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2. Hacia las glorias del siglo XIX

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Valparaíso, como no podía ser de otra manera, retorcido como es, tuvo un comienzo misterioso y aproximativo, sus habitantes iniciales parecen haber sido los changos, quienes vivían rudimentariamente, eran más bien nómades y pescadores, también colectores y llamaban Quintil a la zona donde se construyó poco a poco el caserío que llegó a ser Valparaíso. Parece que Quintil quería decir “bahía profunda”.

Los mapuches de la zona eran los picunches, quienes trashumaban entre Concón y el lugar donde se encuentra hoy el Molo de Abrigo, extensión que la llamaban Alimapu, que significa “tierra arrasada por el fuego”. Como vemos, los incendios no son unos recién llegados a la ciudad.

Parece que los picunches no vivían de manera muy diferente a los changos, el idioma común habría sido el mapudungún y ninguno de los dos vivía de manera floreciente.

En 1450 llegan los incas, quienes extendían su imperio y su cultura hacia el sur. Como el territorio costero no era lo de ellos, se quedaron más bien en Aconcagua y parece que establecieron una dominación bastante sofisticada y tranquila; puede ser que su interés haya sido puramente estratégico y quizás parcialmente agrícola. Hacia la costa no quedó gran huella civilizatoria salvo los nombres de lugares de origen quechua, como Quillota, Concón, Limache y Cochoa, entre otros.

El primer español que llegó lo hizo solo, se llamaba Gonzalo Calvo Barrientos y se instaló en las tierras de Quillota. El hombre venía del Perú donde —nos dice el cronista español Pedro Mariño de Lobera— había tenido ciertas “pesadumbres”, quizás deudas, algún adulterio, o una riña de sangre, el caso es que salió muy apurado y se instaló lo más lejos que pudo.

Los españoles llegaron con la expedición de Diego de Almagro en 1536, quien, junto con venir por tierra desde Perú, traía paralelamente una reducida expedición marítima al mando de Juan de Saavedra, que era un extraño marino porque en verdad llegó a la costa a caballo como avanzada de Almagro para encontrar la pequeña carabela el “Santiaguillo”, la que arribó como estaba previsto a la bahía de Quintil a la altura de donde hoy está la plaza Echaurren.

La carabela había zarpado desde el Callao al mando del piloto Alonso de Quintero, quien antes había pasado por otra bahía un poco más al norte, a la cual, dando muestras de poca imaginación pero de bastante engreimiento, la nombró Quintero.

Saavedra, más comedido, bautizó el lugar con el nombre de Valparaíso. Dicen que en honor a su pueblo natal, “Valparaíso de arriba”, en España.

Otras teorías dicen que el nombre se debe al navegante Juan Bautista Pastene, un italiano al servicio del imperio español que llegó varios años más tarde a las órdenes de Pedro de Valdivia en 1544, e impresionado por el anfiteatro de la bahía le habría puesto “Val del paraíso” (“Valle del paraíso”).

A Pastene también se le atribuye el hecho de que a los inmigrantes italianos les digan “bachichas”, ya que en el dialecto ligur sería el equivalente de Battista, pero eso es más fantasioso porque la inmigración italiana es mucho más tardía. Además, les dicen bachicha (baciccia) en dialecto o baicin, que sería algo así como bachichita, tal como les dicen a los italianos en Argentina y en Perú.

En todo caso, si la llegada de los españoles fue en 1536, la fundación real de Valparaíso fue en 1544, como puerto natural de Santiago de Nueva Extremadura.

Diego de Almagro quedó bastante decepcionado con su expedición, pues encontró que Chile junto con estar muy lejos carecía de riquezas y le pareció que el territorio era pobre de solemnidad, y que la anterior presencia inca había tenido un objetivo más bien de carácter militar.

Como no valía la pena tanto esfuerzo las endilgó de regreso al Cuzco a disputarle las riquezas que allí había encontrado Francisco Pizarro.

Pero maese Francisco no estaba dispuesto a compartir, así que se dieron con todo, sin miramientos, y finalmente nuestro buen Diego fue derrotado en la batalla de las Salinas en 1538.

Uno de los hermanos de Pizarro, Hernando, que no tenía un carácter dulce y menos aún compasivo, ordenó ejecutarlo en la plaza de armas del Cuzco por estrangulamiento de torniquete y para asegurarse de que no hubiera malos entendidos decapitó el cadáver.

Al rey de España cuando le informaron le pareció que Hernando había exagerado y le pidió explicaciones, que al parecer no fueron satisfactorias, porque lo llevó a España y lo encerró por veinte años en una fortaleza. Los demás hermanos Pizarro no terminaron mucho mejor: Gonzalo fue decapitado en 1548 y al Marqués Don Francisco Pizarro lo acuchillaron los almagristas en 1541. El hombre, pese a tener sus añitos, se defendió heroicamente pero finalmente murió en la riña y lo decapitaron, aunque a medias por el apuro.

No fueron pocos los grandes conquistadores que literalmente perdieron la cabeza en busca de la gloria y las monedas.

Pedro de Valdivia, en este cuadro turbulento, se interesó por Chile al que le encontraba ciertas potencialidades agrarias, además de militares. En 1540 comenzó los preparativos de la expedición que conquistaría Chile y lo haría a él gobernador y capitán general de estos territorios.

Algo de oro había en el estero Marga-Marga, hasta que se acabó.

Como sabemos, después de fundar Santiago siguió al sur, donde la cosa se puso cada vez más pesada y peligrosa para establecer las fronteras del imperio, pues los mapuches de más al sur resultaron quisquillosos, bravos y poco dispuestos a someterse.

No tuvo un fin sereno, don Pedro. Hecho prisionero en la batalla de Tucapel en 1553 gracias entre otras cosas al rol central de Lautaro, le hicieron todo tipo de torturas hasta que murió. Claro que él no había sido menos sanguinario en varias ocasiones con los jefes militares mapuche.

La relación de don Pedro con Valparaíso fue muy tenue, se hizo de algunas tierras y cometió una frescura mayor.

De acuerdo a la normativa imperial, quienes llegaban como colonos no se podían ir sin su autorización. Don Pedro necesitaba ir a Perú para no quedarse debajo de la mesa en las disputas del virreinato, porque requería de dinero y apoyo para continuar la conquista.

Citó para tal fin a varios vecinos de Santiago para pedirles un préstamo, pero su pedido no cayó en tierra fértil. Así, les propuso entonces que quienes juntaran la suma estarían autorizados para volver al Perú.

Muchos que estaban cansados de las guerras e incendios de Santiago recibieron la oferta con alborozo; juntaron 80.000 dorados, vendieron sus enseres, juntaron sus haberes y partieron a Valparaíso a subirse al barco “Santiago”.

Cerca de donde está la plaza Aduana, a los pies de la subida Carampangue, don Pedro organizó una despedida bien comida y bien regada y pronunció un sentido discurso de despedida. A renglón seguido, mientras los viajeros se enjugaban emocionados las lágrimas, se escabulló y zarpó en el barco con los 80.000 dorados en la bolsa, más el equipaje de quienes quedaron en tierra.

Lo acusaron ante las autoridades, todas ellas al servicio de don Pedro, y como era de esperar les fue mal. Algunos perdieron la vida y a otros, con más suerte, solo los trataron de “falsos y envidiosos”.

Quién sabe si este antecedente fue un aporte al surgimiento posterior de la famosa “picardía del chileno medio”.

Durante la conquista y el establecimiento del poder colonial, la movida estaba en otras partes, pero con Valparaíso no pasó mucho, pues creció muy lentamente operando un comercio casi exclusivamente con el puerto de Lima, el Callao.

Era un villorrio, a lo más una aldea con pocos habitantes.

Como su principal función era servir de puerto a Santiago, el camino a Santiago era lo más importante, aunque consistía en senderos ensanchados, agrestes e incómodos. Claro que en esos tiempos casi todo era incómodo en Chile.

En el Siglo XVII se estableció “el camino de las carretas”, el que pasaba por Melipilla. Otro camino era por Caleu y la cuesta de la Dormida. Recién en 1791 Don Ambrosio O’Higgins, muy buen administrador pero mal portado cuando se lo invitaba a pernoctar en familia, abrió un nuevo camino que siguió un curso similar a la actual Ruta 68. Saliendo de Santiago por San Pablo, Pudahuel, Curacaví y la cuesta Zapata, fue “el camino de las cuestas” que logró hacerse más transitable recién en 1797 para carretas y carruajes, que se demoraban, eso sí, varios días en llegar de una ciudad a otra.

Antes de estos acontecimientos poco excitantes, pasó muy poco. Solo en 1559 se establecieron unos pocos vecinos españoles en torno a la iglesia de la Matriz. Por otra parte, suponiendo quizás que había más riquezas de las que realmente existían, llegaban por saqueo barcos piratas, entre ellos el famosísimo Francis Drake, lo que obligó a instalar algunas fortificaciones, como el Castillo Viejo a los pies del cerro Artillería.

No fue Drake el único pirata, corsario en este caso, que saqueó Valparaíso; también estuvieron entre otros Cavendish, Gerritsz, Van Noort y Van Spilbergen, quienes se iban un poco decepcionados por el magro botín.

Bartolomé Sharp (es solo un alcance de nombre con el joven político actual), quien era parece muy cruel y destrozón, tuvo el tino de saltarse Valparaíso y seguir de largo hasta Coquimbo, no dejando títere con cabeza en La Serena, tanto así que por muchos años cuando un niño hacía muchas maldades había un dicho popular que decía: “Llegó Charqui a Coquimbo”.

La Colonia en Chile fue dura y belicosa, marcada por la Guerra de Arauco, por el espíritu de frontera, por la importancia del ejército, por el trabajo afanoso sobre una tierra fértil, por la riqueza mineral tardía.

Chile se construyó con guerra, tierra y religión, lo que estableció sus ventajas y sus límites.

A Valparaíso le faltaron en el período colonial la tierra y la guerra, y como puerto lo que necesitaba era comercio, finanzas, movimiento, de lo cual había muy poco.

Las tierras se repartieron pronto: Pastene, Juan Elías, Martín García y Juan Gómez de Almagro tuvieron lo suyo; el resto, los mercedarios, los franciscanos, los dominicos y los jesuitas.

“Ciudad de frailes y cañones”, dirá más tarde Benjamín Vicuña Mackenna en su Historia de Valparaíso.

Pero esos primeros personajes poderosos fue poco lo que construyeron. Como dicen los autores de la muy buena Guía de Arquitectura de Valparaíso (cuyos nombres cuesta encontrar entre los de las autoridades editoras), en el primer Valparaíso no se encuentra el barroco sino apenas su espíritu de oscuridad.

Gómez de Almagro era particularmente activo en materia de maldad, respecto de lo cual Leopoldo Sáez nos dice en su libro Valparaíso que el dueño de la quebrada Carampangue usaba a destajo su autorización para “atormentar y quemar cualquier indio para saber lo que conviene”. Así, los changos se fueron arrinconando hacia la costa del cerro Barón, hasta que tendieron a mestizarse o extinguirse en la aldea.

Lo que sí había era un activo mercado de esclavos: en 1660 se vendían negros, mulatos y mapuches, imagino prisioneros de guerra.

El esclavismo acompañó todo el período colonial. Solo en 1811 se declaró la libertad de vientre y en 1823 se abolió la esclavitud, lo que fueron fechas tempranas si consideramos lo sucedido durante el siglo XIX en otras latitudes.

Las cosas para Valparaíso recién mejoraron algo con las reformas borbónicas y sobre todo a fines del siglo XVIII con el empuje de Ambrosio O’Higgins.

Es necesario aclarar que entre 1544 y 1712 el mar llegaba hasta la calle Serrano de hoy y que el puerto estaba dividido por el mar del resto de la ciudad a la altura de la cueva del chivato, lugar lleno de mitos y fantasmas donde naufragaron muchas naves.

Al otro lado estaba el Almendral, lugar que pertenecía a Martín García a quien, vaya a saber uno por qué, le dio por plantar almendras.

En el siglo XVII se creó el Corregimiento y se declaró plaza militar, su gobernador residía en el Castillo San José en el cerro Cordillera, lo que convirtió a ese cerro en el más importante de ese tiempo.

En el siglo XVII poco a poco creció el comercio con el Perú; así, vino, cebo, carne salada, cueros y quesos constituían la mayoría de los cargamentos.

A principios de ese siglo había cuatro iglesias, cien casas y un buen número de chozas.

En 1791 se constituyó el primer cabildo y se logró que el rey de España la nombrara ciudad con el nombre de “Nuestra Señora de las Mercedes de Puerto Claro”, aunque todos siguieron llamándole por su nombre: Valparaíso.

Mientras tanto, tuvo fuertes terremotos. En 1730, magnitud 8,7 de la escala Richter, además de incendios a granel y naufragios.

Valparaíso llegaba entonces al proceso de independencia y la gestión de la República con unos pocos miles de habitantes, un modesto y primitivo muelle y una menguada actividad comercial que se expandirá velozmente en el Chile independiente. Será en este Chile que las cosas mejorarán para el puerto y darán un vuelco positivo, momento en que la libertad de comercio hará que el número de buques en la bahía aumente.

Era un paso obligado de las naves que venían de pasar el Cabo de Hornos y necesitaban llegar a distintos destinos en la costa del Pacífico, y ese fue el comienzo de la leyenda de Valparaíso, cuando muchos barcos comienzan a considerar a Valparaíso el lugar donde se celebra la sobrevivencia después de la tormenta y el peligro, el reparo frente a la inclemencia, el lugar donde se vuelve al mundo después de haber atravesado el último pedazo de tierra, la Tierra del Fuego.

Valparaíso comienza a aparecer en la literatura universal como una lejana pero conocida referencia y en las canciones marineras de aquellos que regresan a Europa, después de haber arriesgado sus vidas en largos y azarosos periplos.

La aldea comienza poco a poco y después mucho a mucho a transformarse en ciudad; empiezan a llegar extranjeros a hacer negocios y algunos comienzan a quedarse y a contarles a otros que aquí en el fin del mundo es posible tener un futuro próspero.

Autores como Blaise Cendrars, R.L. Stevenson y Walt Whitman se referirán a él como un punto en las rutas de comercio o como un lugar exótico, sin saber mucho qué diablos era en realidad.

La historia de Alexander Selkirk, quien en 1709 después de un naufragio sobrevivió solitario durante cuatro años en una isla del archipiélago Juan Fernández, inspiró a Daniel Defoe para escribir Robinson Crusoe.

La noticia de un barco destrozado por una ballena gigante frente a las costas de Valparaíso inspiró a Herman Melville en su célebre Moby Dick. También Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe, se inspira en relatos marineros sucedidos en torno al mar porteño.

Thomas Mann, en Los Buddenbrook, coloca el personaje Christian como hombre de negocios que ha vivido en Valparaíso, pero nuestro enorme escritor si bien se documentó bien acerca del carácter comercial del puerto no hizo lo mismo con el clima, al que Christian le atribuye un calor tropical.

En verdad lo mismo les pasó a varios cineastas de Hollywood, en películas en que aparecen porteños vestidos de peones mexicanos cantando “Cielito lindo” como música nativa.

Las viejas canciones de marineros hablan de Valparaíso como un lugar mágico y lejano. Una clásica canción marinera francesa, “Nous irons à Valparaíso”, dice en su letra frases como: “En el Cabo de Hornos no habrá calor”, “Cuando pesquemos cachalotes más de uno dejará su piel”. “Adiós miseria, adiós barco”. Todo ello entre gritos marinos y los “Yo, ho, ho”, como en las canciones de la Isla del tesoro y aquella inolvidable: “Quince hombres sobre el cofre del muerto. / Ron, ron, ron, la botella de ron. / La bebida y el diablo hicieron el resto. / Ron, ron, ron la botella de ron”. Canciones que cantan los piratas en la posada Almirante Benbow.

Desde Valparaíso zarpa la Escuadra Libertadora hacia el Perú, el último bastión del imperio español. San Martín comanda la expedición, desde tierra lo despide su amigo Bernardo O’Higgins quien ha empeñado hasta la camisa para que la expedición pueda realizarse en 1820. La mayor parte de la expedición estaba compuesta por chilenos, pues de los 4.642 soldados, 4.000 eran chilenos y en su mayoría porteños.

Entre 1818 y 1820 tuvimos corsarios chilenos que atacaban naves españolas con patentes de corso entregadas por O’Higgins para debilitar la presencia española en el Pacífico. Muchos comerciantes porteños invirtieron en este negocio cuya nobleza es discutible, pero que tenía la ventaja de generar riqueza y patriotismo al unísono; sin embargo, hubo que pararlo porque se hizo muy extenso, ya que hasta por Panamá habían llegado en la faena…

Pero esos tiempos republicanos no estarán ajenos a la desgracia. En 1822 un terremoto deja en el suelo la ciudad que ya tenía 16.000 habitantes. Como O’Higgins andaba por esos lados, se salvó por un pelo de morir aplastado.

A estas alturas del relato conviene buscar una visión ajena e inteligente para ver cómo eran las cosas en el viejo Puerto en esos años a través de la mirada curiosa de una mujer, una viajera avezada que pasará poco tiempo en Valparaíso. María Graham es su nombre, y ella llegará a Valparaíso estrenando su reciente viudez del capitán Thomas Graham, quien había entregado el alma en el paso del Cabo de Hornos.

Tenía, nuestra Mary, treinta y siete años, y de acuerdo a las pinturas que conocemos un cierto buen ver, salvo que el pintor haya sido muy generoso.

Ella recorrió la zona central de Chile y en 1824, estando ya en Brasil donde se había trasladado al mismo tiempo que Lord Cochrane, publicó su libro Diario de residencia en Chile en 1822, posteriormente regresaría a Inglaterra y volvería a casarse, esta vez con el pintor Augusto Wall Callcott.

Ella conoció al tout Chili de los primeros años posteriores a la independencia, entre ellos a O’Higgins y San Martín.

Culta, naturalista, buena dibujante, nos dejó un retrato del Valparaíso de la época. Nos cuenta que la ciudad tenía un plan pequeño donde el mar separaba el puerto del Almendral en la cueva del Chivato, allí donde ahora está El Mercurio o su abandonado despojo después del asalto incendiario del 2019 y la escalera del cerro Concepción.

La avenida Francia y la avenida Argentina eran en ese tiempo torrentes que bajaban de los cerros; el resto, calles polvorientas, casas en su mayoría modestas y un comercio cada vez más activo y pintoresco. Una élite reducida y beata combinaba su actividad comercial con actividades religiosas.

Se hizo amiga de Lord Cochrane, aristócrata inglés, aventurero, gran marino que jugó un rol no menor en las guerras de la independencia, lo que le valió ser nombrado jefe de la embrionaria armada chilena, a la cual le hizo ganar con más astucia que recursos muchas batallas.

Si bien su aporte fue enorme se fue enojado a Brasil, porque no le pagaron lo prometido; el hombre no era indiferente al dinero, y si bien lo llenaron de medallas la recompensa en metálico fue escasa, a lo menos en su opinión.

Con San Martín no se llevaban bien y terminaron en malos términos, pues San Martín lo acusó de fraude.

Como era de esperar, María tomó partido por Lord Cochrane en sus escritos y no habla con simpatía de San Martín. Ella dice que dicen que bebía demasiado, lo que no le consta, pero sí de que consumía opio y que tenía un genio de los mil demonios.

Lo del opio no era extraño en esa época y el mal genio es un rasgo extendido en quienes ejercen el poder, lo digo para equilibrar las cosas, pues San Martín, defectos aparte, fue un grande, con una enorme dignidad; empero, murió como tanto prócer: solitario, exiliado y más encima de peste.

A O’Higgins, quien ya tenía bastante oposición en esos años, lo trata bien: “Él es modesto, abierto, de modales sencillos sin pretensiones de ninguna clase, si ha realizado grandes hechos los atribuye a la influencia del amor patrio que, como él dice, puede inspirar a un hombre vulgar los más nobles sentimientos”.

Lo que sí Mary no encuentra es que sea buen mozo; lo describe como “bajo y grueso, con ojos azules y cabello rubio, su tez encendida y algo toscas facciones no desmienten su origen irlandés, a la par de que la pequeñez de sus pies y manos son signos de procedencia indígena”.

En relación con la parte de los pies, yo alertaría al lector de que se trata de la opinión de una señora inglesa, y las inglesas tienen al parecer los pies muy grandes. Independientemente del porte de sus pies, estamos ante retratos realizados por una persona sorprendentemente emancipada y libre.

Su opinión de los sudamericanos no es halagüeña: “Son ignorantes, oprimidos y quizás naturalmente indolentes y tímidos”, pero piensa que la independencia terminaría por despabilarnos.

En verdad Valparaíso se despabiló mucho en esos años en los que se avecindaron muchos extranjeros, como lo señalarán en sus relatos sobre la ciudad José Zapiola y Benjamín Vicuña Mackenna.

En 1823, Valparaíso cuenta ya con 23.000 habitantes, 5.000 son europeos y norteamericanos. Ese año zarparán 333 buques.

En 1827 se creará El Mercurio de Valparaíso, el diario más antiguo de circulación continua en lengua castellana.

En 1828, en un congreso constituyente, se redactó la Constitución de 1828, la Constitución liberal.

En 1837 se crea el colegio de los Sagrados Corazones, el colegio privado más antiguo de Chile, que dará origen al curso de leyes que precederá a la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Valparaíso. Ese mismo año se instala el faro Punta de Ángeles y el cerro Barón fue escenario del fusilamiento de Diego Portales, asesinato que popularizó sus ideas y su nombre en la historia de Chile.

Portales tuvo una fuerte relación con Valparaíso, aunque en los negocios le fue mal. Su conservadurismo pragmático tiene mucho que ver con el espíritu de ese Valparaíso comercial que nacía, que miraba con cierta amargura el “peso de la noche” de Chile y creía que había que remecerlo un tanto a golpes, alargando su mirada y su lugar en el Pacífico.

El Puerto se comienza a llenar de casas mayoristas, sobre todo de ingleses, casas de moda francesas, farmacias alemanas y artesanos italianos.

El cerro del Cabo (cerro Concepción) comienza a poblarse de gringos, al igual que el cerro Alegre, al que se le llama cerro de la gringuería o cuartel alemán. Surgen las primeras fábricas de calderas, fundiciones, la primera farmoquímica (creada por Antonio Puccio), el Banco Londres y el Banco Edwards.

La ciudad se extiende desde el cerro Barón al Artillería, pronto lo hará desde el cerro Esperanza hasta Playa Ancha.

En 1846 se construye la iglesia de San Francisco en el cerro Barón, de valor arquitectónico, cuyas torres se ven desde lejos al entrar a la bahía de manera muy nítida, de allí surge el sobrenombre de “Pancho” para Valparaíso.

En 1850 se produce un gran incendio, se quema todo el centro desde la Aduana hasta la cueva del Chivato, parte del cerro Concepción y la calle del Cabo (hoy Esmeralda). De este desastre surgirá el primer cuerpo de bomberos de Chile, en 1851, cuya acción y ceremonial se convertirán en un rasgo muy tradicional del Puerto.

En 1852 se instala agua potable y también el telégrafo conectado con Santiago, en 1856 el alumbrado a gas y en 1861 una empresa de tranvías a tracción animal.

En 1862 se crea el liceo de Valparaíso, hoy Eduardo de la Barra, que tuvo sus tiempos de gloria. También de allí surgirá un curso de leyes de orientación laica que culminará en la actual Facultad de Derecho de la Universidad de Valparaíso.

Se crea en esos años la primera óptica de Chile (la óptica Hammersley), aparecen navieras como la Grace, el francés Vigoroux establece en 1840 un servicio de diligencias a Santiago de cuatro ruedas, que reduce de tres a un día el viaje a Santiago. La aparición del ferrocarril en 1863 reduce todo ello a una antigualla.

En 1866 sucede una desgracia absurda como resultado de una de las guerras más ridículas de la historia, la guerra hispano-sudamericana, que no tuvo ni objetivos ni sentido, solo rencillas menores y miedo de escaladas. Chile, Ecuador y Bolivia apoyaron a Perú en las disputas iniciales con España, y la guerra únicamente tuvo un carácter naval, pero en los hechos combatieron solo Chile y Perú. Murieron cien chilenos.

Se puede decir que la guerra se extinguió por inútil, pero Valparaíso terminó pagando el pato de la boda. Fue bombardeado sin ton ni son, afortunadamente el almirante español anunció con anticipación el bombardeo y los porteños se prepararon para un espectáculo peligroso y adrenalínico, el que habría de dejar destrozos e incendios. Curiosamente, el reloj de la vieja intendencia recibió una bala que dejó fija la hora a las nueve y veinte de la mañana. Los españoles hundieron la flota mercante, después se fueron, pero el bombardeo fue muy criticado porque Valparaíso estaba bastante indefenso; eso no volvería a pasar, pues la ciudad comenzó un vigoroso plan de fortificaciones.

En su libro Valparaíso navega en el tiempo, Franklin Quevedo nos cuenta una anécdota tragicómica. Resulta que meses después del bombardeo se presentó ante el Presidente de Chile, José Joaquín Pérez, un alemán de apellido Flach para ofrecerle la construcción de un submarino de guerra de su invención.

El Presidente, dudoso, le dijo: ¿Y si se chinga? De todas maneras el alemán quiso hacer unas demostraciones y se subió a su máquina con su hijo ante cientos de porteños curiosos y las autoridades; el aparejo dio unas vueltas a la bahía semisumergido, luego el alemán agarró confianza salió a altamar y se perdió de vista.

Ese fue el último día que se supo de Flach, de su inocente hijo y también del que debería haber sido el primer submarino militar chileno. Los porteños, desilusionados, regresaron a almorzar a sus hogares, moviendo la cabeza con desaprobación.

En 1876 se crea el Camino Cintura. Camino de la Cintura lo llamó Rubén Darío en algunas páginas de su libro “Azul”, hoy se llama avenida Alemania, pero se usan ambos nombres y va desde Playa Ancha hasta el cerro La Cruz; la idea era que conectara los cuarenta y dos cerros de Valparaíso, pero como sucede a menudo se llegó hasta la mitad.

En 1880 se crea en Valparaíso la “Compañía de Teléfonos de Edison”, la que comenzó también a instalar teléfonos en otras ciudades de Chile.

En 1883 se crea el primero de los 23 ascensores funiculares de la ciudad; hoy existen 16 y funcionan apenas siete a duras penas y con muchos problemas, pese a su carácter patrimonial.

Valparaíso fue la base logística de la Guerra del Pacífico (1879-1884) y de su capacidad técnica dependió la suerte de las tropas; allí también fueron recibidas a su regreso. La experiencia nada gloriosa de la llamada Pacificación de La Araucanía también tuvo allí su base y en los alrededores de Valparaíso se dieron las batallas definitivas más duras y fratricidas de la guerra civil de 1891. Concón, Placilla y Curauma fueron sus escenarios.

Para bien y para mal, a esas alturas Valparaíso era un centro neurálgico de la vida nacional.

En 1892 se creaba la Bolsa de Valores de Valparaíso, ya que existían 160 sociedades anónimas y se requerían corredores de seguros y de acciones ante un comercio en plena expansión. Hoy está cerrada, falló la bolsa y también fallaron los valores.

Ese año se creaba además el decano del fútbol chileno, el Santiago Wanderers. Los ingleses del Puerto, que eran muchos, comenzaron con la práctica del balompié y crearon el primer Wanderers; al parecer, no les abrieron la posibilidad a los criollos porteños para que entraran al club y en un acto de afirmación nacional ellos crearon su propio Wanderers anteponiéndole el nombre de la capital.

No sé si será cierto, pero, como dicen en Italia, “se non é vero e ben trovato” (“si no es verdad está bien dicho”).

Se creó en una casa de la subida Carampangue, pero como sucede a menudo en mi ciudad no hay memoria sobre la casa en que se realizó.

Ese Valparaíso del siglo XIX se construía de manera caprichosa y original, se inventaban materiales que pudieran apuntalar desniveles y gradientes en los cerros, se construían escaleras retorcidas e interminables, amurallaban los bordes de los cerros. Era diferente a cualquier otra ciudad.

Al principio el “plan” era apenas una franja a los pies de los cerros que se va rellenando a punta de terremotos y desperdicios, después se comienza a ganar terreno al mar, con lo que surge la avenida Brasil, espaciosa y con pretensiones de gran boulevard; en 1881, el ferrocarril que llegaba al Barón se extiende, atraviesa Bellavista y llega al puerto.

En un principio, el corte de clase es claro: los ricos viven en el “plan” y los pobres en los cerros, pero eso comienza a cambiar; el cerro Alegre y el Concepción albergan familias de muy buen pasar, inglesas y alemanas y espléndidos caserones con vista a la bahía, todo se facilita con los ascensores.

Cuando se acerca el siglo XX, familias chilenas y extranjeras de clase media comienzan a instalarse en otros cerros, por lo cual la fragmentación urbana comienza a ser reemplazada por un cierto mestizaje de clase.

Joaquín Edwards Bello, desde su Valparaíso (Fantasmas) hasta sus cónicas posteriores, instruye sobre ese recorrido.

La literatura porteña comienza a poblarse en el siglo XIX y adquiere una cierta espesura a comienzos del siglo XX. No es casualidad que la primera librería sea porteña, la que fue creada por Santos Tornero.

Autores como Alberto Blest Gana comienzan a situar sus personajes en Valparaíso, como en El ideal de una calavera, cuyo desenlace se produce en Valparaíso: el héroe trágico de la novela, Abelardo Manríquez, es fusilado en la plaza Victoria por haber participado en el alzamiento de Vidaurre contra Portales.

En 1888 se imprime en Valparaíso Azul, un libro importante de la vanguardia modernista del poeta nicaragüense Rubén Darío, avecindado entonces en Chile.

Por Valparaíso no solo pasó Darwin en el siglo XIX, también lo hicieron, producto de los avatares políticos de Argentina, intelectuales y políticos de la talla de Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, quienes dejaron huella.

Domingo Faustino Sarmiento nos da su impresión de ese Valparaíso en una magistral frase: “La Europa acaba de desembarcar y botada en desorden en la playa”.

La pintura porteña del siglo XIX fue cosmopolita por la nacionalidad de sus pintores, la diversidad de sus escuelas y fue quizás la más importante del país. Charles Wood, John Searle, los hermanos Ward, Mauricio Rugendas, Manuel Antonio Caro, Augusto Monvoisin, Juan Francisco González (profesor de dibujo del Liceo Eduardo de la Barra), el norteamericano Whistler, quien vino por la guerra disparatada de 1866 estuvo apenas un mes y pintó su “Nocturno” de la bahía de Valparaíso.

Hacia final del siglo surgen Juan Francisco Puelma, Pedro Lira y Celia Castro, quien obtuvo la tercera medalla del Gran Salón de París, como nos lo cuenta Roberto Zegers en Sobre los comienzos de la pintura en Chile y en especial de Valparaíso. Un lugar destacado lo ocupa el pintor inglés Thomas Somerscales, quien llegó a Valparaíso como profesor de dibujo del colegio Mac Kay y cuya obra creció en la ciudad.

Hasta un vals de Johann Strauss, “Recuerdos de Valparaíso”, tiene la ciudad. Lo descubrió en los años noventa del siglo XX el profesor de la Universidad de Valparaíso Allan Bowne, en una caja con partituras que había comprado por 200 pesos en una feria libre; se trataba de una pieza del autor cuya existencia se conocía pero que estaba perdida.

Así se fue terminando el siglo del gran salto, de un puerto pujante abierto a la cultura y al mundo con hoteles magníficos y bellas mansiones, pero también con miseria, desigualdades y conventillos pobrísimos.

En 1844 se había creado ya el primer teatro Victoria, que sería reemplazado por una versión más monumental en 1886, donde llegaba la mejor ópera. El poeta popular Pezoa Véliz solía burlarse de los porteños porque el público pretendía entender incluso en galería las arias en italiano. Se debe recordar que allí actuó también Sarah Bernhardt.

El Victoria fue destruido por el terremoto de 1906 y reemplazado por una versión más modesta, pero con mucho encanto. En ese teatro en la avenida Pedro Montt vi siendo un niño deslumbrado “La pérgola de las flores”, la primera versión con Ana González, Silvia Piñeiro, Justo Ugarte, Charles Becher, Carmen Barros y Héctor Noguera.

Bastantes años después, cuando el teatro ya estaba muy venido a menos, dije un discurso en un acto del Partido Comunista, nervioso y emocionado, tenía veinte años.

Después pasó lo de siempre, el teatro resistió a muy mal traer su enésimo terremoto y lo demolieron.

Sic transit gloria mundi.

El viejo puerto

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