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Si deseáis conocer la historia de la gran invasión de 1814 tal como me la ha referido el anciano cazador Frantz del Hengst, debéis trasladaros a la aldea de Charmes, en los Vosgos. Unas treinta casitas, con tejados de madera cubiertos de obscuras siemprevivas, se alinean a lo largo del Sarre; de ellas se ven los mojinetes llenos de yedra y de madreselvas marchitas—pues ya se acerca el invierno—, las colmenas cerradas con haces de paja, los jardinillos, las empalizadas y los setos que separan unas viviendas de otras.

A la izquierda, en una elevada montaña, se alzan las ruinas del antiguo castillo de Falkenstein, destruido, hace doscientos años, por los suecos. Del castillo no queda mas que un montón de escombros erizado de zarzas; un antiguo camino de schlitte[1], de escalones desgastados, asciende entre los abetos. A la derecha, en una pendiente, se divisa la casería de «El Encinar»: un gran edificio con trojes, establos y cobertizos, de tejados planos cargados con gruesas piedras para resistir los vientos del Norte. Algunas vacas pastan entre los brezos y algunas cabras sobre las rocas.

Todo allí es tranquilo, silencioso.

Los niños, vestidos con pantalones de lienzo gris y con la cabeza y los pies desnudos, se calientan alrededor de las hogueras que hacen en las lindes de los bosques. Las espirales de humo azul se pierden en la altura, en donde grandes nubes blancas y grises permanecen inmóviles sobre el valle. Detrás de las nubes se descubren las cimas áridas del Grosmann y del Donon.

Pues bien; es preciso saber que la última casa de la aldea, cuyo tejado de caballete se halla atravesado por dos claraboyas de cristales y cuya planta baja se abre hacia una calle fangosa, pertenecía en 1813 a Juan Claudio Hullin, un antiguo voluntario del 92, a la sazón almadreñero en la aldea de Charmes y que gozaba de una gran consideración entre los serranos. Hullin era un hombre rechoncho y fornido, de ojos grises, labios gruesos, nariz corta, con una hendedura en la punta, y pobladas cejas canosas. Era de carácter alegre y cariñoso, y nunca podía negar nada a su hija Luisa, una niña recogida en tiempos lejanos de entre esos miserables heimatshlos—herreros, caldereros—sin casa ni hogar, que van de pueblo en pueblo reparando sartenes, fundiendo cucharas y componiendo la vajilla rota. Hullin consideraba a Luisa como hija propia, y había olvidado que pertenecía a una raza extranjera.

Además de este natural afecto, el buen hombre sentía otros: amaba, en primer término, a su prima, la anciana labradora que tenía en arriendo «El Encinar», Catalina Lefèvre, y a su hijo Gaspar, que había entrado en quinta aquel año, un buen muchacho, novio de Luisa y cuyo regreso esperaba la familia cuando la campaña terminase.

Hullin se acordaba siempre con entusiasmo de sus campañas de Sambre y Mosa, de Italia y de Egipto. Pensaba a menudo en ellas, y muchas veces, al caer la tarde, después del trabajo, se dirigía a la fábrica de aserrar del Valtin, ese lóbrego edificio, construido con troncos de árboles sin desbastar, que podéis ver allá, al fondo del desfiladero. Hullin se sentaba entre los leñadores, los carboneros, los schlitteros, frente a un gran fuego hecho con serrín, y mientras giraba la pesada rueda, retumbaba la presa y rechinaba la sierra, él, con el codo apoyado en la rodilla y la pipa en los labios, hablaba a aquella buena gente de Hoche, de Kléber y, por último, del general Bonaparte, a quien había visto cien veces, describiendo su rostro enjuto, sus ojos penetrantes y su perfil de águila, como si le tuviera presente.

Tal era Juan Claudio Hullin.

Era un hombre de la vieja cepa gala, apasionado por las aventuras extraordinarias y las empresas heroicas, pero aferrado al trabajo por el sentimiento del deber desde el día primero del año hasta el día de San Silvestre.

En cuanto a Luisa, la hija de los heimatshlos, era una muchacha esbelta, fina, de afiladas y delicadas manos, de ojos de un azul celeste y tan dulces que penetraban hasta el fondo del alma de quien los veía; su tez era blanca como la nieve; sus cabellos, rubios como el oro, tan suaves como la seda, y los hombros, oblicuos como los de una virgen en oración. Su inocente sonrisa, su frente soñadora, toda su persona, en fin, recordaba el antiguo lied del minnesinger Erbart, cuando dice: «He visto pasar un rayo de luz, y mis ojos se hallan aún deslumbrados... ¿Era una mirada de la Luna a través del follaje?... ¿Era una sonrisa de la aurora en el fondo de los bosques?... No... Era la hermosa Edit, mi amor, que pasaba... La he visto, y mis ojos se hallan aún deslumbrados.»

Luisa amaba con pasión el campo, los jardines y las flores. Al llegar la primavera, los primeros cantos de la alondra le hacían derramar lágrimas de ternura. Luisa iba a ver brotar los azulejos y las espinas tras los zarzales del monte, y espiaba la vuelta de las golondrinas que anidaban en un ángulo de la ventana de su buhardilla. No podía dudarse que era hija de los heimatshlos errantes y vagabundos, aunque no fuese tan salvaje como ellos. Hullin se lo perdonaba todo: comprendía su carácter, y muchas veces le decía riendo:

—Mi querida Luisa, con las provisiones que nos traes—esas gavillas de hermosas flores y de espigas doradas—nos moriríamos de hambre en tres días.

Pero la joven sonreía tan dulcemente y besaba a Hullin con tanto afecto, que el hombre volvía a su trabajo diciendo:

—¡Bah! ¿Qué necesidad tengo de reprender? Tiene razón; le gusta el sol... Gaspar trabajará por los dos y será feliz como cuatro... Y no lo siento, al contrario... Mujeres que trabajen hay muchas, y no por eso son más hermosas; ¡pero mujeres que amen! ¡Qué suerte si se encuentra una! ¡Qué suerte!

Así razonaba el buen hombre, y los días, las semanas, los meses se sucedían esperando la próxima vuelta de Gaspar.

Catalina Lefèvre, mujer dotada de una gran energía, compartía las ideas de Hullin respecto de Luisa.

—Yo—decía—sólo quiero tener una hija que me ame; no deseo que se ocupe de las cosas de mi casa. ¡Con tal que esté contenta!... ¿No es verdad, Luisa, que no me incomodarás en nada?

Y las dos mujeres se besaban.

Pero Gaspar no volvía, y hacía dos meses que no se tenían noticias suyas.

Pues bien; aquel día, a mediados del mes de diciembre de 1813, entre tres y cuatro de la tarde, Hullin, inclinado sobre su banco, terminaba un par de zuecos claveteados para el leñador Rochart. Luisa acababa de colocar una vasija de barro vidriado en la estufita que chisporroteaba y hacía cierto ruido triste, mientras que el viejo péndulo contaba los segundos con su tic-tac monótono. Fuera, a lo largo de la calle, se veían esos charquitos de agua, cubiertos de una capa de hielo blanca y friable que anuncia la proximidad de los grandes fríos. A veces se oía la marcha de pesados zuecos sobre la tierra endurecida y se veía pasar un sombrero de fieltro, una capucha o un gorro de algodón; después, el ruido se alejaba, y el crujido de la madera verde en las llamas, el zumbido del torno de hilar de Luisa y el hervor de la olla volvían a reinar. Habían pasado así dos horas cuando Hullin, al mirar casualmente a través de los cristalillos de la ventana, suspendió su trabajo y permaneció con los ojos muy abiertos, como absorto por un espectáculo inusitado.

En efecto; en el sitio donde torcía la calle, frente a la taberna de Los tres pichones, avanzaba—en medio de un corro de muchachos que silbaban, saltaban y gritaban «¡El Rey de Bastos! ¡El Rey de Bastos!»,—, avanzaba, repito, el más extraño personaje que es posible imaginar: figuraos un hombre de barba y cabellos rojos, el rostro grave, la mirada sombría, la nariz recta, las cejas juntas en medio de la frente, con un círculo de hojalata en la cabeza, con una piel de perro de ganado, de color gris acero y largos pelos, puesta sobre la espalda y las dos patas de delante atadas alrededor del cuello; el pecho cubierto de crucecillas de cobre falso; las piernas vestidas con una especie de calzón de lienzo gris, atado por encima del tobillo, y los pies desnudos. Un cuervo de gran tamaño, cuyas negras alas brillaban como un espejo, se posaba sobre su hombro. Se diría al contemplar la marcha majestuosa de tal hombre que era uno de aquellos antiguos reyes merovingios, tales como los representan las imágenes de Montbéliard; sostenía con su mano izquierda un palo grueso y corto, que tenía la forma de cetro, y con la mano derecha hacía gestos imponentes, levantando el dedo hacia el cielo y apostrofando al cortejo.

A su paso, todas las puertas se abrían; detrás de los cristales se apretujaban los rostros de los curiosos. Algunas viejas, desde la escalera exterior de sus barracas, llamaban al loco, que no se dignaba siquiera volver la cabeza; otras descendían a la calle y trataban de cortarle el paso; pero él, levantando la cabeza y alzando las cejas, con un gesto o una palabra les obligaba a separarse.

—¡Vaya!—dijo Hullin—; aquí tenemos a Yégof... No esperaba volver a verle este invierno... Eso es raro en él... ¿Qué le sucederá para regresar con semejante tiempo?

Y Luisa, dejando la rueca, corrió a contemplar al Rey de Bastos. Era, en verdad, un acontecimiento la llegada del loco Yégof al comenzar el invierno; unos se alegraban con la esperanza de retenerle y de hacerle hablar en las tabernas de su fortuna y de su gloria; otros, sobre todo las mujeres, sentían cierta vaga inquietud, porque los locos, como se sabe, participan de las ideas de otro mundo, conocen el pasado y el porvenir y están inspirados por Dios; el secreto está en llegar a comprenderles, pues sus palabras siempre tienen dos sentidos, uno vulgar, para las gentes ordinarias, y otro profundo, para los espíritus delicados y las personas juiciosas. Por otra parte, aquel loco, más que ninguno, tenía pensamientos verdaderamente extraordinarios y sublimes. No se sabía ni de dónde venía ni adónde iba, ni lo que quería, pues Yégof erraba por todas partes como alma en pena; a veces hablaba de razas desaparecidas y decía que era emperador de Austrasia, de Polinesia y de otros lugares. Se hubiera podido escribir extensos libros acerca de sus castillos, sus palacios y sus fortalezas, de los cuales conocía el número, la situación y la arquitectura, y de los que celebraba la amplitud, la belleza y la riqueza con un aire sencillo y modesto. Hablaba el loco de sus caballerizas, de sus cotos de caza, de los grandes dignatarios de su Imperio, de sus ministros, de sus consejeros, de los intendentes de sus provincias, y nunca se equivocaba ni acerca de sus nombres ni acerca de sus méritos, pero se lamentaba amargamente de haber sido derrotado por la raza maldita; y la anciana comadre Sapiencia Coquelin, siempre que le oía quejarse con tal motivo, lloraba a lágrima viva, y otras mujeres también lloraban. Entonces Yégof, levantando el dedo hacia el cielo, exclamaba:

—¡Oh mujeres! ¡Oh mujeres!... ¡Acordaos!... ¡Acordaos!... La hora se acerca... El espíritu de las tinieblas huye... ¡La antigua raza..., los señores de vuestros señores avanzan como las olas del mar!

Y todas las primaveras tenía la costumbre de ir a ver los viejos nidos de búhos los antiguos castillos y las ruinas que coronan los Vosgos en el seno de los bosques, en el Nideck, en el Géroldseck, en Lutzelburg, en Turkestein, diciendo que iba a visitar sus leudes, y hablaba de restaurar el pasado esplendor de sus Estados y de reducir nuevamente a esclavitud a los pueblos sublevados, con la ayuda del Gran Golo, su primo.

Juan Claudio Hullin se reía de estas cosas, pues no era su ingenio bastante sutil para penetrar en las esferas invisibles; pero Luisa al oírlos experimentaba una gran turbación, sobre todo cuando el cuervo agitaba las alas y dejaba oír su ronco grito. Descendía, pues, Yégof por la calle sin detenerse en ninguna parte, y Luisa, muy inquieta, viendo que el loco miraba hacia su casita, dijo:

—Papá Juan Claudio, me parece que Yégof viene a nuestra casa.

—Es muy posible—respondió Hullin—; el pobre diablo no dejará de necesitar un par de zuecos claveteados con el frío que hace; y si me lo pide, a fe mía que me costará gran trabajo negárselo.

—¡Oh, qué bueno es usted!—dijo la joven besando a su padre con cariño.

—Sí, sí...; tú me acaricias—dijo Hullin riendo—porque hago todo lo que quieres... Pero ¿quién me pagará la madera y el trabajo?... No será ciertamente Yégof...

Luisa besó otra vez a Hullin, el cual, mirándola con ternura, murmuró:

—Esta moneda bien vale aquella otra.

Yégof se encontraba entonces a cincuenta pasos de la casita, y el tumulto iba en aumento. Los muchachos, agarrándose a los pingajos de la chaqueta del loco, gritaban: «¡Bastos! ¡Espadas! ¡Copas!» De improviso el viejo se volvió, y levantado el cetro que llevaba, con aire digno, aunque irritado, exclamó:

—¡Retiraos, raza maldita!... ¡Retiraos..., no me aturdáis más... o suelto contra vosotros mi jauría de dogos!

Aquella amenaza no produjo otro efecto que aumentar los silbidos y las carcajadas; pero como en el mismo instante Hullin apareció en el umbral de la puerta con una larga barrena en la mano y como, distinguiendo a cinco o seis de los más revoltosos, les advirtiese que aquella misma noche iría a tirarles de las orejas durante la cena, lo que el buen hombre había hecho ya varias veces con el consentimiento de sus padres, el cortejo se disolvió, consternado de semejante encuentro. Entonces, volviéndose hacia el loco, el almadreñero dijo:

—Entra, Yégof, y ven a calentarte al lado del fuego.

—Yo no me llamo Yégof—respondió el desdichado como si le hubiesen ofendido—; yo me llamo Luitprand, rey de Austrasia y de Polinesia.

—Sí, sí, ya lo sé, ya lo sé—dijo Juan Claudio—. Me has contado todo eso. De cualquier modo, no importa; te llames Yégof o Luitprand, entra. Hace frío y necesitas calentarte.

—Yo entro—contestó el loco—, pero es para tratar de un asunto muy importante; es para una cuestión de Estado..., para pactar una alianza indisoluble entre los germanos y los triboques.

—Bien; pues hablaremos de eso.

Yégof, inclinándose bajo la puerta, entró muy pensativo y saludó a Luisa con la cabeza, al mismo tiempo que bajaba el cetro; pero el cuervo no quiso entrar; desplegando sus grandes alas cóncavas, dio una amplia vuelta alrededor de la barraca y fue a caer a todo volar sobre los cristales para romperlos.

—¡Hans—le gritó el loco—, ten cuidado! Yo vengo...

Pero el pájaro no separó sus agudas garras de las mallas de plomo y no dejó de agitar en la ventana sus grandes alas mientras que su amo permaneció en la casa. Luisa, llena de miedo, apartaba de él los ojos. En cuanto a Yégof, sentose en el viejo sillón de cuero, detrás de la estufa, extendió las piernas, como si estuviera en un trono, y paseando a su alrededor la mirada con imperio, exclamó:

—Vengo de Jéromé directamente para concertar contigo un matrimonio, Hullin. No ignoras que me he dignado fijar los ojos en tu hija, y vengo a pedírtela para que sea mi mujer.

Luisa, al oír aquella proposición, enrojeció hasta las orejas, y Hullin lanzó una sonora carcajada.

—¡Te ríes!—exclamó el loco con voz cavernosa—. Pues haces mal en reírte... Este matrimonio es lo único que puede salvar de la ruina que amenaza tanto a ti como a tu casa y a todos los tuyos... Ahora mismo mis ejércitos van avanzando... Son innumerables... Cubren gran parte de la Tierra... ¿Qué podéis vosotros contra mí? Seréis vencidos, aniquilados, reducidos a la esclavitud como lo habéis sido ya durante siglos enteros, porque yo, Luitprand, rey de Austrasia y de Polinesia, he decidido que todo vuelva al estado que antiguamente tenía... ¡Acuérdate!

Y diciendo esto, el loco levantó el dedo con aire solemne.

—¡Acuérdate de lo que ha pasado!... ¡Vosotros habéis sido vencidos!... Y nosotros, las viejas razas del Norte, os hemos puesto el pie en la frente. Hemos cargado sobre vuestras espaldas las más pesadas piedras para construir nuestras fortalezas y nuestras prisiones subterráneas... Os hemos uncido a nuestros arados y habéis sido para nosotros lo que la paja para el huracán... ¡Acuérdate, acuérdate, triboque, y tiembla!

—Me acuerdo muy bien—dijo Hullin sin dejar de reír—; pero nosotros hemos tomado el desquite... ¿No es verdad?

—Sí, sí—interrumpió el loco frunciendo las cejas—; pero aquel tiempo ha pasado. Mis guerreros son más numerosos que las hojas de los bosques... y vuestra sangre fluye como el agua de los arroyos. ¡Te conozco hace más de mil años!

—¡Bah!—respondió Hullin.

—Sí, esta mano, ¿lo oyes?, esta mano es la que te ha vencido cuando llegamos por vez primera al corazón de vuestros bosques... ¡Mi mano es la que ha doblado tu cerviz bajo el yugo y te la volverá a doblar otra vez! Porque vosotros sois valientes, creéis que seréis para siempre dueños de este país y de Francia entera... ¡Pues bien, estáis equivocados! Nosotros os hemos dividido y os dividiremos: devolveremos Alsacia y Lorena a Alemania; Bretaña y Normandía, a los hombres del Norte; Flandes y el Mediodía, a España. Haremos de Francia un pequeño reino alrededor de París..., un reino muy pequeño, con un descendiente de la vieja raza por jefe..., y vosotros no os moveréis..., estaréis muy tranquilos... ¡Je, je, je!

Yégof comenzó a reír.

Hullin, que no sabía casi nada de Historia, estaba admirado de que el loco conociese tantos nombres.

—¡Bah, dejemos eso, Yégof—le dijo—, y come un poco de sopa para que te calientes el estómago!

—No es sopa lo que te pido; lo que te pido es tu hija..., la más hermosa de mis Estados... Dámela voluntariamente y te elevo a las gradas de mi trono; de lo contrario, mis ejércitos te la arrebatarán por la fuerza y no tendrás el mérito de habérmela dado.

Y al hablar así, el desgraciado miraba a Luisa con profunda admiración.

—¡Qué hermosa es!...—añadió Yégof—. Los más preciados honores le están reservados... ¡Alégrate, joven, alégrate... Tú serás reina de Austrasia!

—Oye, Yégof—dijo Hullin—, me honra mucho tu petición...; eso prueba que sabes estimar la belleza... Está muy bien...; pero mi hija está prometida ya a Gaspar Lefèvre.

—¡Pues yo—exclamó el loco lleno de irritación—no quiero oír hablar de eso!

Después, levantándose, añadió, volviendo a tomar su aspecto solemne:

—Hullin, ésta es mi primera petición; volveré a hacerla dos veces..., ¿lo oyes?..., dos veces. Y si persistes en tu obstinación..., ¡que la desgracia caiga sobre ti y sobre tu raza!

—¡Cómo! ¿No quieres comerte la sopa?

—No, no—aulló el loco—; no aceptaré nada tuyo hasta que no hayas consentido...; nada, nada.

Y dirigiéndose a la puerta con gran satisfacción de Luisa, que no apartaba los ojos del cuervo que golpeaba los cristales con las alas, dijo alzando el cetro:

—Dos veces...

Y salió.

Hullin prorrumpió en una sonora carcajada.

—¡Pobre diablo!—exclamó—. A pesar suyo, la nariz se le volvía hacia la olla... Tiene el estómago vacío..., los dientes le crujen de miseria... Y, sin embargo, la locura es más fuerte que el frío y el hambre.

—¡Oh, qué miedo he tenido!—dijo Luisa.

—Vamos, vamos, hija mía, tranquilízate... Ya se ha ido... A pesar de su locura, le parece que eres bonita; no debes asustarte de esto.

No obstante aquellas palabras y la marcha del loco, Luisa temblaba y aún sentía el rubor en el rostro cuando pensaba en las miradas que el desdichado le había dirigido.

Yégof tomó el camino del Valtin. Se le veía alejarse reposadamente, con el cuervo al hombro, haciendo extraños gestos, aunque no había nadie a su alrededor; poco después, la alta figura del Rey de Bastos se fundió en los tonos grises del crepúsculo de invierno y desapareció.

La invasión o El loco Yégof

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