumirse en términos geográficos en el privilegio claro de Viena respecto a París. Si se interpreta la historia de la música de estos últimos cien años como la historia de la disolución del wagnerismo y de la tonalidad a través de fases dialécticas que han llevado a la serialidad integral y a la escuela de Darmstadt –donde todo está rígidamente controlado y predeterminado, al menos desde un punto de vista teórico y conceptual, pero en la que todavía prevalece una concepción intervalar–, se llega fácilmente a una perspectiva historiográfica que necesariamente pone entre paréntesis toda una amplia franja de historia de la música que incluye no sólo a Debussy, sino también a Ravel, Satie, Varèse y quizás también a Bartok y a muchos otros músicos de la primera mitad del siglo, y aún a muchos otros de estas últimas décadas. Con frecuencia, se ha considerado a estos autores como marginales o accidentales en una trayectoria obligada en la que los verdaderos vencedores de la carrera de obstáculos eran otros; el que no seguía el gran sendero de la historia resultaba automáticamente marginado y, por lo tanto, perdedor, disperso en mean-dros inesenciales, en carreteras secundarias que no conducen a ningún lugar. Por otro lado, la disattenzione italiana y no sólo italiana respecto a Debussy –músico que puede ser considerado el símbolo que resume todo un sector de la música del siglo XX–, es paralela a la falta de atención respecto a sectores enteros del pensamiento contemporáneo. El destacar el eje Wagner-Schönberg-Webern-Darmstadt lleva aparejado el destacar el otro eje del pensamiento del XIX-XX: Hegel-Adorno-escuela de Frankfurt-neopositivismo lógico, etc. No es casual que Adorno, hasta la posguerra, haya sido traducido ampliamente al italiano y hoy esté disponible en nuestra lengua incluso su obra completa, mientras que tantos otros críticos, en particular los franceses, nunca hayan sido traducidos ni hayan entrado a formar parte de nuestra cultura musical.

Pero, desde hace unos diez años, las cosas están cambiando y, también en Italia, críticos y filósofos como Jankélévitch, Bachelard, Valéry, etc. empezaron a sentir curiosidad y aparecieron las primeras traducciones de estas nuevas voces que dan testimonio de que la atención de los historiadores, de los críticos e incluso del público empieza a dirigir la mirada hacia otros terrenos. Por el contrario, se podría recordar que, en Francia, Adorno era casi desconocido en la posguerra y las traducciones francesas fueron, hasta hace pocos años, casi inexistentes. Por otro lado, estas presencias y estas ausencias son extremadamente significativas y se muestran como importantes indicios para descubrir las líneas directrices de fondo de la cultura de un país. Hace pocos años, en 1985, cuando apareció en Italia la primera traducción de Jankélévitch (La musique et l’ineffable, París, 1961), libro fundamental para tomar contacto con esta vertiente antihegeliana y antiadorniana de la cultura europea de estas últimas décadas, un recensor italiano destacaba con cierta ironía el provincialismo de un autor que no reconocía la centralidad de Viena y de la escuela dodecafónica. Se podría responder muy fácilmente con igual ironía, pero de signo contrario, recordando que para otros muy famosos críticos (ver Adorno) quizás París parece no haber existido nunca puesto que ¡Debussy y Ravel nunca fueran nombrados y el nombre de Bartok no aparece ni siquiera una vez, ni tangencialmente, en la vastísima obra del musicólogo alemán! Así pues, todos tienen sus errores, pero más que errores y razones es quizás más útil comprender, como ya hemos dicho, los motivos de estos olvidos, de estos espacios vacíos. Ciertamente, en Italia, en aquella posguerra, al menos hasta hace pocos años, se ha hablado más de Schönberg que de Debussy, y no por casualidad. Y no sólo eso; se ha hablado del Schönberg dodecafónico como un punto clave para explicar la génesis de las vanguardias mientras que, cuando se ha hablado de Debussy, en general ha sido en referencia, con pocas excepciones, a un Debussy impresionista, músico periférico que cierra una experiencia asociada a la decadencia.

Este discurso crítico, que ahora por comodidad expositiva puede que hayamos simplificado excesivamente, está perfectamente en consonancia con el desarrollo de las vanguardias musicales en Italia y en Alemania hasta cerca de los años setenta; pero el progresivo agotamiento del impulso darmstadtiano en los últimos veinte años, ha puesto en crisis todo el aparato crítico que servía para explicarlo y para justificarlo en el nivel conceptual. Desde Viena se empezó a dirigir la mirada a París y, tanto críticos como músicos, en cierto sentido, casi descubrieron de repente un mundo entero olvidado, o al menos descuidado, que asumía entonces una nueva dignidad, casi nuevo punto de referencia para sus propias aspiraciones artísticas y estéticas. El punto de partida fue una radical revisión crítica respecto a Debussy, punto de confluencia de una tradición frecuentemente puesta entre paréntesis o, mejor dicho, nunca bien identificada por la crítica anterior; tradición que confluye en su música pero que al tiempo constituye también una apertura hacia nuevos horizontes para la música occidental, anunciados sin clamores, sin proclamaciones combativas, pero no por ello menos incisivos y llenos de nuevas perspectivas de futuro.

Durante muchos años, Debussy se vio como un apéndice de una tradición naturalista típicamente francesa durante siglos dedicada a la descripción delicada de la naturaleza, atenta al preciosismo de las armonías y los timbres. Por ello ha sido encuadrado en el movimiento pictórico de los impresionistas, donde parecía encontrar su situación más digna, situación ya rechazada en su tiempo por el propio Debussy. Pero por eso mismo se le excluía del gran movimiento de las vanguardias históricas y se le confinaba en un ámbito muy preciso destinado a extinguirse en el plazo de pocas décadas, a caballo entre el siglo XIX y el XX. La música de Debussy, vista en clave naturalista como ejemplo de «pintura sonora», se asociaba –como confirma Jarocinsky– con «música buena, ciertamente, pero que no predispone para las emociones profundas, que no tiene el peso de las obras de Bach o de Beethoven».2 La nueva historiografía musical, por lo tanto, se encuentra ante una operación bastante más compleja que la rehabilitación de un músico olvidado o la revalorización del concepto de impresionismo: la operación tenía que ser mucho más radical y profunda, y tenía que conseguir captar el valor profundamente revolucionario que esconde el propio concepto de obra musical presente en la obra de Debussy. Por ello era necesario identificar nuevas y diferentes coordenadas históricas que pudieran ofrecer instrumentos aptos para reinterpretar toda la trayectoria musical del siglo XX.

Este giro en la interpretación naturalista de Debussy hacia un Debussy metafísico y simbolista que proyecta la obra musical según un nuevo modo de concebir el flujo temporal, es paralelo no sólo a una manera diferente de concebir la historia de nuestra música más reciente, sino también a una visión filosófica diferente de la hegeliano-adorniana. Esta operación historiográfica está todavía en marcha y ya tiene a sus espaldas una literatura discretamente amplia, sobre todo en Francia. El filósofo y musicólogo Vladimir Jankélévitch ha estado, sin duda, en la vanguardia de la toma de conciencia de esta perspectiva que se movía por canales diferentes y alternativos respecto a los adornianos. Basta recorrer algunos títulos de sus obras de carácter musical para identificar sus objetivos: es cierto que no dedica ningún trabajo ni a Wagner ni a Schönberg, sino que sus objetivos se orientan a músicos como Liszt, Fauré, Ravel y, sobre todo, a Debussy; y entre los filósofos, a Schelling y a Bergson. Sus prioridades se muestran muy claramente: Jankélévitch identifica los factores incentivadores de un nuevo pensamiento en un círculo de músicos que, a través de un camino incierto y accidentado, marcaron a sus contemporáneos posibilidades inéditas de pensar la música. Estos détours –como los denomina con frecuencia Jankélévitch–, que pasan a través de cierta liederística del XIX, el último Liszt y después Fauré, Debussy y Ravel pero que incluyen también a músicos como Musorgsky, Albéniz, Rachmaninov, Satie y muchos otros músicos clave del XX como Bartok –y otros menos importantes porque no se pueden encuadrar dentro de los grandes canales de la más reciente historia de la música–, constituyen una alternativa no programada, no consciente para el pensamiento musical de la escuela de Viena y para su evolución, aunque, bien mirado, se pueden encontrar importantes e imprevisibles puntos de encuentro e intersecciones con ella si no se está anclado en una visión dogmática y maniquea de la historia. Dichos détours musicales son, evidentemente, paralelos a otros détours filosóficos y estéticos. No ya la genealogía Hegel, Marx y quizás Freud, sino también un conjunto de pensadores que pueden incluir en parte quizás a Schopenhauer y al último Schelling como progenitores, y como punto de referencia más próximo a nosotros, sobre todo a Bergson y también Valéry, Gisèle Brelet y, entre los poetas, a Baudelaire y sobre todo a Mallarmé.

La idea de que algunas aspiraciones entre las más importantes de la vanguardia de esta segunda posguerra tienen su origen en la música de Debussy más que en la de Wagner o Schönberg, se debe a la intuición de Pierre Boulez, que ya había delineado en los años cincuenta la genealogía Debussy-Stravinsky-Webern-Darmstadt, contrapuesta a la tradicional Wagner-Schönberg-Berg-Webern-Darmstadt. En cualquier caso, Darmstadt se encuentra en el final de una trayectoria que, sin embargo, se identifica según ópticas distintas que proyectaban en la escuela alemana valores e intencionalidades diferentes. Pocos años después, Gisèle Brelet profundizó en esta intuición de Boulez trazando un camino de regreso a la vanguardia que conducía de nuevo a Debussy y a los valores más profundos de su música; pero tenía que ser Jankélévitch el musicólogo y filósofo más sagaz y audaz en profundizar en este camino.

La polémica respecto a la razón dialéctica, respecto a una concepción progresista de la historia, se ha convertido hoy casi en una moda y la encontramos divulgada en la página tercera del periódico, con frecuencia bajo la etiqueta de «pensamiento débil», contrapuesto al viejo y ya en desuso vicio del «pensamiento fuerte», lo máximo en el ámbito de un nuevo nihilismo, que aflora en el viejo tronco del nihilismo nietzscheano. El pensamiento de Jankélévitch no es en absoluto asimilable ni al nihilismo ni al pensamiento débil ni a ciertas revoluciones fáciles contra la razón. El camino marcado por el filósofo y musicólogo francés no se identifica con la invitación a profundizar respecto a la tradicional razón dialéctica, que no es adecuada para captar los estratos más profundos de lo real; es verdad que la razón dialéctica, la que en la música lleva ineludiblemente primero el sello del estilo beethoveniano y después el wagneriano, no es adecuada para captar las sutilezas; deja escapar los aspectos más inaferrables y más inefables de lo real. Pero quizás precisamente para aferrar lo que el Logos no consigue darnos, debe subir más a la superficie, hacia zonas más transparentes, más ligeras, donde la densidad del ser se hace más fina y la realidad se hace más viva. Este aspecto de lo real, sin duda, es menos seguro, menos estable que el que nos ofrece la razón hegeliana: la música puede ser el lenguaje que, por su particular naturaleza, no nos permite aferrar –el término sería realmente distorsionador en este contexto–, sino aflorar, aproximarnos por un instante huidizo a esta realidad, quizás menos corpórea, menos consistente, pero no por ello menos importante y significativa para el hombre. El ser de esta realidad es más semejante al devenir que al Logos hegeliano. No se trata de un devenir necesario, directamente emparentado con la idea tradicional de progreso, sino, más bien, de un devenir más arriesgado, de resultados siempre inciertos, más expuesto a los riesgos de perder el camino y no volver a encontrarse más. Pero precisamente en estos détours se pueden hacer descubrimientos inesperados que pueden conducir a lugares desconocidos y no encerrar grandes sorpresas. Para recorrer este camino, hay que tener plena disponibilidad, un abandono a la inspiración imprevista, a la aventura, a la sutil inquietud que nos depara el riesgo de perderse en oscuros laberintos. La música es el espejo más fiel de este tipo de investigación que puede parecer programáticamente inexpresiva, si por expresión se entiende la confianza plena y dogmática en la plenitud expresiva del verbo y del lenguaje musical. Así pues, la música es inexpresiva, pero no en el sentido stravinskiano del término, no como exaltación del sentido lúdico de la forma, como puro juego neoclásico en el que la expresión está ausente para no turbar la serenidad apolínea de la forma. La música es inexpresiva –según Jankélévitch– porque su territorio es lo que no se puede decir, lo que no se puede expresar, lo ambiguo. La música es ambigua, como ambiguo e inaferrable es el fluir del tiempo. Está claro que la polémica se plantea respecto a un cierto tipo de expresividad, la que se muestra y se busca a toda costa, demasiado confiable y segura de sí misma, de sus propias capacidades afirmativas; por otro lado, la inexpresividad a la que se hace referencia ciertamente no es la rigidez neoclásica, sino la levedad de la expresión, las transparencias de la sonoridad, la ligereza de los timbres, los silencios cargados de misterio del bosque de Melisande, más que el murmullo demasiado ruidoso del bosque de Wagner.

Está claro que este discurso musical y filosófico al mismo tiempo, aunque tiene un alcance general e intenta delinear una auténtica filosofía de la música, encuentra su ejemplificación más apropiada en la música del Debussy simbolista y en la música de todos los que, como Debussy, han buscado vías alternativas a la expresividad declarada que atraviesa un camino demasiado orgullosamente prefijado.

La lectura de Debussy propuesta tanto por Jankélévitch como por Jarocinsky tiene su mirada puesta en el futuro de la música y en las vanguardias postwerbernianas, pero vistas en una clave diferente de la sociológico-dialéctica de sello adorniano: no como extrema ramificación evolutiva de un proceso de desintegración del lenguaje wagneriano y de la crisis que ha impregnado todo el mundo del arte y no sólo del arte, sino sobre todo como una alternativa al lenguaje musical del clasicismo, al sentido clásico de la forma y de la macroestructura. Bajo la característica levedad de las sonoridades inéditas, de los timbres evanescentes de la música de Debussy, se oculta, por lo tanto, una concepción nueva y completamente revolucionaria de la propia obra musical. Jarocinsky afirma en este sentido: «Gracias al movimiento incesante de las partículas sonoras pequeñas o más grandes, siempre sucede algo en esta música, algo que vive y muere en ella, se forma, se renueva sin descanso . . . »;3 y Wagner añade: «Esta deformación continua no es ni una evolución ni un devenir, sino una secuencia de flujos instantáneos. Es la sucesión de las discontinuidades infinitesimales lo que forma la continuidad».4 En esta secuencia de instantes, como negación de un devenir entendido como articulación arquitectónica de la obra y desarrollo dialéctico interno de las partes, se ve el denominado naturalismo de Debussy. Imitar el eterno diálogo del viento y del mar, escuchar los consejos «del viento que pasa y nos cuenta la historia del mundo»,5 ofrecer el oído «al juego de las curvas descritas por las brisas mutables»6 significa optar más por la eternidad del instante huidizo que por el desarrollo, y significa, además, refundar la armonía, el ritmo, la melodía sobre bases completamente nuevas. De hecho, dirigir la mirada a la naturaleza como constante fuente de inspiración tiene un significado completamente específico desde el punto de vista musical: el acorde puede perder en Debussy su valor funcional, el vínculo que en la armonía tradicional y también en la wagneriana lo unía a los precedentes y a los siguientes, para asumir un significado tímbrico y colorista. Se ha destacado con acierto que, a partir de Debussy, se puede empezar a hablar de agregaciones sonoras más que de acordes; lo que significa atribuir un nuevo peso al sonido individual, a la más pequeña y no relacionada partícula sonora o también a conjuntos de sonidos que pueden ser disfrutados como entidades autosuficientes en sí mismas sin necesidad de vincularlas a la idea de un desarrollo. Así, en el ámbito de esta nueva lógica musical, Debussy rompió nuevamente el vínculo que durante tres siglos unió la armonía y la melodía, dejando libre a la melodía para navegar en mar abierto, movida por el soplo irregular del viento.

Cuando se habla de herencia del pensamiento musical de Debussy en las vanguardias es necesario hacer algunas precisiones. En primer lugar, ¿de qué vanguardias se habla? ¿De las vanguardias históricas, de las postwebernianas o quizás de los más recientes movimientos denominados neorrománticos o postmodernos? Se corre el riesgo de caer en confusiones notables si no se llevan a cabo las necesarias distinciones también dentro de movimientos que en general se denominan incautamente bajo etiquetas genéricas de vanguardias postwebernianas, como si fueran un bloque homogéneo. Podría ser fruto de un incauto esquematismo pensar que en la música contemporánea hay una derivación schönbergiana netamente separada en sus frutos respecto a los de una hipotética corriente de derivación debussyniana y simbolista. La música del siglo XX está recorrida por varios estímulos, por hipótesis culturales y lingüísticas diferentes que se cruzan incluso dentro de un mismo autor, y precisamente por ello es poco oportuno funcionar respecto a las vanguardias con clasificaciones rígidas de estilos y corrientes. El famoso artículo de Boulez «Schönberg está muerto»,7 comete un error justo al querer establecer líneas netas de demarcación entre el pasado y el futuro sin tener en cuenta todo lo que, también en la música de Schönberg, es ambiguo e inclasificable.

La herencia debussyniana, en sentido amplio, recorre de manera completamente irregular la música del siglo XX, y ni siquiera Schönberg es inmune a ella. Si, como afirma sagazmente Jankélévitch, una de las características más originales de Debussy es haber abierto el camino al pensamiento sonorial –es decir, a la pura búsqueda de un sonido roto por los tradicionales parámetros melodía-armonía–; su música puramente sonorial representa de algún modo un modelo que, a partir de él, recorrerá toda la vanguardia con mayor o menor fortuna. No se puede dejar de observar algo más que una simple huella de tal pensamiento musical en muchas obras de Schönberg: la propia idea de una Klangfarbenmelodie8 quizás no habría podido nacer sin la música de Debussy y las Fünf Orchesterstücke op. 16, algunas obras expresionistas como Die Glückliche Hand o Erwatung y quizás incluso la danza alrededor del becerro de oro en Moisés y Aarón, no pueden sino hacer referencia a la búsqueda de la sonoridad como nuevo parámetro principal de la música respecto al prevalecimiento del tradicional parámetro intervalar y melódico. Por lo tanto, la idea de Boulez de que la genealogía Schönberg-Webern-escuela de Darmstadt debe ser sustituida por la nueva genealogía Debussy-Stravinsky-Webernescuela de Darmstadt, tiene que ser aceptada sólo parcialmente, justo porque con ello establece una rígida e imaginaria línea de demarcación trazada por la música de Schönberg. Para Boulez, «Schönberg está muerto» significa precisamente que con él acaba una época, la de la música que se basa en la confianza en la forma entendida según los cánones del clasicismo, entendida como construcción, como estable equilibrio de partes, como macroestructura garantizada por el hecho de que prevalecen los parámetros intervalares y melódicos. Boulez, al tiempo neófito de la nueva poética darmstadtiana, consideraba que era precisamente el concepto mismo de forma lo que tenía que ser superado por la nueva música.

Hoy que ya podemos tener una visión retrospectiva sobre la experiencia darmstadtiana, no es difícil constatar que, justo en aquellos años de radicalismo, en realidad, la música estaba llena de motivos que podían llevar, como luego en efecto sucedió, en direcciones diferentes e incluso divergentes: por un lado, podía prevalecer la exageración del aspecto dogmático inherente a la serialización integral de todos los parámetros del sonido de acuerdo con un juego abstracto y a veces místico completamente independiente de nuestras facultades perceptivas; en cambio, por otro lado, se podían abrir nuevas perspectivas en la búsqueda del sonido percibido según nuevas dimensiones, también de acuerdo con el punto de vista perceptivo. Personalidades muy diferentes como Stockhausen, Nono, Maderna, Berio se han encontrado próximas a veces a este nuevo tipo de aproximación al material sonoro en el que el sonido individual no se entendía sólo como puente de paso funcional entre otros dos sonidos, sino como valor en sí, como microuniverso autosuficiente, como lugar de exploraciones inéditas para aventuras en un mundo todavía ampliamente desconocido. Sonidos individuales o conjuntos de sonidos o zonas de sonoridad móviles que, al fluir, proyectan la idea de una armonía afuncional, atemática y obviamente atonal, pero no según los dogmas del postwebernismo. Desde esta perspectiva, de algún modo se podría reescribir la historia de las vanguardias, ya no separadas rígidamente en escuelas, tendencias, estilos, ideologías, sino recorridas horizontalmente por motivos y por referencias culturales y musicales diferentes que las ponen continuamente en riesgo en su aventurado recorrido.

Hoy más que nunca se puede verificar, mirando hacia atrás el camino de la música en estas últimas décadas, hasta qué punto la lección de Debussy ha sido importante y fecunda, y sobre todo hasta qué punto falta mucho para que esté acabada como episodio histórico ligado a un pasado más o menos remoto. Su pensamiento sonorial se muestra todavía como una de las experiencias propulsivas más significativas de la nueva música de estos últimos años e incluso representa uno de los puentes unificadores entre experiencias diferentes. Por ejemplo, las composiciones del último Nono llevan claramente la marca de esta aspiración a una música en la que el sonido, sentido como elemento vivo y principal, se convierte en el centro de la investigación musical, el nuevo núcleo estructural de sus composiciones, más allá de cualquier implicación ideológica y estética. Muchas composiciones de las nuevas generaciones, a veces incluso ingenuamente, muestran una referencia explícita a las delicadezas debussinianas y también una atención significativa a las investigaciones de tipo tímbrico para las que hoy los instrumentos electrónicos ofrecen una ayuda válida y nueva.

«Trabajo en cosas que serán comprendidas sólo por los nietos del siglo XX»,9 afirmaba con lúcido conocimiento Debussy; y, en efecto, la herencia de su pensamiento musical considerado en su globalidad y en la multiplicidad de los aspectos en los que se articula está lejos de agotarse. Esquematizando quizás excesivamente, se podría afirmar que en las vanguardias de nuestro siglo se han manifestado dos almas diferentes, aunque a veces se entrelazan y mezclan de manera indisociable: por un lado, existe una línea más radical que ha intentado disolver la expresión y todo lo que ella implicaba de proximidad a cualquier sentido de la forma como fuente de significado; por otro, emerge la búsqueda de un nuevo sentido de la forma, de un nuevo tipo de expresión, en el rechazo de las formas y de las expresiones altisonantes heredadas por el wagnerismo aún imperante a finales del siglo. En este camino, la investigación musical se abre a horizontes vastísimos. Si en el primer caso el resultado puede estar al límite del silencio o el refugio en la idea de la negación radical de la obra musical, en el segundo caso, los resultados pueden ser múltiples y extremadamente variados desde el punto de vista estilístico y lingüístico. Quizás sólo es común a las dos almas el rechazo de la retórica formal clásica, la reticencia expresiva, el mantenerse lejos de aquel algo más de expresión de la que parecía llena la música denominada clásica. Pero, al ascético silencio al que podía tender la música de Webern, no se pueden dejar de contraponer, al menos en la vía lógica si no en la histórica, las investigaciones sobre nuevas sonoridades orientadas a dar nueva vida a la forma y a la expresión, una vida más secreta, menos vistosa, a veces más modesta y sometida, pero no por ello menos significativa: nuevos significados aún no erosionados por el desgaste, significados más sutiles, a veces más difíciles de captar, pero todavía en el ámbito de las posibilidades perceptivas, sentidos como estímulos de nuevas posibilidades perceptivas en zonas todavía no exploradas por la conciencia musical occidental. Esta segunda alma de las vanguardias del siglo XX es la que remite más de cerca a la lección de Debussy, pero ciertamente no del Debussy impresionista. La búsqueda de la pureza, de la delicadeza, de lo apenas aflorado, de lo apenas apuntado, sin amplificaciones retóricas, sin supraestructuras intelectuales o formales que hagan pesado el decir; todo ello puede pertenecer a la herencia que Debussy dejó al mundo contemporáneo y que, en su tiempo, Webern sólo ha recogido en parte, al menos por cuanto aparece en su música como vuelta a la pureza originaria del sonido y del silencio. La emergencia del rigor ascético ya en el propio Webern, de la voluntad explícita de negación de la expresión, de la autonegación del lenguaje, no –entendámoslo bien– de un lenguaje sino de la idea misma de lenguaje; es decir, la autodestrucción de cualquier tipo de comunicación posible, abrió el camino a aquella vocación nihilista de las vanguardias, que se demostró trágicamente bloqueada y carente de vías de salida. Sólo el abandono del radicalismo serial por una reapropiación del sonido en todas sus dimensiones perceptivas se reveló como un camino practicable para salir del impasse en el que habían encallado las vanguardias de los años setenta. Pero éste no era un camino nuevo; más bien, es el redescubrimiento y la reactivación de aquel hilo conductor que con mayor o menor fortuna recorre toda la música del XX sacando a la luz las afinidades que también existen entre corrientes aparentemente alejadas. Quizás la parábola de Debussy, el músico que, en el camino del simbolismo, buscaba «las correspondencias misteriosas entre la Naturaleza y la Imaginación», no está del todo acabada y no se puede dejar de oír el eco de tantas afirmaciones suyas en las polémicas de las generaciones más jóvenes de músicos respecto a sus propios padres: «Es necesario que la belleza sea sensible, que nos procure un goce inmediato, que se imponga o que se insinúe en nosotros sin que tengamos que hacer esfuerzo alguno para captarla»,10 o como dice también Debussy, «La música se hace difícil siempre que no existe, donde difícil no es más que una palabra-paraguas para esconder la pobreza»:11 posicionamientos que son asumidos precisamente por los jóvenes rebeldes de hoy como afirmación de autonomía y de libertad respecto a cualquier dogma y a cualquier doctrinarismo».

1.Stefan Jarocinsky: Debussy. Impressionisme et symbolisme, París, Seuil, 1970. Trad. it.: Discanto, Fiesole, 1980, p. 192.

2.Ibid., p. 5.

3.Op. cit., p. 14.

4.Cfr. Jankélévitch, introd. a op. cit. de Jarocinsky, p. 14.

5.Cfr. Debussy: Monsieur Croche Antidilettante.

6.Pierre Boulez: Relevés d’apprenti, París, Seuil, 1976.

7. Ibid.

8.Melodía de sonidos-color (nota de la trad.).

9.Cfr. Correspondencia de Claude Debussy. Carta a René Landormy de 25 julio de 1912.

10.Cfr. «L’état actuel de la musique française», La revue bleue, 2 de abril de 1904, p. 422.

11.Cfr. Revue musicale S.I.M., febrero de 1913, p. 48.

El siglo XX: entre música y filosofía, 2a ed.

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