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III

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Al día siguiente, al amanecer, Hullin, muy endomingado con su pantalón de recio paño azul, amplia chaqueta de terciopelo obscuro, chaleco rojo con botones dorados, y cubriendo la cabeza con un ancho sombrero de campo, sujeto por delante, sobre la cara bermeja, con una escarapela, se puso en camino para Falsburg, empuñando un grueso palo de serbal.

Falsburg es una plaza fuerte pequeña, situada en el camino imperial de Estrasburgo a París, que domina la ladera de Saverne, los puertos del alto Barr, de la Roche-Plate, de la Bonne-Fontaine y del Graufthal. Sus baluartes, sus defensas exteriores, sus medias lunas se recortan en zig-zag sobre una meseta rocosa; vistos de lejos, cualquiera creería poder franquear los muros de un salto; pero, al llegar, se descubre el foso, de cien pies de ancho y de una profundidad de treinta, y, enfrente, las obscuras murallas cortadas a pico. Aquello detiene a uno bruscamente. Por lo demás, a excepción de la iglesia, de la Casa-Ayuntamiento, de las Puertas de Francia y de Alemania, que tienen forma de mitra, y de las agujas de los dos polvorines, todo lo restante queda oculto detrás de los glacis. Tal es la pequeña ciudad de Falsburg, que no deja de poseer cierto sello de grandeza, sobre todo cuando atravesamos sus puertas y penetramos en ella por sus amazacotadas puertas, provistas de rastrillos con púas de hierro. En el interior, las casas se distribuyen en manzanas regulares, son bajas y se hallan perfectamente alineadas; la construcción es de sillería; allí todo tiene un aspecto militar.

Hullin, llevado de su robusta naturaleza y de su carácter alegre, que nunca se alarmaba por las cosas que pudieran venir, consideraba aquellos ruidos de retirada, desastre e invasión como mentiras propagadas por la mala fe. Así es que se comprende cuál sería su estupefacción cuando, al salir de la montaña y a la orilla del bosque, vio el ruedo del pueblo arrasado como un pontón; no quedaba ni un jardín, ni un huerto, ni un paseo, ni un árbol, ni un matojo; todo lo que se hallaba al alcance del cañón había sido destruido. Algunos desgraciados se dedicaban a recoger los últimos restos de sus casuchas para llevarlos a la ciudad. No se veía en el horizonte mas que la cintura de las murallas, que trazaba una línea obscura por encima de los caminos cubiertos. Aquello fue un rayo que cayó sobre la cabeza de Juan Claudio; durante algunos minutos no pudo articular una palabra ni dar un paso.

—¡Oh, oh!—dijo Hullin al fin—. ¡Esto va mal! ¡Esto va muy mal! ¡Están esperando al enemigo!

Luego, sobreponiéndose a los demás su instinto guerrero, una oleada de sangre coloreó sus mejillas morenas.

—¿Y son esos granujas de austriacos, de prusianos, de rusos y demás miserables sacados del fondo de Europa la causa de todo esto?—exclamó Hullin agitando la tranca—; ¡pues tened cuidado! ¡Nosotros os obligaremos a pagar el gasto!...

Juan Claudio se hallaba dominado por una de esas cóleras sordas que experimentan los hombres pacíficos cuando se les saca de quicio. ¡Desgraciado de aquel que le hubiese mirado con malos ojos en tal momento!

Veinte minutos más tarde, Hullin entraba en la ciudad, detrás de una larga fila de carros tirados por cinco o seis caballos que arrastraban con gran trabajo enormes troncos de árboles destinados a construir varios blocaos en la plaza de armas. Entre los conductores, los aldeanos y los caballos, que relinchaban, se revolvían y echaban chispas por las cuatro patas, marchaba gravemente un gendarme a caballo, el señor Kels, el cual parecía no oír nada y decía de una manera grave:

—Valor, valor, amigos... Todavía tenemos que hacer hoy dos viajes... ¡Vosotros seréis beneméritos de la patria!

Juan Claudio atravesó el puente.

Un nuevo espectáculo se presentó a sus ojos; en la ciudad reinaba el ardor de la defensa; las puertas se encontraban abiertas, y hombres, mujeres y niños iban y venían, corrían de un lado a otro, ayudando a transportar la pólvora y los proyectiles. De vez en cuando se formaban grupos de tres, cuatro o seis personas para comunicarse noticias.

—¡Eh, vecino!

—¿Qué pasa?

—Un correo acaba de llegar a todo galope... Por la Puerta de Francia ha entrado...

—Vendrá a anunciar la llegada de la guardia nacional de Nancy.

—O quizás un convoy de Metz.

—Tiene usted razón... Faltan balas de diez y seis... También necesitamos metralla, y, para poder hacerla, vamos a destruir los hornillos.

Algunos pacíficos ciudadanos, en mangas de camisa, subidos en mesas colocadas a lo largo de las aceras, se dedicaban a tapiar las ventanas de sus casas con grandes trozos de madera y con jergones; otros hacían rodar delante de las puertas cubas de agua. Aquel entusiasmo reanimó a Hullin.

—¡Esto está bien!—exclamó Juan Claudio—; todo el mundo está de fiesta aquí... Los aliados van a ser bien recibidos.

Frente al colegio, la voz chillona del guardia municipal Harmentier gritaba: «Ordeno y mando: que las casamatas se abran para que todos puedan llevar a ellas un colchón y dos mantas por persona. Además, los comisarios de la plaza comenzarán la visita de inspección, para averiguar si los habitantes tienen víveres para tres meses, lo cual deberá justificarse por éstos.—Hoy, 20 de diciembre de 1813.—Juan Pedro Meunier, gobernador.»

Todo aquello lo vio y lo oyó Hullin en menos de un minuto, pues el pueblo entero estaba en vilo.

Escenas extrañas, serias, cómicas, se sucedían sin interrupción. Hacia la callejuela del Arsenal varios guardias nacionales arrastraban una pieza de artillería de veinticuatro. Aquella buena gente tenía que subir una cuesta bastante pina y no podía más. «¡Hué!, ¡a una!, ¡con mil demonios! ¡Otro empujón!... ¡Adelante!» Todos gritaban a la vez, empujaban las ruedas, y el pesado cañón, asomando el largo cuello de bronce entre la enorme cureña, por encima de las laderas, rodaba lentamente y estremecía el pavimento.

Hullin, muy alegre, no era ya el mismo hombre; sus instintos de soldado, los recuerdos del vivaque, de las marchas, de las descargas, de las batallas, volvían a su espíritu a paso de carga; brillábale la mirada, el corazón le latía con más violencia y ya iban y venían en su cabeza ideas de defensa, de atrincheramiento, de lucha a muerte.

—¡A fe mía—se decía Juan Claudio—, todo va bien! Ya he hecho bastantes zuecos en mi vida, y puesto que se presenta la ocasión de volver a coger el mosquete..., ¡tanto mejor!; ahora demostraremos a los prusianos y a los austriacos que no olvidamos la carga en doce tiempos.

De este modo razonaba el buen hombre, dominado por los recuerdos bélicos; pero su alegría no duró mucho.

Delante de la iglesia, en la plaza de armas, se hallaban parados quince o veinte carros de heridos procedentes de Leipzig y de Hanau. Aquellos desgraciados, pálidos, lívidos, la mirada lúgubre, unos ya amputados, otros que no habían sido curados siquiera, esperaban tranquilamente la muerte. Cerca de ellos, algunos viejos jamelgos alazanes, cuyos lomos cubrían sendas pieles de perro, comían su escasa pitanza, mientras que los carreteros—unos infelices reclutados en Alsacia—, envueltos en grandes capas agujereadas, dormían, a pesar del frío, con el sombrero sobre los ojos y los brazos cruzados, en los escalones de la iglesia. Era espeluznante ver aquellos grupos de hombres demacrados, con grandes capotes grises, amontonados sobre paja sanguinolenta, llevando uno de ellos el brazo partido sobre las rodillas; otro con la cabeza atada con un pañuelo viejo, y otro, por último, ya muerto, sirviendo de asiento a los vivos, con las manos negras colgando entre las escalas. Hullin, frente a tan lúgubre espectáculo, permaneció clavado a la tierra y no podía apartar de él los ojos. Los grandes dolores humanos tienen el raro poder de fascinarnos; queremos ver cómo los hombres perecen, con qué cara afrontan la muerte; los mejores espíritus no se hallan exentos de esa horrible curiosidad. ¡Dijérase que la eternidad va a revelarnos su secreto!

Cerca de la lanza del primer carro, a la derecha de la fila, se hallaban acurrucados dos carabineros, que llevaban unas guerreras de color azul celeste; dos verdaderos colosos, cuyas robustas naturalezas se rendían agobiadas por el dolor; parecían dos cariátides aplastadas por el peso de una masa enorme. Uno de ellos, de grandes bigotes rubios y mejillas terrosas, miraba con los ojos empañados, como dominados por una horrible pesadilla; el otro, completamente doblado, con las manos azules y el hombro destrozado por la metralla, se encogía cada vez más y luego se enderezaba como sobresaltado, hablando en voz muy baja, como si estuviera soñando. Detrás se hallaban, tendidos de dos en dos, varios soldados de infantería, la mayoría heridos de un balazo, con las piernas o los brazos quebrantados. Aquellos infelices no decían nada; solamente algunos, los más jóvenes, pedían de un modo furioso agua o pan; y en el carro inmediato, una voz lastimera, la voz de un recluta, llamaba: «¡Madre! ¡Madre mía!»..., mientras que los veteranos sonreían lúgubremente, como diciendo: «Sí, sí..., pronto va a venir tu madre.» Pero quizás no pensaran en nada.

De cuando en cuando, una especie de estremecimiento agitaba todo el convoy; veíase entonces algunos heridos que se incorporaban un poco lanzando prolongados gemidos y volviendo a caer en seguida, como si la muerte hubiera hecho su recorrido en aquel momento.

Después, nuevamente se hacía el silencio.

Y mientras Hullin contemplaba tales escenas, desgarrándosele las entrañas, un individuo de la vecindad, el panadero, salió de su casa llevando una gran olla llena de caldo. Fue digno de ver entonces a aquellos espectros agitarse, brillarles los ojos, dilatárseles las narices; parecía que volvían a la vida. ¡Los desgraciados estaban muertos de hambre!

El señor Sôme, con las lágrimas en los ojos, se acercó diciendo:

—¡Aquí estoy, hijos míos! ¡Tened un poco de paciencia!... ¡Soy yo! ¡Ya me conocéis!

Mas apenas hubo llegado el panadero cerca del primer carro, el corpulento carabinero de las mejillas verdosas se reanimó y, metiendo el brazo hasta el codo en el puchero hirviendo, cogió la carne y la ocultó bajo la guerrera. La operación se llevó a cabo con la rapidez del relámpago, e inmediatamente salvajes alaridos resonaron por todas partes. Aquellas gentes, si hubieran podido moverse, habrían devorado a su compañero. Este, con los brazos cruzados sobre el pecho, los dientes clavados en la presa, los ojos bizcos mirando en todas direcciones, parecía no oír nada. Al ruido de los gritos, un veterano, un sargento, salió apresuradamente de una posada cercana. Era un guía antiguo, que comprendió en seguida de lo que se trataba, y, sin inútiles reflexiones, arrebató la carne a la bestia feroz, diciéndole:

—¡Te mereces que no te den nada!... ¡Ahora lo partiremos y haremos diez porciones!

—¡No somos mas que ocho!—dijo uno de los heridos, muy tranquilo, al parecer, pero a quien chispeaban los ojos bajo una máscara de bronce.

—¿Cómo ocho?

—Vea usted, mi sargento, que estos dos están a punto de hincar el pico... y sería perder esos víveres...

El viejo sargento los miró.

—¡Es verdad!—dijo el guía—; hagamos ocho partes.

Hullin no pudo ver por más tiempo aquellas escenas y se dirigió, pálido como la muerte, a casa del posadero Wittmann, que se hallaba enfrente. Wittmann era también comerciante en pieles y cueros.

—¡Qué! ¿Es usted, maestro Juan Claudio?—exclamó el posadero viéndolo entrar—. Viene usted más pronto que acostumbra; no le esperaba hasta la semana próxima.

Mas al ver que se tambaleaba, le preguntó:

—Pero, diga usted, ¿le pasa algo?

—Vengo de ver a los heridos.

—¡Ah! ¡Sí! Las primeras veces le flaquean a uno las piernas; pero si usted hubiera visto pasar quince mil, como nosotros, ya no se preocuparía.

—¡Un cuartillo de vino! ¡Pronto!—dijo Hullin, que se sentía mal—. ¡Oh! ¡Los hombres! ¡Los hombres!... ¡Y dicen que somos hermanos!...

—Sí, hermanos hasta tocar el bolsillo—respondió Wittmann—. Vamos, eche usted un trago, y eso le tranquilizará.

—Entonces, ¿usted ha visto pasar quince mil?—añadió el almadreñero.

—Lo menos... desde hace dos meses..., sin hablar de los que se han quedado en Alsacia y del otro lado del Rin; porque, como usted comprenderá, no hay carros para todos, y, además, muchos no valen la pena de que se les traslade.

—Sí, lo comprendo; pero ¿por qué están aquí esos desgraciados? ¿Por qué no los llevan al hospital?

—¡El hospital!... ¿Qué es un hospital..., qué son diez hospitales... para cincuenta mil heridos? Todos los hospitales, desde Maguncia y Coblenza hasta Falsburg, se hallan abarrotados. Además, esa maldita enfermedad, el tifus, Hullin, mata más gente que las balas. Todas las aldeas del llano, en veinte leguas a la redonda, están infestadas: las gentes mueren como moscas. Afortunadamente, hace tres días que la ciudad se halla en estado de sitio y se van a cerrar las puertas para que no entre nadie. Por mi parte, he perdido a mi tío Cristián y a mi tía Isabel, que eran personas tan sanas y fuertes como usted y como yo, maestro Juan Claudio. Por último, el frío ha llegado y la noche pasada ha escarchado.

—¿Y los heridos se han quedado en medio de la calle toda la noche?

—No; han llegado de Saverne esta mañana, y dentro de una o dos horas, así que los caballos descansen, se pondrán en camino para Sarreburg.

En aquel momento el sargento, que acababa de restablecer el orden en los carros, entró frotándose las manos.

—¡Vaya, vaya! El tiempo refresca; papá Wittmann, ha hecho usted bien encendiendo la estufa, ¡Una copita de coñac para disipar la niebla! ¡Ején, ején!

Sus arrugados ojuelos, su nariz de pico de cuervo, los pómulos de sus mejillas separados de la nariz por dos grandes pliegues parecidos a dos trazos que iban a perderse en una extensa rubicundez imperial, todo reía en la fisonomía del viejo soldado, todo revelaba un carácter animoso y jovial. Era el suyo un verdadero tipo militar, tostado por el sol, curtido por el aire, lleno de franqueza y no exento de cierta astucia socarrona; el gran chaleco que llevaba, el recio capote gris-acero, el tahalí, las charreteras, parecían formar parte de su persona. No hubiera sido posible imaginárselo de otro modo.

El sargento iba y venía de un lado a otro por la sala y seguía frotándose las manos, mientras que Wittmann le servía una copita de aguardiente; Hullin, sentado cerca de la ventana, había visto desde el primer instante el número del regimiento a que el veterano pertenecía: el 6.º de infantería ligera; Gaspar, el hijo de la señora Lefèvre, servía en aquel regimiento. Juan Claudio iba, pues, a tener noticias del novio de Luisa; pero en el momento de hablar comenzó a latir su corazón con violencia. ¡Y si Gaspar hubiese muerto! ¡Y si hubiera perecido como tantos otros!

El buen almadreñero quedose como ahogado y se calló. «Más vale—pensó luego—no saber nada.»

Sin embargo, al cabo de algunos instantes, no pudo contenerse.

—Mi sargento—le dijo con voz enronquecida—, ¿usted es del sexto ligero?

—Del mismo, ciudadano—replicó el otro volviéndose en medio de la sala.

—¿No conoce usted a uno que se llama Gaspar Lefèvre?

—¡Gaspar Lefèvre!, de la segunda del primero; ¡demonio, vaya si le conozco! Yo he sido quien le ha enseñado a llevar las armas; ¡un magnífico soldado, pardiez! ¡Duro para la fatiga!... ¡Si tuviéramos cien mil de esa clase!...

—Entonces, ¿vive?, ¿está bien?

—Sí, ciudadano; pero hace ocho días que yo dejé el regimiento en Fredericsthal para escoltar este convoy de heridos...; usted comprende, la cosa está que arde..., y no puedo responder de nada; cuando menos se piense, cualquiera de nosotros puede recibir el pasaporte. Ahora hace ocho días, en Fredericsthal, el 15 de diciembre, Gaspar Lefèvre respondía a la llamada.

Juan Claudio respiró.

—Pero, entonces, mi sargento, hágame usted el favor de decirme por qué Gaspar no ha escrito hace dos meses.

El veterano sonrió y sus ojillos pestañearon.

—¡Ah!; vaya, ciudadano, ¿por ventura cree usted que no hay otra cosa que hacer sino escribir cuando se va de camino?

—No; yo he servido también; he hecho las campañas de Sambre y Mosa, de Egipto y de Italia; pero eso no me impedía mandar noticias.

—Un momento, compañero—interrumpió el sargento—; he estado en Egipto e Italia como usted, pero la campaña que acabamos de terminar es completamente especial.

—¡Qué! ¡Ha sido muy dura!

—¡Dura! Era preciso ser de bronce para no dejarse allí los huesos. Todo se ha vuelto contra nosotros: las enfermedades, los traidores, los campesinos, la gente de la ciudad, nuestros aliados; en fin, todo. De nuestra compañía, que se hallaba completa cuando salimos de Falsburg, el 21 de enero último, no han vuelto mas que treinta y dos hombres. Me parece que Gaspar Lefèvre es el único recluta que queda. ¡Los pobres reclutas se baten muy bien, pero no tienen costumbre de salvar la pelleja y se deshacen como la manteca en la sartén!

Y diciendo esto, el viejo sargento se acercó al mostrador y se bebió la copita de un solo trago.

—¡A vuestra salud, ciudadano! ¿Acaso es usted el padre de Gaspar?

—No, soy un pariente.

—¡Pueden ustedes jactarse de ser fuertes en la familia! ¡Vaya un ejemplar de hombre de veinte años! Así, a pesar de todo, él ha podido resistir, mientras que los otros caían por docenas.

—Pero no veo—añadió Hullin, después de un momento de silencio—lo que tiene de particular la última campaña, porque también nosotros hemos tenido enfermedades y traidores.

—¡De particular!—exclamó el sargento—; ¡todo era particular! En otras ocasiones, usted debe recordarlo si ha hecho la guerra de Alemania, después de una o dos victorias se había acabado todo; la gente nos recibía bien; bebíamos vino blanco, comíamos chucruta y jamón en compañía de los pacíficos ciudadanos, bailábamos con sus gordas mujeres. Los maridos, los abuelos, se reían de buena gana, y cuando se marchaba el regimiento todo el mundo lloraba conmovido. Pero ahora, después de Lutzen y Bautzen, en vez de tranquilizarse, la gente le recibía a uno con cara de mil demonios; no se podía obtener nada sino por la fuerza; cualquiera hubiera dicho que estábamos en España o en Vendée. No sé lo que se les ha metido en la cabeza contra nosotros. ¡Y si hubiéramos sido sólo franceses, si no hubiésemos tenido que luchar con esa ralea de sajones y demás aliados que no esperaban mas que el momento de arrojarse sobre nosotros, hubiéramos escapado bien a pesar de todo, a pesar de ser uno contra cinco! ¡Pero los aliados! ¡No me hable usted de los aliados! Mire usted: en Leipzig, el 18 de octubre último, en plena batalla, los aliados se volvieron contra nosotros y nos fusilaron por la espalda. ¡Eso hicieron nuestros buenos amigos los sajones! Ocho días después, nuestros antiguos y excelentes amigos los bávaros tratan de cortarnos la retirada y hay que pasarlos a cuchillo en Hanau. Al día siguiente, cerca de Francfort, se presenta otra columna de buenos amigos, que hay que exterminar. En fin, mientras más se matan, más salen. Y henos ahora de este lado del Rin. Seguramente, desde Moscú se han puesto en marcha contra nosotros amigos de tal calaña. ¡Ah! ¡Si lo hubiéramos previsto después de Austerlitz, Jena, Friedland y Wagram!

Hullin se había quedado muy pensativo.

—Y ahora, ¿en qué estamos, mi sargento?

—Estamos en que ha sido preciso repasar el Rin, y que todas nuestras plazas fuertes del otro lado se hallan bloqueadas. El 10 de noviembre pasado el príncipe de Neufchatel pasó revista al regimiento en Bleckheim; el tercer batallón ha disuelto sus efectivos en el segundo, y el cuadro recibió la orden de estar preparado para marchar al depósito. Cuadros no faltan; lo que faltan son hombres. Hace más de veinte años que se nos sangra por los cuatro costados; por consiguiente, nada de extraño tiene... Europa entera avanza... El emperador está en París trazando el plan de campaña,... en el supuesto que nos dejen respirar hasta la primavera...

En aquel momento, Wittmann, que se hallaba de pie cerca de la ventana, comenzó a decir:

—Aquí llega el gobernador, que viene a inspeccionar las talas que se hacen alrededor del pueblo.

En efecto; el comandante Juan Pedro Meunier, llevando un gran sombrero de picos y la faja tricolor a la cintura, atravesaba la plaza.

—¡Ah!—dijo el sargento—, voy a pedirle que firme la hoja de ruta. Perdón, ciudadano; me veo obligado a dejarle.

—Como usted quiera, mi sargento, y gracias. Si vuelve usted a ver a Gaspar, dígale que le lleva un abrazo de Juan Claudio Hullin y que esperamos noticias suyas en la aldea.

—Bien..., bien..., no dejaré de hacerlo.

El sargento salió, y Hullin vació su jarro, muy pensativo.

—Señor Wittmann—dijo al cabo de un momento—, ¿y mi paquete?

—Está preparado, maestro Juan Claudio.

Después, volviéndose hacia la puerta de la cocina, gritó:

—¡Gredel!... ¡Gredel! Trae el paquete de Hullin.

Una mujercita apareció y dejó en la mesa un rollo de pieles de carnero. Juan Claudio metió el palo que llevaba en el tubo que aquéllas formaban y se lo puso al hombro.

—¿Cómo? ¿Se va usted en seguida?

—Sí, Wittmann; los días son cortos, y los caminos, a través de los bosques, difíciles después de las seis; tengo que llegar a buena hora.

—Entonces, buen viaje, maestro Juan Claudio.

Hullin salió y atravesó la plaza apartando la vista del convoy, que estaba aún parado a la puerta de la iglesia.

Y el posadero, detrás de la ventana, al verle alejarse a buen paso, se decía:

—¡Qué pálido estaba cuando entró! No podía sostenerse sobre las piernas. ¡Es raro! Un hombre rudo, un veterano que se asusta de tan poca cosa. Por mi parte, ya puedo ver pasar cincuenta regimientos tendidos sobre los carros y me preocuparía tanto de ellos como de mi primera pipa.

La invasión o El loco Yégof

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