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CAPÍTULO UNO

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Nerea González estaba en la puerta del piso número 25 del edificio de una de las avenidas de Manhattan donde vivía su amiga de Málaga, Adriana Sánchez, llamando a su puerta sin que nadie le respondiera. Eran las diez de la noche. Había llegado a Manhattan hacía apenas dos horas y atravesó la ciudad en un taxi desde el aeropuerto, en busca de su amiga.

Había hablado apenas la semana pasada con Adriana desde Málaga y le dijo dónde estaría, la dirección que revisó dos veces, bajando y subiendo en el ascensor y preguntando al portero. Se estaba impacientando, ya que Adriana no contestaba al teléfono tampoco, le saltaba el contestador las quince veces al menos que la había llamado.

—No, señorita, no la he visto, apenas acabo de entrar a mi turno —le dijo el portero.

—¿Pero la conoce?

—Claro que conozco a la señorita Adriana Sánchez, es la única extranjera del edificio.

—Bueno, subo de nuevo y la espero en la puerta.

—Si sabe algo de ella, es mi compañero de la mañana, pero claro, hasta mañana…

Y allí que cargó de nuevo con las dos maletas y el bolso de mano hasta el ascensor.

Adriana vivía bien, era una ejecutiva de un despacho de marketing en Manhattan. A veces viajaba, ¿no se habría ido sin decirle nada? O quizá habría tenido un viaje de improvisto y allí no tenía cobertura o estaba en una reunión… Pensó mil cosas.

Se estaba impacientando.

La semana anterior cuando hablaron, no mencionó nada de irse a algún viaje. Por eso ella quiso ir y darle una sorpresa. Iba a quedarse en Estados Unidos, encontrar una buena editorial para sus novelas, aunque en Amazon sus novelas se vendían como rosquillas, no podría pagarse un piso de ese nivel en Manhattan, pero bueno, buscaría en otra zona. Y buscaría un trabajo de chef a media jornada, le encantaba la cocina y probar platos nuevos, lo tenía como una afición, pero podría hacer esos dos trabajos a la vez.

Había hecho un curso de cocina especializada. O también podría buscar en un instituto dar clases de castellano o de literatura americana, de lo que había realizado su máster. Pero eso le iba a resultar más complicado y quizá era mejor empezar desde abajo, aunque intentaría todo. De eso estaba segura.

Ya había discutido lo suyo con su madre y su padre, divorciados ambos y con parejas y ninguno quería que se fuera tan lejos, aunque su mejor amiga estuviese allí.

Nerea había hecho algunas sustituciones en institutos, bajas de maternidad, bajas…

En total, casi dos años, pero necesitaba el máster para las oposiciones y pensaba hacerlo cuando su amiga la animó a irse porque allí en Estados Unidos no se necesitaba ese máster. Solo con tener un trabajo podía acceder más adelante a dar clases en alguno. Y se le metió el gusanillo. Y con el dinero ahorrado en esos dos años, al final consiguió que sus padres cedieran y con veintiséis años, se hallaba sola esperando en la puerta de su amiga.

Se quedó sentada en una de las maletas y puso la cabeza en la pared entre el piso de su amiga y el de al lado, esperando por si venía Adriana. La llamó de nuevo al móvil y siempre le salía el contestador.

Estaría hasta las doce, si no, llamaría a un taxi y se buscaría un hotel cerca para esa noche, quizá estuviera pasando la noche fuera.

Estaba cansada de tantas horas de vuelo, y eso que durmió en el avión como una cosaca.

Bueno, a esperar un par de horas. Estaba muerta de hambre.

Taylor Larsson era alto, guapo y rico, tenía un cuerpo espectacular con su 1,88 de altura y hasta tenía un chofer.

Había heredado una empresa de publicidad y marketing en el centro de Manhattan de cinco pisos. Era de las mejores. Estaba más que satisfecho de que su abuelo se la dejara. No tenía más nietos, solo tenía un hijo, su padre, que era un cirujano prestigioso en el hospital Monte Sinaí, y su madre que era enfermera y vivían también en Manhattan, pero en una zona distinta. No muy lejos de él.

Al dejarle su abuelo la empresa y retirarse a los Cayos de Florida con su abuela, él tomó las riendas de la empresa, modernizó todo lo que estaba obsoleto, pintó, cambió mobiliario y con sus conocimientos y trabajo la empresa y subió como la espuma. Claro que, a base de jornadas de trabajo de muchas horas y ganas. Y a sus veintinueve años era un todoterreno.

Iba con su chofer a casa esa noche, estaba cansado. Había sido un día intenso de trabajo y reuniones.

—¿Está cansado, señor? —le dijo Peter, el chofer.

—Sí, Peter, hoy ha sido un día largo. ¡Maldita sea! —le dijo, acordándose de algo.

—¿Qué pasa, señor?

—Que quedé con la chica de servicio a las ocho y son las diez. Me la recomendó un amigo de mi padre.

— Quizá lo esté esperando aún.

—¡Joder! Ahora tengo unas cuantas celebraciones en casa y la necesito las veinticuatro horas.

—Tiene espacio en casa.

—Sí, pero me temo que la he perdido. Mañana ya veré llamarla de nuevo.

Cuando llegó al piso 25, salió del ascensor y vio a una chica joven, morena y de pelo largo, adormilada sobre dos maletas.

Le dio pena, la pobre había esperado casi dos horas. Estaba esperando entre la puerta de al lado y la suya con la cabeza apoyada en la pared.

—¡Hola!

Y ella dio un respingo.

—Perdona, se me ha pasado la hora. Te he dejado tirada dos horas. Menos mal que me has esperado, te necesito sobre todo por las fiestas que tengo que dar para la empresa, te agradezco que estés aún aquí.

—Pero yo, yo… —balbuceó Nerea.

—Soy Taylor Larsson y tú eres… —le dijo, extendiéndole la mano.

Ella se levantó y se alisó la falda.

—Nerea González —lo saludó.

—Ya no recordaba el nombre, cuando el amigo de mi padre te recomendó no presté atención, lo siento. Ha sido un día duro.

Abrió la puerta de al lado de la de Adriana.

—Vamos, Nerea, pasa y te enseño el trabajo y la casa. Tengo que dejarte las instrucciones dadas para mañana.

—El trabajo… —dijo ella.

Ese hombre la había confundido, pero bendita confusión, y cogió sus maletas y entró, a ver qué le deparaba el destino en esa casa. Al menos hasta que su amiga contestara al móvil.

—¡Dios mío! —dijo sin pensar al entrar.

—Sí, es sorprendente, ¿verdad?

—Es una pasada. —Taylor rio, se quitó la chaqueta y entró en lo que debía ser un dormitorio.

Entró de nuevo a esa inmensidad de salón en dos pisos, con dos escalones que lo separaban, con un ventanal alucinante, y unas vistas y una terraza a la ciudad que ya quisiera ella cuarto y mitad de ese piso.

Era elegante, tenía cuadros y sofás, mesas y una cocina abierta al salón que era una inmensidad.

Una mesa de comedor para doce comensales.

—Esto es…

Lo sé, demasiado grande para ti, pero te pagaré bien. Además, tienes tu espacio propio y comida gratis.

—Sí —dijo ella.

—Ven por aquí, trae las maletas, te lo explico todo y tomamos algo. Ya mañana te ocupas tú de todo. ¿Has visto?, esto es la terraza, enorme, si tengo invitados solemos salir, estas mesas se abren y hay asientos de sobra. Aunque la gente suele estar de pie.

—Ya lo veo.

—Las flores, tendrás que regarlas. Se me van a secar. La señora que tenía se fue la semana pasada.

—No se preocupe.

—Bueno, has visto el salón comedor y la cocina. Dos aseos y el despacho. —Y se los enseñó.

—Es todo enorme.

—Sí, ahora, a este lado tres puertas. Te enseño mi cuarto que da a la avenida y a la terraza, como mi despacho al otro lado del salón. Necesito luz.

Su cuarto era… por Dios… ¿Cuántos botes de perfume y cremas tenía ese hombre espectacular? Un vestidor con más de 100 trajes, camisas corbatas, relojes… Horroroso.

—Mira, esta percha es solo para la ropa del tinte, por eso está vacía. Si te dejo algo en ella la llevas al tinte. El portero te dirá dónde está, un poco más abajo en la avenida.

—Bien. Entendido.

—El resto de la ropa la dejo en el cubo del baño, creo que ya hay para un lavado o dos.

Ya ni hablaba del baño que ese hombre tenía. ¿Para qué?

—Tendrás que limpiar en unos cuantos días, ya lleva como te digo una semana sin hacerle nada al piso.

—No pasa nada.

—Este es un cuarto de invitados, al lado mío, todo completo, vestidor y baño, cama grande. —Era su cuarto, pero la mitad.

—Bien.

—Por si se queda algún invitado.

—Y esta es tu zona. La puerta da frente a la cocina, pero tienes luz por el otro lado de la avenida. Es una suite, pequeña. Un saloncito con todo lo imprescindible, un dormitorio, vestidor y baño.

—¡Qué bonito! Es como un apartamento pequeño.

—Tienes un espacio como despacho, al lado de la televisión bajo la ventana, un par de sofás y sillón, y una puerta entre el salón y la parte del dormitorio. Estos botones son por si te llamo, tienes uno en el dormitorio y otro en la sala. Y tienes que venir.

—Ya, claro.

—Tienes de todo. Si te falta algo, me lo pides.

—No creo.

—Salvo que cenarás o sola o conmigo, depende de si tengo invitados.

—Vale.

—Y este cuarto es el de limpieza y colada.

—Estupendo.

—Nerea, ¿no?

—Sí, señor Taylor —dijo ella muy puesta.

—Taylor, solamente.

—Me cuesta.

—Bueno, te acostumbrarás.

—¿Qué te parece?

—Perfecto, voy a meter mis maletas.

—Ahora sales, mañana colocas todo y si necesitas plancha tienes el cuarto.

Dejó las maletas y el bolso y salió de nuevo al salón.

—El apartamento tiene 600 metros cuadrados.

—Supongo que sí.

—Pero suelo desayunar fuera y comer también, así que solo harás la cena a no ser que te llame y tenga que cenar fuera por algún motivo.

—Muy bien.

—Tienes que darme tu DNI.

—Vengo de España. —Taylor se quedó pensativo.

—Pasaporte para hacerte el contrato, no me importa de dónde seas mientras hagas tu trabajo.

Y ella se lo dio. Taylor entró al despacho e hizo unas copias. Y volvió a dárselas.

—Mañana te lo traigo, lo firmas y te quedas con una copia del contrato de trabajo. Son 3000 dólares mensuales, porque eres interna y si te necesito más horas… pero una vez que limpies, no tienes tanto trabajo. Puedes hacer lo que quieras cuando acabes tu trabajo.

«Eso sería perfecto, mejor que buscar por ahí...», pensó ella.

—¿Qué tipo de comida le gusta?

—No soy delicado.

—Toma.

Y le dio una lista de bebidas que debía comprar.

—Cuando tenga una fiesta te daré la lista de lo que quiero.

—Bien.

—¿Sabes cocinar bien?

—Sí, señor, tengo un curso de chef, no necesitará a nadie.

—¿En serio?

—Sí, en serio.

—¿Ni camareros?

—¿Para qué? las bandejas pueden ponerse en las mesas, la gente no es manca, ¿no?

—Tienes razón.

—Bueno, de momento compruebas si faltan productos de limpieza y sobre todo las bebidas, la comida… Las compras con esta tarjeta y el tinte. Tienes que darme tu número de cuenta para el ingreso de tu nómina. —Y ella se lo dio. Lo juntó con la copia del DNI y el pasaporte—. Bien, esta tarjeta tiene 5000 dólares, espero que tengamos para comer los dos cada mes. Si hago fiesta o celebración, te lo dejo en efectivo junto con la lista.

—Perfecto.

—¿Y ahora qué hay?

Y abrió la nevera y lo miró…

—No hay nada —dijo Nerea.

—No, lo siento. Voy a pedir chino y comemos.

—¿Puedo darme una ducha mientras traen la comida?

—Llamo y me doy yo otra. Da tiempo.

—¡Ah, Nerea!

—Dígame, señor.

—Estas son las llaves, tómalas. Si se te olvidan, el portero tiene otras, abajo hay un súper y nos traen la compra. Y esta es la tarjeta de la empresa y mis teléfonos. Solo urgencias. Este es el de la casa. Necesito el tuyo. —Nerea se lo dio.

—Creo que está todo.

—Pues nada, una ducha y mañana empiezas.

—Tardaré al menos tres o cuatro días en dejar esto totalmente limpio. Es muy grande.

—Lo sé, no te preocupes.

¡Ah, Dios!, se metió en su suite y se dio una ducha, estaba muerta, y tenía ganas de pillar la cama.

Mientras comían…

—La cena siempre a las diez, suelo venir tarde.

—No pasa nada, en España comemos a esa hora.

—El desayuno no lo necesito, siempre que tenga café en la cafetera, es lo único que necesito por las mañanas.

—¿A qué hora?

—A las siete en punto, cuando haya venido del gym y me haya duchado.

—No hay café.

—Pasado mañana, entonces.

—Bien.

Quién era, ¿Superman? Ella ya estaba agotada.

Al final se dieron las buenas noches, ella recogió lo de la comida y de momento se marchó a dormir.

Mañana no iba a poner alarma ni nada de nada.

—Nerea…

—Sí, señor.

—Tienes el domingo libre y el sábado por la tarde, si no salgo, me dejas la cena.

—¡Está bien!

¡Ah, Dios! ¡Qué felicidad!

Lo sentía por la chica, pero ese trabajo con ese sueldo y poder tener una casa y escribir unas horas sus novelas en cuanto terminara la limpieza, era suyo. Y tenía para escribir sábados y domingo, perfecto.

Había sido una suerte. Lo malo es cuando se enterara de que no era la chica, quería tener en sus manos ya su contrato; sabía limpiar, cómo no, sabía hacer de comer, comprar y, sobre todo, tiempo para seguir escribiendo sus novelas.

Era perfecto.

Y se quedó dormida a plomo.

Al día siguiente, se levantó a las nueve de la mañana. Muy tarde para el horario americano, pero bueno, la casa era suya. Primero iba a salir a desayunar. Iba a mirar si había trajes para el tinte y hacer una buena compra que se le la llevaran mientras ella se traía lo necesario de la limpieza para la cocina que era lo primero que iba a limpiar, aunque todo estaba reluciente; solo había un poco de polvo.

Llevó dos trajes al tinte y puso una colada. Tenía la cesta de la colada llena. La dejó puesta y salió primero al tinte y luego se metió en una cafetería a desayunar.

Se había puesto unas mallas cómodas, unas zapatillas y una camiseta.

Era mediados de abril y no tenía frío, hacía buena temperatura e iba a limpiar.

Después de un buen desayuno, subió de nuevo la avenida y entró en el supermercado y preguntó si le llevaban la compra, así que estuvo un buen rato para llenar la nevera, más la lista de bebidas que le había dado Taylor. Llenó dos carros. Fruta, zumos, café, congelados, carne, pescado; todo para una semana al menos y algunos perecederos.

Y la limpieza que se la llevó ella a casa y el portero la ayudó hasta el ascensor.

—No se preocupe, si me van a traer la compra del señor Taylor.

—¿Trabajas para él?

—Sí, me llamo Nerea.

Menos mal que era el otro portero, no el de la noche anterior.

—Yo me llamo Marc, si necesita algo, lo que sea, aquí estoy.

—Gracias. se lo agradezco. Que me suban la compra cuando lleguen.

—Muy bien, señorita…

—Nerea, Marc.

Cuando llegó a casa, abrió el balcón para ventilar la casa, así como todas las ventanas y puertas. Se puso a limpiar la cocina. No tardó mucho, y aunque era enorme con la isla, taburetes y demás, solo tenía un poco de polvo.

Abrió todos los cajones y puertas y los dejó abiertos para ventilarse.

Cuando colocara todo, limpiaría el suelo de la cocina.

Aún no le habían traído la compra y limpió la puerta de entrada. Como era bajita, buscó unas escaleras en el cuarto de la limpieza, que utilizó para la cocina. Limpió el salón enorme que tenía y la terraza, regó las platas y solo quedaba de todo el suelo del salón.

Llegó la compra y empezó a colocar los enseres.

Cuando acabó, eran las tres de la tarde y tenía hambre, así que se hizo una ensalada de pollo y un café.

Iba a fregar todo ese suelo con una mopa y un líquido especial, ya que el suelo era de madera, excepto la terraza, que la limpió con la fregona. Y limpió los cristales del gran ventanal.

Cuando terminó, estaba muerta. Recogió la colada, hizo la cama de Taylor y se metió en la cocina a hacer la cena.

Al día siguiente recogería lo del tinte y haría las habitaciones.

Casi en dos días podía terminarlo.

Hizo una paella para dos y medio o tres, porque Taylor era un tipo alto y suponía que tendría hambre al llegar.

La tapó, se dio una ducha y descansó.

Ya no podía hacer nada más ese día. Estaba muerta.

Dejó su suite abierta y se recostó en el sofá de su saloncito. No iba a poder escribir en dos o tres días, pero al menos iba pensando en la trama.

Cuanto más a gusto estaba, le tocaron el hombro.

—Nerea. —Ella saltó del sofá.

—No te asustes, mujer, soy Taylor, acabo de llegar.

—Me he quedao dormida, perdón.

—No me extraña, la casa está perfecta y la nevera llena, y hay arroz, con una pinta…

Ella sonrió.

—¿Pongo ya la mesa?

—Sí, comemos juntos.

—Pero yo puedo comer aquí.

—No me gusta comer solo. Venga, me doy una ducha y mientras pones la mesa del salón.

—Voy.

—Huele estupendamente la casa a limón.

—Sí, es un ambientador que he comprado.

—Pues me gusta cómo huele.

—Me he gastado una pasta en el súper.

—No pasa nada.

—En el cajoncito de la entrada está el tique y el de la tintorería que lo he pagado por adelantado. Mañana lo recojo.

—Habrás visto que tengo la ropa por colores.

—No, hoy no he entrado a las habitaciones, mañana, y ya a diario voy dando un repaso. Y un día, a fondo.

—¡Ah, vale!, pues intenta colocarme la ropa por colores.

—De acuerdo.

—Soy un poco maniático en el orden y, bueno, ya me conocerás.

Ya quisiera ella conocerlo…

—Firma el contrato. —Y sacó del maletín su contrato. Le dio uno y otro se lo quedó él.

—Toma esta tarjeta. Es porque eres extranjera, por si te la piden, es un visado por trabajo, la das como señal de que trabajas aquí.

—Vale.

—Bueno, me ducho.

—Pongo la mesa.

—Solo para los dos.

—Bien. —Ella cogió un mantel pequeño y puso la mesa preciosa, organizada, la ensalada en medio y la paella para echar en los platos, dos copas. Ella tomó agua y para él no había puesto nada, el pan, servilletas, los cubiertos en orden.

Y cuando salió Taylor con un olor estupendo y con un chándal de algodón gris que no dejaba nada a la imaginación y una camiseta igual, pensó ella que iba a tener problemas. No era de piedra.

—¡Madre mía, Nerea! ¡Qué mesa!

—Sí, me gusta la decoración hasta para la comida, ¿qué va a beber?

—¿Has comprado el vino que te encargué?

—¿El tinto o el blanco?

—El blanco con el arroz.

—Se lo traigo, y le llevo la botella y el abridor.

—Bueno, vamos a probar esto que has hecho. Tu primera cena. Si no me gusta, te despido… —dijo riendo.

—Aún está a tiempo.

—Vamos a comer, mujer. Ummm, ¡qué bueno está! Es arroz con pollo y gambas, almejas, mejillones…

—Es paella.

—¿Paella española?

—Bueno, hay muchas clases de paella, iré variando los ingredientes cuando la haga.

—¡Me encanta!

—Y la ensalada de aguacates con olivas y tomates pequeños. Este aceite…

—Es de oliva. Es un poco más caro, pero mejor para el colesterol, además, no voy a utilizar grandes cantidades y merece la pena para las comidas.

—Deberías ser chef, Nerea.

—Soy chef, hice dos cursos en España, por hobby.

—¿Por hobby? ¿Y entonces a qué te dedicabas?

—Soy profesora de castellano y literatura americana. Y escribo novelas románticas.

—¿Para alguna editorial?

—De momento las publico en Amazon.

—¿Y te da para vivir?

—En España, sí, aquí, ya veré, de todas formas, seguiré escribiéndolas en español.

—Vaya, tengo una escritora chef en casa. Y una profesora.

—Sí.

—¿De dónde eres?

—De Málaga.

—¿Y cómo te enteraste del trabajo?

—Cuando me lo encontré en el pasillo, me metió dentro.

—Menos mal que eres sincera.

—¿Por qué?

—Porque la chica que iba a contratar estuvo dos horas esperando, se fue y tiene otro trabajo. Si no, tendrías que irte.

—No me dio tiempo de decirle nada, iba a ver a una amiga. Vive en la puerta de al lado, pero no doy con ella.

—¿Sigues queriendo el trabajo?

—Sigo, sí, me gusta, voy a tener tiempo de escribir y limpiarle la casa, la comida…

—Me encanta la zona, el horario y el sueldo.

—¡Está bien, Nerea!, porque no me gustan las mentiras.

—No dije ninguna, no me dejó decir nada. O eso, o me iba a un hotel.

—Bien, vamos a ver.

—Sí.

—¿Tienes veinticinco años? —le preguntó mientras comían.

—Sí, veinticinco cumplí el mes pasado, en marzo.

—¿Has ido a la universidad?

—Sí, hice literatura. Se lo acabo de decir.

—¿Y no puedes dar clases?

—Bueno, estaba estudiando el máster, me faltaban las oposiciones para entrar en un instituto, aunque puedo entrar en uno privado sin oposiciones. Pero quise venirme aquí y me costará más encontrar un instituto, aunque lo intentaré, tengo a mi amiga Andrea. Y me gusta escribir. Y cocinar. Usted es una sola persona, si fuese una familia, no podría estar trabajando con usted. Sería demasiado trabajo para mí para poder hacer otras cosas. Pero mientras, puedo quedarme con usted.

—Y te quedarás. Te necesito ahora. En dos semanas hago una reunión de amigos, el viernes.

—¿Sí? ¿Para cuántos y qué desea?

—Pues canapés, ¿sabes hacerlo?

—Claro.

—Pues canapés y algunos platitos, pinchos y champán, no hay otra bebida que esa.

—¿Cuántos serán?

—Unos quince.

—Puedo con ello.

—¿En serio?

—Sí, ¿a qué hora?

—A las ocho, la hora de la cena.

—Tendré preparado todo. Meteré el champán en el enfriador de botellas.

—Te diré la marca.

—Vale, y la cantidad.

—También.

—No se preocupe, saldrá estupendamente.

—Cogeremos el salón y la terraza, la cocina y el aseo. El resto de las habitaciones estarán cerradas —dijo Nerea.

—Bien. Me parece perfecto.

—Yo me ocupo.

—¡Qué bueno está esto! Mejor que en el restaurante donde suelo comer.

Y ella rio.

—¿Y tus padres? —le preguntó Taylor.

—Están divorciados. Mi padre es ingeniero. Nos dejó cuando era pequeña, tiene otra mujer. Mi madre también tiene otra pareja. No se llevan muy bien que digamos. Y mi madre tiene una perfumería en el centro. Es suya.

—¿Y con quién vivías?

—Con ella, pero no aguantaba su humor, aunque la quiero mucho, nos contábamos todo. Y me vine con mi amiga Andrea, que no me contesta el teléfono, quizá esté de viaje.

—¿No tenías novio ni dejaste a ningún chico?

—Sí, lo dejé hace unos meses. Estoy libre. Como el viento. Y la distancia me vendrá bien.

—Eres graciosa, pero hablas bien inglés.

—¿Cuántos idiomas sabes?

—Solo inglés y castellano, ¿y usted?

—Tú, Nerea, de tú.

—¡Está bien! Sé cuatro, además francés y alemán. Puedo practicar contigo el castellano.

—Si quieres... —le dijo en castellano—. Pero no en alemán. Ese es complicado para mí.

—Un poco, sí. ¿Qué tenemos de postre? Porque ya no puedo más.

—Café y tarta, fruta, yogurt…

—Fruta.

—Fresas, plátano, naranjas, uvas, arándanos, manzanas, melocotones…

—¡Qué variedad!

—Y café por la mañana.

—Ummm, eso lo necesito. Prefiero un plátano.

—¿Café no?

—No, esta noche no me apetece.

—¿Ni tarta?

—Tampoco, la dejamos para mañana, a no ser que tú quieras.

—Quiero, sí.

—Pues venga.

Retiró los platos y le dio un plátano; ella se sirvió un trozo de tarta.

Cuando acabaron, él entró y se lavó los dientes; lo oía. Mientras, ella recogía todo, metió todo en el lavavajillas y recogió la cocina.

Y se levantaría temprano a hacerle el café recién hecho, mientras se duchaba al venir del gym.

—Me voy un rato al despacho, Nerea. Voy a trabajar. Gracias por la cena, ha estado buenísima.

—Pues si no me necesitas me voy a la cama, estoy muerta. ¿A qué hora quieres el café?

—A las siete.

—Bien.

Puso el reloj a las siete menos cuarto, se dio una buena ducha y se acostó a plomo. Estaba que le dolían todos los huesos del cuerpo.

El reloj le sonó y se levantó desorientada, pero al momento supo dónde estaba. Se puso unas mallas limpias y otra camiseta, y le preparó el café. Cuando salía del dormitorio, estaba listo.

—¿Con azúcar?

—Solo.

—Esa es mi taza.

—¿Manías?

—Sí. —Rio él.

—Espero que no se me rompa.

—Tendremos que comprar otra igual. —Y sonrió.

Se tomó el café y cogió su maletín.

—¡Hasta la noche, Nerea!

—¡Hasta luego!

Ese hombre estaba demasiado bueno. Vivir sola con él iba a ser un problema para ella tan enamoradiza, pero claro, un hombre así, tendría mujeres a montones.

Eso sí, era cercano y bueno, al menos con ella, y respetuoso.

La dejaba libre hacer el trabajo. Esperaba no arrepentirse.

Volvió a llamar a su amiga y nada, no contestaba. ¿Dónde se habría metido?

Menos mal que Taylor la confundió; la otra chica encontró otro trabajo y ella tuvo la mayor suerte del mundo, aunque sabía que no iba a ser su futuro, no iba a ser limpiadora. Si su madre se enterara, la mataría.

Pero con suerte sería un lugar donde estar con un buen sueldo hasta encontrar un trabajo de profesora, que es lo que su madre siempre le aconsejaba, que se dedicara a escribir novelas, eso que no lo dejara, pero que al menos diera clases, que le encantaba también. La cocina era una afición. Ella también lo sabía.

Pero mientras no hubiera otra cosa, tendría que quedarse en casa de Taylor. Ya iría enviando currículum hasta encontrar lo que necesitara.

Iba a hacer una lista —después de la limpieza—, de todos los institutos cercanos. De momento descansaría y a ver si aparecía Andrea por algún lado.

Le dolían todos los huesos, también iba a hacer un poco de ejercicio, aunque fuese correr avenida arriba y abajo. De momento le quedaba limpiar esa casota que tenía el señorito Taylor. ¿Para qué querría una casa como esa si venía de trabajar a las diez? Además, con solo dos dormitorios, el otro era para el servicio y una cocina que hacías ejercicio nada más darle la vuelta a la isla.

Los ricos no sabían en qué gastarse el dinero, la verdad.

Se hizo el desayuno. A media mañana, tendría que buscar un hueco para recoger los trajes del tinte, o antes o después de comer, ya vería.

Con gusto se acostaba de nuevo un par de horas, pero quería terminar la casa cuanto antes para poder llevar su vida como quería, hacer ejercicio en cuanto le pusiera el café, volver, desayunar, la casa, un par de horas y ponerse a escribir. Comer y hacer la cena y escribir, enviar currículum y así serían todos los días.

Más adelante saldría los fines de semana a conocer la ciudad, cuando tuviera algo de dinero, ya se había gastado parte en el vuelo y no quería quedarse sin nada.

Solo tenía lo que había ganado en esos dos años descontando lo que se había gastado en ropa y en salir, así que tenía que mirar bien en qué se gastaba el dinero que tenía y que iba a ganar de momento en ahorrar algunos meses.

Esa era la solución, ahorrar unos meses, ya tendría tiempo de salir después. Además, ahora no tenía ganas de salir, sino de avanzar en el trabajo de las novelas, tenía una buena racha y no iba a desperdiciarla.

—Bueno, ya basta, a trabajar —se dijo.

Colgada en Nueva York

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