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Nadando con tiburones

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—La verdad, todavía no entiendo qué fue lo que pasó —me decía Guille, haciendo girar su vaso de cerveza a medio tomar.

—Yo tampoco, incluso me cuesta ordenar con precisión todo lo que ocurrió ese día.

Nos quedamos un rato en silencio. Por la ventana del bar, veía a los escasos transeúntes que cruzaban por la plaza Dorrego. Parecía un teatro fantasmal, con tinglados de metal en todo el perímetro de la plaza, pero sin los feriantes que la invaden todos los fines de semana. Era un lunes húmedo y frío, típico del final del otoño en Buenos Aires.

Los “hechos” en cuestión habían ocurrido a mediados de la cuarentena de 2020, en un encuentro virtual por Z-IN, la plataforma que se había hecho tan popular a poco de comenzar la pandemia, en marzo. Todo ocurrió durante una de las reuniones que cada dos semanas, casi invariablemente, teníamos como grupo de excompañeros de la secundaria. No éramos muchos, sólo los más amigos: el petete Barrios, Guille, la morsa Fontán, el tano Guidetti, el loco Vieyra y yo. A veces se sumaba algún que otro colado, que se enteraba y pedía participar. Pero el grupo estable era el de nosotros seis.

Las primeras reuniones resultaron bastante desprolijas, hasta que fuimos tomándole la mano al programa y exploramos todas sus posibilidades. Si había algún denominador común en este grupo de amigos era justamente la obsesión por todo lo tecnológico, hasta el mínimo detalle. No es casualidad que todos hayamos seguido carreras afines: el petete y la morsa eran ingenieros, el tano y el loco se habían recibido de analistas de sistemas. Guille y yo elegimos las matemáticas; incluso éramos vecinos: al poco tiempo de mudarme a San Telmo, le pasé el dato a Guille de un departamento cómodo y económico, que quedaba a pocas cuadras del mío.

Creo que fue en la tercera reunión que uno de nosotros —el tano, si la memoria no me falla— apareció en pantalla con un fondo que mostraba algún lago del sur, con montañas detrás y un frondoso bosque a un costado.

—¿Y eso? —preguntó el petete.

—Es una opción del programa, che. Este es uno de los fondos que viene por defecto, pero se pueden bajar otros. Eso sí: necesitás tener una pared blanca atrás, si no, ves cualquier cosa.

En las reuniones siguientes nos fuimos sumando los demás, con fondos de pantalla que bajamos de distintos sitios de internet, y que eran compatibles con la plataforma. Así, en sucesivas reuniones desfilaron a nuestras espaldas imágenes de lo más diversas: paisajes nevados, playas caribeñas, mares embravecidos, monasterios tibetanos e incluso un fondo en el que unos chanchos regordetes volaban con alitas diminutas, bajado de un sitio muy naif que descubrió la morsa. El que tardó más en presentarse con un fondo propio fue el loco Vieyra, y fue en ese momento que se dieron los “hechos”.



Unos días antes de la única reunión que tuvimos en julio, el loco envió un whatsapp al grupo anunciando que tenía preparado “algo especial” para la próxima reunión.

—Dejate de joder, loco, adelantá algo, no te hagas el misterioso —le insistió el petete.

—Es algún fondo interesante, ¿no? —conjeturó Guille. Finalmente, el loco confesó que había bajado un programa de animación que servía como fondo de pantalla para el Z-IN.

—Esos programitas se consiguen en varios sitios, yo todavía no bajé uno porque no me gusta distraer tanto a la audiencia —se justificó el tano, que seguramente sufría por no estar a la vanguardia de estos descubrimientos cibernéticos, por modestos o triviales que fuesen.

—Ajá —replicó el loco—, pero lo que yo conseguí es realmente especial. Lo bajé de la internet profunda, navegando con un programa que hizo un hacker chino que vive en Canadá, con quien chateo desde hace un tiempo. El chino este me tiró las coordenadas del sitio y todos los passwords que se necesitan para bajar material de allí; es como un depósito de cosas muy zarpadas. Les cuento que el programita que bajé es alucinante.

—Guarda con eso, loco, que hasta donde yo sé, el tema de la internet profunda no es joda. Obviamente hay mucho material que por distintos motivos no puede subirse a la web visible. Por ahí bajás un programita que te parece inofensivo y te hace mierda la computadora, como mínimo, y si te descuidás te afana hasta el apellido —le detallé en un mensaje de voz.

—Tranqui, negro, ¿para qué me recibí de analista? Sé de qué se trata todo esto. El chino me dijo que en su grupo de amigos hackers habían probado estos programitas de animación, y que hasta ahora no tuvieron ningún problema. Cuando vean lo que puede hacer el que bajé, no lo van a poder creer —nos instruyó el loco.

Por unos días no hubo más mensajes, y finalmente llegó el viernes de la esperada reunión. A la hora convenida ya estábamos todos dentro del espacio virtual del Z-IN, menos el loco.

—Se hace rogar el desgraciado —acotó la morsa.

Por fin, unos diez o quince minutos después lo vimos en la sala de espera. Guille —que actuaba casi siempre como anfitrión— le dio la entrada. Lo primero que vimos fue una pantalla en negro que poco a poco fue virando hacia el azul marino. Lo que vimos a continuación nos dejó mudos: en el medio de la pequeña pantalla se veía la cara del loco, con unos auriculares puestos y una sonrisa de disimulado orgullo. Realmente parecía estar sumergido en el agua, incluso su cabellera lacia y rubiona flotaba en ese ambiente acuoso virtual. Pero lo más asombroso de todo fue lo que vino a continuación: un tiburón de considerables dimensiones apareció detrás de él, nadando en diferentes planos: por momentos daba la impresión de acercarse al loco, para luego alejarse de él. Unos segundos después apareció un segundo tiburón, que nadó sin ningún impedimento por delante de nuestro amigo, tapándole la cara por un momento. Al minuto de comenzado este espectáculo, ya había unos cinco o seis tiburones nadando en todas las direcciones posibles.

—El efecto 3D es im-pre-sio-nan-te —admitió el petete.

—Lo notable es que vos aparecés en el medio de la escena. ¿Cómo consigue el programa hacer esto? —le pregunté con genuina curiosidad.

—Ah… me preguntás por el secreto del mago. La verdad es que no tengo ni puta idea. El chino me tiró cero data. Ni siquiera él sabía quién había hecho este programa; posiblemente otro hacker. —La voz del loco se escuchaba normal, aunque un poco más metálica que de costumbre, si uno afinaba el oído.

—Pero todavía no vieron la mejor parte —continuó diciendo el loco, con un discurso que sonaba a ensayado.



Lo que ocurrió a continuación sigue siendo objeto de debate. Para peor, no todos reportamos haber visto exactamente lo mismo: había leves, aunque significativas, diferencias entre las versiones que cada uno de nosotros tenía de los “hechos” ocurridos ese día. Lo que estaba fuera de discusión es que luego de generar la expectativa del clímax por venir, el loco comenzó a hacer la mímica de estar nadando, juntando las manos en el medio y abriéndolas hacia los costados. Lo realmente increíble fue que a esta mímica le siguió un movimiento de todo su cuerpo hacia arriba, y luego hacia todas direcciones, mezclándose con el nado de los tiburones, como si fuese uno más de ellos.

—Ay, carajo —atinó a decir la morsa.

Era el momento estelar del loco, que prosiguió con su discurso.

—El programa te registra con la cámara, e interpreta tus movimientos iniciales para generar un movimiento completo de todo tu cuerpo que se integra con el ballet de fondo, en este caso el ir y venir de mis simpáticos amiguitos. Transfiere después ese mix a la pantalla, con un efecto 3D increíble.

—Y te ves a vos mismo nadar con los tiburones, que de simpáticos o amigables no tienen nada, te cuento —acotó Guille.

—No, no me veo, y eso es lo más interesante. Por los auriculares el programa te manda sonidos y no sé qué más, que hace que realmente sientas que estás nadando con los tiburones. Literalmente.

—Me estás jodiendo, eso no es posible —desconfió el tano.

Para algunos de nosotros, lo terrible ocurrió justo después de esa frase del tano. Para otros —como yo— hubo una cierta discontinuidad temporal, como si de pronto hubiese un breve salto hacia adelante en el tiempo.

—La sensación que tuve fue como la de comenzar a subir por una escalera, y de un instante a otro encontrarme con el pie en el último peldaño —le explicaba a Guille en el bar de la plaza Dorrego.

Más allá de la percepción temporal de cada uno, todos vimos más o menos lo mismo: la mano del loco abriéndose para arrojarle comida a los tiburones; era algo parecido al alimento para gatos, que quizás tuviera a mano cerca de la computadora. Esto provocó un revuelo de varios de los escualos, tratando de atrapar la comida. Fue en ese momento que uno de ellos rozó con la boca abierta uno de los brazos del loco. Todos vimos (algunos con mayor intensidad que otros) brotar un hilo de sangre que atrajo inmediatamente a todos los tiburones, incluso a varios que en ese momento no se veían en la pantalla. Vi claramente cómo la dentadura de uno de ellos se hundía en el brazo herido del loco, sacudiendo todo su cuerpo como si fuese un muñeco de trapo. Otros se sumaron al festín, desgarrando carne de las piernas o del torso. En pocos segundos la pantalla del loco se inundó de sangre; lo último que vimos con claridad fue el gesto de desesperación en la mitad de su cara, aplastada por un segundo contra la pantalla, antes de desaparecer por completo en la neblina rojiza y macabra.



Lo que vimos inmediatamente después —creemos que simultáneamente en todas nuestras computadoras— fue el cuadro de video del loco ponerse en blanco, con un mensaje de “UNEXPECTED ERROR”, seguido de otros detalles que nadie recuerda.

—Deberíamos haber grabado todo —me decía Guille aquella tarde en el bar—. Pero, claro, nos quedamos tan asombrados por el espectáculo que ninguno de nosotros se avivó a tiempo.

—¿Fuiste vos o el tano el que finalmente llamó a la policía para entrar a la casa?

—Fui yo —me confirmó—, después de que lo llamáramos mil y una veces al celular, e incluso al teléfono fijo de una vecina —el tano tenía el dato— que se cansó de golpearle la puerta sin obtener respuesta.

—Cierto, no encontraron ni rastro del loco. Aunque creo que uno de los canas creyó ver un pequeño charco de agua debajo del asiento de su compu, que además estaba prendida.

—Sí, me acuerdo. Por un par de semanas incluso se nos ocurrió que todo lo que pasó fue un show montado por el loco. Algún video que ya tenía editado de antemano, con su voz en off contestándonos en el momento. Vos sabés cómo era, le gustaban ese tipo de cosas. Si hasta especulamos con que se había ido por un par de semanas a lo de una prima, que según parece vivía cerca, dejando pistas bizarras, como el charquito de agua.

—Aunque lo intentamos, no pudimos ubicar a ningún familiar —acoté.

—Imposible. Sabíamos que era hijo único y que quedó huérfano cuando era muy chico, después del accidente de sus padres. Un par de veces contó que se había criado con una tía, pero nunca mencionó un dato concreto.

—Tampoco de su prima. Era una entelequia.

—Con todo, el petete todavía cree que fue una joda, y que en cualquier momento se nos aparece el loco muerto de risa, con su tradicional “cómo se la creyeron, eh”.

—¿Ya va para un año, no?

—Sí, en un par de meses.

—¿Te anotás con otra birra? —atiné a decirle, para salir del tema.

—Sí, dale.

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