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III

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Deseamos dejar claro que siendo este libro un ensayo que reflexiona en las imágenes y su poder político, es especialmente un libro que busca indagar también, o tal vez por lo mismo, en lo que hay detrás de la imagen que proyecta la geografía nacional. Como diría Nietzsche, este libro busca desenmascarar la imagen del desarrollo y establecer una relación que extrañamente se hace menos evidente: el vínculo entre los discursos del desarrollo que han dibujado cierta geografía imaginaria de Chile y un discurso actual sobre la crisis climática que, de una u otra forma, parece operar bajo códigos similares que ya se han conocido, pero esta vez, al menos en principio, buscan movilizar otras acciones, otras decisiones. Pero ¿se moverán otras racionalidades? Desde aquella plataforma tal vez se dé cuenta de una relación más profunda: qué sociedad hemos construido y en qué nos hemos convertido.

Por estos días que se habla a diario sobre el cambio climático, la imagen del desarrollo se torna sostenible y todos y todas son imágenes biodegradables, verdes o están pasando «de las palabras a la acción», como planteaba una minera en una gigante inserción publicitaria. No hay por estos días una empresa forestal o una minera que no este contribuyendo «de modo concreto» a evitar el calentamiento global. En paralelo, a los ciudadanos se nos pide «una ducha de tres minutos» y acciones individuales para que juntos sumemos en el camino de la salvación del planeta. Es paradójico, porque desde este punto de vista el cambio climático estaría logrando algo que por años, largos años ya, no se visualizaba: que trabajemos bajo lógicas comunitarias. ¿Estamos ante un cambio de paradigma? Es incierto pero, desde nuestro planteamiento, es ésta otra imagen. La COP25, que finalmente terminó realizándose en Madrid y que originalmente se realizaría en Chile, es decir, la vigésimoquinta vez que el mundo se da cita para discutir sobre acciones globales para enfrentar el cambio climático, impacta de manera directa en los discursos y en lo que ellos proyectan. No olvidemos que durante décadas se ha resaltado que uno de los pilares de la supuesta «libertad» es precisamente el carácter individual de la ganancia y la competencia, y que desde aquella fundamental base se construye el progreso y el éxito. Desde allí se puede «emprender», como se le llama de modo insistente en nuestro país.

Al respecto, el laureado biólogo chileno Humberto Maturana, con una lucidez que asombra, planteaba hace poco, a propósito del cambio climático, dos asuntos que nos resultan claves y que volveremos a traer a colación acá más adelante. Por un lado, que cambio climático ha habido siempre y que sería extraño que el clima no cambiase. En ello los ciclos y los tiempos son otros. Pero, a su vez, manifestaba que el real problema estaba en la poca madurez de vida en comunidad que tenemos a nivel nacional y mundial. Es decir, en un sistema donde lo individual es «libertad» se pierden trayectorias comunitarias que implican pensar en conjunto.

Tal vez del mismo modo el cambio climático sea un problema de otra escala. En lo inmediato, el desarrollo requiere crecimiento económico e idealmente a porcentajes elevados. ¿No hay una directa relación entre ese crecimiento y el cambio climático o al menos en el calentamiento global?

En las últimas cinco décadas, el país ha sustentado su desarrollo en la extracción de las materias primas, es decir, en comprender a la naturaleza como un objeto y como «naturaleza muerta». Esa naturaleza acá en Chile sigue siendo «barata», ya que aún se sustenta en la idea de su infinitud. Es, por tanto, compatible con una explotación intensiva. ¡Todo apunta al crecimiento!

Es muy llamativo cómo el cambio climático se ha impregnado en la sociedad, llegando incluso a plasmarse en maratónicos programas televisivos, pero también en la opinión de cada ciudadano: «la culpa es del cambio climático». Hay en esto, como ha dicho el geógrafo belga Erik Swyngedouw, una suerte de «ecología del miedo». No es difícil observar el carácter apocalíptico que adquiere el tema del cambio climático. ¿No hay allí otra maquinaria que se desenvuelve para fabricar la asociación entre cambio climático y «fin de la tierra»?

Como reflexionaremos en el capítulo final de este libro (el de la ducha de los tres minutos), cambio climático ha habido siempre; de hecho, lo extraño sería que no cambiase el clima y, en efecto, por otra parte, es bastante obvio, ya que a los actuales niveles de extracción de materias primas y de producción industrial la Tierra se vea aún más impactada. ¿Desaparece la Tierra? ¡Por supuesto que no! Decir que la Tierra desaparece es no salir de la trampa que la Modernidad le puso a la cultura en su relación con la naturaleza. La desaparición de la Tierra depende en buena medida del sol, pero el impacto en muchas especies biológicas es inminente, así como la amenaza en la biodiversidad; y en este marco, parece preocupante que efectivamente la especie humana también se vea interpelada.

Estamos en una época de cambio, qué duda cabe. Como muy bien lo ha expuesto Foucault, lo humano ha muerto. Esta idea es ya antigua en los estudios filosóficos, ya que interpela al fin de un ser humano que se autocomprendió en tiempos de la Ilustración como un ser dotado de Razón y Libertad, lo que le otorgaba un «juicio propio». Esta obsoleta idea, en tanto estamos insertos en patrones de conducta, en sistemas de conocimiento (somos pre-juicio antes que juicio, como ha expresado H.G. Gadamer), sigue, sin embargo, alimentando de modo notable el discurso del desarrollo. Hoy nos empezamos a reconocer en lo Cyborg y en las múltiples imágenes que la revolución digital nos comienza a regalar, y aquello genera impactos en aquella antigua autocomprensión ¿Llegará el día en que nuevas generaciones se pregunten por qué los llamados seres humanos tenían la extraña práctica de comer vacas? O Se preguntarán, ¿por qué trataban a los animales, a los perros o caballos, como esclavos cuando son seres tan fieles, amistosos y capaces de estar horas mirando el horizonte, algo que para nosotros es casi imposible? ¿No es extraño hoy mirar cómo eran tratados los negros en los siglos XVII y XVIII, otrora animales también, en el negocio más rentable que ha tenido la modernidad y soporte de la conquista de América: la esclavitud?

Entonces, ¿por qué razón asociamos cambio climático a algo abstracto, a algo que pareciese tener oficina en París o Londres, es decir, lejos? ¿No es posible buscar respuestas en los rostros y despojos que ha dejado y va dejando el camino al desarrollo?

¿No hay en todo esto un exceso de imágenes que nos colonizan día a día?

Geografías imaginarias y el oasis del desarrollo

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