Читать книгу Lazos de humo - Ernesto Rodríguez Abad - Страница 6

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Capítulo I

Ismael cerró el libro. La historia que había terminado de leer palpitaba en su mente como si fuese real. Mujeres cigarreras, traiciones, amantes y mentiras se mezclaban con la realidad de su vida tranquila en un pequeño pueblo perdido frente a un océano inmensamente azul.

Era un muchacho diferente.

No fue noble su cuna ni creció rodeado de bienestar. Era hijo de una cigarrera soltera que nunca quiso desvelar el nombre del hombre que había amado en secreto. No confesó quién la había seducido. Jamás volvió a enamorarse. Trabajó con ahínco y rabia para sacar al pequeño adelante. En la fábrica de puros, de modista o simplemente limpiando casas. El niño, después de salir de la escuela, hacía mandados para la gente adinerada.

La gente bromeaba con él porque siempre llevaba un libro bajo el brazo.

Pasaron veranos, inviernos; vinieron nuevos otoños y primaveras. La madre continuaba haciendo puros y limpiando; él, devorando historias.

Algunas noches, a la luz amarillenta de las velas, le contaba los relatos que leía. Soñaban despiertos durante horas. Ella, mientras cosía, sonreía atrapada por aquellas maravillosas aventuras que hacían la vida más llevadera. Carmen, Esmeralda y Marcolfa o Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno parecían tan reales algunas noches que llegaron a verlos sentados a su lado relatando las extraordinarias historias que hacían llorar o reír hasta que dolían las mandíbulas.

Llegaba a la escuela, algunas mañanas, medio dormido y con ojos enrojecidos, pero con toda la tarea hecha y los libros que le prestaba el maestro bullendo en la cabeza y leídos de cabo a rabo.

No le gustaba la acción ni era diestro en los juegos. Le apasionaba leer y fabular. La naturaleza le regaló una voz magnífica con la que se convirtió en el lector preferido del maestro. Muchas mañanas lo dejaba solo haciendo dictados del Quijote a sus compañeros, mientras se llegaba al bar de la plaza a tomarse el cortado. Ismael no solo dictaba, también interpretaba y disfrutaba de las palabras. En los diálogos, intuía las emociones y era capaz de pintar las voces de los personajes con entonaciones y timbres diferentes.

Había nacido para leer.

Los compañeros solían quedarse atrapados en las palabras, con la boca abierta y el lápiz en el aire. Para qué escribir, si escuchar era mejor.

Don Sebastián, su maestro preferido, entusiasmado con la pasión por los libros de aquel alumno inusual, le acabó regalando ediciones prohibidas por el Régimen. Así Josefina Bolinaga, Casona o León Felipe pasaron a manos de Ismael en una especie de pacto clandestino de silencio.

Aquellos libros, además de abrirle puertas en el aire, acabaron de envenenarlo. Una pasión especial por leer se combinó con el deseo de hacer llegar lo que tanto le gustaba a los demás.

Soñador incurable.

–¡Pon los pies en el suelo! –le decían en la escuela.

–Tu situación familiar no es buena –argumentaban otros.

–No puedes perder el tiempo.

–Tienes que estudiar.

–Tienes que conseguir pronto un trabajo.

–Y ayudar a tu madre.

–Trabajar, trabajar.

–Realidades. Menos fantasías.

No podía entretenerse en cosas poco prácticas. Para los libros había que tener tiempo y dinero.

Don Sebastián sonreía. Al salir de la escuela, al pasar a su lado le regalaba otro libro.

Le habían salido alas. Siempre volaba. Le gustaba inventar mundos, palabras incluso. La madre le echaba en cara, tímidamente, que no hacía nada de provecho. Estaba orgullosa de él, pero los maestros le habían dicho que debía ser más práctico. Don Sebastián le aconsejaba que lo dejara volar.

Ella sonreía.

Los amigos se reían porque era patoso con el balón, lento en las carreras y no se atrevía a bañarse en los estanques. Él era feliz en su ensimismamiento. ¡Qué importaba! ¡Él tenía un mundo maravilloso dentro!

Cuando don Sebastián se fue de la isla, Ismael consiguió el puesto de lector de la fábrica de tabaco.

Lazos de humo

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