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DIEZ PREMISAS SAPIENCIALES

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Comenzar un libro de economía no siempre es fácil. Si este libro pretende dar esperanza en un campo tan desesperanzado como este, y hacerlo de manera que sea útil y comprensible tanto para personas que no tienen conocimientos especializados sobre economía como para aquellas que sí los tienen, la cosa se complica un poco más. Si, además, su primer capítulo se titula «Premisas sapienciales» y cada uno de sus apartados van encabezados por un breve relato, la cuestión toma tintes verdaderamente surrealistas y la persona que lo lee puede pensar que el autor, o se equivoca, o pretende darnos gato por liebre.

Pero nada más lejos de mi intención como autor. Comenzar con unas premisas no solo es apropiado por la misma definición de la palabra, sino porque todos tenemos unas bases sobre las que fundamentamos nuestro pensamiento, aunque no nos demos cuenta o no queramos reconocerlo. Siempre hay unas creencias previas, unas ideas sobre lo que es bueno y lo que no lo es que sirven de soporte y armazón a nuestro análisis y que determinan nuestra manera de mirar la realidad.

Comenzar desnudando las premisas sobre las que está construido el resto del libro es una manera de mostrar su contenido sin trampas, sin velos que distorsionen lo expuesto, sin maquillajes ni vestidos que puedan engañar a nuestros sentidos haciéndonos creer que contemplamos belleza donde no la hay. Con ello, las propuestas del libro intentan despojarse de artificios y trampantojos que escondan el armazón que las configuran.

Calificar estas premisas como sapienciales es un intento de recuperar algo que se orilla con demasiada frecuencia en el debate económico. Porque sapiencial se refiere a la sabiduría, a ese intento de conducirse de una manera prudente en la vida, en los negocios, en la organización de la sociedad o en cualquier otro aspecto de la vida social o personal. La sabiduría aspira a maneras más altas de conocimiento y no busca solamente saber mucho sobre una materia, sino que lo que se conoce de esta resulte útil para la mejora de nuestro modo de vivir. La sabiduría es esa manera de entender nuestra existencia que nos permite aplicar nuestros saberes a los desafíos de la vida y así poder afrontarlos de la manera más correcta posible.

Ser sabio no es equivalente a ser instruido, a ser inteligente, a ser intelectual o experto en algo. Existen personas sabias que no son instruidas, que no son expertas en nada en especial. El sabio es quien sabe hacer frente a su día a día y sabe analizar los desafíos de la vida encontrando la mejor respuesta a las preguntas que nuestra realidad cotidiana nos plantea. Intentar que las premisas sobre las que se basan las propuestas de este libro sean realmente sapienciales equivale a buscar esa mirada global que quiere responder a los problemas que plantea la economía en nuestro día a día. La economía necesita caldear su fría mirada impregnada de tecnicismo, pragmatismo y erudición con el bálsamo reparador de lo sapiencial.

Porque sin sabiduría podemos encontrarnos con lo que José Antonio Marina 1 denomina «inteligencia fracasada». Personas muy inteligentes, que saben mucho sobre alguna materia, pero que no son capaces de hacer frente a su día a día ni de solventar con facilidad su vida social o los problemas cotidianos ante los que se enfrentan. Este fracaso no solo puede ser individual, sino que también puede darse en colectivos como podemos ser los economistas, los políticos, los científicos, etc.

Antes de adentrarme en las premisas sapienciales quiero recordar que estas no son complicadas, sino elementales y de sentido común. Al leerlas, alguien puede pensar que son tan obvias que podría haberme ahorrado el trabajo de escribirlas (y el lector de leerlas). Pero creo que con demasiada frecuencia se cumple el refrán que dice que «el sentido común es el menos común de los sentidos» y que esto podría aplicarse también a la sabiduría. La sabiduría es muchas veces la gran olvidada, lo que conlleva decisiones y políticas económicas que tienen consecuencias indeseadas que habrían sido fáciles de evitar si se hubiese tenido el sentido común que nos aporta la sabiduría. Por todo ello, no está de más recordar estas premisas, que son las que iluminan nuestra propuesta de otro paradigma económico.


1. No todo es economía, pero la economía está en casi todo


Las habían dejado allí, en aquel frondoso jardín. Les habían asegurado que el tiempo era magnífico, que tendrían cosechas todo el año, que iban a encontrar sin problemas todo lo que necesitaban para vivir, que las lluvias copiosas les proporcionarían el agua necesaria... Y todo parecía confirmar las promesas que les habían hecho. Allá donde miraban veían frutas, hortalizas, verduras, legumbres... Por la noche escuchaban el croar de las ranas y durante el día podían ver los peces desplazándose por el río. Animales domésticos paseaban tranquilamente por el jardín, dispuestos a proveer de carne, leche y huevos a sus nuevas compañeras. En ese paraíso terrenal podrían vivir sin estrecheces, podrían disfrutar del regalo de la vida. Pero pronto se dieron cuenta de que esto no se podía lograr sin su colaboración: tenían que recolectar, cuidar las plantas, el río, los animales, tenían que pescar, que cocinar, tenían que construirse una casa para vivir... Ese jardín del Edén no suponía no hacer nada, solo responsabilizándose de él podrían lograr que llegase a ser el paraíso soñado.


Desde el principio de la historia humana, las personas hemos tenido que organizar aquellos asuntos que vienen determinados por nuestra necesidad de vivir y sobrevivir. No podemos seguir con vida sin cubrir nuestras necesidades físicas, y para hacerlo debemos desplegar una serie de actividades que tienen ese fin esencial. La economía estudia cómo lograr esto, qué esfuerzos tenemos que realizar para conseguir cubrir nuestras necesidades y las de nuestros descendientes con los recursos con los que contamos. La economía versa sobre cómo cuidar y hacer fructificar la creación que nos ha sido dada, para que todos podamos vivir sin comprometer que nuestros descendientes puedan también hacerlo.

De las necesidades que tenemos, la principal es respirar. Sin hacerlo fallecemos rápidamente. Sin embargo, la respiración no ocupa nuestros pensamientos ni nos suele preocupar, porque tenemos suficiente aire para todos, podemos respirar en cualquier momento de nuestra vida sin tener que hacer ninguna actividad extra para conseguirlo. A pesar de que no dejamos de respirar en ningún minuto de nuestra existencia, el hecho de que el recurso que precisamos para hacerlo sea ilimitado hace que podamos cubrir esta necesidad vital sin preocupaciones, sin realizar ninguna actividad adicional que vaya más allá de inspirar y espirar en el momento que nos plazca y en el lugar en el que estemos.

Pero esto solamente nos sucede con la respiración. Para el resto de necesidades que tenemos no existen recursos ilimitados. No podemos imaginar que queremos comer y hacerlo sin más, en el momento y en el lugar que deseemos sin que medie una actividad previa. No podemos refugiarnos del frío y del calor de una manera inmediata sin que se haya realizado algún trabajo anterior que nos permita tener una casa, una sombra, una calefacción, unos vestidos... La cobertura del resto de necesidades precisa de unos recursos que no son ilimitados, sino escasos. Por ello nos vemos obligados a realizar actividades que nos surtan de los medios suficientes para cubrir nuestras necesidades. De esto trata la economía, de cómo nos organizamos individual, familiar y colectivamente para lograr cubrir todas esas necesidades que no son la respiración y para las que precisamos de unos recursos que no son ilimitados como el aire que respiramos.

La economía se muestra así como algo íntimamente ligado a nuestra existencia. Todos, tengamos o no conocimientos especializados sobre economía, sabemos algo relacionado con ella, porque es una parte de nuestra existencia, una actividad que tenemos que realizar bien para que se pueda desarrollar correctamente el resto de nuestra vida. La economía no tiene por qué ser lo más importante de nuestra existencia. Solo para aquellas personas que no tienen lo suficiente para sobrevivir y que no pueden más que preocuparse por lograr esos ingresos de los que depende su vida lo es por obligación. Y para aquellos que, a pesar de poder vivir dignamente con lo que tienen, voluntariamente y sin necesitarlo deciden que toda su vida gire en torno a sus ingresos y a lo que ganan intentando que estos se incrementen más y más. Para el resto, la economía no tiene por qué ser lo más importante, pero es un elemento de nuestra existencia que no podemos dejar de tener en cuenta.

Tomemos el ejemplo de una familia. Su propósito principal no es el económico, ya que busca ser una unidad en la que quienes la forman se vean potenciados como personas gracias a su convivencia. El buen ambiente, el cariño entre sus miembros y el refuerzo mutuo son muestras de que está cumpliendo bien su función de ayuda a todos sus componentes. Ahora bien, para que esto sea así es necesario que esta familia tenga unos ingresos mayores que sus gastos, que gestione bien sus asuntos económicos para que estos ayuden al cumplimiento de la función principal de la familia. El buen funcionamiento económico es preciso para que la familia pueda cumplir sus objetivos, pero no es lo principal, es tan solo una condición necesaria para que el resto funcione bien.


2. La economía puede organizarse de muchas maneras válidas


«Lo hemos hecho porque no teníamos otra opción, era lo único que podíamos hacer». Lo dijo así de rotundo, sin dudarlo; era una afirmación que no admitía discusión, y ella se preguntó por qué nunca lo veía todo tan claro, por qué siempre encontraba varias alternativas y tenía que elegir la que creía que era mejor. Pensó que tal vez no tenía la inteligencia suficiente, que era demasiado indecisa y por eso tenía siempre que elegir entre distintas opciones. Se sentía mal porque sabía que todo sería más fácil si pudiese ver el único camino, si tuviese claro que no había otra posibilidad... Así, al menos no tendría que calentarse tanto la cabeza.


Porque esto nos sucede a menudo, escuchamos que las cosas solamente pueden ser como son y no de ninguna otra manera. Pero ante esta afirmación podemos preguntarnos si esto es realmente así. Volviendo a nuestro ejemplo de la familia, podríamos plantearnos: ¿tiene una familia una única manera de organizar sus asuntos económicos? ¿Pueden diversas familias organizar de diferente manera su día a día económico? Por supuesto que sí. No existe un único modo de organizar la economía. Existen muchos, todos con sus ventajas e inconvenientes (volveremos a esta cuestión en la premisa 3), pero diferentes y posibles. Lo mismo que se puede decir para las familias se puede afirmar para las personas y para las sociedades. Podemos organizar nuestra economía de muy diversas maneras; de hecho, lo venimos haciendo así a lo largo de los siglos. La organización económica actual no es la misma que la que existía hace treinta años, ni hace cien, ni hace mil. La organización económica en España no es igual que la francesa, ni que la argentina, ni que la tailandesa (aunque sean parecidas y similares en algunos aspectos).

Alguien podría pensar que esta afirmación es de cajón, que está claro que siempre se pueden hacer las cosas de otra manera, que no existe un único modo de estructurar la economía. Sin embargo, esto no parece tan evidente en el campo económico. Fue Francis Fukuyama quien, en su famoso libro de 1992 El fin de la historia y el último hombre 2, apuntaba su tesis de un sistema económico y político que supera a todos los demás y que se plantea como el culmen de la organización económica y política que se había dado a través de la historia. Esta idea de que estamos en el único sistema que se puede considerar correcto y que las cosas solamente se pueden hacer de una manera subyace en aquellos que afirman con asiduidad que «no tenemos otra opción».

Ante una realidad compleja, afirmar que no se tiene otra opción parece un atentado contra la verdad (por no decir simple y llanamente que es mentira). Siempre hay otras opciones, siempre hay otras maneras de hacer las cosas. Podemos afirmar que creemos que nuestra opción es la mejor e intentar demostrar por qué lo es, pero decir que no tenemos otra es, simplemente, faltar a la verdad. No existe una única posibilidad, podemos hacer las cosas de diferentes maneras, que pueden ser mejores o peores, según dónde queramos llegar o qué valores queramos aplicar, pero existir, existen varias opciones. Se puede sospechar con cierto fundamento que esta afirmación es una estrategia para eludir dar explicaciones acerca de lo que se está haciendo, para bloquear la posibilidad de diálogo o para desacreditar a aquellos que pueden discrepar, pero nunca responde a la verdad.

Por todo ello, y aunque parezca una perogrullada, es necesario insistir en que no existe una sola manera de organizar la economía; de hecho, existen varias maneras de hacerlo. La economía no puede entenderse solamente de una manera, no es una ciencia sin alternativas, no hay caminos inequívocos para afrontar las situaciones económicas. Como toda realidad humana, puede ser afrontada de diversas maneras y existen diferentes modos de responder a los mismos desafíos. Tendremos que dialogar sobre cuáles son mejores o peores, pero no liquidar la discusión de entrada.


3. No existen medidas ni sistemas perfectos


Era una de las personas que más sabía sobre esa materia. Había dedicado largos años de estudio, de análisis y de debate con otras colegas, de sacrificios, escritura y reflexión en pos de saber más sobre ella. Cuando le pidieron que colaborase en buscar una solución para aquella cuestión social, aceptó sin dudarlo. Ella había construido el modelo perfecto al que no había más que ajustarse para mejorar la situación. Pero no lo consiguió, su idea de lo mejor chocó y chocó contra una realidad que se negaba a subordinarse a sus teorías, no supo afrontar con éxito el desafío que le habían planteado, y la invitaron a abandonar. Lo peor para ella fue que su sustituta, intentando ser realista, logró importantes mejoras a pesar de no ser tan brillante ni haber elaborado nunca complejas teorías sobre la materia.


Al mismo tiempo que existen diferentes maneras de organizar la economía, podemos afirmar que no existen sistemas de organización económica perfectos, y no los hay porque tampoco hay personas perfectas ni organizaciones culturales, sociales, políticas o deportivas perfectas. La perfección como tal es inalcanzable para nosotros. El que la persigamos no es porque aspiremos a conseguirla, sino porque es una manera de avanzar hacia la mejora, de dar pasos que nos lleven a posiciones o actitudes mejores que las que teníamos de partida, pero no porque confiemos en ser perfectos o porque tengamos la más mínima posibilidad de lograrlo.

Con nuestras maneras de organizar la economía –al igual que cualquier otro campo humano– sucede lo mismo. No hay métodos perfectos, no podemos encontrar algo que sea tan bueno que todo lo demás quede invalidado. De hecho, cuando escuchamos una medida que aparece como la panacea, como la solución a todos los males, debemos desconfiar. La realidad es lo suficientemente compleja como para que no existan estos remedios universales que todo lo pueden. Al igual que no podemos encontrar una pócima que remedie todas las enfermedades, tampoco existe un sistema perfecto para todas las situaciones económicas. Del mismo modo que existen medicamentos adecuados para una u otra dolencia, que suelen tener efectos secundarios, también tenemos medidas y políticas económicas que son apropiadas para una situación, pero que pueden tener efectos negativos sobre otras.

Aquellos que piensan que existen soluciones perfectas también opinan lo contrario, es decir, que todo aquello que no sea su solución es imperfecto por sí mismo. Absolutizar la benignidad de una medida es tan falaz como hacerlo con su supuesta malignidad. Un ejemplo claro de estas dos posturas lo vemos en una propuesta de la que se habla a menudo en estos últimos tiempos: la renta básica universal. Mientras algunos la ven como una propuesta estrella que va a solucionar los desafíos económicos que tiene planteada la sociedad en la actualidad, en especial en cuanto a la lucha contra la pobreza y los efectos negativos que sobre esta tienen las nuevas tecnologías, otros ven esta medida como algo negativo que solo traería una sociedad de vagos y maleantes.

Cuando uno se acerca a ella con humildad y sin prejuicios, ve una medida que tiene sus luces y sus sombras, que puede ser buena para unas cosas, pero no tanto para otras. Es decir, una medida de política económica que, como todas, no es ni perfecta ni totalmente imperfecta, sino una propuesta que puede considerarse, discutirse y debatirse para, a la luz de sus ventajas e inconvenientes, decidir si hay o no que instaurarla.

En economía, como en la vida, los profetas de la perfección y de la imperfección suprema ofrecen visiones simplistas de una realidad muy compleja. No tratan de ofrecer argumentos sencillos para comprender la complejidad de la realidad, sino que intentan dar a entender que todo es simple y puede ser resumido en una lucha de lo bueno contra lo malo en la que no caben ni medias tintas, ni espacios grises, ni ambigüedades: todo es blanco o negro. Para poder llevar adelante esta visión, los profetas de la perfección sobrevaloran el mundo de las ideas y lo ponen por encima de las personas y de la realidad. Todo se tiene que subordinar a estas ideas que se muestran tan perfectas, tan atractivas y tan sencillas.

Sin embargo, la realidad es tan complicada y tiene tantos matices que pretender poner las ideas por encima de ella se ha demostrado muy peligroso en la historia. Ya lo aventuró Francisco de Goya a finales del siglo XVIII en su aguafuerte «El sueño de la razón produce monstruos». La Revolución francesa, que encumbró las ideas de libertad, igualdad y fraternidad y el poder de la razón sobre la realidad contra la que se enfrentaban, tuvo un desprecio por la vida humana que se simbolizaba, sobre todo, por la guillotina, y que nosotros, los españoles, sufrimos con los «desastres de la guerra» derivados de la invasión napoleónica. Los totalitarismos del siglo XX en Europa, que acabaron con millones de muertos y que pusieron la idea de una «nueva sociedad» por encima de la realidad y de las personas –especialmente la soviética y la nacionalsocialista–, fueron otro ejemplo de cómo, cuando ponemos las ideas de perfección por encima de la realidad, acabamos despreciando a las personas y generando injusticias y sufrimiento.

Esto no invalida las ideas, pero estas deben dejarse moldear por la realidad, porque no existen ideas «perfectas», sino mejores o peores para o por algo. Según el objetivo que persigamos o los valores que marquen nuestra actuación, la misma idea puede ser buena o mala. Cualquier idea debemos pasarla por el tamiz de la realidad, para que tome forma, para ver sus matices, para apreciar sus imperfecciones y asumirlas. Las ideas nos permiten tener un horizonte hacia el que avanzar y unas claves para comprender la realidad en la que vivimos, pero no podemos subordinarlo todo a ellas. Las ideas deben estar al servicio de la realidad y no al contrario. Esta última debe estar siempre por encima de las ideas.

Un ejemplo sencillo puede ayudarnos a comprender esto. Si quiero ir a Francia desde Madrid, salir en dirección sur es una mala opción, ya que mi destino se encuentra al norte de aquí. Si mi destino fuese Marruecos, avanzar hacia el sur sería la opción adecuada. Ahora bien, buscar la solución perfecta de ir siempre hacia el norte podría traernos problemas. Porque pueden existir obstáculos que sean imposibles o muy difíciles de franquear. En tal caso, la opción perfecta de avanzar hacia el norte para acercarse a Francia debe amoldarse al terreno, de modo que temporalmente podemos vernos obligados a cambiar de dirección hacia el este o el oeste. Aunque la idea está clara –llegar a Francia–, su realización se adapta a lo que encontramos en nuestro camino, y no siempre avanzar hacia el norte es la mejor opción.

Por todo ello, debe existir un diálogo entre la realidad y las ideas para evitar que sobrevaloremos estas últimas y confiemos demasiado en la perfección de aquello que hacemos. Poner la idea por encima de la realidad supone empeorarla y, con demasiada frecuencia, implica sufrimiento para algún colectivo de personas –o animales, o naturaleza–, que se ve perjudicado por decisiones que no les tiene en cuenta. La realidad debe estar por encima de las ideas para que estas últimas nos sean útiles para mejorar la primera.


4. El objetivo marca las prioridades


Estaba donde nunca hubiese querido ir. No sabía por qué había llegado allí. Así que repasó su camino, lo que había hecho hasta el momento. Contempló cuáles habían sido las encrucijadas en las que había tomado las decisiones que le habían llevado a ese lugar. Después de mucho reflexionar, se dio cuenta de que nunca había sabido dónde ir, que sus decisiones no habían tenido prioridad alguna, que había llegado donde no deseaba porque nunca había querido ir a ningún sitio en especial. Consideró que ya entendía algo de su pasado y que quería pensar en su futuro. A partir de ahora pensaría hacia dónde quería dirigir sus pasos, y esto le permitiría tomar decisiones más acertadas. Porque en los cruces de caminos ya sabría qué dirección seguir y, cuando se alejase de su objetivo, sabría hacia dónde corregir su rumbo. Se acostó tranquila y reconfortada, sabiendo que al día siguiente tendría una meta hacia la que dirigir sus pasos.


Como ya se ha indicado en el apartado anterior, la dirección hacia la que encaminamos nuestros pasos, los objetivos de nuestra vida y lo que consideramos o no valioso, son los que determinan la benignidad o malignidad de nuestras acciones. En una sociedad en la que se ponga a la persona por encima de todo, en la que el objetivo que se pretende seguir es incrementar la humanidad de todos sus miembros, matar a alguien es considerado una aberración y una opción mala por su propia naturaleza.

Sin embargo, cuando el objetivo de una sociedad es aplacar a los dioses, los sacrificios humanos se pueden considerar como algo lógico y necesario para lograr ese objetivo superior. O cuando se pone por delante la consecución de una sociedad ideal con unos nuevos valores, matar o encarcelar a los opositores a ella o a aquellos que se enfrentaban a estas ideas es una opción real que se lleva adelante con frialdad y eficacia. Podríamos poner muchos otros ejemplos en los que, desgraciadamente, una medida que para nosotros es negativa, como es matar a una persona o privarla injustamente de la libertad, es vista como positiva.

Pero el objetivo perseguido no solo nos sirve para evaluar la benignidad de una determinada medida atendiendo a su capacidad para acercarnos o alejarnos del lugar al que queremos llegar, sino que también determina el establecimiento de prioridades, en especial cuando aparecen dilemas entre distintos objetivos. Porque, como ya hemos visto, las medidas, estrategias o sistemas no son buenos para todo, no son perfectos, por lo que escoger uno puede tener efectos positivos en una dirección, pero negativos en otra. Cuando se toma cualquier decisión económica o se opta por un sistema económico u otro, sus repercusiones sobre distintos aspectos de la realidad son diferentes.

Por eso el objetivo que marquemos para una sociedad, persona o institución será el que determine cuáles son sus prioridades. Consideremos el ejemplo de un club de baloncesto de una población pequeña. Su objetivo como club deportivo puede ser doble: por un lado, ofrecer a los chavales de la población una alternativa de ocio y educativa positiva para su desarrollo personal. Por otro, ganar los partidos e intentar quedar los primeros de su competición. Mientras los dos objetivos son compatibles entre sí, potenciando a los jóvenes de la localidad se pueden ganar partidos y competiciones, no existe problema alguno.

Pero ¿qué sucede si, para ganar los partidos, se necesita fichar a jugadores de otros lugares dejando a un lado a los locales? En este caso hay que tomar una decisión que va a depender de la prioridad que tengamos. Si esta es la de ganar partidos, se retirará a los de la propia población para hacer fichajes que vengan de fuera y permitan mejorar el rendimiento deportivo de los equipos. Si la prioridad es el desarrollo de los jugadores locales, se sacrificará la posibilidad de mejores resultados para mantener la apuesta por los jóvenes de la población. La manera en la que se afronta el mismo problema difiere totalmente según la prioridad que se tenga.

Esto implica que es importante conocer, en primer lugar, la meta más importante que se pretende alcanzar. Solo si conocemos el objetivo prioritario podemos encontrar las mejores medidas para acercarnos a él y podremos calificar nuestras actividades en buenas o malas según nos acerquen o no a él. La meta final es la que marca el camino que hay que seguir. Solamente podemos encontrar el camino si sabemos dónde queremos llegar, solo podemos establecer una escala de prioridades si sabemos cuál es nuestro objetivo prioritario. Ya dijo Séneca que «nunca hay viento favorable para quien no sabe dónde va». Conocer el objetivo final es imprescindible para establecer nuestras prioridades y calificar nuestras decisiones como acertadas o no.


5. La vida (y la economía) es cambio


Hacía años que había decidido que ya no tenía nada que aprender, que ya sabía lo suficiente, que nada podía cambiar, que ella era como era. «No se puede hacer nada», «las cosas son como son», «nada cambia»... Frases de este estilo brotaban de sus labios a la menor oportunidad, y ella vivía como si el tiempo se hubiese congelado. Mientras tanto, profundas arrugas surcaron su rostro y tuvo que sustituir los filetes por alimentos más fáciles de masticar y digerir. Su carácter, como el del vino barato, se fue agriando, y sus escasas amistades menguaron sin pausa. Un día se fue sin hacer ruido y nunca sabremos si pensó que con su partida cambiaba todo o si siguió considerando que todo seguía igual.


La quinta premisa tiene que ver con el cambio. Porque la vida es continuo cambio. Las cosas no permanecen quietas, no están estables eternamente. Todo cambia, todo varía, todo evoluciona, a mejor, a peor, a más o menos igual, pero nunca permanece quieto. Cada uno de nosotros es diferente a como era hace diez años. Aun siendo las mismas personas, hemos cambiado, y también lo han hecho nuestros amigos, los lugares en los que vivimos, la sociedad, nuestro entorno...

Todo lo que tiene vida está en continua evolución. Del mismo modo que constatamos que todo es diferente a como era el año pasado o hace treinta años, también tenemos la seguridad de que todo será distinto en el futuro. Desconocemos si será mejor o peor, pero tenemos la seguridad de que el año próximo, dentro de cinco o dentro de diez, las cosas serán diferentes a como son ahora. La vida es cambio continuo, algunos creen que en forma de ciclos, otros opinan que siempre avanzamos en la misma dirección, progresando sin cesar. Sea de una manera u otra, el hecho es que nos enfrentamos a un cambio continuo, nada permanece igual.

En economía sucede lo mismo. Al ser una actividad humana está constantemente en evolución. La situación económica no es la misma en la actualidad que la que vivimos hace tres años ni que la que viviremos dentro de tres. La económica cambia por necesidad, porque es parte de la vida, y esta varía sin cesar. Esto es clave cuando nos encontramos con personas y con instituciones que piensan que «nada puede cambiar», que «las cosas siempre están igual», o con otras que se empeñan en mantener las cosas como están, que afirman que lo que está bien no hay que tocarlo, que se instalan en el inmovilismo.

El dilema no está entre dejar las cosas como están o cambiarlas, sino entre dirigirnos en una u otra dirección. Porque pensar que la economía, al igual que la vida, va a permanecer fija e inamovible es trabajar con una premisa imposible. Aunque todo parezca lo mismo, la realidad es siempre diferente, las personas, el entorno y todo lo que gira alrededor cambia. No darse cuenta de esto es perder el tren de nuestra historia, de nuestro devenir. Debemos percatarnos de que el cambio se está dando irremediablemente y gestionarlo para que se dirija en la dirección que nosotros preferimos.

Por ello, los esfuerzos deben dirigirse hacia el verdadero dilema que tenemos ante nosotros. ¿Hacia dónde dirigimos el cambio? Porque no hay opción: cambio va a haber; es algo irremediable, es ley de vida. Cuando realizamos propuestas económicas, cuando pensamos sobre el futuro, no decidimos entre mantener las cosas o no mantenerlas, sino en hacia dónde queremos que estas evolucionen.

Un ejemplo de esto son las empresas centenarias que mantienen su actividad a lo largo de los años. Una de las características que les permite seguir funcionando durante tanto tiempo es que no pretenden mantenerse exactamente igual según pasan los años, sino que saben gestionar bien los cambios externos para evolucionar y encontrar la mejor manera de responder a los desafíos de cada momento y realizar los necesarios cambios internos.

Pueden mantener su esencia, sus valores o su principal línea de productos, pero intentan adaptarse a los cambios de la sociedad, de los mercados, de las personas... Siempre están atentas a cómo varía su entorno y a la realidad en la que se mueven para lograr sus objetivos ajustándose a lo nuevo. Esta actitud positiva hacia el cambio es una de las causas que les permiten sobrevivir con el paso de las décadas.

Aceptar que la economía es cambio y establecer el dilema en el punto que es debido nos ayuda a entender correctamente el quehacer económico. Nuestras acciones económicas nos dirigen siempre en una o en otra dirección y son causa y medio del cambio en todo momento. Las personas, las instituciones, las empresas y los Estados tienen necesariamente que reflexionar y pensar hacia dónde quieren dirigirse y posicionarse, para, a través de sus actuaciones o sus omisiones, intentar que ese cambio se oriente en la dirección por ellos preferida.

Por ello, el planteamiento de las propuestas que van a poblar este libro tiene esta mirada sobre la realidad. Lo que se pretende es aportar cuestiones para el diálogo con el objetivo de que el cambio de la economía vaya en una dirección y no en otra. Desde el convencimiento de que la economía del futuro será necesariamente diferente de la actual, de que no podemos mantenerla momificada tal y como se da en estos momentos, queremos introducir elementos y propuestas para conversar sobre ellas con el objetivo declarado de que este cambio se dirija en una dirección y no en otra.


6. Necesitamos propuestas y diálogo


Ella pertenecía a la liga de debates de su universidad. Era una de las mejores y había llegado a la final con su equipo. Cuando le dieron el tema que debían tratar y la posición que debía defender, le entró un sudor frío. Imposible, era tan contrario a sus principios que no iba a poder hacerlo, quería retirarse. Pero se sobrepuso y machacó con brillantez todos sus ideales y todas sus convicciones. Su dialéctica la hizo justa vencedora de la competición. Entonces se dio cuenta: lo importante era competir, era vencer, era lograr que tus argumentos se impusiesen a los de tus contrarios. Había dejado atrás la bisoñez de quien solo defiende lo que cree, ahora sí que estaba preparada para la vida.


Para gestionar el cambio y dirigirlo en una u otra dirección necesitamos conocer bien qué está sucediendo y saber hacia dónde queremos ir. Para ello debemos educar la mirada para que esté libre de prejuicios. Porque el prejuicio nos determina positiva o negativamente hacia algo o hacia alguien, de modo que todo aquello que proviene de esa persona, institución o sociedad va a ser necesariamente positivo o negativo.

A los docentes nos sucede con frecuencia. Nuestros alumnos están atentos a si somos o no de los suyos. Una vez que han realizado este prejuicio, según dónde nos hayan situado, considerarán nuestras apreciaciones buenas o malas. No se centrarán en el argumento que hay detrás de ellas, sino en si las dice uno de los míos o no. El prejuicio es, por tanto, una mirada que no observa; solamente acepta o rechaza algo sin necesidad de pensar sobre ello. El prejuicio nos deja instalados en nuestras ideas y nos impide realizar un análisis serio de lo que nos rodea.

Pero no solo es necesario mirar sin prejuicios, sino hacerlo desde nuestros valores, desde nuestra visión del mundo, desde nuestra manera de entender la vida. Nuestra cosmovisión, nuestras ideas sobre lo que está bien o no, son las que nos van a permitir tener esa mirada crítica sobre la sociedad, sobre lo que sucede a nuestro alrededor, sobre los argumentos de unos y otros. Esto es necesario para que nuestro análisis no sea complaciente, para que no acepte de una manera acrítica lo que otros quieran o consideren correcto. Una mirada desprovista de valores y de ideas sobre nuestra existencia y sobre los fenómenos sociales y económicos que analizamos es una invitación a que sea la cosmovisión de otros la que prime y domine nuestra existencia.

Existe una tensión entre los prejuicios y los valores en nuestra mirada, porque nuestras ideas sobre la sociedad pueden transformase en prejuicios, y no es eso lo que necesitamos para el diálogo y la conversación. Mientras que una mirada impregnada de valores es positiva y posibilita la mejora de la realidad, el prejuicio es destructivo y ciega a quien lo tiene, impidiéndole hacerse una idea cabal de la realidad que le rodea.

Hay dos pasos esenciales para evitar esta posible confusión. El primero es comenzar con una mirada que se limite a los hechos, que recoja los distintos argumentos, que acepte lo que tiene delante sin pensar si es bueno o malo. Se trata de observar sin prejuicios, de ver desde fuera. En segundo lugar, es esencial pasar esa realidad por el tamiz de nuestros valores, de nuestras ideas sobre el mundo. Esto nos permite tener una opinión sobre lo que sucede, que ya no es previa, sino fundamentada. La mirada desprejuiciada se complementa con un análisis que nos permite valorar lo que está sucediendo desde nuestros valores y no desde un juicio previo.

Ahora bien, esta mirada desprejuiciada, fundamentada y crítica de la realidad no tiene sentido si no sirve para realizar propuestas, para ponerse en acción. Ver la realidad y analizarla tan solo para quedarse ahí puede ser un ejercicio estéril si no viene secundado con unas propuestas que generen diálogo sincero entre todos aquellos que quieran mejorar la situación. Estamos sobrados de análisis que nos ofrecen un excelente cuadro de la realidad, pero que no van más allá. Necesitamos propuestas que ofrezcan horizontes hacia los que orientar nuestra acción.

Las propuestas no son para debatirlas, sino para conversar acerca de ellas. En el debate, el prejuicio está instalado desde el principio. Lo mío es lo bueno y lo del otro es lo malo, el objetivo es vencer. La competición es lo que prima y no importa el argumento: lo que importa es ganar al otro. Por ello no necesitamos debate, sino diálogo, gente que esté dispuesta a conversar sobre las propuestas realizadas. Quien conversa expone aquello que cree, aquello que piensa, sin pretender tener toda la verdad, sino mostrando a los demás sus convicciones, sus propuestas.

El diálogo supone que se escucha al interlocutor y sus propuestas, que se permanece en silencio para acoger lo que el otro dice, que se aprecia y se valora lo que afirma el otro, que se está dispuesto a cambiar la postura propia al escuchar los argumentos del otro. En el diálogo no hay vencedores, ganan todos; no hay competición, sino cooperación. Necesitamos conversar sobre las propuestas que se realizan.


7. Minorías con vocación de mayoría


Les decían que estaban locas, que eran pocas, que no había nada que hacer: ¿cómo iban a votar las mujeres? ¿Cómo iban a no estar subordinadas a sus maridos? ¿Cómo iban a ir a la universidad o a correr un maratón? Eso era imposible, era una lucha perdida de antemano. Pero, aunque ellas sabían que eran pocas, no montaron una comuna ideal para que esto se hiciese realidad a pequeña escala mientras el resto del mundo perseveraba en su error. No, lucharon para ser mayoría y que sus ideas llegasen a toda la sociedad.


Las ideas nuevas, las propuestas diferentes, siempre comienzan siendo minoritarias. Cuando una sociedad está asentada en una manera de ver las cosas que lleva mucho tiempo siendo la preponderante, que es fuerte, mayoritaria y compartida por gran parte de la población y de los pensadores del momento, es muy difícil introducir nuevas ideas, es complicado realizar propuestas que intenten cambiar el paradigma de ese momento. Reorientar la dirección que ha tomado la corriente principal del pensamiento económico o de otra clase es complicado. Porque lo más sencillo es dejarse llevar por esta, resistirse a ella es costoso y difícil. Nadar a contracorriente supone un gran esfuerzo que no todos están dispuestos a dar y que puede acabar en fracaso.

Por eso, en un primer momento, proponer ideas alternativas a la preponderante suele ser una cuestión minoritaria. Solo unos pocos se atreven a ello, y ellos pueden tomar dos opciones fundamentales. La primera es la que denomino «minorías con vocación de minoría». Se trata de aquellos grupos que encuentran un recodo en el río, un pequeño ramal secundario del mismo en el que pueden asentarse fácilmente y resistir en él a la corriente principal y en ocasiones hasta remontarla un poco. Se trata de aquellos colectivos que, teniendo ideas diferentes a las mayoritarias sobre cómo organizar la sociedad, las aplican solo para ellos mismos o para los suyos.

Para lograrlo crean un espacio diferenciado del resto en el que pueden comportarse de una manera distinta de los demás. Desde allí contemplan a los otros y les dicen que las cosas pueden ser de otra manera, que, si alguien quiere cambiar, se puede venir con ellos y experimentar esa realidad paralela que están viviendo en su grupo. Son colectivos que hacen las cosas de otra manera y demuestran que todo puede ser diferente, que animan a los otros a que se unan a ellos, pero que no pretenden cambiar la corriente principal, sino posicionarse en otro lugar en el que trabajar de otra manera. Son minorías con vocación de minoría, grupos que se separan del resto para realizar su ideal en experiencias pequeñas que no quieren cambiar el mundo, sino solo vivir de otra manera con los suyos.

Esta opción nos lleva a cierto maniqueísmo en el que esta minoría se considera en posesión de la verdad mientras el resto del mundo continúa equivocado. Por ello, las minorías con vocación de minoría suelen considerarse superiores a quienes no han tenido la suerte o la iluminación suficiente para darse cuenta de que ellas son quienes están en posesión de la verdad. Son los puros frente al resto que está contaminado, son minorías que diferencian fácilmente entre la mayoría, que se equivoca, y ellos, que son quienes están en el camino «verdadero».

La segunda opción que tienen esas minorías que tienen nuevas propuestas para mejorar la sociedad es la de ser «minorías con vocación de mayoría». Se trata de aquellos que tienen ideas novedosas, que innovan, que quieren cambiar lo existente, y, para hacerlo, intentan que sus ideas y su cosmovisión se extiendan para que sean aplicables a la mayoría. Son quienes buscan maneras de que se generalice lo que creen y que no se quede en pequeños grupos de elegidos. Opinan que lo suyo es bueno para todos, y por ello quieren popularizarlo y que no se quede en grupos reducidos.

Saben que generalizar unas ideas o extender maneras de entender la vida supone que no sean tan puras como si se hicieran en un pequeño grupo de concienciados. Que, si se generalizan, se «contaminan» o «relativizan». Pero no ven esto como un problema, sino como una riqueza. Tienen claro que la realidad tiene que matizar la perfección de las ideas. Su objetivo es que mejore la sociedad, y por ello realizan propuestas que ayuden a todos, que se puedan generalizar. Son personas y grupos que piensan que lo bueno para ellos también lo es para los demás, y por ello lo difunden e intentan que se generalice.

Estas minorías con vocación de mayoría ya no se refugian en un recodo de la corriente para vivir allí con tranquilidad y sin sobresaltos, sino que realizan el gran esfuerzo de nadar a contracorriente y de intentar desviar esta. Son personas y grupos que deben tener coraje moral para enfrentarse a lo que es normal y aceptado, que deben ser osados para descubrir esos nuevos caminos que redirigen la corriente hacia otros mares. Estas minorías lo tienen más difícil que las anteriores, pero sus resultados son los que consiguen transformar la realidad y llevarla hacia praderas más verdes que las que se transitan en la actualidad.


8. Reconocer la igual dignidad de las personas


Había acabado la conferencia y se encontraban en el diálogo posterior. Una de las asistentes clamó contra aquellos que querían entrar en nuestro país desde las naciones más pobres. La ponente le preguntó si creía que sería justo que a ella, española de 20 años, le impidiesen viajar a la mayoría de los países del mundo. Ella contestó que no, que lo normal era la situación actual, en la que ella podía viajar a todo el mundo sin mayores problemas. La ponente le preguntó entonces si veía justo que una chica de 20 años keniata, togolesa, pakistaní o siria no pudiese gozar de la misma libertad que ella para viajar libremente por todo el mundo. Ella reflexionó la respuesta y contestó: «Sí que es justo, porque no es lo mismo».


La octava premisa nos dice que en un mundo en el que todos somos diferentes, en el que no hay dos personas iguales, en el que cada uno de nosotros somos únicos e irrepetibles, en el que no ha habido, ni hay, ni habrá ninguna persona que pueda ser igual a nosotros, en el que somos seres tan especiales que nadie se nos parece ni nadie nos iguala, en el que la diferencia es la base de nuestro ser, de nuestra personalidad y de nuestras peculiaridades, en un mundo así, todos somos iguales en dignidad, porque todos somos personas.

Esto es así porque esa diferencia congénita con la que nacemos, con la que nos desarrollamos, no nos hace ni mejores ni peores de quienes tenemos alrededor. Alguien puede ser más alto o más bajo, vivir en un pueblo con más o menos historia, haber nacido en un país más pobre o más rico, tener un color de piel u otro, tener más o menos iniciativa empresarial, ser miembro de una familia de alta alcurnia o de una familia sin noble linaje, ser gerente de una empresa o un simple trabajador, ser de una nacionalidad u otra, tener unas ideas más o menos avanzadas, ser muy deportista o poco, tener o no premios, ser más o menos inteligente... Podemos ser diferentes, y de hecho lo somos, pero esto no nos hace ni más ni menos que los demás. Todos somos personas y como tales tenemos una igual dignidad.

Esta idea radical de la igualdad tiene unas implicaciones trascendentales a la hora de plantear la gestión económica de las sociedades. Porque, si todos somos iguales, todos –sin excepción– debemos tener los mismos derechos y los mismos deberes, y para que esto se haga realidad tendremos que tratar de manera diferente a quienes lo son, porque no es lo mismo el deber de colaborar en el bien común, por ejemplo, de un niño de cinco años que de un adulto de cuarenta; Porque no se concreta igual el derecho a la asistencia sanitaria de una persona sana que de una persona que tiene una enfermedad crónica. Para alcanzar la igualdad en deberes y derechos necesitamos tratar de manera diferente a quienes son distintos.

Esta manera de buscar la igualdad a través del trato diferente a los que son distintos es totalmente incompatible con el trato diferenciado para mantener la desigualdad que se da con frecuencia en nuestras sociedades. El ejemplo del relato inicial es una muestra de esta reivindicación. ¿Por qué una persona de una nacionalidad tiene más derechos que otra que no tiene esa nacionalidad? ¿Por qué alguien que tiene más ingresos tiene más derechos que otra persona que no gana tanto? ¿Por qué un hombre puede tener más derechos que una mujer?

Estos tratos desiguales no conllevan una igualación, sino un mantenimiento de la diferencia. Algunos grupos tienen unos privilegios que no tienen otros, y eso los mantiene en esferas distintas y diferenciadas, no los hace más iguales, sino que reproduce las diferencias. Es lo que está detrás de la expresión «no es lo mismo». Las personas que esgrimen este argumento piensan que tienen algo que los hace superiores a otras, y por ello son merecedoras de un trato especial, de unos privilegios solamente reservados a ellas.

Reconocer la igualdad en dignidad de todas las personas conlleva que el trato económico diferente se justifique si sirve para ayudar a que todos puedan vivir con dignidad. El reparto de los recursos limitados con los que contamos en la tierra tendrá que buscar que quienes menos reciben tengan al menos lo suficiente para poder vivir de una manera digna. Porque todos somos merecedores de los mismos deberes y derechos, y entre estos está el de poder desarrollar una vida digna.


9. Buscar el convencimiento y no los incentivos


Se atribuye a la tradición cheroqui el relato de aquella joven que se acercó a una sabia anciana en busca de consejo. «En mi interior viven dos lobos –le dijo pausadamente–: uno me lleva a comportarme mal con los demás, el otro me empuja a comportarme bien con los otros. ¿Cuál de los dos vencerá cuando deje de ser joven y sea una mujer adulta?». La anciana la miró con sus tiernos ojos y le contestó sabiamente: «Aquel al que tú alimentes más».


La siguiente premisa sobre la que vamos a asentar esta propuesta de cambio de paradigma es el convencimiento de que todas las personas tenemos nuestro lado bueno y nuestro lado malo. Las personas no solo somos malas por naturaleza, no estamos repletas de intenciones torcidas, prestas a engañar, a decir cosas que no pensamos, a jugársela a los otros en cuanto tengamos ocasión. No, las personas no somos así. Pero tampoco somos solamente buenas. No somos angelitos repletos de bondad, de reacciones positivas, de dosis ilimitadas de amor, no somos plenamente generosos y desprendidos.

Las personas tenemos nuestra parte positiva y nuestra parte negativa. Tenemos nuestro lado bueno y nuestro lado malo. Somos capaces de lo mejor y de lo peor al mismo tiempo. Desarrollamos más aquella faceta que más trabajamos, aquella a la que dedicamos más tiempo, aquella que cultivamos con más asiduidad. Es nuestra voluntad la que determina que la balanza se incline hacia uno u otro.

Sin embargo, la economía no tiene esta visión de las personas, sino la contraria. Piensa que siempre somos egoístas y solamente pensamos en nuestro propio interés. Por ello, el único camino para conseguir que una persona se comporte correctamente o en la dirección que precisa la economía es ofrecerle un incentivo que se ajuste a su interés egoísta, para así lograr que esta persona realice comportamientos que favorezcan el bien común.

Como «todo el mundo es malo» se necesitan zanahorias para ponerlas delante de los asnos y que estos se muevan en la dirección adecuada, sin ver más allá de la recompensa a corto plazo que van a recibir. Los incentivos tienen este objetivo, orientar a las personas que solamente piensan en sí mismas hacia los objetivos comunes o de la institución a la que pertenecen. Les ofrecemos algo que creemos que quieren a cambio de que se comporten como nosotros deseamos que lo hagan.

Estos incentivos no tienen siempre los efectos deseados por quienes los diseñan y, con frecuencia, presentan efectos perversos. Estos pueden ser de tres clases. El primero es que la persona incentivada encuentre un camino para lograr la recompensa que se le promete sin tener que realizar el comportamiento esperado. Podríamos denominar este como un error de diseño del incentivo, ya que proporciona el premio prometido a la persona sin que esta tome el camino diseñado para ella.

El segundo es que el incentivo no resulte lo suficientemente atractivo o su consecución sea excesivamente dificultosa, de modo que la persona teóricamente incentivada no lo esté, porque no encuentra la ventaja de intentar lograrlo. Nos encontraríamos en este caso ante un incentivo equivocado.

El tercero es que priorizar el incentivo lleve a la persona que lo hace a descuidar otras cuestiones importantes para el bien común. En este caso, el incentivo funciona, produce el comportamiento deseado, pero aparecen consecuencias negativas no previstas sobre cuestiones relacionadas con el fin pretendido por ese mismo esquema.

Además de estos tres efectos perversos del incentivo existe un problema ligado a la naturaleza humana que puede hacer que los incentivos acaben siendo negativos en su conjunto. Las personas tendemos a comportarnos según somos tratadas, de modo que, cuando nos tratan bien, con amabilidad y cariño, cuando confían en nosotros y nos consideran de modo positivo, solemos responder igual, correspondiendo con un trato similar al que hemos recibido.

Esto también sucede cuando el trato que recibimos es malo. Si se comportan con nosotros como si fuésemos egoístas, si nuestro interlocutor considera que solamente respondemos a nuestro propio interés, si desconfía de nosotros porque piensa que somos así, tendemos a corresponder asumiendo esa manera de comportamiento, aunque a priori esa no fuese nuestra opción. Cuando somos tratados como egoístas, podemos acabar respondiendo a las expectativas que sobre nosotros tiene nuestro interlocutor. Así, una política generalizada de incentivos puede construir un grupo de personas egoístas que solamente se preocupen por lograrlos, olvidando los intereses comunes.

Ante esta apuesta generalizada de la economía actual, el paradigma que propone este libro piensa que es preferible alimentar el lado bueno de las personas antes que intentar domar al malo (con el peligro de que este último se crezca). Las personas somos capaces de realizar comportamientos económicos altruistas o generosos que ayuden a los demás y a la sociedad, y somos capaces de hacerlos por convencimiento, sin necesidad de incentivos, solo porque creemos que es lo mejor.

Los comportamientos virtuosos son posibles. Existen opciones altruistas o beneficiosas para los demás que se realizan de una manera consciente, sin necesidad de pensar que el comportamiento bueno es solamente una estrategia para beneficiarse a sí mismo. Existen personas que no son egoístas, que potencian su lado bueno, que trabajan su parte positiva y cooperan con los demás a partir de la generosidad y el desprendimiento.

Del mismo modo que pasaba con el egoísmo, el altruismo y la generosidad, el lado bueno de las personas tiene efectos expansivos. En primer lugar, sobre los otros, ya que, cuando tratamos a alguien con generosidad, este tiende a responder también así, con generosidad. Quien recibe cariño, comprensión y amor suele responder con la misma moneda. El altruismo suele generar más generosidad en quienes se ven beneficiados por él (aunque somos conscientes de que no siempre es así). Pero los efectos expansivos que tiene no solo se dan con respecto a los otros, sino que también se dan con respecto a uno mismo.

La bondad, los sentimientos positivos hacia los otros, la opción por la generosidad, no son una reserva que existe en nuestro interior y que se agota con su uso, todo lo contrario. Son virtudes que se cultivan, que se riegan, que se practican y que, como si fuesen una planta, crecen y fructifican. Si alimentamos el lado bueno, este va creciendo, se va haciendo fuerte al mismo tiempo que el lado malo se debilita, pierde fuerzas y deja de influirnos. Potenciar y favorecer el lado bueno de las personas tiene efectos expansivos sobre ellas mismas y hace que este sea cada vez mayor.

Por todo ello es más sabio promover y apoyar el convencimiento de que las cosas se pueden hacer bien, ayudar a las personas a que desarrollen su lado bueno, no con incentivos que dirijan a través de su egoísmo, sino potenciando de una manera directa esta parte positiva. Todo ello sin olvidar que la parte negativa existe, no hay que ser ingenuos o buenistas, sino potenciar lo bueno siendo conscientes de que lo malo también existe.

Una política de educación y de convencimiento basada en valores que potencien la búsqueda del bien común y de la mejora de la sociedad y las personas que la componen es la manera de construir una sociedad con personas responsables y plenas. Por ello, las propuestas de este libro parten de la premisa de que la política más realista y con mejores resultados es considerar a las personas como seres que tienen una parte buena y otra mala, para dedicarse a potenciar el lado positivo y construir una sociedad de personas responsables por convencimiento.


10. Construir estructuras virtuosas


Ella se dio cuenta de que aquello no era bueno. Esa propuesta iba en contra no solo del propio código ético de la empresa, sino de la más elemental cordura. Así que trabajó con ahínco para encontrar una propuesta alternativa, una manera de solucionar aquel problema que fuese respetuosa con las personas implicadas, con el medio ambiente y con la sociedad en su conjunto. Creyó encontrarla; era más cara y reducía algo el margen de beneficios, pero era factible y solventaba bastante bien los problemas que generaba la otra. Así que se la presentó a su jefa, se la explicó, se la razonó, le indicó los pros y los contras con todo detalle. Ella la miró y le dijo: «Parece mentira, con los años que llevas aquí, que todavía no te hayas dado cuenta de que no somos Hermanitas de la Caridad, el negocio es el negocio», y su propuesta cayó en el cajón del olvido.


Para potenciar los comportamientos positivos no es suficiente con que las personas tengan una conciencia moral bien construida y sólida que les permita ser fuertes y valientes ante las dificultades que se les presenten. Es necesario construir instituciones y estructuras que faciliten esta clase comportamientos virtuosos, que los normalicen y los potencien, que consigan que quien quiera realizarlos no tenga que ser un valiente para ir en contra de la institución o estructura. Esto es necesario porque las personas somos seres sociales por naturaleza, y por ello nos juntamos a vivir con otros, en la familia, en nuestros grupos de amigos, en nuestras poblaciones, en los países, en las empresas, en los centros educativos, etc.

Desarrollamos nuestras vidas en el marco de instituciones y estructuras en cuyo interior interactuamos con los demás. Establecemos una relación con estas instituciones de modo que nuestras actitudes influyen en ellas determinándolas y construyendo su forma de actuar, al mismo tiempo que ellas influyen también en nuestras actuaciones, en nuestros planteamientos vitales, en nuestra manera de hacer las cosas. La aceptación del grupo, las normas que este establece, lo que se considera adecuado o no, también nos empuja en una u otra dirección, facilita que nos comportemos de una u otra manera.

Un ejemplo de esto lo podemos ver en la familia. Si el ambiente es tenso, las discusiones son constantes y los enfados forman parte de la cotidianidad; si la armonía se perdió hace tiempo o nunca se conoció, es difícil que quienes viven en su seno sean felices, estén contentos, afronten su día con una sonrisa en la boca. Para hacerlo tienen que enfrentarte a las circunstancias, ser valientes y tener suficientes instrumentos para superar un ambiente que te lleva, con fuerza, justo a lo contrario. De hecho, lo normal es que una persona que viva en un ambiente familiar así viva malhumorada, con el ceño fruncido, infeliz...

La familia aquí descrita o la empresa del relato inicial de este apartado son ejemplos de lo que podemos calificar como estructuras perniciosas, aquellas en las que las personas que se dejan llevar por su funcionamiento acaban desarrollando su peor parte, comportándose de manera negativa para ellas mismas y para quienes las rodean. Las estructuras perniciosas no solamente se dan en algunas familias o empresas, sino que también pueden encontrarse en un partido político, en un equipo directivo o en cualquier grupo de personas que se unan para hacer cosas conjuntamente. En la medida en que sus modos de actuar potencien comportamientos negativos para quienes los realizan, para las relaciones que se establecen entre sus miembros y con terceros y para la sociedad en su conjunto, estarán construyendo una estructura perniciosa.

En cualquiera de estos ambientes, quienes quieren hacer el bien, quienes quieren encontrar alegría y comportamientos virtuosos, tienen que ser valientes, tienen que tener coraje moral para atreverse a remar contra corriente, a remontar el río luchando contra la fuerza del agua que baja. Por ello necesitamos construir estructuras que potencien precisamente lo contrario, instituciones virtuosas en las que lo sencillo sea comportarse bien, en las que quienes tengan que ser valientes sean precisamente quienes quieran llevar adelante comportamientos poco éticos, poco responsables, poco respetuosos con los demás y con la creación.

Hacerlo es posible, el esfuerzo para crear una estructura virtuosa es el mismo que para crear otra que sea perniciosa. Solo tenemos que construirla en otra clave. Construir familias cimentadas en un amor verdadero entre sus miembros, crear partidos políticos que realmente quieran estar al servicio de la sociedad en la que nacen, lograr que las empresas prioricen su función social. Se trata de construir instituciones que favorezcan el comportamiento virtuoso de las personas que se relacionan con ellas.

Esta es la manera de que el entorno en el que nos movemos ayude y facilite realmente un cambio de mentalidad. En la medida en que las personas trabajen en ambientes positivos tendrán más facilidad para cambiar su mentalidad en una dirección constructiva del bien común. Y esto es mucho más efectivo que diseñar incentivos que pretendan dirigir la maldad intrínseca de las personas en la dirección adecuada. Las estructuras virtuosas permiten potenciar comportamientos positivos sin necesidad de incentivarlos, el entorno en el que se convive es el que empuja de una manera sencilla y eficaz a quienes están en él a esos comportamientos positivos para los demás.

Una economía para la esperanza

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