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Ricardo Bernal Lugo

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Introducción

En la Francia revolucionaria de 1792 la noción robespierrista de fraternidad funcionaba como una auténtica metáfora política. Contrario a lo que suele suponerse, la aspiración de una ciudadanía fraternal no era un mero ideal romántico, sino una afortunada figura retórica destinada a abanderar un programa político concreto, a saber: la defensa de la ley como instrumento para combatir la reproducción de las relaciones de dependencia patriarcal en la esfera política y en el ámbito civil.14 No obstante, los analistas contemporáneos acostumbran ignorar el papel que esta noción tuvo en la construcción del horizonte político moderno por considerarla una expresión estrictamente sentimental o una reivindicación más psicológica que política.15 Así, comparada con las nociones de libertad e igualdad, la fraternidad estaría desprovista de todo contenido político y, por lo mismo, no formaría parte de los cimientos de nuestras democracias modernas.

Semejante interpretación se encuentra vinculada a un tipo de narrativa bastante peculiar, una narrativa que, sin embargo, ha dominado nuestra cartografía política en los últimos años. Según una idea bastante extendida en el mundo académico, nuestra democracia moderna no sólo habría tomado sus principios básicos de la tradición liberal, sino que lo habría hecho en franca oposición a una especie de democracia popular identificada con el jacobinismo revolucionario. Así, las principales características del liberalismo (división de poderes, principio de representación popular, defensa de la libertad individual y la propiedad privada) se distinguirían plenamente de los fundamentos de una democracia radical (aclamación popular, prioridad de la voluntad del pueblo sobre los derechos civiles, subordinación de la propiedad privada a la igualdad material) afortunadamente ya superada. Aunque esta concepción de las cosas funciona bastante bien en el marco de una filosofía propensa a las idealizaciones normativas, dista mucho de atenerse a la realidad histórica. De hecho, el liberalismo de los siglos XVIII y XIX no contenía de forma larvada todas las virtudes de la democracia moderna, más bien al contrario, representaba una corriente expresamente antidemocrática incompatible con cualquier visión mínimamente progresista de la democracia contemporánea.16

Aunque campeones en la defensa de los derechos civiles, los liberales de los siglos XVIII y XIX se oponían a la intervención del derecho en la llamada “cuestión social” con el mismo fervor con el que rechazaban la universalización de los derechos políticos. La historia del liberalismo está plagada de afirmaciones de autores como Benjamin Constant, François Guizot o John Adams argumentando que, debido a su dependencia material, los miembros de las clases desposeídas se encontraban incapacitados para participar en la esfera pública de manera autónoma. En su gran mayoría, los pensadores liberales sostenían que el sistema jurídico moderno debía limitarse a garantizar la libertad civil de todos los hombres, restringiendo, en cambio, los derechos políticos a aquellos que no dependían de otro para subsistir. La aparición de la noción de fraternidad en el vocabulario político debe entenderse en ese contexto: apelando a dicha noción no se pretendían despertar los impulsos más solidarios de los seres humanos, más bien se intentaba evidenciar la insuficiencia de la libertad —exclusivamente civil— defendida por los sectores liberales de la época. Algo parecido ocurriría medio siglo después cuando los partidarios de la II República francesa reivindicaron la noción de fraternidad para enfrentarse a los ideólogos de la industrialización capitalista, quienes, embozados con las máscaras de la libertad industrial y la libertad de trabajo, reivindicaban la desregulación jurídica del mercado laboral.

I. Fraternidad en la primera República

La acepción específicamente política del concepto de fraternidad sólo resulta comprensible si se toman en cuenta tres factores esenciales en el contexto de la Revolución de 1789: a) la implementación del sufragio censitario fundado en la división entre ciudadanos activos y pasivos; b) el estatuto jurídico de la propiedad en la transición del Antiguo Régimen al primer gobierno revolucionario; y c) las condiciones de marginación y dependencia de los trabajadores provocadas por la ausencia de propiedad en la Francia dieciochesca.

a) Sufragio censitario

Seis días después de la toma de la Bastilla, Emmanuel Sieyès defendió la necesidad de establecer una distinción política entre ciudadanos pasivos y ciudadanos activos.17 El abate francés había presentado los argumentos que justificaban esta posición un mes antes en el Comité Constitucional de la Asamblea Nacional:

Todos los habitantes de un país deberían gozar en él de los derechos de los ciudadanos pasivos, todos tienen derecho a la protección de su persona, de su propiedad, de su libertad, etc. Pero no todos tienen el derecho de desempeñar un papel activo en la formación de las autoridades públicas; no todos son ciudadanos activos. Las mujeres (al menos en el momento actual), los niños, los extranjeros y aquellos otros que no contribuyen en nada al sostén del establecimiento público no deben estar autorizados a influir activamente sobre la vida pública. Todos tienen derecho a gozar de las ventajas de la sociedad, pero sólo aquellos que contribuyen al establecimiento público son verdaderos accionistas de la gran empresa social. Sólo ellos son ciudadanos activos, verdaderos miembros de la asociación.18

Esta distinción fue incorporada a la legislación francesa del 3 de septiembre de 1791, momento en el que la Asamblea Nacional estableció el sufragio censitario mediante un “decreto legal que definía a los ciudadanos activos como aquellos que pagaban un mínimo de tres días de salario como impuesto directo”.19 La justificación de esta medida se sostenía en un razonamiento peculiar, a saber: dado que los no-propietarios dependían de terceros para subsistir se consideraba que su voluntad estaba empeñada hacia ellos. Así, los desposeídos eran presentados como individuos sin independencia para decidir sobre lo que afectaba al ámbito público.20

De hecho, el objetivo central de la artificiosa distinción entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos elaborada por Benjamin Constant unos años después consistía en defender la legitimidad del sufragio censitario.21 Según el francés, como los asalariados carecían “de las rentas necesarias para vivir independientemente de toda voluntad ajena”, “los propietarios [eran] dueños de su existencia ya que [podían] negarles el trabajo”.22 Sin embargo, el hecho de que la condición de dependencia de los trabajadores impidiera su acceso a la vida política, no significaba que se atentara contra su libertad (moderna), pues ésta poco tenía que ver con los derechos de participación política.

Así, con el decreto del 3 de septiembre de 1791 la Revolución francesa asumía una peculiar interpretación de la modernidad, misma que la presentaba como un proyecto político en el que era posible llamar ciudadanos libres a individuos dependientes sin derechos políticos.

b) La propiedad en 1789

Como ha analizado William H. Sewell, durante el Antiguo Régimen existían al menos cuatro tipos de propiedad: la propiedad privada absoluta, la propiedad privada regulada para satisfacer el bien público, la propiedad de los cargos públicos y, finalmente, un conjunto de derechos que eran considerados semipropiedades, como las prerrogativas y las distinciones hereditarias.23 La noche del 4 de agosto de 1789 se redefinió el derecho de propiedad en Francia reduciendo su significado a “la posesión de cosas por individuos”, esta transformación se formalizó en la primera versión de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. En ella, la propiedad (recién limitada a su carácter de propiedad privada absoluta) se incorporaba al catálogo de derechos naturales del hombre junto a la libertad, la seguridad y la resistencia a la opresión.

Sin duda, cabía esperar que la Revolución de 1789 acabara con la propiedad de los cargos públicos y las prerrogativas, puesto que contradecían la aspiración ilustrada de una verdadera igualdad jurídica; sin embargo, la eliminación de la propiedad privada que tenía como restricción la satisfacción del bien público obedecía a una visión bastante peculiar de la organización social. A finales del siglo XVIII un conjunto de ideas habituales en el escenario intelectual de Gran Bretaña comenzaron a cobrar fuerza entre la burguesía ilustrada francesa,24 quizá la más importante de ellas consistía en afirmar que “incrementando la libertad y el bienestar privado de todos los ciudadanos, liberando a los ciudadanos para desarrollar y mantener sus personas y propiedades como su soberana razón individual juzgara mejor”,25 era posible obtener el mayor beneficio social posible, evitando así cualquier intento de coordinación colectiva por parte del Estado.26

Esta seductora hipótesis teórica tenía consecuencias prácticas notablemente dispares. En los hechos, el desarrollo de las grandes granjas para el monocultivo cerealero favorecía la expropiación del campesinado.27 De manera que la liberación de las restricciones a la propiedad se presentaba como el escenario perfecto para el ascenso de los grandes propietarios y la subordinación de los campesinos desposeídos. Además, en el contexto francés, la redefinición de la propiedad como propiedad privada ilimitada le abría de lleno el terreno a prácticas de acaparamiento y especulación en el mercado de los bienes de subsistencia, tal como efectivamente ocurrió en 1792 durante la llamada Guerra de los cereales. En esas circunstancias, la libertad irrestricta en el manejo de las grandes propiedades no sólo no garantizaba el bienestar de toda la sociedad, sino que amenazaba la subsistencia misma de los trabajadores del campo y su independencia respecto a los grandes propietarios.28

c) Pobreza y dependencia

Como hemos visto, los objetivos de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano encontraban sus propios obstáculos en una concepción de la propiedad que perpetuaba la desigualdad y la dependencia de los trabajadores. No se trataba, sin embargo, de cualquier forma de desigualdad, sino de una tan profunda que comprometía la subsistencia misma de los no propietarios. En efecto, tanto en el ámbito rural como en el urbano, la dependencia de los sectores más desfavorecidos respecto a los grandes propietarios ponía en juego la vida misma de los primeros. En Pobreza y capitalismo en la Europa preindustrial Catharina Lis y Hugo Soly ofrecen un panorama esclarecedor de esas circunstancias:

[los trabajadores rurales] no poseían tierras o tenían demasiado poca para mantener una familia, y sus insignificantes ingresos dependían de numerosas incertidumbres. Una mala cosecha ponía los precios de los alimentos en las nubes y disminuía la demanda de mano de obra agrícola, de modo que el presupuesto quedaba doblemente afectado. En la mayoría de los casos, una seria carestía ocasionaba el colapso de la manufactura textil, con el resultado de que todos aquellos que vivían de la industria doméstica se enfrentaban al subempleo o al desempleo total.29

Las cosas no eran muy diferentes para el incipiente conjunto de asalariados que trabajaban en las urbes:

El asalariado urbano se extendía de igual modo […] En vísperas de la Revolución Francesa, los asalariados representaban un 48 por 100 de los habitantes de Troyes, un 50 por 100 en Nantes y un 60 por 100 en Elbeuf. La pobreza de esta categoría es difícilmente discutible. En Elbeuf, hacia 1790, los asalariados representaban únicamente el 8 por ciento de los propietarios y controlaban juntos apenas el 4 por 100 de la riqueza total. Por la misma época, cerca de la mitad de la población de Toulouse no poseía nada al casarse, excepto muebles y otros bienes hogareños de poco valor. Sus herencias indican que la vida matrimonial de las clases bajas, rara vez o nunca, les permitía mejorar su situación material. Por el contrario, la mayoría de los asalariados sólo dejaban deudas, y aquellos que sorprendían a sus herederos con un excedente, disponían en conjunto menos del 1 por 100 de la riqueza.30

Sin embargo, el asalariado urbano no poseía la capacidad organizativa que adquiriría medio siglo después. En su gran mayoría, la población francesa estaba compuesta por hombres y mujeres ligados al mundo rural pero carentes de toda propiedad, un sector que, además de ver su existencia constantemente amenazada por las turbulencias económicas, se encontraba relegado de la esfera política. No resulta difícil comprender que, al detonar la Revolución de 1789, sus reivindicaciones libertarias se centraran en la regulación de las ingentes e ilegítimas diferencias de propiedad existentes en la época, pero también que vieran en la ampliación de derechos políticos la herramienta necesaria para llevar a cabo ese objetivo.

La aparición del jacobinismo radical en la escena política de Francia debe entenderse en ese contexto peculiar. Antes de que la Asamblea Constituyente instaurara el sufragio censitario, el diputado Maximilien Robespierre se opuso frontalmente a la división entre ciudadanos activos y pasivos con las siguientes palabras:

Todos los ciudadanos, sean quienes sean, tienen derecho a aspirar a todos los grados de representación. No hay nada más conforme a vuestra Declaración de derechos, ante la cual todo privilegio, toda distinción, toda excepción debe desaparecer. La Constitución establece que la soberanía reside en el pueblo, en todos los individuos del pueblo. Cada individuo tiene, pues, el derecho de contribuir a la ley por la cual él está obligado, y a la administración de la cosa pública, que es suya.31 Si no, no es verdad que los hombres son iguales en derechos, que todo hombre es ciudadano […] cada ciudadano tiene el derecho de contribuir a la ley, y a partir de ahí, el de ser elector o elegible, sin distinción de fortuna.32

Como Robespierre, los revolucionarios radicales del siglo XVIII denunciaban la falsa igualdad jurídica que se les quería imponer a través de la distinción entre ciudadanos activos y pasivos. Hacia 1790 Marat, fundador del influyente periódico L´amie de peuple, afirmaba: “Ya vemos perfectamente, a través de vuestras falsas máximas de libertad y de vuestras grandes palabras de igualdad, que, a vuestros ojos, no somos sino la canalla”.33 Frente a este simulacro de libertad e igualdad, el jacobinismo defendía la extensión total de los derechos políticos, pero, al mismo tiempo, hacía descansar esta exigencia en un programa destinado a abatir las inmensas desigualdades materiales existentes en la Francia de la época.34

Ahora bien, a pesar de plantearse la lucha contra las formas de dependencia material como su objetivo central, el proyecto jacobino no buscaba la abolición de la propiedad privada.35 En su famosa alocución del 24 de abril de 1793, Robespierre propuso importantes modificaciones a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. Desde su perspectiva, la Declaración… aprobada durante el periodo girondino no garantizaba el acceso a la propiedad como un derecho para todos los ciudadanos, más bien había sido diseñada para favorecer a los grandes propietarios:

En définissant la liberté, le premier de biens de l´homme, le plus sacré des droits qu´il tient de la nature, vous avez dit avec raison qu´elle avait pour bornes le droits d´autrui: pourquoi n´avez-vous pas appliqué ce principe à la propriété, qui est une institution sociale? […] Vous avez multiplié les articles pour assurer la plus grande liberté à l´exercice de la propriété, et vous n´avez pas dit un seul mot pour en déterminer le caractère légitime; de manière que votre déclaration paraît faite, non pour les hommes, mais pour les riches, les accapareurs, pour les agioteurs et pour les tyrans.36

Ante lo cual, el francés se limitaba a proponer un par de adiciones para limitar la ampliación de la propiedad en los casos en que ésta interfiriera con los derechos de terceros:

II. Le droit de propriété est borné, comme tous les autres, par l´obligation de respecter les droits d´autrui.

III. Il ne peut préjudicier ni à la sûreté, ni à la liberté, ni à l’existence, ni à la propriété de nos semblables.37

Con estas reformas Robespierre no intentaba “nivelar” las condiciones materiales de toda la ciudadanía, sino combatir la extrema desproporción de las riquezas38 para asegurar que incluso la “canalla” pudiera vivir dignamente:

Il ne fallait pas une révolution, sans doute, pour apprendre à l´univers que l´extrême disproportion des fortunes est la source de bien des maux et de bien de crimes ; mais nous n´en sommes pas moins convaincus que l´égalité de biens est une chimère […] ils s´agit bien plus de rendre la pauvreté honorable.39

“Volver honorable la pobreza”: así podría resumirse el objetivo del jacobinismo radical. Semejante frase condensaba las aspiraciones de todo un proyecto político, a saber: el de una República capaz de combatir esa peculiar forma de desigualdad que volvía dependientes serviles a los menos favorecidos. Y es que, a pesar de que el Antiguo Régimen había sido abolido formalmente, a finales del siglo XVIII las clases subalternas seguían acorraladas en un infinito círculo vicioso: como no eran propietarias debían someter su voluntad a un tercero para subsistir, con lo cual veían cancelado su acceso a la vida política; sin embargo, como tampoco eran activas políticamente estaban imposibilitadas para influir en las decisiones del poder. Así, por dondequiera que se mirara su búsqueda para revertir las circunstancias que los mantenían en la miseria se encontraba neutralizada dentro del marco jurídico posrevolucionario. Para acabar con este círculo vicioso, el jacobinismo radical defendía la implementación de disposiciones económicas40 destinadas a garantizar la existencia material de los desposeídos.41 Semejantes disposiciones iban desde la implementación de un impuesto progresivo42 hasta el respaldo a las demandas del movimiento campesino, el cual luchaba por anular los excesivos cobros de los grandes propietarios rentistas a quienes se les pagaba por trabajar tierras consideradas como propiedad comunal tan sólo unas décadas atrás.

Sin embargo, la posición que mejor expresa el objetivo político del jacobinismo radical es la defendida por Robespierre ante la legislación comercial vigente en 1792. Durante el periodo girondino, la Asamblea Constituyente aprobó una ley que permitía la libertad ilimitada en el comercio de granos;43 sin embargo, los efectos de estas medidas fueron tan nocivos que en el otoño de 1792 tuvieron lugar varios motines contra los acaparadores de trigo.44 El 2 de diciembre de ese mismo año Robespierre criticaba los planteamientos económicos adoptados por el ala girondina con el siguiente argumento:

Los autores de la teoría [de la libertad indefinida de comercio] no han considerado los artículos de primera necesidad más que como una mercancía ordinaria, y no han establecido diferencia alguna entre el comercio del trigo, por ejemplo, y el del añil. Han disertado más sobre el comercio de granos que sobre la subsistencia del pueblo. Y al omitir este dato en sus cálculos, han hecho una falsa aplicación de principios evidentes para la mayoría; esta mezcla de verdades y falsedades ha dado un aspecto engañoso a un sistema erróneo.45

Más adelante afirmaba:

El sentido común, por ejemplo, indica que […] los artículos que no son de primera necesidad para la vida pueden ser abandonados a las especulaciones más ilimitadas del comerciante. La escasez momentánea que pueda sobrevenir siempre es un inconveniente soportable. Es suficiente que, en general, la libertad indefinida de ese negocio redunde en el mayor beneficio del estado y de los individuos. Pero la vida de los hombres no puede ser sometida a la misma suerte. No es indispensable que yo pueda comprar tejidos brillantes, pero es preciso que sea bastante rico para comprar pan para mí y para mis hijos. El comerciante puede guardar en sus almacenes, las mercancías que el lujo y la vanidad codician, hasta que encuentre el momento de venderlas al precio más alto posible. Pero ningún hombre tiene el derecho a amontonar el trigo al lado de su semejante que muere de hambre.46

No obstante, la defensa de las restricciones a las grandes propiedades y al comercio de los bienes de subsistencia no respondía a una supuesta prioridad de lo colectivo sobre lo individual, sino a las circunstancias particulares de un mundo en el que la implementación de cierta visión de la libertad —entendida como libertad indefinida de comercio— y cierta concepción de la propiedad —entendida como propiedad ilimitada— terminaban perpetuando la dependencia material de buena parte de la población.47 Como Emmanuel Sieyès o Benjamin Constant, Robespierre defendía la libertad de los individuos y la igualdad de derechos sobre los privilegios minoritarios, pero, a diferencia de ellos, consideraba que la realización de estos ideales dependía de la capacidad de la sociedad para impedir que la subsistencia de los hombres estuviera supeditada a las necesidades de los grandes propietarios.

Esto último implicaba asumir que, como la propiedad, la libertad o la seguridad, la existencia misma era un derecho imprescriptible, un derecho sin el cual todos los demás carecían de razón de ser:

¿Cuál es el primer objetivo de la sociedad? Es mantener los derechos imprescriptibles del hombre. ¿Cuál es el primero de estos derechos? El derecho a la existencia.

La primera ley social es pues la que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios de existir. Todos los demás están supeditados a éste.48 La propiedad no ha sido garantizada para otra cosa que para cimentarlo. Se tienen propiedades, en primer lugar, para vivir. No es cierto que la propiedad pueda oponerse jamás a la subsistencia de los hombres.49

Ahora bien, al sortear los obstáculos económicos que perpetuaban la dependencia material de los desposeídos, el derecho a la existencia también garantizaba su acceso a la esfera política. Así, el núcleo del proyecto jacobino-fraternal yacía en la correlación de ambos elementos: no se podía ser ciudadano libre con derechos políticos sin enfrentar las causas de la dependencia material, pero tampoco se podían enfrentar esas causas sin extender los derechos políticos a las clases desposeídas.

La incorporación de la palabra fraternidad a los principios de libertad e igualdad intentaba evidenciar la distancia existente entre el proyecto popular republicano y la supuesta libertad (moderna) instaurada desde 1789. Una libertad que, como ya hemos dicho, les había sido otorgada a todos los ciudadanos por igual a pesar de clausurar el acceso a la vida política de un importante sector de los mismos. Para evidenciar esta circunstancia, Robespierre echó mano de una metáfora anclada en el mundo familiar:50 la relación de los pobres respecto a los propietarios podía compararse con la situación de heteronomía que vivían los hijos respecto a sus padres. Una verdadera revolución popular, por el contrario, debía procurar relaciones de isonomía parecidas a las existentes entre hermanos (en latín frater).

De este modo, cuando a finales del siglo XVIII el jacobinismo radical hablaba sobre una República fraternal no hacía alusión a una utopía romántica, sino a una comunidad política capaz de incluir a las clases subalternas en el ámbito público cortando los lazos de su dependencia patriarcal.51 Ahora bien, la inclusión igualitaria de todos los ciudadanos en la esfera política —y con ella, la abolición de la división artificial entre una libertad de los antiguos y una libertad de los modernos— era la única vía por la cual la soberanía podía dejar de pertenecer a una minoría favorecida por su acceso a la propiedad para residir efectivamente en el pueblo en su conjunto. No era ninguna casualidad que en pleno periodo revolucionario la única corriente identificada con la democracia fuera el jacobinismo radical,52 pero tampoco que los participantes del movimiento democrático en la Inglaterra monárquica de principios del siglo XIX fueran considerados como una versión inglesa del jacobinismo.53

Así, el proyecto fraternal de los jacobinos robespierristas era inseparable del principio democrático54 que hacía descansar la autoridad del gobierno en el pueblo.55 Sin embargo, este vínculo no se fundaba en una especie de prioridad de la voluntad popular sobre el orden institucional56 —como ha interpretado buena parte de la tradición liberal—,57 sino en la inclusión de quienes hasta entonces habían sido excluidos de la esfera política en condiciones de igualdad jurídica e independencia civil. Fraternidad y democracia eran, por tanto, principios inseparables entre sí y opuestos a la interpretación restrictiva de la modernidad política encumbrada por el naciente liberalismo.58

II. Fraternidad en 1848

En los años que siguieron al 9 de termidor, el recuerdo del jacobinismo radical quedó reducido a una sola palabra: Terror. Tuvieron que pasar más de tres décadas para que el proyecto republicano-fraternal comenzara a remontar59 los estigmas de la desprestigiada figura de Robespierre.60 Durante la Revolución de 1830 aparecieron cientos de asociaciones republicanas por toda Francia. Entre las más relevantes se encontraba la famosa Société des droits de l´homme et du citoyen, integrada por viejos jacobinos, jóvenes republicanos y trabajadores urbanos.61 Así, desde los albores de la década de 1830 el republicanismo de corte jacobino comenzó a entablar relaciones de afinidad con el incipiente movimiento obrero. Semejante vinculación se intensificaría ante los constantes embates represivos62 sufridos por los trabajadores a manos del gobierno monárquico de Luis Felipe.63

En la antesala de la Revolución de 1848, la relación entre el neojacobinismo republicano y el movimiento obrero era tan estrecha que resultaba difícil distinguir a uno de otro. De hecho, buena parte de los principales referentes del movimiento obrero en esos años —gente como Blanqui, Blanc o Cabet— reivindicaban abiertamente la corriente democrática fraternal de la primera República.64 Desde luego, aquello que los ligaba a esta corriente no era una morbosa atracción por el Terror, sino la idea de que una verdadera República sólo era posible si se atendían las causas que perpetuaban la dependencia material de las grandes mayorías. De ahí que los republicanos radicales de 1840 no dudaran en criticar el despropósito de quienes osaban llamar libre65 a un régimen social que, además de no reconocer los derechos políticos del grueso de la población, mantenía a los trabajadores en una situación de miseria perpetua. Así, por ejemplo, Louis Blanc criticaba airadamente esa forma de libertad —defendida tanto por monárquicos liberales como por algunos republicanos moderados— que pasaba por alto las terribles condiciones materiales de los trabajadores:

Oui, la liberté ! Voilà ce qui est à conquérir; mais la liberté vraie, la liberté pour tous, cette liberté qu´on chercherait en vain partout où ne se trouvent pas l´égalité et la fraternité […] La liberté de l´état sauvage n´était, en fait, qu´une abominable oppression, parce que elle se combinait avec l´inégalité de forces, parce qu´elle faisait de l´homme faible la victime de l´homme vigoureux […] Or, nous avons, dans le régime sociale actuel, au lieu de l´inégalité de forces musculaires, l´inégalité de moyens de développement; au lieu de la lutte corps à corps, la lutte de capitale à capitale […] au lieu de l´homme impotent, le pauvre, Où donc est la liberté?66

De la misma manera que el jacobinismo radical había rechazado la falsa libertad (moderna) promovida por una minoría deseosa de mantener sus privilegios de propiedad (privada ilimitada), Blanc desdeñaba esa “libertad sin igualdad y fraternidad” que enmascaraba la sujeción a la que diariamente estaban sometidos los trabajadores en la monarquía orleanista. Sin embargo, a diferencia del jacobinismo de la primera República,67 los socialistas de 1840 eran testigos de un acelerado proceso de industrialización, un proceso que redefinía la composición urbana de una manera tan profunda como insospechada.68 Y es que las ciudades del siglo XIX fueron testigos de la aparición de un verdadero ejército de hombres y mujeres obligados a empeñar su propia existencia para no engrosar las filas de la mendicidad y el vagabundeo.69 Las novelas del siglo XIX nos otorgan un retrato inmejorable del asombro provocado por la aparición de estos inquietantes individuos: desde el acercamiento ingenuo de Dickens en Tiempos difíciles hasta la descarnada descripción de Zola en Germinal, pasando por la idealización romántica de Victor Hugo o el desprecio de Flaubert en La educación sentimental, ningún retrato importante de las ciudades modernas pasa por alto a estos ineludibles personajes.

De ahí que, en lugar de centrar su atención en la limitación de la propiedad agraria, el republicanismo decimonónico se concentrara en los efectos generados por el proceso industrial sobre esa creciente masa de individuos desposeídos.70 Ahora bien, como lo expresaban los propios afectados, la incorporación de la máquina al lugar de trabajo y el crecimiento de una competencia sin límites jurídicos se presentaban como las principales amenazas para su subsistencia. En efecto, mientras que la incorporación de la máquina los hacía menos relevantes en el proceso productivo, la competencia ilimitada impulsaba a los patrones a bajar los salarios y aumentar la jornada laboral.71

En buena medida, La organización del trabajo de Louis Blanc debe su éxito a su capacidad para expresar las vivencias diarias de los trabajadores industriales. Uno de los capítulos más célebres del libro denuncia “el imperio de la competencia ilimitada” con estas palabras:

Mais qui donc serait assez aveugle pour ne point voir que, sous l´empire de la concurrence illimitée, la baisse continue des salaires est un fait nécessairement général […]. La population at-elle des limites qu´il ne lui soit jamais donné de franchir ? Nous est il loisible de dire à l´industrie abandonnée aux caprices de l´égoïsme individuel, à cette industrie, mer si féconde en naufrages: Tu n´iras pas plus loin?72

Más adelante, con una retórica habitual entre los obreros de la época, agregaba:

Une machine est inventée; ordonnez qu´on la brise, et criez anathème à la science; car, si vous ne le faites, les mille ouvriers que la machine nouvelle chasse de leur atelier iront frapper à la porte de l´atelier voisin et faire baisser les salaires de leurs compagnons. Baisse systématique des salaires, aboutissant à la suppression d´un certain nombre d ´ouvriers, voilà l´inévitable effet de la concurrence illimitée.73

Así, además de ser excluidos de la esfera política, día con día los obreros veían amenazada su propia existencia en el lugar de trabajo. Precisamente fue ante esta realidad que, en la década de 1830, la palabra explotación comenzó a ser utilizada por los trabajadores para denunciar el trato que recibían en el taller y la fábrica. Lejos de ser reconocidos como seres humanos, los obreros se sentían “explotados” como si fueran “factores de producción deshumanizados”.74 Denuncias como ésta abundaban en los periódicos obreros del momento:

Algunos periodistas encerrados en su aristocracia pequeño burguesa insisten en no ver en la clase obrera otra cosa que máquinas que producen sólo para sus necesidades […] Pero no estamos ya en la época en que los obreros eran siervos, en que un patrono podía vender o matar a su gusto […]. Cesa, entonces, oh noble burgués, de echarnos de tu corazón porque somos hombres y no máquinas. Nuestra industria, que has explotado tanto tiempo, nos pertenece tanto como a ti.75

A pesar de estar revestidos de cierta ingenuidad, estas palabras contenían el germen de una demanda que habría de convertirse en el pilar de la Revolución de febrero. La exigencia de considerar a los obreros como seres humanos esencialmente iguales a sus patrones, suponía un combate frontal contra las dos formas de dependencia en las que los colocaba el proceso de industrialización capitalista. En efecto, el “imperio de la competencia ilimitada” los llevaba a aceptar condiciones salariales absolutamente precarias,76 mientras que la ausencia de controles en el taller y la fábrica los hacía doblegarse ante la voluntad casi irrestricta de los patrones.77 Sin embargo, esta doble dependencia no respondía a la falta de “humanidad” de la nueva burguesía industrial, más bien era la consecuencia inevitable de una forma de organización social sostenida en la existencia de una nueva realidad: el mercado de trabajo. Una realidad que, como mostrará Karl Polanyi muchos años después, se volvía tanto más perniciosa cuanto carecía de cualquier limitación jurídico-política.78

La organización laboral fue la única forma coherente de resistencia que el incipiente movimiento obrero encontró ante este panorama. Ciertamente no existía un consenso respecto a las modalidades que las asociaciones de trabajo debían adoptar, tampoco existía un acuerdo sobre el grado de participación que debía tener el Estado o sobre las condiciones de la competencia mutua,79 sin embargo, una cosa resultaba clara: sin ellas era imposible enfrentar la doble dependencia que se les imponía a los trabajadores en el naciente mercado de trabajo. Ahora bien, en las décadas previas el fourierismo y el saintsimonismo habían evidenciado que la asociación otorgaba una dignidad y una fuerza imposibles de alcanzar de forma individual; sin embargo, sólo la tradición republicana logró vincular esa experiencia con un programa político coherente, un programa que, fiel a la tradición ilustrada, se encontraba arropado por el lenguaje del derecho natural.80

Así, en lugar de apelar a la benevolencia del “noble burgués”, el movimiento obrero81 comenzó a exigir un “derecho natural” como el derecho de asociación para enfrentar los estragos del “imperio de la competencia ilimitada”. Después de las huelgas de 1833, por ejemplo, la monarquía de Luis Felipe impidió la organización de los trabajadores, como respuesta los mutualistas pidieron el respeto de su libertad y la garantía de sus derechos naturales:

Considerando como tesis general que la asociación es un derecho natural de todos los hombres, que es la fuente de todo progreso.

Considerando, en particular, que la asociación de trabajadores es una necesidad de nuestra época, que es una condición de existencia […]

En consecuencia, los mutualistas protestan contra la ley liberticida de asociaciones y declaran que nunca inclinarán la cabeza bajo ese yugo arbitrario y que sus reuniones no se suspenderán nunca. Basados en el derecho más inviolable, es decir, a vivir trabajando resistirán con toda la energía que caracteriza a los hombres libres.82

Las constantes represiones de la década de 1830 dejaron bastante claro que el régimen de la monarquía orleanista era incompatible con el derecho de organización de los trabajadores. Muy pronto, los obreros comprendieron que no habría ninguna transformación en sus condiciones materiales de vida sin que se transformaran los cimientos de la institucionalidad política. Así, la soberanía popular volvía a estar en el centro del tablero político.83 Sin embargo, su defensa no se presentaba como una alternativa ante un régimen sostenido en la libertad de los individuos, sino como su condición de posibilidad. De forma enteramente distinta a lo planteado por Constant, la mal llamada “libertad de los antiguos” se presentaba como la única vía para permitir que “la libertad de los modernos” se ampliara a las clases populares. Y es que, como los hechos no dejaban de constatar, el mantenimiento de un régimen que constantemente arrebataba los derechos políticos a la clase trabajadora les negaba cualquier instrumento para combatir esas formas de dependencia que restringían su libertad (antigua y moderna) en el mundo del trabajo. En uno de los muchos panfletos escritos en la época un tal Marc Dufraisse afirmaba:

¿Cómo queréis alcanzar el bienestar mientras la aristocracia burguesa y financiera sea la única soberana? [… ] Hace falta, para mejorar definitivamente la condición del pueblo, que ése recobre el ejercicio de su soberanía […] Entonces el gobierno, propiedad del pueblo, instrumento de los deseos, de los intereses y de las necesidades, no de una fracción de privilegiados, de una minoría de egoístas, sino de todos; el gobierno, centro de una vasta asociación, agrupando alrededor de él todos los brazos y todas las inteligencias, protector de los derechos del pueblo y apoyándose en él, se comprometerá a liberar al proletario. Florecerán las asociaciones de trabajadores, os proporcionará los fondos necesarios para crear vuestros establecimientos.84

Con el paso del tiempo, el deterioro de la monarquía de julio convenció a sectores de la sociedad cada vez más amplios sobre la necesidad de una transformación del régimen político. Los banquetes de 1847 canalizaron el descontento generalizado a través de la petición de una reforma político-civil, sin embargo, muchos de sus partidarios no tenían ningún interés en las demandas de los trabajadores y tampoco estaban demasiado convencidos de que esa reforma debería llevar a la instauración del sufragio universal. El 29 de noviembre de 1847, Engels se esforzaba en explicar a los ingleses las diferencias existentes dentro del movimiento reformista francés de la siguiente manera:

“¿Pero qué clase de reforma se exigen?”, preguntarán ustedes, las propuestas de reformas difieren tanto como pueden diferir entre sí los matices del liberalismo y el radicalismo. La exigencia mínima [defendida por los liberales] es la de que el derecho de sufragio se extienda a las capacidades —los que en Inglaterra tal vez llamarían ustedes la gente académica—, aunque no paguen los 200 francos de impuestos directos, que son hoy un requisito para poder votar. Los liberales, además, comparten más o menos con los radicales otras propuestas […].85

Según esta caracterización,86 el ala liberal del orleanismo exigía la ampliación del sufragio a un grupo limitado de personas consideradas capaces o, en el mejor de los casos, apostaba por la reducción de la renta necesaria para poder votar. En sentido estricto, esto significaba que los liberales se daban por satisfechos con una reforma que ampliara el derecho de participación política para los círculos intelectuales y la pequeña burguesía, pero no para los trabajadores asalariados. Los radicales, por el contrario, exigían el sufragio universal porque, entre otras razones, veían en la ampliación de derechos políticos un instrumento para enfrentar los estragos del mercado laboral.87 En un artículo distinto publicado en la antesala de la revolución de febrero, Engels citaba el discurso pronunciado por Floçon en uno de los pocos banquetes organizados por los demócratas:

Aquí a nuestro lado, la democracia, con sus veinticinco millones de proletarios88 a los que tiene que liberar y a los que da la bienvenida con los nombres de ciudadanos, hermanos, hombres iguales y libres; allí la oposición bastarda con sus monopolios y su aristocracia del dinero. Ellos hablan de reducir a la mitad el censo de la fortuna necesario para votar. ¡Nosotros, por nuestra parte, proclamamos los Derechos del Hombre y del Ciudadano!89

Floçon se refería a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano aprobada por el jacobinismo radical en 1793, en la cual se eliminaba la distinción entre ciudadanos activos y pasivos. Como entonces, la ampliación de derechos políticos era inseparable de la lucha contra la miseria y la dependencia, sólo que ahora esos fenómenos estaban asociados a un mercado de trabajo desregulado.

Uno de los personajes que comprendieron mejor este vínculo fue Alexis de Tocqueville. En un discurso pronunciado en la Cámara de diputados el 27 de enero de 1848, el francés lamentaba que las “pasiones” del republicanismo radical “de políticas, se [hubieran] convertido en sociales”, poniendo en riesgo las bases sobre las que reposa “el ordenamiento natural” de la sociedad.90 Y es que, para Tocqueville, la democracia sólo era defendible si la ampliación de los derechos políticos no implicaba una intervención del derecho en el orden de lo social. Aunque partidario del sufragio universal, el autor de La democracia en América coincidía con el grueso de los liberales en que la esfera de la “sociedad civil” respondía a un conjunto de reglas económicas incompatibles con la acción del gobierno.

Los republicanos radicales de 1848, en cambio, vinculaban la exigencia del sufragio universal (democracia) con el intento de acabar con las formas ilegítimas de dependencia (fraternidad) generadas por el mercado de trabajo.91 En 1847, por ejemplo, Marx fue nombrado Vicepresidente de “La Sociedad Democrática para la Unión y Cofraternización de los pueblos”,92 un organismo que, a su vez, estaba relacionado con la asociación inglesa Fraternal Democrats, ambas partidarias de la lucha por la emancipación de los trabajadores y la búsqueda de una república democrática.93 De igual forma, durante el gobierno provisional de la II República los ebanistas se organizaron en una “Asociación fraternal y democrática de ebanistas”, la cual reivindicaba “el gran principio de Fraternidad” consistente en “la igualdad de derechos para todos sin distinciones”.94 La quinta edición de la L´Organisation du travail, escrita por el único socialista que perteneció al gobierno provisional de la II República, fue publicada por la Sociedad de la Industria Fraternal. Los ejemplos podrían proseguir indefinidamente.

En todo caso, lo importante es mostrar que la verdadera confrontación en el escenario político de esa época no tuvo lugar entre un liberalismo democrático partidario de la libertad individual y un colectivismo radical promotor de la igualdad, sino entre dos formas de concebir las atribuciones jurídico-políticas de la república: una absolutamente renuente a extender el derecho a la esfera de lo social y otra cuya pretensión era hacer de las instituciones republicanas instrumentos para acabar con la dependencia material.

Conclusiones

Tanto en 1792 como en 1848 la noción de fraternidad sirvió para hacer frente a aquella concepción de la modernidad que intentaba desvincular el papel del derecho del combate a las formas de dependencia material. Aunque ferozmente derrotado en junio de 1848, el proyecto republicano fraternal instauró la convicción de que, en el mundo moderno, la legitimidad de la democracia era inseparable de la independencia civil de sus ciudadanos. No se trataba, por tanto, de reivindicar una sociedad donde la libertad y la propiedad fueran destruidas en aras de alcanzar la nivelación material de todos los seres humanos, sino de enfrentar los estragos de una concepción de la modernidad dispuesta a llamar “libres” a formas de organización social fundadas en la sujeción de las mayorías. Desde ese punto de vista, la modernidad política quedaría reducida a la universalización de los derechos civiles, aun cuando los ciudadanos estuvieran sujetos a condiciones de dependencia patronal y patriarcal.95

Aunque aparentemente reducidas a su aspecto histórico, estas consideraciones no carecen de importancia para una reflexión actual. Tanto el movimiento feminista contemporáneo, como la organización de los pueblos ante las nuevas oleadas de despojo, así como las luchas contra el desmantelamiento de los derechos sociales o las exigencias de medidas político-económicas para la redistribución de la riqueza social, coinciden en reivindicar una visión de la sociedad donde la idea misma de democracia se vuelva inseparable de la lucha contra las formas de dependencia material. Sea mostrando que la perpetuación de una sociedad patriarcal es inseparable de las condiciones que reproducen formas de dependencia material selectiva; sea mostrando que las instituciones de protección social son imprescindibles para la conformación de una sociedad política integrada por ciudadanos autónomos y no por súbditos sujetos a dictados heterónomos; sea defendiendo el derecho de los pueblos a hacer uso de sus recursos naturales para salvaguardar su existencia por encima de la dictadura de un mercado laboral deshumanizado; todas estas demandas asumen una visión de la democracia absolutamente incompatible con el discurso liberal.

En el fondo, la narrativa que vincula el origen de nuestra modernidad democrática con la tradición liberal no es del todo inocua. Al plantear las cosas de esta manera, la idea misma de democracia queda desligada de cualquier vínculo con la lucha frente a la reproducción de las formas de sujeción material. De esta manera, el discurso político dominante no tiene problemas con elogiar las virtudes democráticas de sociedades enteras donde la mayoría de sus habitantes se encuentran sujetos a distintas formas de dependencia material, sea patronal, patriarcal o, más recientemente, a los dictados de instituciones financieras globales que priman las necesidades del capital sobre el derecho a la existencia de hombres y mujeres.

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