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CAPÍTULO II.
El sucesor de Webster en el Senado.—Ley sobre los esclavos huídos.—Cuestión de Kansas.—Discurso de Sumner y sus consecuencias.
ОглавлениеUn nuevo Congreso se reunió en Diciembre de 1851. La situación respectiva de los partidos continuó igual, dominando siempre en ambos cuerpos legisladores las ideas que inspiraron el Compromiso del año anterior. Pero en el Senado pudo notarse un síntoma ligero, cambio pequeño en la apariencia, de carácter muy importante en realidad. Hasta entonces sólo había penetrado allí un senador abolicionista, Hale, de New Hampshire, que tal vez no merecía el calificativo en el sentido sectario de la palabra, pero sin duda acérrimo adversario de la esclavitud. Su elección había sido anunciada por el gran poeta cuáquero Whittier con estas palabras: "que esa primera oleada de la futura inundación del Norte, al romper contra los muros del Capitolio, lleve allí por primera vez un senador antiesclavista". Enteramente solo desde 1847, poderosamente auxiliado dos años después por Chase, senador independiente que no reconocía trabas de partido en cuestiones de libertad humana, formaban ambos núcleo diminuto, al que se incorporaba ahora un hombre nuevo, Charles Sumner, de Massachusetts. Por dos razones era notable la entrada de este senador: porque acudía á ocupar precisamente el puesto donde por tantos años se había sentado Webster, quien vivía aun en ese instante y era principal ministro del Presidente de la República; y porque su reputación en Massachusetts comenzó por la enérgica reprobación con que había atacado las doctrinas á que se convirtió Webster al fin de su carrera, el Compromiso y la ley contra los esclavos. Formidable, inesperado combatiente, que bajaba al campo vestido de armas de otro temple y otra fuerza que las usadas hasta esa fecha, proclamando en la lucha contra la extensión y predominio de la esclavitud principios severos de moral, ideas de justicia absoluta, prescripciones de conciencia que no consentían ningún género de acomodamiento.
No sería, empero, exacto deducir de la elección de Sumner la prueba de que, en el importante estado que venía á representar, desaprobase una mayoría la conducta de Webster y rechazase el Compromiso de 1850. Todo lo contrario; Massachusetts, lo mismo que el resto de la República, aceptaba sin disgusto el arreglo, complaciéndole la idea de poner realmente término á las pertinaces desavenencias entre las dos secciones del país, de aguardar, evitada la necesidad de remedios violentos, que el curso del tiempo elaborase insensiblemente un cambio de circunstancias, y favoreciese al cabo la lenta extinción del antieconómico y ruinoso sistema de trabajo, que difícilmente se mantenía en los Estados del Sur. Sumner había ganado el puesto en virtud de una coalición accidental de grupos; debió, sin duda, la preferencia á sus conocidas opiniones sobre la esclavitud, y entraba en el Senado libre de toda traba que sujetara su marcha, sin más límite impuesto á sus palabras que el que su conciencia y respeto á la Constitución juntamente le dictasen; pero la masa del país, allí y en todas partes, sin prestar oídos demasiado atentos á la agitación, al llamamiento á nueva cruzada, que partía del púlpito de ciertas sectas religiosas avanzadas y del seno de las sociedades abolicionistas, esperaba después de todo un largo período de paz y tranquilidad.
Mas el Compromiso llevaba dentro de sí, por su propia esencia, gérmenes peligrosos que no tardarían en crecer y propagarse.
La aristocracia del Sur, envalentonada por el triunfo, por la inercia posterior de sus adversarios, por los aliados que de diversos lados se le ofrecían en el Norte, y más que todo por su propia intemperancia, había de precipitar los sucesos, abusar de la victoria, ahondar ella misma el abismo en que todo se despeñaría. En el Norte mientras tanto la aplicación de la nueva ley sobre los esclavos huídos, que era la parte del acuerdo que más íntimamente halagaba á los dueños,—porque satisfacía á un tiempo mismo su vanidad, sus intereses y el firme convencimiento de la justicia de su causa,—producía conflictos, desórdenes, motines sangrientos más de una vez, y era viva y constante recordación de los rasgos más duros, más crueles y odiosos del sistema.
La ley era verdaderamente terrible, y del inicuo axioma jurídico que hacía cosas, no personas, los esclavos, jamás se han deducido con tesón tan implacable sus últimas y más aflictivas consecuencias. Suprimía todas las garantías del venerando derecho inglés, el jurado y el habeas corpus; prohibía que se admitiese como prueba la declaración del perseguido; todos los ciudadanos estaban obligados bajo diversas penas á auxiliar los agentes de justicia en busca de esclavos prófugos; y para fallar no se requería más prueba que la declaración, oral ó simplemente certificada en copia, de dos testigos acerca de las señas generales del individuo que se buscaba; el procedimiento debía ser sumario, ejecutivo, sin recursos dilatorios de ninguna especie; y por este sentido otras disposiciones de idéntico jaez. ¡Calcúlese el terror que produciría edicto semejante entre los treinta mil negros[5] que vivían refugiados desde muchos años atrás en las ciudades del Norte, arraigados, con familia, y expuestos de súbito á verse perseguidos, rastreados como bestias salvajes por jaurías de feroces sabuesos, y devueltos entre cadenas á sus antiguos y enconados amos! ¡Imagínese también la cólera, la indignación que tal espectáculo despertaría entre los ciudadanos blancos, entre hombres y mujeres de la Nueva Inglaterra, habituados á tratar con mansedumbre hasta á los animales, y forzados á reconocer, á ser testigos de que bajo la constitución republicana de la nación considerada como la más libre del mundo se ordenaban, autorizaban y ejecutaban escenas de tanta barbaridad!
Crecieron y se multiplicaron al calor de esos sentimientos las sociedades abolicionistas, y la corriente de simpatía en favor de los negros esclavos aumentaba á ojos vistas en fuerza y en volumen, formando y educando así la opinión pública contra la institución; y bien se vió al sonar la hora crítica del combate, cuando se levantó robusta, compacta y resuelta á todos los sacrificios. Hubiera sido habilidad política por parte del Sur no exigir demasiado en esa cuestión, no abusar de los derechos que el Compromiso le reconocía, mas era inútil esperarlo de su excitable y excitado temperamento. El día en que pronunció Sumner su primer discurso importante en el Senado, atacó vehementemente la ley, haciendo resaltar sus aspectos más repugnantes; sus palabras, llenas del más sincero fervor, fueron juzgadas de trascendencia tal por Chase y Hale, que declararon ambos á una que señalaban el comienzo de una era nueva en la historia americana. Pero los representantes del Sur se hallaban tan lejos de comprender la gravedad de ese género de ataque, que apenas hubo terminado el orador se levantó un senador del estado de Alabama y dijo que esperaba que ninguno de sus amigos respondería al discurso "que el senador de Massachusetts había creído conveniente infligir sobre el Senado", y agregó, en tono que llegó por desgracia á ser bastante frecuente durante algún tiempo en aquel cuerpo respetable: "el frenesí de un demente puede á veces ser peligroso, pero los ladridos de un gozque nunca han hecho daño á nadie".[6] Y cuenta que la oración de Sumner, á pesar de su acento de apóstol exaltado, no se aparta en realidad del terreno político, y se reduce á pedir el empleo de todos los medios legales para mantener la esclavitud estrictamente dentro de los límites de la sección del país donde existía é imperaba, sin consentir ni extenderla, ni otorgarle, fuera de su recinto, ninguna nueva garantía, ningún otro privilegio.
Pero, como ya hemos dicho, continuaban en el Norte muy grandes y generales el ansia de paz y tranquilidad, el franco deseo de evitar desavenencias enojosas; el peligro mayor para el porvenir de la esclavitud y poder político de sus defensores no residía por tanto, ni en la hostilidad de una docena de senadores, ni en la propaganda religiosa, ni en los esfuerzos de las sociedades abolicionistas, por laudables y hábiles y enérgicos que fuesen. Eso muy bien lo sabían y sentían los jefes y aliados del partido esclavista, y ya lo revelan las posiciones de ataque, no de defensa, que en el acto ocuparon.
Apenas instalado Presidente de la república, el 4 de Marzo de 1853, un hombre relativamente oscuro, sin antecedentes políticos, Franklin Pierce, en quien confiaban hasta el punto de esperar su ayuda en las empresas que secretamente maquinaban, juzgaron oportuna la ocasión para restaurar y afirmar el incierto equilibrio entre las dos secciones, creando nuevos estados, donde la esclavitud pudiera ser establecida. La magna y riesgosa campaña, que en sustancia equivalía á echar abajo todo lo tan difícilmente ajustado en 1850, requería como general en jefe un personaje político del Norte, cuyo nombre é influencia cimentasen la alianza y adormeciesen la suspicacia de los tibios y los tímidos. Aceptó este papel Stephen Douglas, senador de Illinois, "el pequeño gigante", como le llamaban por su corta estatura y su proverbial habilidad en luchas é intrigas de partido, á quien espoleaban la inquieta actividad de un espíritu devorado por la ambición y la esperanza de ascender á la cumbre y asir la presidencia de la República. Consistía su plan en organizar dos nuevos territorios, Kansas y Nebraska, en las vastas y fértiles llanuras que se extendían al oeste del Missouri, entre ese río caudaloso y la gran cordillera de las montañas Rocosas, terreno admirablemente situado en el centro mismo del continente, crucero forzoso de las rutas por donde habían de pasar exploradores, emigrantes y colonos, en busca de las minas de oro de California y de las riberas del Pacífico, linde occidental de la república.
Insuperable obstáculo se presentaba, sin embargo, para que al llegar á constituirse esos territorios como Estados de la federación tuviesen la facultad de autorizar en su suelo el trabajo esclavo; hallábanse más arriba de la línea famosa de los 36°30' de latitud Norte, y un pacto solemnemente acordado y publicado por la generación anterior, sacrosanto y venerable casi como el mismo paladión constitucional, el constantemente invocado Compromiso del Missouri, había trazado para siempre ese límite, más allá del cual era vedado ir á la esclavitud. Calhoun, Calhoun mismo, á quien nunca arredraron las consecuencias de sus doctrinas, hubiera temblado quizás antes de atravesar ese Rubicón por mil motivos peligroso. Douglas no tuvo miedo, ni siquiera titubeó al tirar la suerte, y á su voz respondieron el Senado y la Cámara proclamando que la antigua y salvadora restricción geográfica sería de entonces en adelante nula y de ningún valor. Eso era, para usar un símil de Sumner calificando con su acostumbrado vigor la acción del Senado, sembrar los dientes del dragón por toda la extensión del país; y si no brotaban inmediatamente, como en la fábula antigua, hombres armados, ya fructificarían después entre el odio y la guerra civil[7].
El nuevo bill trastornaba completamente la política en los Estados Unidos; todos los sacrificios consumados, humillaciones del Norte, retiradas del Sur, acuerdos, transacciones, todo se borró, y apareció en completa desnudez la realidad de los intereses desencadenados. La división entre ambas secciones se ahondó tanto que no era ya posible ninguna transacción, que no podrían ya extenderse más la mano de un borde al otro del abismo que los separaba.
Por fortuna, poseía el sentimiento unionista en el Norte tan viva conciencia de su fuerza y su derecho, que ni entonces ni nunca provocó el rompimiento final, amenaza constante del partido adverso; y en ese año de 1854 soportó que fuese derogado el acuerdo del Missouri, y continuó la lucha en el terreno legal, bajo las condiciones mismas en que se la ofrecían. Kansas y Nebraska eran un desierto: había primero que poblarlo y colonizarlo, después sus habitantes decidirían, cuando se hallasen en capacidad de solicitar ingreso entre los estados de la Unión, la especie particular de constitución que habría de regir, autorizando ó prohibiendo la esclavitud. Si la contienda legal hubiera podido sostenerse con toda lealtad, el éxito en favor de la libertad no hubiese sido dudoso. Los emigrantes nunca iban al Sur á entrar en competencia con el trabajo servil, y como los Estados de Nueva Inglaterra aprestaron recursos abundantes para facilitar el establecimiento de colonos en los llanos de Kansas, no tardó en haber allí blancos suficientes para organizar municipios, reunirse y votar una constitución contraria á la esclavitud. Pero á tanto no podía resignarse el partido omnipotente en Washington; convencido de que para reforzar su vacilante situación le era indispensable aumentar de todos modos el número de defensores resueltos de la esclavitud, hizo concertar bajo sus auspicios entre el vecino estado de Missouri y el territorio de Kansas un movimiento de ida y venida, de entrada y salida, para acumular votantes cada vez que fuese necesario y anular uno tras otro todo acuerdo opuesto á sus deseos. Nació de ahí una situación nublada y revuelta, un estado perenne de confusión, de disputas y hasta de guerra, de verdadera guerra civil, con muertos, heridos, asaltos y batallas. Primer ensayo en teatro reducido de escenas trágicas, que más adelante habían de representarse en proporciones infinitamente mayores; desorden local, en un rincón lejano del país, que deshonraba la república á los ojos del mundo, pues nadie lograba descubrir la verdad ni fijar de qué lado estaban la razón y la justicia en medio de la enorme masa de detalles contradictorios que insertaban los periódicos, que autorizaban las mismas comisiones oficiales. Era en efecto demasiado evidente que el partido cuyas ideas dominaban en el Capitolio y en la Casa Blanca seguía tenazmente en Kansas la realización de un programa bien definido, y apenas disfrazaba su ardiente empeño de cubrir y defender los atentados que diariamente se cometían.
La mayoría del Senado, tan fiel como numerosa y compacta, mantenía firme la alianza entre Douglas y los adalides del Sur. Butler, de la Carolina, y Mason, de Virginia, sucesores ambos de Calhoun al frente de los sostenedores de la esclavitud, experimentaban la satisfacción de ver acatadas y obedecidas las doctrinas que predicó durante su vida el gran político, cuya memoria invocaban reverentemente, á quien siempre recordaban como "jefe, señor y maestro". Pero el alma, el espíritu activo del Senado en todas esas discusiones á propósito de Kansas, tan graves y tan reñidas, fué Douglas, que inició la cuestión, la dirigió, la hizo crecer hasta convertirla en la más vasta y trascendental de cuantas agitaban el país; á él todo principalmente se debía y en esa época parecía á la verdad el activo, robusto, pequeño de estatura senador, uno de esos enanos malignos de la leyenda, como ha dicho Von Holst, que por la fuerza de sus músculos y la sutileza de sus combinaciones logran sobreponerse á guerreros formidables[8].
Sin tropas, sin máquinas de guerra, sin campo siquiera de donde lanzar las embestidas, no era posible á la minoría reducida del Senado ir contra esa posición inexpugnable con la menor probabilidad de arrollarla. Pero Sumner, en quien no sólo como intrépido y vigilante tribuno, sino como jurisconsulto tan experto cuanto tenaz, fundaban grandes esperanzas los adversarios de la esclavitud, no se resignaba á la inacción, y resolvió ver, con un nuevo discurso, larga y cuidadosamente preparado, si levantando el grito con redoblado vigor, hacía penetrar el eco vibrante de su invectiva en los oídos de todos los libres ciudadanos del Norte de la república, y denunciar así en términos de la más ruda franqueza, sin escrúpulos de forma ni respetos de nimia cortesía, lo que pasaba en Kansas, y lo que para esconderlo y patrocinarlo se urdía en el Senado. Si con argumentos ó con preces nada podía conseguirse, algo quizás se obtendría presentando al país un cuadro magistral de la situación, haciendo destacar sobre el fondo oscuro de la sala de sesiones é iluminando con rojizo resplandor las figuras de los jefes audaces, que tramaban la ruina de la república, que por lo menos querían abiertamente aumentar la influencia y poder de los dueños de esclavos en los consejos nacionales con menoscabo de la libertad.
El discurso fué pronunciado el 19 y 20 de Mayo de 1856, y ocupó más de seis horas entre las dos sesiones. Es una arenga muy trabajada, repleta de erudición literaria, y á pesar del tono excesivamente declamatorio surge en ella sincera y ardorosa la pasión del orador, inspirándole pasajes de brillante elocuencia.[9] Como obra de arte es muy desigual, de gusto poco severo, con tal exuberancia de citas de autores antiguos y modernos, de alusiones históricas y mitológicas, que á ocasiones aparece privado de movimiento y de vigor. No es creíble que, pronunciado ante el Senado, obtuviese la mitad siquiera del efecto que produjo sobre los que después lo leyeron, porque, como todos los escritos de Sumner, deja ver la larga preparación, y carece de ese colorido sobrio y enérgico, que por lo general conserva la prosa de los graneles oradores, aun en los trozos más meditados, mejor aprendidos de memoria. La impresión del auditorio debió ser extraña, confusa, contradictoria, á despecho de la afectación de simetría y precisión de método con que va dividiendo y tratando la materia, sin cuidado de incurrir en repeticiones y monotonía. Este inconveniente quizás fué poco sensible, después de todo, para los lectores poco exigentes á que estaba dedicado, y es positivo que como esfuerzo de convicción y propaganda gana el discurso en claridad y unidad de efecto tanto como puede perder bajo diferente concepto.
En varios lugares presenta el croquis de las líneas principales del plan trazado; de las tres partes en que distribuye la materia y que enumera, subdivide dos en cuatro capítulos, cuyos títulos reiteradamente anuncia, comunicando á su trabajo algo de rigidez mecánica, de innecesariamente riguroso y afectado. Agotada la narración, estudiado lo que llama «el crimen contra Kansas» en sus orígenes y su carácter, descrita con infatigable energía la situación del territorio en ese instante histórico, procede á analizar «con mezcla de vergüenza é indignación» las defensas del crimen invocadas por los culpables, «cuatro en número—dice—y de cuádruple naturaleza... La tiranía, la imbecilidad, el absurdo y la infamia se unen para bailar, como las brujas hermanas, en torno de este crimen». Los remedios propuestos son también cuatro, y se le presentan, aludiendo probablemente á una escena del Mercader de Venecia, igual que antes á las brujas del Macbeth, como otras tantas cajas cerradas, «y al Senado toca determinar con su voto cuál debe ser abierta y descubrir su contenido».
El orador recomienda el cuarto remedio, que en suma se reduce á admitir en el acto á Kansas entre los estados de la Unión con prohibición absoluta de consentir la esclavitud; mas demasiado conocía él lo impracticable de esa solución, que contrariaba les inmutables deseos de la mayoría y tenía, del modo como se presentaba entonces, vicios de forma, irregularidades esenciales, suficientes para hacerla fracasar ante jueces aun menos prevenidos, aun totalmente desinteresados.
Pero cambian de aspecto y naturaleza estas circunstancias, si se recuerda que desde su silla curul el orador pretendía dirigirse al país y era parte de su plan revestir sus violentas afirmaciones de un gran aparato de saber político, de erudición literaria é histórica. La parte personal y de invectiva adquiría así mayor relieve, y no era un inconveniente que quitase fuerza y valor á la argumentación. El entusiasmo y la exaltación podían y debían á su juicio tomar parte en una cuestión en que el sentimiento y la moral universal la tenían tan grande y decisiva. Mirado de este modo, el discurso es extraordinario, y en lo que dice sobre los senadores adversos, sobre Butler y Douglas y Mason, abundan expresiones felices y pasajes muy animados. Hay, como en lo demás, lujo exagerado, ostentación de riquezas, mal gusto; en un solo y mismo párrafo, por ejemplo, compara á Douglas con tres personajes diferentes, con Danton, con un general inglés de la guerra de la independencia y con el que quemó el templo de Diana en Efeso, lo cual es llevar lejos la incoherencia.
La gran novela de Cervantes, acaso tan popular y tan leída en países de lengua inglesa como en los de lengua castellana, le inspira la mejor, más cáustica y brillante de sus comparaciones. Si se tiene presente que el senador Butler era un personaje alto, delgado, orgulloso, aunque de maneras reposadas y corteses, y que Douglas, por el contrario, era pequeño de estatura, de cara redonda, facciones toscas y anchas espaldas, se comprenderá bien el efecto de risa que empezaría causando al decir que esos dos senadores, aunque con muy diferente objeto al de Don Quijote y Sancho Panza, habían salido al campo, á la manera de esta pareja inmortal, en busca de una misma aventura. Pero como el objeto del ataque no era hacer reír, truécase inmediatamente el chiste en denuesto feroz, y añade: «El senador de la Carolina del Sur ha leído muchos libros de caballería, y se cree él mismo andante caballero con sentimientos de honor y valentía. Ha escogido naturalmente una dama á quien consagrar sus pensamientos, la cual aunque fea para los demás, es siempre encantadora para él; aunque indigna á los ojos del mundo, es casta á los suyos; me refiero á esa ramera, que se llama la Esclavitud. En favor de ella brotan profusamente las palabras de sus labios. Que acuse alguno su conducta, ó proponga limitarla en el ejercicio de su lascivia, y no habrá extravagancia de maneras ni violencia de expresiones que parezca demasiado grande á ese senador» ... Luego dice: «Si el senador de la Carolina es el Don Quijote, el senador de Illinois es el escudero de la Esclavitud, su verdadero Sancho Panza, pronto á desempeñar la parte humillante de la tarea». Estas frases repercutieron como imperdonable afrenta por todo el Sur de la república; pero las que más dolieron, las que cayeron como bombas explosivas en medio de aquellos exasperados combatientes y provocaron la terrible represalia, fueron otras, como éstas: «Los habitantes de Kansas excitan muy particularmente la sensibilidad del senador. Representa, como nos lo advierte, "un Estado", y se aparta con supremo disgusto de esa nueva comunidad, que no se digna reconocer ni aun como "cuerpo político"». «¿Por qué ese exclusivismo? ¿Ha leído la historia del Estado á quien representa?... La Carolina es antigua, Kansas es joven. La una cuenta su vida por siglos, la otra por años. Pero un buen ejemplo puede nacer en un día, y me atrevo á decir que enfrente de los dos siglos del viejo Estado pueden ponerse los dos años de prueba y de virtudes de la comunidad más joven. En el uno se oye el largo lamento de la esclavitud, en la otra el himno de la libertad... Si la historia entera de la Carolina se borrase desde el momento de su creación hasta el día de la elección última del senador, no diré cuán poco habría perdido la civilización, pero seguramente menos de lo que ya ha ganado con el ejemplo de Kansas en su animosa lucha contra la opresión». Y aludiendo á unos versos del Hamlet, al apóstrofe indignado de Laertes contra el clérigo oficiante en el entierro de Ofelia, que la mayor parte de sus oyentes sabía sin duda de memoria, concluye el párrafo así: «Kansas admitida á título de Estado libre sería en la República como un "ángel del Señor", mientras Carolina, asida á su manto de tinieblas, yacería bramando en los abismos».
La sala y tribunas del Senado estuvieron completamente llenas durante las dos sesiones que ocupó el discurso, y á pesar de la probable hostilidad de casi toda la concurrencia y del no fingido desdén de algunos senadores, fué escuchado con profunda atención, sin haber sido el orador llamado una sola vez al orden, ni por el presidente de la asamblea ni por sus colegas.
Apenas hubo terminado, se levantaron á replicar Douglas y Mason; considerábanse personalmente agraviados y devolvieron insultos mucho mayores; pero no hay nada que recordar de sus airadas contestaciones, improvisaciones dictadas por la cólera, y como era natural, no lograron mantenerse, tan estrictamente como lo había hecho el agresor, dentro de las fronteras del lenguaje parlamentario. Butler no asistía al Senado en esos días, hallábase muy lejos, en su "pequeña hacienda" de la Carolina, como dijo después.
Instantáneamente se vió que el efecto del discurso, en contra lo mismo que en pro, sería tan grande como podía su autor desearlo. En la atmósfera opresiva de aquella época, nube tan cargada de electricidad contraria no había de pasar sin desencadenar la tempestad, y como Washington, capital federal, era por sus costumbres, sus esclavos y sus condiciones topográficas una ciudad del Sur, numerosos amigos advirtieron á Sumner que debía por prudencia precaverse atentamente. Pero moderado y pacífico en sus relaciones privadas tenía en cuestiones públicas el valor de sus opiniones, y convencido de la rectitud desinteresada de su conducta, despreció el aviso.
En la tarde del 22 de Mayo, dos días después del discurso, habiendo el Senado suspendido su sesión más temprano que de costumbre, se había quedado Sumner en la sala sentado en su puesto y despachando su correspondencia, cuando se le acercó un individuo para él desconocido, murmuró unas palabras sobre injurias inferidas al estado de la Carolina y á su senador, y sin aguardar respuesta le asestó en la cabeza descubierta golpe tal con un grueso bastón de gutapercha, que casi lo privó de sentido. Pugnando por levantarse, arrancó Sumner en sus esfuerzos la mesa clavada contra el suelo que le impedía moverse y defenderse, mientras menudeaban los golpes sobre el cráneo y sobre la cara, fuertemente aplicados por un hombre joven y diestro. Al fin cayó contra el pavimento, exhausto, desmayado y cubierto de sangre[10].
Fué protagonista de esa escena sangrienta un pariente del senador Butler, miembro de la Cámara de Representantes, llamado Preston Brooks. En la altanera relación del suceso, que cerca de dos meses después hizo él mismo ante el Congreso cuando se discutía su expulsión, confesó haber premeditado minuciosamente su acometida, como castigo de insultos inferidos "á su Estado y á su sangre". Dijo, además, que su primera idea había sido armarse de un látigo solamente, pero como Sumner era hombre de elevada estatura y por consiguiente de mayor fuerza muscular, temió que si había lucha cuerpo á cuerpo llegase á arrancarle el látigo de la mano, y entonces, añadió significativamente, "como yo nunca dejo de llevar á término lo que emprendo, me habría visto forzado á hacer algo que hubiera tenido que deplorar durante todo el resto de mi vida". De ahí la forma y carácter de su atentado[11].
El tribunal común le impuso una simple multa, y en la Cámara no llegó á reunirse la mayoría de dos tercios necesaria para la expulsión; presentó él entonces espontáneamente su dimisión con objeto de ofrecer á sus comitentes de la Carolina del Sur ocasión de aprobarlo ó censurarlo. Fué reelegido por la casi unanimidad de los votantes. Un grito de satisfacción resonó de un extremo al otro de los estados esclavistas, y al cabo de tanto tiempo repugna todavía hoy leer en los periódicos de la época la expresión de esos aplausos tan imprudentes[12], á que respondían de la otra parte los más furiosos anatemas.
Cuando volvió Butler á Washington y habló prolijamente, en dos sesiones también del Senado, respondiendo por sí y por su Estado á los cargos de Sumner, dió á entender que podía muy bien éste hallarse ya otra vez en su puesto de senador, pero que le convenía fingir resultados más graves de los que en realidad le acarreaban los golpes de Brooks. No era así, y en eso como en lo demás cegaba la pasión á los encarnizados adversarios. Sumner, que hasta entonces había gozado de perfecta salud y en cinco años no había faltado á una sola sesión, seguía abrumado por los efectos del ataque, y no se le vió en la sala de sesiones hasta nueve meses después, en Febrero de 1857. Después de ese día no volvió tampoco á concurrir, hasta el 4 de Marzo en que fué á prestar juramento y tomar posesión del nuevo puesto de senador para que acababa Massachusetts de elegirlo por un segundo término de seis años; pero vivamente molestado por los síntomas de una cruel afección del sistema nervioso, consecuencia de los tremendos golpes recibidos en la cabeza, que le impedía toda ocupación seria y continuada, se halló en el caso forzoso de abandonar la patria y embarcarse á los tres días para Europa, donde debía someterse á largo y riguroso tratamiento médico. Es cosa en extremo curiosa observar que cuando fué Sumner el cuatro de Marzo de 1857 á jurar el cumplimiento fiel del nuevo mandato, había ya muerto Preston Brooks, en Washington mismo, pocas semanas antes del mismo año, á la temprana edad de menos de treinta y ocho, y Butler enfermo se acercaba también al término y moriría en sus posesiones de la Carolina pocas semanas después, en el mes de Mayo siguiente. Hubiérase dicho que la diosa de la venganza arrebataba implacable al joven y al anciano, al mismo tiempo que yacía herida en pleno vigor de su madurez la víctima tan ferozmente maltratada.
Volvió de Europa á fines de 1859, estuvo presente en Washington al abrirse el Congreso el 6 de diciembre, dispuesto, aunque no enteramente curado, á reanudar su enérgico apostolado en favor de la limitación de la esclavitud. Muchos y profundos cambios se habían ya verificado en ese momento, pero el problema de la admisión de Kansas como estado soberano de la Unión se hallaba todavía, después de infinitas peripecias, pendiente de solución ante el Senado, cuando se levantó á pronunciar su primer discurso importante en Junio de 1860, abogando lo mismo que antes en favor de la admisión. Pudo, pues, como el ilustre catedrático de Salamanca, perseguido y encarcelado cinco años por la Inquisición, comenzar con la frase célebre: "decíamos ayer". Pero si la posición era parecida, las prendas personales eran distintas; Sumner carecía de la sencilla resignación de Fray Luis, y su novísimo discurso, que al imprimirlo intituló: "La barbarie de la esclavitud", aunque exento de ataques personales, conserva toda la inflexible rigidez de su temperamento de reformador.
La agresión indefendible, imperdonable, de Preston Brooks no redundó en beneficio del infausto programa político que la precipitó, bien al contrario; pero respecto de Sumner, fuera del hondo y lastimoso daño en su salud, si se mira en relación al papel político que tan valiente y animosamente representó, cumple declarar que vino al cabo á prestarle el más insigne servicio. Lo elevó á un alto pedestal, rodeó su frente de inesperada aureola, le trajo el recurso precioso de la popularidad, todo lo cual con sus dotes personales únicamente, con su manera habitual de pensar, de hablar y de escribir nunca hubiera conseguido, á despecho de la honradez de su carácter, del cabal desinterés de sus intenciones. Faltábale ductilidad, faltábale modestia en la lucha intelectual, faltábale sobre todo indulgencia para juzgar á los que opinaban ó sentían de algún modo diverso: precisamente las cualidades que á primera vista se estimarían indispensables para conquistar la alta posición que sin disputa ocupó luego entre sus colegas; su prestigio ante el pueblo americano bastó á allanar todos los obstáculos. El fatal rompimiento de 1861 vino después á colocarlo en su elemento, por decirlo así, al sonar la hora de las resoluciones supremas, de las medidas violentas y radicales. Fué entonces uno de los auxiliares más eficaces del presidente Lincoln, y no cesaba un instante de espolearlo, de impelerlo en el sentido de sus ideas, para obtener de él la proclama de la abolición de la esclavitud como medida de guerra, proclama que Lincoln prudentemente reservaba hasta que el fino y perspicaz instinto, que lo mantenía en íntimo contacto con la opinión pública, le anunciara llegada la hora precisa de lanzarla. Como cabeza de la Comisión de Relaciones extranjeras en el Senado, movido por la inquebrantable resolución de apartar cuanto pudiera traer estorbo á la resolución del espinoso problema de la esclavitud, prestó incalculables servicios, cubriendo con su prestigio parlamentario al ministro Seward, y conjurando todo peligro de ruptura diplomática con el gabinete inglés ó con el Emperador de los franceses. Al fin vió coronados sus esfuerzos, la guerra terminada, la esclavitud para siempre abolida. Fué el período triunfante de su carrera, y duraron su influencia y su poder hasta el término de la presidencia de Andrew Johnson. Después vinieron en tropel amarguras, tristezas infinitas; los defectos del hombre se sobrepusieron á las cualidades del tribuno y del apóstol; alejado de su partido, de los más de sus amigos, en pugna con el general Grant y sus ministros, fué bajando uno á uno reacio y desabrido los peldaños de la escalera, que lo había conducido á la cumbre: nadie lo oía, nadie seguía sus consejos, y su tono dogmático, la pomposa elocuencia de sus desconsoladas profecías se perdían en el desierto. Así fué poco á poco extinguiéndose la luz brillante, la voz sonora del hombre que en un tiempo representaba, según la bella y enérgica palabra de Emerson, "la conciencia del Senado".