Читать книгу 7 cuentos - Enrique M. Rodríguez - Страница 7

Una visita inesperada

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Ese día, Sonny había llegado más temprano al teatro. Ingresó por la puerta trasera de siempre, la que daba al pasillo que conducía directamente a los vestuarios, tras bambalinas. Un rato antes había llegado el contrabajista, que estaba terminando de afinar su instrumento; a un costado de la amplia sala asignada a la orquesta, se amontaban los bombos y platillos del baterista, que no cesaba de parlotear con uno de los operarios del teatro.

Tras recibir el saludo de bienvenida del contrabajista, Sonny dejó el estuche de su saxo a un costado, se sentó y encendió un cigarrillo. Escuchaba con claridad la música que provenía del escenario.

—¿Cómo está el ambiente hoy, Benny?

—Normal, diría. Todavía lleno de swing dancers.

—Recién van por Let’s Dance, tienen para media hora más.

La predicción de Sonny se basaba en que la banda de swing que se presentaba antes de la suya siempre tocaba los mismos temas, y en el mismo orden. Todos los viernes —el día de la semana en que ambas bandas compartían el escenario de ese teatro—, la de swing hacía la misma rutina. La de Sonny, en cambio, más volcada al jazz de vanguardia, renovaba constantemente su repertorio.

Cuando terminó su cigarrillo, Sonny se dirigió al telón de fondo del escenario y espió por un costado. Vio en la pista a una multitud de muchachitos blancos peinados a la gomina, con tiradores llamativos y zapatos bicolores, siguiendo prolijamente los pasos de la coreografía con sus parejas de baile, muchachitas de vestidos a lunares y zapatitos de charol. Les dio luego un vistazo a los músicos de la orquesta, que pese a verlos de espalda, pudo reconocerlos.

—Ni un solo negro en esa orquesta. Pure bullshit.

—Tranquilo hermano, en un rato les vamos a enseñar cómo se toca jazz.

Un rato después, ya realizado el recambio de bandas, Sonny estaba en la primera fila de su orquesta preludiando arpegios con su saxo alto. Al lado de él, completando la fila de saxos, había varias jóvenes promesas que, como él, adherían al nuevo estilo que se estaba gestando en aquellos años, y que un tiempo después sería bautizado como bebop. Al abrirse el telón frontal, pudieron ver a su público; muchos de los que estaban allí ese día solían venir con frecuencia a escuchar a la banda. Eran en su mayoría blancos, sentados alrededor de las pequeñas y numerosas mesas redondas que los mozos del bar del teatro habían instalado en la pista, luego de la sesión de baile. Sólo unos pocos oyentes negros se agrupaban alrededor de un par de mesas, en una esquina del salón; casi todos ellos eran músicos de jazz, a quienes el local les permitía la entrada siempre que vistieran saco y corbata. La guerra todavía no terminaba y el teatro no podía darse el lujo de perder clientela.

Presentada la banda —era de rigor en esa época que cada una tuviese su presentador— los músicos comenzaron con un par de temas de Dizzy Gillespie y siguieron con otros standards y temas propios, casi sin respiro. Todos los temas estaban repletos de solos, y Sonny soleaba en casi todos. Cuando tocaron Loverman, en un arreglo especial para la banda, la tanda de solos comenzó con el saxo tenor de Dexter, que se propuso recrear la melodía con notas largas y melancólicas; cuando Dexter estaba terminando lo suyo, Sonny se paró y continuó con la idea melódica del saxo tenor; a los pocos compases, sin embargo, fue incrementando la intensidad de su solo, doblando el tiempo y llevando las intrincadas frases hacia el registro más agudo de su instrumento. De pronto, llamó su atención una mujer de ojos claros y brillantes, que estaba parada a un costado del escenario, a pocos metros de él, y que lo miraba detenidamente; su cabello ondulado, de un dorado intenso, caía en largos mechones sobre su blusa blanca. Sin dejar de mirarla, Sonny llevó su fraseo a un nivel máximo de paroxismo, cerrando los ojos en las notas finales. Cuando se sentó y miró hacia la pista, la mujer ya no estaba.



Al terminar el show, Sonny se acercó al sector reservado a los músicos. Mientras hablaba con el barman en uno de los extremos de la barra, notó que alguien se aproximaba por el costado. Cuando giró la cabeza, se encontró con la extraña mujer que lo había estado mirando.

—Hola. Quería felicitarte por cómo tocas. Me gustaron mucho tus solos.

—Bueno, muchas gracias, señorita —respondió cortésmente Sonny, ante la mirada azorada de los compañeros de banda que estaban tomando algo cerca de él.

—¿Tocan aquí todos los días?

—No, en este teatro sólo los viernes, pero otros días de la semana estoy tocando con otros músicos en distintos bares. ¿Quiere tomar algo? —propuso Sonny, que aunque era muy desinhibido para hablar con las mujeres, no estaba para nada seguro de que su admiradora fuera a aceptar.

—Claro. Lo mismo que usted.

El barman sirvió otro whisky y lo acercó a la muchacha con cierta desconfianza.

—¿Cuál es su nombre, señorita?

—Me dicen Wanda, ¿y el tuyo cuál es?, si es que puedo tutearte.

—Edward, pero me dicen Sonny. Y sí, claro que puedes tutearme —respondió él, con una sonrisa que dejaba ver unos dientes blanquísimos y perfectos, que hacían un elegante contraste con su rostro moreno.

Sonny nunca había visto a una chica como ella. Debería tener más o menos su edad, con seguridad no llegaba a los veinticinco años. Era bellísima (“casi irreal”, pensó Sonny). Su cabello tenía un brillo dorado inigualable, con reflejos cobrizos que producían una sensación de movimiento. Tenía una piel muy blanca y de una tersura increíble. Su voz era en extremo agradable; curiosamente, su acento era tan neutro que no ofrecía pistas sobre su posible nacionalidad. Definitivamente, lo que más impresionó a Sonny fueron sus ojos: de color indefinible, que se ubicaba entre el turquesa y el gris. Si bien en todo momento su semblante irradiaba simpatía, había algo insondable en aquellos ojos absolutamente misteriosos, enmarcados por unas cejas perfectas.

Se sentaron alrededor de una mesita cercana a la barra y hablaron largamente. Sonny le contó sobre sus músicos de jazz preferidos, y sobre los discos más importantes que habían grabado. Ella parecía saber bastante de música, y se mostró muy interesada en conocer cómo los músicos de jazz armaban sus solos.

—En realidad es composición en tiempo real. Para poder solear con fundamento, los músicos de jazz tenemos que aprender las reglas básicas de la composición, conocer las progresiones armónicas del género y manejar con fluidez una variedad importante de elementos técnicos. Quienes tocamos instrumentos melódicos, como un saxo o una trompeta, debemos combinar esos elementos para producir frases melódicas que sean coherentes con los acordes que esté tocando, pongamos por caso, el piano. Lo que hace la diferencia es el buen gusto del solista, y sus ideas musicales —explicaba Sonny.

—Lo difícil debe ser combinar todo en el momento, sin tenerlo escrito de antemano —conjeturó Wanda.

—En efecto, ese es el gran desafío del solista de jazz, a diferencia de un solista de música clásica, que interpreta una melodía ya escrita y revisada. Nosotros sólo tenemos a la vista el cifrado de acordes, lo demás es un lienzo en blanco. Por eso, debemos trabajar mucho en internalizar escalas y arpegios, para conseguir un lenguaje musical coherente que nos permita transmitir, en el momento y sin filtro previo, lo que pensamos, sentimos, anhelamos; en fin, lo que somos.

—Entiendo. Sería como el caso de esos pintores japoneses que pintan sobre papel de arroz. No pueden detenerse a retocar trazo alguno, porque perforarían el papel. Es espontaneidad pura; con entrenamiento previo, claro.

A Sonny le encantó la analogía.

—Así es, Wanda. Lo has entendido perfectamente bien.

Hacia medianoche, el dueño anunció que ya hora de cerrar, así que los pocos músicos que quedaban tomaron sus instrumentos y se encaminaron hacia la salida del teatro. Sonny acompañó a Wanda hasta la vereda.

—Me gustaría mucho escuchar los discos de jazz de los que me estuviste hablando —le dijo ella, mirándolo fijamente a los ojos.

—Claro, los tengo en casa, podríamos encontrarnos algún día de estos y…

—¿Podemos ir ahora? —preguntó ella con una candidez que emocionó a Sonny.

—Bueno, mira, me encantaría… pero el vecindario en el que vivo es uno de los peores en todo el estado de Pennsylvania. Sospecho que mis vecinos no te mirarían con buenos ojos.

—No hay problema —replicó ella, colocándose el largo impermeable oscuro que llevaba colgado del brazo, cuya capucha ocultaba su cabellera y la mitad de su cara; complementó el disfraz con una bufanda y unos anteojos negros que terminaron de ocultarle casi completamente el rostro.

—Bueno, ok, nada mal —concluyó un asombrado Sonny, que comenzó a sentir una rara sensación en el estómago—. Mi departamento queda a unas cuadras de aquí, podemos ir caminando.

Caminaron en silencio. A las pocas cuadras del teatro comenzaron a ver edificios muy parecidos a los de Harlem, habitados por una población predominantemente negra y de muy escasos recursos. Unos adolescentes que practicaban básquet en la vereda saludaron a Sonny y uno de ellos deslizó un silbido final de admiración hacia la silueta de su misteriosa acompañante.

Sonny vivía en un cuarto piso por escalera. El edificio era uno de los mejores de la cuadra, con una pesada puerta de calle que se abría a un pequeño hall de entrada. Subieron ágilmente las escaleras, sin casi hacer ruido. El departamento de Sonny era espacioso, y al estar en el último piso se podía acceder fácilmente a la terraza.

—El vivir aquí arriba me permite tocar y escuchar música sin recibir las quejas de los vecinos. Además, la única vecina que tengo en el piso es una vieja que está medio sorda —puntualizó Sonny—. Hay otra ventaja: el alquiler es compatible con los ingresos de un músico de jazz —agregó.

Sonny preparó unos tragos y ambos se pusieron cómodos. Wanda se quitó sus botitas y se tendió a la largo del sillón Chester que presidía la habitación, dispuesta a escuchar los discos que Sonny ya estaba seleccionando. Un instante después se escuchó el siseo de la púa contra el primero de los vinilos, y en segundos comenzó a sonar el saxo tenor de Coleman Hawkins, en su personalísima versión de Body and Soul.

—Este tema va a quedar en la historia, estoy seguro. “Hawk” reversionó completamente la melodía, pero lo mejor de todo es su solo. Inspiró a muchos de los nuestros —explicó un entusiasmado Sonny.

—¿Te refieres a los bebopers, no?

—Así es. Les debemos mucho a los que abrieron el camino. También, aunque con un estilo más introvertido, Lester Young aportó lo suyo. Por supuesto hubo otros, pero esos dos fueron grandiosos. Charlie está de acuerdo conmigo en esto.

—Ah, Parker. Uds. dos tienen estilos parecidos, ¿no?

Sonny se sintió un poco incómodo con la pregunta, y comenzó a dar una larga explicación sobre el tema, que incluía una comparación minuciosa de la historia personal de él con la de Charlie “Bird” Parker.

—Ambos tuvimos las mismas ideas musicales en momentos casi idénticos, sólo que Charlie, que es un poco mayor que yo, se hizo conocer primero. Era inevitable que me sintiera influido por su manera de tocar. Pero eso terminó siendo un problema para mí: sin proponérmelo, me encontraba en el medio de un solo tocando frases y patterns muy parecidos a los de Bird. Incluso lo hablé con él, le dije que no era mi intención copiarlo, pero que me costaba mucho despegarme de su impronta. Una vez me dijo: “Tranquilo Sonny, ya vas a encontrar tu propia ruta”. Pero el hecho es que hasta ahora no he conseguido hacerlo. Es realmente frustrante, además yo…

En ese momento, Wanda se puso rápidamente de pie y detuvo el discurso de Sonny al darle un ligero beso en los labios. Cuando éste reaccionó, Wanda ya estaba inspeccionando la pequeña biblioteca que se encontraba al lado del tocadiscos.

—Veo que te gusta la buena literatura —dijo ella—. Melville, Fitzgerald, Faulkner, incluso tienes un libro de poemas de Dylan Thomas. ¿Y este de aquí: “Hadas de Pembrokeshire”? No veo el nombre del autor.

—Me lo regaló un irlandés que estuvo tocando la trompeta en la banda durante un tiempo, y al que le di alojamiento. Lo consiguió de casualidad en un viejo depósito de libros. Me dijo que es de autor anónimo.

—Ah, sí... Irlanda y los irlandeses.

—¿Conoces ese país? Por el color de tus ojos y de tu cabellera apostaría a que tienes ancestros irlandeses.

—Sí, en parte —respondió vagamente ella—. Pero hace mucho tiempo que no voy por allá.

Mientras Sonny cambiaba el disco, pensó por un momento en lo raro de la respuesta de alguien tan joven como ella: “hace mucho tiempo que no voy por allá” hubiese sido un comentario lógico en alguien mucho mayor. Mientras se escuchaba el percusivo y zigzagueante sonido del piano de Art Tatum, Sonny observó que, en la mesa cercana al sillón, la bebida de Wanda estaba intacta.

—¿No te gusta el whisky con hielo? Ahora que lo pienso, tampoco tomaste un solo sorbo en el bar del teatro. Puedo prepararte otra cosa, sólo dímelo.

—No, gracias, Sonny, estoy bien así. ¿Esta manija es para bajar la cama rebatible? Quisiera recostarme un rato, si no te incomoda… — agregó ella luego de una breve pausa, mientras le dedicaba una mirada divertida.

Sonny se apresuró a bajar la cama. “Por suerte cambié las sábanas hace poco”, pensó.

Wanda se tendió de costado y entrecerró los ojos. Sonny se sentó a su lado. Sin decir palabra, extendió la mano hasta tocarle una pantorrilla, y ante la sonrisa aprobatoria de ella, progresó con su mano hacia el muslo para encontrar el borde de una de sus medias de lana. “No usa portaligas, qué raro”, pensó él al encontrar sólo una banda elástica como todo sostén, justo por debajo de su ropa interior. “Tampoco usa enagua”, se extrañó. Con movimientos pausados, introdujo sus dedos debajo de cada banda sujetadora y empujó suavemente hacia abajo para quitar cada media. Luego deslizó lentamente el dorso de su mano sobre una de las piernas desnudas de Wanda, desde el empeine hasta la rodilla. Era como acariciar una seda finísima.

—Tienes unas piernas preciosas —sentenció él, observando la amplia sonrisa que vino como respuesta.

Sonny le quitó luego la pollera escocesa y la blusa, para desprenderle finalmente el corpiño y quitarle las braguitas de seda color salmón, con la amable colaboración de ella. No podía creer lo increíblemente bella que era la mujer desnuda que reposaba sobre su cama.

—Ponlo un poco a Lester, ¿sí? —pidió gentilmente Wanda.

Sonny se inclinó sobre el tocadiscos y puso un disco de baladas de Lester Young. También apagó la luz principal, dejando sólo una lámpara que proyectaba una luz tenue hacia el techo. Se paró luego al costado de la cama, frente a Wanda, y comenzó a desnudarse lentamente, al compás de la música.

—¡Wow! —lo animó ella—, casi un striptease privado… lindos pectorales.

Al terminar, Sonny se arrodilló en la cama, al costado de ella, y comenzó a acariciarla. Se detuvo en cada parte de su esbelto cuerpo, hurgando, acariciando, apretando suavemente, lamiendo aquí y besando allá. Le llamó mucho la atención que no tuviera ni un solo vello púbico; por un momento pensó que se depilaba, pero una prolija inspección reveló que no era el caso. El mayor descubrimiento, sin embargo, fue verificar que cualquier parte de ese hermoso cuerpo, aún las más íntimas, le dejaba el mismo rastro químico en su lengua y su nariz: era como una mezcla de incienso y almizcle, raro y agradable a la vez. Lo sintió incluso cada vez que interrumpía su reconocimiento para besarla profundamente en la boca. Mientras recorría su espalda, notó que ella tenía algunos espasmos leves y le pareció ver un cierto resplandor en la cabecera de la cama: breves destellos de una luz azulada. “Quizás es la lámpara, que está titilando”, pensó.

—No me equivoqué con él —reflexionó Wanda por su parte.

Luego hicieron el amor durante interminables minutos, en distintas posiciones. Wanda estaba meciéndose rítmicamente encima de Sonny, cuando sintió que el orgasmo de él se aproximaba. Apuró entonces el suyo, arqueando la espalda y dejando caer su cabeza hacia atrás, hasta que su larga cabellera rozó la planta de sus pies. En el momento en el que ambos tuvieron el espasmo final, a Sonny le pareció ver un intenso resplandor azul que iluminaba el rostro de Wanda. Un momento después, se descubrió a sí mismo con un agotamiento que nunca antes había experimentado después del sexo. Estaba recostado y Wanda acariciaba su cabeza.

—Tienes que dormir, lo necesitas, estás muy cansado.

Estas palabras actuaron como un bálsamo, e inmediatamente Sonny cayó en el más profundo de los sueños.



Cuando despertó, encontró a Wanda en el sector de la cocina. Había preparado un desayuno completo: además de los huevos y el bacon crujiente, había trozos de pollo asado y rodajas de tomate, que Wanda había conseguido rescatar de la caótica heladera. Sonny comió de muy buena gana, tomando largos sorbos de jugo de naranja a intervalos. Luego Wanda le sirvió una generosa taza de humeante café, acompañada de tostadas con mantequilla y miel de maple. Al terminar, Sonny esbozó un gesto de satisfacción que Wanda contestó con una cálida sonrisa. De pronto, cayó en la cuenta de que ella no había probado bocado. Le preguntó por qué.

—Desayuné algo mientras dormías como un angelito —se justificó ella.

Sonny miró entonces por la ventana, y por los ruidos que venían de la calle calculó que estarían a media mañana.

—Shit, ¡el ensayo! Buscó su reloj de pulsera para verificar la hora. Tenía casi toda la cuerda, aunque no recordaba habérsela dado durante la noche. Pero no tenía tiempo de pensar en detalles.

—Wanda, my dear, tengo que irme ya mismo, estoy llegando tarde a mi ensayo diario, y el director va a matarme. Estaré de regreso en un par de horas. ¿Te quedas aquí esperándome?

Ella se limitó a sonreír y guiñarle un ojo.

Sonny salió disparado, y corrió hasta la esquina, para prácticamente saltar al tranvía que ya estaba abandonando la parada, luego de cargar pasajeros. A pesar de su apuro, cuando llegó a la sala de ensayo ya estaba sonando un tema, que él no consiguió identificar. Cuando el director lo vio, paró bruscamente el ensayo y con una expresión de enorme enfado encaró a Sonny.

—¿Dónde diablos te metiste?

—Después del show de ayer en el Palace me fui a casa. Estaba muy cansado y me costó despertarme. Sólo estoy llegando quince minutos tarde, no creo que sea para tanto.

El rostro del director se descompuso de ira.

—¿Me estás tomando el pelo? ¿Eres idiota o qué? Estuve toda la semana tratando de dar contigo. En el Palace tenemos que tocar mañana, como todos los viernes.

Se quedó pensativo un instante y luego agregó:

—Oh, ya veo. Estuviste fumando esa mierda otra vez. Y quién sabe qué más.

—¡No! Hace meses que estoy limpio, Billy. Te lo juro.

—Escucha Sonny, eres un músico excelente y te aprecio por eso. Pero no puedo permitir que la gente de la banda desaparezca sin dejar rastro. Otra de éstas y te quedas fuera de la orquesta. Estás advertido.

Mientras retornaba a su batuta, se dio vuelta y le gritó a Sonny.

—¡Y no te quedes ahí parado como un pavo, que no tenemos todo el día!

Sin tiempo para procesar el diálogo con el director, Sonny se dirigió al fondo de la sala para armar su instrumento. Al abrir el estuche, encontró un papel doblado en dos que sobresalía de la campana de su saxo. La esquela era muy breve:

“Querido Sonny:

Tuvimos un hermoso e inolvidable intercambio, pero debo partir sin demora hacia otro lugar. Tienes un alma generosa y eres un artista excepcional. Voy a estar contigo cada vez que te acuerdes de mí, para ayudarte a realizar todo lo que le pidas al universo.

Con amor, Wanda”.

Por alguna razón que él no llegaba a comprender, la nota no lo sorprendió, y aunque su intuición le decía que no volvería a verla, no se sintió decepcionado por la partida de Wanda.



Al día siguiente, ya en el Palace, Sonny preludiaba arpegios con su saxo, como habitualmente hacía antes de que la banda comenzara a tocar. Pero ese día sentía una sensación de liviandad como nunca antes. Cuando llegó el momento de su primer solo, se paró y miró hacia un costado del escenario. Evocó por un momento la imagen de Wanda observándolo con esos ojos increíbles. Un instante después, mientras tocaba, se maravilló de las frases originales y sorprendentes que iban surgiendo espontáneamente de su saxofón, una tras otra, casi sin que él se lo propusiera. Cerró entonces los ojos y se subió a la ola de ese océano. Por fin, había encontrado su propia voz.

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