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Modernidad, globalización del occidentalismo, multiculturalismo liberal y el imperio militar de la «guerra preventiva»
ОглавлениеLentamente, aunque la cuestión había sido vislumbrada intuitivamente desde finales de la década de los 50, se pasa de a) una obsesión por «situar» América Latina en la historia mundial —lo que exigió reconstruir totalmente la visión de dicha historia mundial—, a b) poner en cuestión la visión standard (de la generación hegeliana) de la misma historia universal que nos había «excluido», ya que al ser «eurocéntrica» construía una interpretación distorsionada42, no sólo de las culturas no-europeas, sino que, y esta conclusión era imprevisible en los 50 y no había sido esperada a priori, igualmente interpretaba inadecuadamente a la misma cultura occidental. El «orientalismo» (defecto de la interpretación europea de todas las culturas al oriente de Europa, que Edward Said muestra en su famosa obra de 1978, Orientalismo) era un defecto articulado y simultáneo al «occidentalismo» (interpretación errada de la misma cultura europea). Las hipótesis que nos habían permitido negar la inexistencia de la cultura latinoamericana nos llevaban ahora al descubrimiento de una nueva visión crítica de las culturas periféricas, e inclusive de Europa misma. Esta tarea iba siendo emprendida casi simultáneamente en todos los ámbitos de las culturas poscoloniales periféricas (Asia, África y América Latina), aunque por desgracia en menor medida en Europa y Estados Unidos.
En efecto, a partir de la problemática «posmoderna» sobre la naturaleza de la modernidad —que en último término es todavía una visión «europea» de la modernidad—, advertí que lo que había llamado «posmoderno»43, era algo distinto de lo que aludían los posmodernos de los 80 (al menos daban otra definición del fenómeno de la modernidad tal como yo lo había entendido desde los trabajos efectuados para situar a América Latina en confrontación con una cultura moderna vista desde la periferia colonial). Por ello, me vi en la necesidad de reconstruir desde una perspectiva «exterior», es decir: mundial (no provinciana como eran las europeas), el concepto de «modernidad», que tenía (y sigue teniendo) en Europa y Estados Unidos una clara connotación eurocéntrica, notoria desde Lyotard o Vattimo, hasta Habermas y de otra manera más sutil en el mismo Wallerstein —es lo que he denominado un «segundo eurocentrismo».
El estudio de esta cadena argumentativa me permitió vislumbrar un horizonte problemático y categorial que relanzó nuevamente el tema de la cultura, ahora como crítica de la «multiculturalidad liberal» (a la manera de un John Rawls, por ejemplo en The Law of People), y también como crítica del optimismo superficial de una pretendida «facilidad» con la que se expone la posibilidad de la comunicación o del diálogo multicultural, suponiendo ingenuamente (o cínicamente) una simetría —inexistente en realidad— entre los argumentantes.
Ahora no se trata ya de «localizar» a América Latina. Ahora se trata de «situar» a todas las culturas que inevitablemente se enfrentan hoy en todos los niveles de la vida cotidiana, de la comunicación, la educación, la investigación, las políticas de expansión o de resistencia cultural y hasta militar. Los sistemas culturales, acuñados durante milenios, pueden despedazarse en decenios o desarrollarse por el enfrentamiento con otras culturas. Ninguna cultura tiene asegurada de antemano la sobrevivencia. Todo esto se ha incrementado hoy, siendo un momento crucial en la historia de las culturas del planeta.
En mi visión del curso de «Hipótesis para el estudio de Latinoamérica en la historia universal», y en los prime-ros trabajos de esa época, tendía a mostrar el desarrollo de cada cultura como un todo autónomo o independiente. Había «zonas de contactos» (como el Mediterráneo oriental, el océano Pacífico y las estepas euroasiáticas desde el Gobi hasta el Mar Caspio), pero explícitamente dejaba hasta la expansión portuguesa por el Atlántico sur y hacia el océano Índico, o hasta el «descubrimiento de América» por España, el comienzo del despliegue del «sistema-mundo», y la conexión por primera vez de las grandes «ecumenes» culturales independientes (desde Amerindia, China, el Indostán, el mundo islámico, la cultura bizantina y la latino-germánica). La modificación radical de esta hipótesis, por la propuesta de A. Gunder Frank del «sistema de los cinco mil años» —que se me impuso de inmediato porque era exactamente mi propia cronología—, cambió el panorama. Si debe reconocerse que hubo contactos firmes por las indicadas estepas y desiertos del norte de Asia oriental (la llamada «ruta de la seda»), fue la región de la antigua Persia, helenizada primero (en torno a Seleukon, no lejos de las ruinas de Babilonia) y después islamizada (Samarkanda o Bagdad), la «placa giratoria» del mundo asiático-afro-mediterráneo. La Europa latino-germana fue siempre periférica (aunque en el sur tenía un peso propio por la presencia del antiguo imperio romano), pero nunca fue «centro» de esa inmensa masa continental. El mundo musulmán (desde Mindanao en Filipinas, Malaka, Delhi, el «corazón del mundo» musulmán, hasta el Magreb con Fez en Marruecos o la Andalucía de la Córdoba averroísta) era una cultura mercantilista mucho más desarrollada (científica, teórica, económica, culturalmente) que la Europa latino-germana después de la hecatombe de las invasiones germanas44, y las mismas invasiones islámicas desde el siglo VII d.C. Contra Max Weber debe aceptarse una gran diferencia civilizatoria entre la futura cultura europea (todavía subdesarrollada) con respecto a la cultura islámica hasta el siglo XIII (las invasiones turcas siberianas troncharán la gran cultura árabe).
En occidente, la «modernidad», que se inicia con la invasión de América por parte de los españoles, cultura here-dera de los musulmanes del Mediterráneo (por Andalucía) y del renacimiento italiano (por la presencia catalana en el sur de Italia)45, es la «apertura» geopolítica de Europa al Atlántico; es el despliegue y control del «sistema-mundo» en sentido estricto (por los océanos y no ya por las lentas y peligrosas caravanas continentales), y la «invención» del sistema colonial, que durante 300 años irá inclinando lentamente la balanza económico-política en favor de la antigua Europa aislada y periférica. Todo lo cual es simultáneo al origen y desarrollo del capitalismo (mercantil en su inicio, de mera acumulación originaria de dinero). Es decir: modernidad, colonialismo, sistema-mundo y capitalismo son aspectos de una misma realidad simultánea y mutuamente constituyente.
Si esto es así, España es entonces la primera nación moderna. Esta hipótesis se opone a todas las interpretaciones de la modernidad, del centro de Europa y Estados Unidos, y aun es contraria a la opinión de la inmensa mayoría de los intelectuales españoles hoy en día. Sin embargo, se nos impone cada vez con mayor fuerza, a medida que vamos encontrando nuevos argumentos. En efecto, la primera modernidad, la ibérica (de 1492 a 1630 aproximadamente), tiene matices musulmanes por Andalucía (la región que había sido la más culta del Mediterráneo46 en el siglo XII), se inspira en el renacimiento humanista italiano implantado firmemente por la «reforma» del cardenal Cisneros, por la reforma universitaria de los dominicos salmanticenses (cuya segunda escolástica es ya «moderna» y no meramente medieval), y en especial poco después, por la cultura barroca jesuítica, que en la figura filosófica de Francisco Suárez inaugura en sentido estricto el pensamiento metafísico moderno47. El Quijote es la primera obra literaria moderna de su tipo en Europa, cuyos personajes tienen cada pie en un mundo distinto: en el sur islámico y en el norte cristiano, en la cultura más avanzada de su época y en la inicial modernidad europea48. La primera gramática de una lengua romance fue la caste-llana, editada por Nebrija en 1492. En 1521 es aplastada por Carlos V la primera revolución burguesa en Castilla (los comuneros luchan por la defensa de sus fueros urbanos). La primera moneda mundial es la moneda de plata de México y Perú, que pasaba por Sevilla y se acumulaba finalmente en China. Es una modernidad mercantil, burguesa, humanista, que comienza la expansión europea.
La segunda modernidad se desarrolla en las Provincias Unidas de los Países Bajos, provincia española hasta comienzo del siglo XVII49, un nuevo desarrollo de la modernidad, ahora propiamente burguesa (1630-1688). La tercera modernidad, inglesa y posteriormente francesa, despliega el modelo anterior (filosóficamente iniciado por Descartes o Spinoza, desplegándose con mayor coherencia práctica en el individualismo posesivo de Hobbes, Locke o Hume).
Con la revolución industrial y la ilustración, la modernidad alcanzaba su plenitud, y al mismo tiempo se afianzaba el colonialismo expandiéndose Europa del norte por Asia, primero, y posteriormente por África.
La modernidad habría tenido cinco siglos, lo mismo que el «sistema-mundo», y era coextensivo al dominio europeo sobre el planeta, del cual había sido el «centro» desde 1492. América Latina, por su parte, fue un momento constitutivo de la modernidad. El sistema colonial no pudo ser feudal —cuestión central para las ciencias sociales en general, demostrada por Sergio Bagú en 1949—, sino periférico de un mundo capitalista moderno, y por lo tanto él mismo moderno.
En este contexto se efectuó una crítica a la posición ingenua que definía el diálogo entre las culturas como una posibilidad simétrica multicultural, idealizada en parte, y donde la comunicación pareciera ser posible para seres racionales. La «Ética del discurso» adoptaba esta posición optimista. Richard Rorty, y con diferencias A. McIntyre, mostraba la completa inconmensurabilidad de una comunicación imposible o su extrema dificultad. De todas maneras se prescindía de situar a las culturas (sin nombrarlas en concreto ni estudiar su historia y sus contenidos estructurales) en una situación asimétrica que se originaba por sus respectivas posiciones en el sistema colonial mismo. La cultura europea, con su «occidentalismo» obvio, situaba a las otras culturas como más primitivas, premodernas, tradicionales, subdesarrolladas.
En el momento de elaborar una teoría del «diálogo entre culturas» pareciera que todas las culturas tienen simétricas condiciones. O por medio de una «antropología» ad hoc se efectúa la tarea de la observación descomprometida (o en el mejor de los casos «comprometida») de las culturas primitivas. En este caso existen las culturas superiores (del «antropólogo cultural» universitario) y «las otras» (las primitivas). Entre ambos extremos están las culturas desarrolladas simétricas y «las otras» (a las que ni siquiera se puede situar asimétricamente por el abismo cultural infranqueable). Es el caso de Durkheim o de Habermas. Ante la posición observacional de la antropología no puede haber diálogo cultural con China, la India, el mundo islámico, etcétera, que no son culturas ilustradas ni primitivas. Están en la «tierra de nadie».
A esas culturas, que no son ni «metropolitanas» ni «primitivas», se las va destruyendo por medio de la propaganda, de la venta de mercancías, productos materiales que son siempre culturales (como bebidas, comidas, vestidos, vehículos, etcétera), aunque por otro lado se pretende salvar dichas culturas valorando aisladamente elementos folklóricos o momentos culturales secundarios. Una trasnacional de la alimentación puede subsumir entre sus menús un plato propio de una cultura culinaria (como el Taco Bell). Esto pasa por «respeto» a las otras culturas.
Este tipo de multiculturalismo altruista queda claramente formulado en el «overlapping consensus» de John Rawls, que exige la aceptación de ciertos principios procedimentales (que son inadvertida y profundamente culturales, occidentales) que deben ser aceptados por todos los miembros de una comunidad política, y permitiendo al mismo tiempo la diversidad valorativa cultural (o religiosa). Políticamente, esto supondría en los que establecen el diálogo aceptar un estado liberal multicultural, no advirtiendo que la estructura misma de ese estado multicultural, tal como se institucionaliza en el presente, es la expresión de la cultura occidental y restringe la posibilidad de sobrevivencia de todas las demás culturas. Subrepticiamente se ha impuesto una estructura cul tural en nombre de elementos puramente formales de la convivencia (que han sido expresión del desarrollo de una cultura determinada). Además, no se tiene clara conciencia de que la estructura económica de fondo es el capitalismo trasnacional, que funda ese tipo de estado liberal, y que ha limado en las culturas «incorporadas», gracias al indicado overlapping consensus (acción de vaciamiento previo de los elementos críticos anticapitalistas de esas culturas), diferencias antioccidentales inaceptables.
Este tipo aséptico de diálogo multicultural (frecuente también entre las religiones universales) se vuelve en ciertos casos una política cultural agresiva, como cuando Huntington, en su obra El choque de civilizaciones, aboga directamente por la defensa de la cultura occidental por medio de instrumentos militares, en especial contra el fundamentalismo islámico, bajo cuyo suelo se olvida de indicar que existen los mayores yacimientos petroleros del planeta (y sin referirse a la presencia de un fundamentalismo cristiano, especialmente en Estados Unidos, de igual signo y estructura). De nuevo no se advierte que «el fundamentalismo del mercado» —como lo denomina George Soros— se basa en el fundamentalismo militar agresivo de las «guerras preventivas», a las que se disfraza de enfrentamientos culturales o de expansión de una cultura política democrática. Se ha pasado así de la pretensión de un diálogo simétrico del multiculturalismo a la supresión simple y llana de todo diálogo y a la imposición por la fuerza de la tecnología militar de la propia cultura occidental —al menos éste es el pretexto, ya que hemos sugerido que se trata meramente del cumplimiento de intereses económicos, del petróleo, como en la inminente guerra de Iraq50.
En su obra Imperio, A. Negri y M. Hardt sostienen cierta visión posmoderna de la estructura globalizada del sistema-mundo. A ella es necesario anteponerle una interpretación que permita comprender más dramáticamente la coyuntura actual de la historia mundial, bajo la hegemonía militar del estado estadunidense (el home-State de las grandes corporaciones trasnacionales, que lentamente, como cuando en la república romana César atravesó el Rubicón), que va transformando a Estados Unidos de una república en un imperio51, dominación posterior al final de la guerra fría (1989), que intenta encaminarse a una gestión monopolar del poder global. ¿A qué queda reducido el diálogo multi-cultural de cierta visión ingenua de las asimetrías entre los dialogantes? ¿Cómo es posible imaginar un diálogo simétrico ante tamaña distancia en la posibilidad de empuñar los instrumentos tecnológicos de un capitalismo fundado en la expansión militar? ¿No estará todo perdido, y la imposición de cierto occidentalismo, cada vez más identificado con el «americanismo» (estadunidense, es evidente), borrará de la faz de la tierra a todas las culturas universales que se han ido desarrollando en los últimos milenios? ¿No será el inglés la única lengua clásica que se impondrá a la humanidad, que agobiada deberá olvidar sus propias tradiciones?