Читать книгу Lazos de humo - Ernesto Rodríguez Abad - Страница 8

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Capítulo III

Lea subía la empinada calle arrastrando una pesada maleta de cartón. Remendada en las esquinas, delataba que había pertenecido a diferentes personas y que había viajado en las renqueantes guaguas a muchos lugares de la isla. Maleta de penurias vividas, había venido de Cuba o Venezuela. Maleta de

emigrantes.

Ella dejaba atrás la infancia, la pobreza, el tedio de los días repetidos.

Había vivido toda su vida en Manos de Oro. Era un pequeño poblado en el norte de la isla. Visto desde lo alto parecía que caía hacia los acantilados. Surgía entre el mar y el cielo como si desafiara las leyes de la gravedad. Las casas, rodeadas de plataneras verdes deshilachadas por el alisio insistente, se deslizaban por la pendiente como si quisieran, algún día, bañarse en las aguas revueltas del Atlántico.

Nadie recordaba quién había fundado aquel caserío perdido entre la brisa y el murmullo de las olas lejanas. Muchos días el viento solitario era el único paseante que corría por sus calles empinadas y parecía traer olor a sal mezclada con historias de un pasado lejano y enigmático.

Las hojas de las ñameras se mecían altaneras y hermosas.

El tiempo se detenía en aquel remanso del paisaje a descansar.

Lea caminaba sin mirar atrás. Subía la calle agarrándose la amplia y blanca falda de vuelo. Era flaca, pero su cuerpo estaba bien formado. El cabello, oculto por un pañuelo de seda estampado con flores estridentes y anudado al cuello, se escapaba por las sienes o la frente. La muchacha sonrió con descaro. Paró un momento y, como si ejecutase un ritual de liberación, se arrancó el pañuelo y dejó que sus cabellos volasen libres. Los mechones sueltos le azotaban la cara como miles de latiguillos dorados. Soltó una carcajada estridente. Recordó que su abuela le decía que las mujeres decentes no reían a carcajadas. Le aseguraba que había que reír con los labios apretados y poniéndose una mano delante. La maldad entra siempre por la boca y hace estragos irreparables.

Paró un momento. Suspiró. Miró hacia las casas.

Sabía que detrás de los postigos espiaban ojos, miles de ojos que siempre estaban al acecho. Las cortinas apenas se entreabrían para dejar pasar la mirada. Se intuían ojos escrutadores, miradas inquisitivas.

Estaba decidida a cambiar la vida. No quería seguir aferrada a las hipocresías. Había crecido rodeada de mujeres que vivían encerradas. Ninguna se había atrevido a hablar en voz alta. Ninguna miraba de frente. Todas susurraban y trazaban planes para sobrevivir en un mundo asfixiante. Todas bajaban la mirada triste, resignada a no poder mirar el horizonte.

Bordar y rezar. Bordar y hechizar. Bordar y cuchichear.

La vida era un susurro. Era un mundo de sombras y prohibiciones. Transmitían de madres a hijas la sabiduría del calado, de los encajes, de los bordados y de los embrujos.

Era una forma de supervivencia.

Lea no había ido a la escuela. Su abuela enseñó a su madre y su madre le había enseñado a ella a escribir y leer. A bordar y rezar. Eran letanías para sobrevivir, para escapar de las presiones de la sociedad. Desde niña tuvo que trabajar obligada. Penumbra de calados en el patio de la casa. Mujeres que bordaban sus vidas en silencio.

Cuando era pequeña, Lea iba a misa todos los domingos con su abuela. Caminaban cogidas de la mano entre las plataneras. Le gustaba preguntarle a la abuela qué significaban los exvotos de cera amarillenta que había en la iglesia de San Andrés. Se quedaba escuchando alelada las historias de milagros y curaciones. Cada mano, pie o miembro representado en la reliquia era un símbolo del agradecimiento del que había sanado. Además, la abuela lo relataba como si fuese un cuento mágico. Luego cantaban las canciones de la misa. Lea lo hacía muy alto. Le gustaba oír su voz por encima de las otras, rebotando en las paredes de la iglesia. Era un momento especial.

La semana consistía en cultivar las huertas por la mañana. Al mediodía, aprender a hacer puros y manipular el tabaco; por la tarde, escribir en las libretas de cuadrículas la tarea que le imponía la madre con su rudimentario método didáctico.

–No serás una analfabeta, ni una simple trabajadora como yo –le decía la madre.

–Esto me aburre.

–Disciplina. Ya bordarás luego. Primero aprende a distinguir las letras.

Por las noches largas y silenciosas, en las penumbras del patio cubierto de helechos de metro, rodeada de crotos coloridos y de hierbas olorosas, trazaba hermosas formas en los bordados que le enseñaban las viejas. Manteles con arabescos, letras entrelazadas en las sábanas, encajes, paños calados, enaguas con puntillas… Era un mundo de artesanales puntadas. Era un mundo también de imaginarios paseos por subterráneos oscuros. Las palabras se decían a media voz. Secretos de mujeres que los hombres no podían escuchar. Embrujos para sobrevivir en un mundo cruel.

El día que Lea cumplió dieciséis años llegó a Manos de Oro un muchacho de piel morena. Llevaba el pelo brillante como la noche peinado hacia atrás, boina ladeada, cazadora de cuero negro, camisa blanca y pañuelo al cuello. Pintaba una sonrisa ladina en sus labios y caminaba con andares desparpajados. No actuaba, no hablaba, no se vestía ni se peinaba como los hombres de allí.

Lo vio pasear por la calle. Era el sobrino de la señora de la casa grande del pueblo. Venía a tratar con los medianeros asuntos de aguas y terrenos. Gesticulaba y discutía. Algunas de sus palabras las arrastraba la brisa hasta el patio. Parecía que la tocaban. Los retazos de voz que podía escuchar la hacían pensar en una persona sensual, apasionada. Tampoco hablaba como los chicos que había conocido.

Vio cómo los hombres se despidieron. Se dieron un apretón de manos. Rieron. Parecía que bromeaban.

Bordaba una flor en un pañuelo blanco. Era una diminuta gardenia de pétalos grises. Humedeció los hilos en el líquido que había en una botella en la mesa. Remató las puntadas finales.

Se acercó a la ventana y levantó apenas el postigo. Lo vio alejarse.

Era su regalo de cumpleaños.

Volvió al día siguiente. Otra vez lo espió mientras saludaba con un efusivo apretón de manos al medianero de la señora. Esta vez se sentaron en el banco de cemento gris que había adosado a la pared de la casa.

Salió a la calle. Se apoyó en el quicio de la puerta. Sonrió cuando un rayo de sol acarició su cara. Desplegó con desparpajo un abanico de estridente colorido. Echó la cabeza hacia atrás. Desabrochó el último botón de nácar de la camisa blanca, dejando ver el inicio de un cuello fino y blanco.

Él la miró.

Ella sonrió.

Él se levantó.

Ella dejó caer el pañuelo al suelo.

El muchacho lo recogió y besó intuitivamente la gardenia de hilos grises que ella había bordado.

Lea entró en la casa. Lo acechó a través de los visillos entornados. Sonrió. Él caminó desconcertado. Miró hacia atrás varias veces, posando los ojos en la ventana desde la que ella lo espiaba.

Se hicieron los encontradizos los días que siguieron.

–Creo que este pañuelo es tuyo.

–Quédatelo si te gusta.

–¿Me lo regalas?

–Así me recordarás.

–Creo que nunca podría olvidarte.

–Me olvidarás.

Aquella noche se encontraron en la huerta de las ñameras. Ella lo esperaba. Se besaron despacio. Luego con pasión. Se fueron descubriendo lentamente con las manos. La luna embrujaba la escena con su pálida luz. Ella le pidió que se tapara los ojos. Se desvistió y se acostó sobre la yerba, cubierta solamente por una hoja de ñame. Temblaba. Le contó que había oído a las viejas del pueblo hablar de un rito iniciático que practicaban en otra isla. Todas las mujeres de su familia se habían iniciado de la misma manera. Sabiduría transmitida en secreto de generación a generación. Misterios de mujeres. Parecía una casquivana ninfa o la descarada semidiosa de un cuadro renacentista. Él se fue despojando de la ropa despacio, ocultando la inexperiencia y el nerviosismo. Aunque era la primera vez para los dos, parecían expertos amantes.

–Juré que mi primera vez sería un ritual, una verdadera entrega.

–Eres extraña, no te entiendo.

–Quiero que lo hagas así. A través de la hoja –le dijo cuando él intentó destaparla.

–¿Cómo?

–Demostrando tu potencia.

Hicieron el amor con frenesí. Se poseyeron como cachorros ansiosos. La luna los iluminaba a intervalos. Al alba, ella se vistió con rapidez y desapareció. Él se quedó dormido.

Se volvieron a ver muchas noches en la huerta secreta. Se amaron sin palabras, sin promesas.

Él se fue con el verano.

Ella lo esperó en otoño.

El invierno trajo lluvias y olvidos.

Lea no volvió a enamorarse. Se juró amar con libertad. Entregarse sin esperar nada, sin promesas. Se quitaría el pañuelo que ocultaba sus cabellos, símbolo de sumisión. Volarían libres.

Había pasado solo un año, pero ella había madurado mucho.

Ponía fin a un capítulo de su vida en el caserío alejado. El trabajo monótono, las palabras dichas en voz baja, las habladurías y las normas quedarían atrás. Caminaba hacia la libertad. Se había jurado vivir feliz.

Llegó, por fin, al final de la empinada calle. Respiró con ansiedad, como si mordiera las bocanadas de aire. Se sintió fuerte y preparada. Se iba a trabajar lejos. La capital la esperaba.

Miró hacia atrás cuando subió a la guagua. Se sentó.

Las hojas de las ñameras se movían mecidas por la brisa.

Lazos de humo

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