Читать книгу Las rumbas de Joan de Sagarra - Enrique Vila-Matas - Страница 6
ОглавлениеPrólogo de Josep Maria Carandell
Joan de Sagarra,
Copito de Lautréamont
“Pero llegará un día, tú lo sabes, Gabo, en que el albino romperá los barrotes de su jaula y se perderá por la ciudad en busca de lo que es suyo. Y se merendará a los tranquilos, tranquilísimos, caponatenses que jamás se asustaron ante la mirada equívoca del albino, del poeta. Nuestro Lautréamont enjaulado”.
Hay en él, en Sagarra, una vuelta al dolor animal, al dolor sin historia y sin remedio, al malestar radicalmente experimentado y asumido, como prueba y ejemplo contundentes de un tiempo, o de un país, o de una vida, o de la humanidad, o del mundo; algo horrible que debe ser vivido y apurado si no se quiere entrar en el sistema higiénico que fabrica felicidades falsas y en cadena.
Joan de Sagarra se siente tan asqueado de sí mismo, de todos y de todo, que no sabe qué hacer para librarse del dolor que le aqueja. Abraza a veces este sufrimiento en una lucha cuerpo a cuerpo de amor y odio, en la que se consume totalmente; en una lucha en solitario, amarga, con golpes, brincos, gritos, escapadas y vueltas, que recuerda, solo recuerda, los exhaustivos juegos del cachorro. Es el Sagarra más profundo, afín a Lautréamont, a Copito, a Malcom Lowry, a Baudelaire, a Artaud, a todos los malditos.
Otras veces, en cambio, mima su inquietud en largas horas suaves, con poemas muy íntimos y una música vieja y sentimental de fondo. Pasan entonces a su lado los ríos del recuerdo, sosegados y grandes, le inundan los mil poros de su piel irritable, le embarcan hacia atrás, a acogedores paraísos, y entonces, anegado, mira con ojos lleno de cariño.
Pero un rato más tarde salta de nuevo, incapaz de amansarse, y desasosegado ataca con las uñas de Swift, de Larra o de El Be Negre, ahora a los otros, lúcido o ciego, acertado o injusto, poco importa, con argumentos que apenas dulcifican sus ganas de pelea. Entonces él quisiera no tener ni un amigo, ni un compromiso, ni una responsabilidad, para no verse obligado a detenerse ante nada y ante nadie, porque sabe o intuye que en esas ocasiones los miramientos no son más que una falsificación. Y porque se conoce y conoce esos momentos en que rompe barrotes y salta de la jaula para un banquete de destrucción total, mantiene a raya a todo el mundo en las horas de paz de cada día. Les mantiene distantes, con un saludo frío, torcida la mirada, despreciativo, indiferente, áspero, con extraños signos que los demás no entienden o entienden mal, que son en realidad avisos y advertencias para que estén todos en guardia y preparados ante sus inesperados ataques, o ante los asaltos más bestiales y ciegos todavía de otras fuerzas más altas y menos advertidas.
A veces quiere huir: del tiempo, del país, de sí mismo, de los otros. Sale a la calle, da un grito, toma un taxi. En el trayecto habla excitado sobre el inminente viaje. Se baja en la estación y solo entonces es ingenuo como un niño, con la guardia baja. Va a volver al París donde nació, al París de las maravillas de Alicia: lo cree con la misma intensidad con que cree en la rabia de los otros momentos. Cualquiera podría decirle entonces que se engaña, que no es posible marcharse, regresar. Es muy fácil decirlo, que se engaña. Y él hace lo único que puede hacer: no escucha; sabe que es un momento de infinita esperanza y lo aprovecha: “... saco un billete de andén y me rasco el alma con los vagones del señor Cook hasta que cae toda la sarna. Ensucio con mi sangre, con mi sarna, los respetables vagones del señor Cook y sueño en
...la douceur
d’aller là-bas vivre ensemble!”
Pero pierde siempre el tren. Todos lo sabían menos él. Aunque solo él puede escribir: “El expreso acaba de salir. El quinto sigue jugando al millón. Pago el Picon y echo a andar en dirección a las Ramblas. Cenaré algo por ahí y luego iré al Romea. Miércoles, 18 de noviembre: una vez más he perdido el tren”. Solo él, muy pocos como él, puede escribir con tanta amargura, porque sabe lo que es el sufrimiento, la cotidianeidad pobre y vacía, la rabia y el hastío; porque solo él, y muy pocos como él, ha luchado tan desesperadamente consigo mismo y con los otros; porque solo él, y rarísimos como él, ha querido marcharse y lo ha creído posible...
Lo que viene después es evasión. No evasión estúpida a mundos maravillosos, a paraísos artificiales, sino evasión total, hermana del suicidio. Se toma un Picon, dos, tres, veinte. Y, en casa, un fármaco, dos, tres, veinte, hasta que se duerme, hasta que desaparece definitivamente.
Pero al día siguiente, todo vuelve a empezar:
“Al quinto Picon logré dormirme. Me desperté con un fuerte dolor de cabeza. Leí un artículo de Arbó en el que elogiaba a los hippies y aquel otro de Aranguren en el que, como español, nos prometía contarnos las relaciones de la CIA con la hispanidad. Tomé dieciséis cucharaditas de bicarbonato. Y nada, la rata seguía ahí, en el bidet, en la nevera, comiéndose los geranios, leyendo el último papelín de Porcel... La rata, la rataza, asoma el bigote por el televisor... La rata, la rataza, sigue ahí, encima de la máquina, inquietante”. Sí: al día siguiente todo vuelve a empezar.
“El día de siempre continuará, continúa. Con hiel y rata”. Eso es lo que explícito o entre líneas se lee en todos y cada uno de sus escritos periodísticos, en los mejores y en los peores, en los de antes y en los de ahora. Él mismo sabe que de los quinientos o seiscientos artículos que ha publicado en dos años y medio, solo unos pocos, dos docenas tal vez, o tal vez menos, son los que de verdad y a fondo expresan su dolorido sentir, su nota más vital y desgarrada, y que los otros, los restantes, son solo florituras del estilo, virutas de su ciencia y experiencia, restos de su naufragio.
Pero esto importa poco, como importa poco el número de poemas de un poeta que debemos limpiar antes de conseguir su antología imprescindible, su fruto verdadero sobre el que viven y del que se alimentan los demás poemas, los demás artículos, válidos estos como máximo para establecer la geografía de su lucha, sus tácticas y llaves, sus enemigos más frecuentes, sus engaños y trampas para seguir viviendo, las marcas de los específicos con que se cura las heridas.
Lo que interesa es aquella experiencia básica: la que le da un carácter concretísimo como persona; la que hace de él un escritor auténtico, aunque solo escriba artículos breves, a veces mínimos, en la prensa diaria; la que inquieta al lector y le alcanza un poco más allá, a veces mucho más allá de la coraza de costumbres y de tópicos. La que con su palpitación obliga al lector, más que a preguntarse si tiene o no razón en lo que escribe, a preguntarse por el hombre que lo escribe: ¿quién es él?
Conocí a Joan de Sagarra a principios de 1967 en una representación teatral de una obra sobre el Vietnam por el grupo El Camaleó, de Jordi Teixidor y Jordi Bayona. Hacía unos meses que yo había regresado a Barcelona, después de años de dar vueltas por el mundo y por España, y con un apasionamiento que todavía me dura intentaba recuperar mi país, vivirlo y entenderlo, hacerlo mío. Él me ayudó, como nadie, en este intento de volver al Born, aunque me puso en guardia contra el fácil enamoramiento patriota y localista, propio de quien regresa; y eso le debo, entre otras cosas. Recuerdo que en aquel primer encuentro observé ya su carácter tal como es: sensible e inestable, pero poseído por una fuerza agresiva tremenda. Al terminar la representación, mientras algunos discutían sobre el sentido intelectual de la obra y sobre la validez y calidad de los argumentos, él insistía tan solo en la fuerza y la vida que en algunos momentos emergía del texto, de la función, de los actores.
Y así eran sus críticas teatrales de entonces en El Correo Catalán: mucho más atentas a los juicios de valor de los sentidos y a los niveles del aburrimiento, la alegría, el dolor o la sorpresa, que a los juicios literarios de la argumentación, el discurso y la temática. Aquellas observaciones, subrayadas por una buena información sobre las obras y corrientes actuales, le convirtieron pronto en el crítico más leído de Barcelona, y el más temido, hasta que las envidias y los intereses le acusaron de intrusismo, pues no tenía –ni tiene– el carnet de periodista, y le hicieron saltar de su tribuna escrita.
A las pocas semanas de conocernos ya nos veíamos cada día; cambiábamos impresiones, discutíamos las noticias y los hechos diarios, nos prestábamos libros y, con frecuencia, iba a buscarle al periódico para cenar en cualquier parte, recorríamos las Ramblas, jugábamos unas partidas al futbolín en el Texas, o al millón en cualquier bar, íbamos al teatro o a La Cuca Fera, encontrábamos a amigos, bailábamos en el Jazz-Colón, y la fiesta podía terminar en Mataró o en su casa escuchando a Ovidi Montllor o a la Marlene Dietrich.
Poco a poco me fui enterando de su vida. Nació en París el 8 de enero de 1938, en el exilio de sus padres, cuando ya el prodigioso autor de las Memòries y de Vida privada, Josep Maria de Sagarra, tenía cuarenta y cinco años. Al estallar la guerra contra Alemania se refugiaron en el sur, en Banyuls, en San Sulpice, en Prades. Y a los dos o tres años, amnistiado Sagarra por sus títulos de nobleza, regresó la familia a Barcelona, por poco tiempo, porque las dificultades de publicar en catalán hacían muy difícil la existencia material y espiritual. El año 1947 ya volvían a París para una estancia que pudo ser definitiva, pero que en realidad fue solo de unos meses. Joan tenía entonces nueve años, pero pudo vivir intensamente la vida de París con su mundo de noche, sus hoteles, restaurantes, teatros; conoció a Sartre, a Giacometti, a Yolanda, una querida de Faruk, a Stokowsky y a su mujer –una Vanderbilt–, a Marcel, un barman que le enseñó a preparar cócteles y a jugar al póquer, a una modelo de Coco Chanel, a un húngaro judío, amigo de su padre, cabecilla de la resistencia en Buchenwalt, y a muchos exiliados; oyó a la Piaf, y desde el gallinero sufrió su primer shock teatral en la Comédie Française, con el Británico. Yo comprendo muy bien que, en memoria de ese año, capital para él en su experiencia viva, se adorne con guirnaldas de citas francesas en sus representaciones periodísticas, y que diga, más que cualquiera, que Catalunya es una provincia cultural de Francia, y que se vaya a veces por la noche al Pastís y exija a la patrona que le ponga aquel disco, justo aquel disco de la Edith Piaf.
Terminado el bachillerato en el colegio de los jesuitas y la carrera de Derecho, aún volvió una vez más a París, para quedarse. Estudió teatro en la Sorbona, se interesó por Antonin Artaud recién redescubierto por la crítica, hizo su tesis sobre él y trabajó intensamente, como nunca había trabajado, como ya nunca más trabajaría. Fue ayudante de Raymond Rouleau –colaborador de Artaud en el teatro Jarry– en el montaje de un Ubú encadenado y de un Tío Vania de Chéjov, mientras estudiaba los textos artaudianos en la Biblioteca del Arsenal. Se interesaba, al propio tiempo, por la arquitectura teatral, por el cine ruso, francés y americano, por la literatura de la generación beat, por la canción y por cualquier tipo de espectáculo.
La influencia de Artaud en la idea que del teatro tiene Joan de Sagarra es evidente, y yo la pude comprobar ya, como he dicho, el mismo día que le conocí; pero, además, el espíritu y la sombra del genial demoníaco parecen revelarse en muchas de las cosas que Sagarra escribe, e incide en su mismísima concepción de la vida. Sagarra tiene mucho de rebelde artaudiano, agresivo y teatral, caótico e intenso. Por más distintas que sean sus figuras corporales, enteco Artaud y pícnico Sagarra, hay en los dos un cierto parentesco de fantasía desbordante, de asociación de imágenes poéticas, de terrores difusos y cósmicos, de ratas y de gritos, de exabruptos violentos, de frases agresivas sin concepto. Obsesivo, constante en sus gustos y sus fobias, es en cambio Sagarra muy inconstante como aquel en la acción, y los dos miran sus propias obras breves como amagos de un gesto, insuficiente y vago, de rechazo del mundo y de amarga lucidez de la conciencia.
Pero si Sagarra puede hacer suyas muchas de las declaraciones y actitudes de Artaud, él habla con mayor entusiasmo todavía de otra influencia que recibió en París por aquel tiempo: la de Burroughs, a quien conoció personalmente, y cuyo discurso alucinante y descoyuntado le pareció mucho más adecuado para describir la época presente que la prosa clásica y neutra del nouveau roman, entonces en boga.
Con todo, el París de 1962, ya no era aquel París reconcentrado y mítico que él conoció en 1947, y por eso volvió otra vez a Barcelona, y por eso, cuando a veces se marcha a la estación para tomar el tren de Francia, el tren ya se ha marchado, porque no hay tren para volver al sueño de la infancia, y él se sume en la escasa vida de aquí, con sus pobres teatros, su menguada cultura, su aburrimiento infinito, seguro de que Francia, aunque a un nivel más alto, no ofrece mucho más.
Y esto es fundamental. En Sagarra resuenan los grandes temas de la poesía: los de la soledad, de la muerte, del amor, del dolor cósmico, del místico viaje de Baudelaire, de la consumación y de la destrucción..., pero en un medio cultural mezquino y provinciano, embrutecido y monótono, de culturita, cultureta de boy scouts y fuentes integrales, de política a nivel de secretarios, de teatro con regusto de parroquia, de ensayos y novelas todo lo más correctos, de música y canción para abuelitas, de periódicos graves y vacíos, de diversiones tombolísticas, de generaciones ruidosas pero aburridas, de alegría falsa y aprendida por una buena sociedad de nuevos ricos, sin libertad, además, para gritar, para que se sepa cuál es el lugar exacto de las cosas. Este contraste entre la verdadera vida, la verdadera poesía, la verdadera política, la verdadera cultura, y la degradante realidad de cada día es el recurso permanente de todos los artículos de Sagarra: de ahí nace su rabia, su mal café, su humor, su fantasía de gran novela escrita en términos de Mortadelo y Filemón.
Por eso él baja noche tras noche a la busca de cosas indudables: el Texas, el Kit-Kat, el Cádiz, el Picon y la Rambla: “la Rambla de esos hombres que pasean, incansablemente, arriba y abajo, arrastrando los pies, los ojos entornados, y que, de repente, se ponen a hablar solos”, y busca a Just Cabot en el recuerdo, y la sonrisa de Willie Fung, y el poema de Guillén o de Prevert, y prefiere la manilla a la guarida del dragón: “Pitarrista, jugador y borracho, opto por el exabrupto, la giganta y la baldufa.1 Os dejo la cultureta, el fair play, el protocolo y la guardiola,2 la Coca-Cua y la momia congelada. No me liaréis, soy demasiado serio para tomarme en serio un desfile de ropa interior y un cavaller de goma que dice mamá. Prefiero la manilla”.
En fin: Sagarra volvió, al año de haberse marchado, en una situación existencial que no me cuesta nada de explicar pues la conozco bien: como un hombre sin patria y sin patrias, desilusionado de todo, convencido de que daba lo mismo Barcelona o Madrid, El Cairo o San Petersburgo. Pero con una patria dentro: la de los recuerdos de su infancia, su familia –¡siempre los tres!, la madre, el padre y él–, sus experiencias de los años cuarenta, sus discos y sus novias, sus libros preferidos.
Se fue a Madrid. Intentó abrirse paso en el teatro y fracasó. Cambió de empleos, recorrió la rica gama de las oficinas, de las editoriales, de los trabajos en casa. Primero en la capital y luego en Barcelona. Escribió esporádicamente artículos sobre cine, organizó sesiones sobre jazz, empezó a colaborar como crítico de teatro en El Noticiero.
Después entró en El Correo Catalán. Hacia 1966 este periódico del tradicionalismo se había convertido en el más avanzado, combativo y actual de todos los periódicos de Catalunya, gracias al nuevo consejo de administración, y al fichaje de gente joven por el subdirector, Manuel Ibáñez Escofet. Esta gente nueva, como Lluís Permanyer, Josep M. Huertas Claveria, José Martí Gómez, Joan Anton Benach y otros, representaba en el periodismo lo que Feliu Formosa y Salvat en el teatro; Raimon, Pi de la Serra y Els Setze Jutges en la canción; Josep Termes y Ramon Garrabou en historia, y Joaquín Marco o Francesc Vallverdú en la poesía: es decir, una tendencia claramente social y en consonancia con la revuelta de la universidad y la encerrona de los capuchinos. Una tendencia tradicional y seria en un mundo que estaba en trance de dejar de serlo. El punto de contacto de Sagarra con aquel periódico y período era, ante todo, su afición al teatro y a la canción y, más concretamente, su interés por Bertolt Brecht. Pero también era un extraño a todo aquello, un marginal más serio que los serios en su fondo demoníaco, más radical que los radicales por su rabia congénita, más teatral que los teatrólogos con su sensibilidad artaudiana.
Por eso, cuando Manuel Ibáñez Escofet le llamó en 1968 al Tele/eXpres del que era nuevo director, Sagarra encontró allí una tribuna mucho más adecuada a su temperamento, más flexible para sus exabruptos, más informal para su juego de variados niveles. Los sucesos del mayo francés, cuyos protagonistas encarnaron la figura más nueva y atractiva del revolucionarismo actual europeo, con su preponderancia juvenil y vital, imaginativa y anárquica, informal y espontánea, hicieron cuajar con su aparatosa espectacularidad una serie de tendencias en todos los terrenos, que también, cómo no, se daban en Catalunya y en España. Fue Ibáñez Escofet, seguramente, el primer director de periódico del país que se dio cuenta del cambio de sensibilidad, y aun antes de que empezáramos a hablar de los representantes literarios y artísticos de la nueva generación, él los llamó a su lado en el periódico. Así, a Tele/eXpres, en esta nueva etapa, se le calificó de “distinto”, y sucesivamente, en consonancia con los nuevos aspectos y adjetivos que la moda fue trayendo, se le llamó “divertido”, “frívolo”, “de moda”, “de la gauche divine”, “montserratino” e “informal”. A diferencia de El Correo Catalán, en el que había dos bandos separados: los viejos y los jóvenes, en Tele/eXpres se daba una armonía de fondo y frecuentemente de forma entre los séniors, los medianos y los júniors, y entre las diversas secciones del periódico. Gracias a Ibáñez Escofet y a O. Costa, redactor en jefe, luego subdirector, el periódico presentaba, ya en 1969, una notable coherencia, sin renunciar a las individualidades y a los no siempre posibles descomedimientos y, lo que es más importante, como publicación de masas y de élites. Era y es un periódico sin la solera de La Vanguardia y El Noticiero, sin la tradición del Diario de Barcelona y El Correo Catalán, pero por eso mismo más ágil e incisivo, más flotante y diversificado.
En otoño de 1968 Sagarra recibió el encargo del director de publicar diariamente unos artículos de colaboración, informales, como los que muchos años antes había publicado Josep Maria de Sagarra en la revista Mirador, bajo el título de L’aperitiu. El día 1 de noviembre de aquel año apareció el primer artículo en recuadro, con el nombre seriado de El día de siempre y el literario título, sucesor de los escritos de su padre, “Muertos con naturalidad”.
Pero muy pronto abandonó Sagarra el tono culto y literario, para crearse su propio estilo, agresivo y locuaz, en todo caso más próximo del Josep Maria de Sagarra de El Be Negre y de Vida privada que de L’aperitiu, aunque en algunas ocasiones regrese a este en busca de reposo.
Con la tradición del apellido y con su propio prestigio alcanzado en sus publicaciones anteriores, la sección de Joan de Sagarra se convirtió en una de las más leídas de Barcelona, con un público muy heterogéneo de gente vieja y gente joven, de catalanistas y de simplemente catalanes, de serios y de frívolos. Un mismo artículo divertía a unos e irritaba a otros, pero nunca dejaba indiferente. En los primeros tiempos, cuando su sección resultaba más nueva y sorprendente, se oían con frecuencia comentarios de este tipo: “Me irrita, pero no puedo dejar de leerle”. Algunos entendidos en literatura preferían (prefieren) los textos de Sagarra a los escritos, novelas y poemas de muchos otros escritores cuya entrada en la historia (local o general) parece asegurada. Ciertamente que el periodismo, en estos años, parece recibir la tan ansiada carta de ciudadanía entre las artes literarias de altura, como los cómics y las otras artes pobres. Pero eso es algo que se dice por moda y de boquilla, y cuando algún señor escribe sobre la literatura de hoy prefiere seguir hablando por inercia, o por hipocresía, de la Literatura con mayúscula, convencido de que en el periodismo no pueden encontrarse, por definición, los grandes temas, preguntas y formulaciones de la novela, el teatro o la poesía. Hay en esto una indudable traición a la propia espontaneidad del gusto, pues uno se pregunta cómo habiendo disfrutado tanto con un comentario de periódico, este no encuentra un sitio a la hora del balance literario.
Recientemente recordaba Sagarra en una de sus notas, unas palabras de Ortega que definen, mejor que cualesquiera otras, lo que él entiende por literatura y lo que él mismo pretende hacer en sus escritos. Decía Ortega: “Cuando hemos leído ya mucha literatura y algunas heridas en el corazón nos han hecho incompatibles con la retórica, empezamos a no interesarnos más que en aquellas obras donde llega a nosotros gemebunda o riente la emoción que en el autor suscita la existencia. Y llamamos retórico, en el mal sentido de la palabra, a todo libro en cuyo fondo no resuene ese trémulo metafísico”.
Ya he dicho, desde la primera línea de esta nota introductoria, que ese trémulo constituye precisamente la raíz de los escritos de Sagarra, y que sus mejores escritos son aquellos donde esa emoción “gemebunda o riente” (mejor aún, desesperada o sarcástica) se expresa con más fuerza y sin tapujos. Y que los otros artículos son solo derivaciones, variaciones, hijos, a veces, solo del oficio, o simples expedientes para salir del paso, y cobrar unas pesetas. Son aquellos artículos en que opone su verdadero amor a Catalunya, a la Catalunya de “charanga y pandereta”: “barretina y flabiol” y todo lo que cuelga, propia de los amantes que, de novios, respetan la pureza y regalan una rosa, y que, de esposos, se hacen monótonos y egoístas, cretinos de la cama y estúpidos de calle. O aquellos otros en que se carcajea de la trivial cultura de hoy en día, o de la aparente seriedad de los rebeldes que hablan de un lombardiano mundo mejor sin saber qué cosa es lo mejor (ni vivir saben), o de los ciento y un fenómenos de orden social, moral y político que admiten (son muy pocos, y raramente) la crítica y la juerga.
Pero seguramente la mejor manera de definir el fondo y forma, la dicotomía de objetividad y subjetividad, la perspectiva y objetivo de sus artículos, sería recordando aquel lema que hace dos años, en una discusión agitada, él mismo pronunció. “Yo respondo –gritaba– al caos con el caos”. Y, en efecto, él no es un escritor que racionalice el contorno para entenderlo y poder actuar; él es un hombre permeable a las incitaciones de la realidad, físicas o mentales, que realiza en sí mismo la multiplicidad que le rodea, y así, Sagarra está atento a todo lo que ocurre, como un Manolo Vázquez Moltalbán, y, en consonancia con los disfraces caóticos del mundo neocapitalista y fachandoso, se disfraza de cualquier cosa, no importa cuál y sin prejuicios, como un Terenci, un Trías o un Gimferrer. A Sagarra le van que ni pintadas ex profeso aquellas exactísimas palabras de Thomas Mann en su Muerte en Venecia: “Para que cualquier creación espiritual ejerza rápidamente una influencia amplia y profunda, es preciso que exista un secreto parentesco, y hasta una identidad, entre el destino personal y el destino general de su generación”. Ese secreto parentesco es anterior al estudio y al conocimiento; es una cuestión de sensibilidad o de sentimentalidad; algo en lo que se vive: no se aprende, irrenunciable y espontáneo.
Poco importa, en ese caso, que Sagarra no quiera casarse con nadie ni hacer grupo con nadie. Su independencia displicente no le separa ni le aleja de los otros. Eso es tan solo cosa de su carácter que muy gráficamente definía Ángel Casas cuando me dijo que Sagarra “ataca con un puño y con el otro se defiende”. Lo cierto es que él, a pesar de ser un individuo, con su pelo rojizo, su piel blanca y coloreada por el tequila y el whisky, su cicatriz en la cara, su intemperancia bohemia, su terquedad y vanagloria, su abulia y su memoria prodigiosa, su inteligencia penetrante y sus conocimientos especializados, su rabia y su ternura, su desprecio por todo y su interés por todo, a pesar de eso y de cien cosas más, desagradables o atractivas, Sagarra es uno de los hombres más representativos de este momento que pudo ser magnífico y brillante y se ha quedado en la caricatura.
Pero, más allá y por debajo de su modernidad, repito una vez más que hay en él una vuelta al dolor sin historia y sin remedio, al malestar radicalmente experimentado y asumido, que encuentra en todo excusas para exaltarse y expresarse. Aunque muy raramente en tono de tragedia. Es demasiado inteligente y orgulloso para eso: él sabe que el dolor y el sufrimiento personal, si no van acompañados de la risa, hacen reír; y él no quiere que nadie se le ría, y se ríe primero. Y es entonces cuando la risa del lector se desvía y resuena en él todo. Es una risa triturada, revuelta, condimentada con el malestar: cultura.
Josep Maria Carandell
1. Baldufa, en catalán, peonza. Sagarra defiende aquí lo que se mueve y baila, contra lo estático que cita a continuación, como la guardiola
2. Hucha.