Читать книгу Voces del malpaís - Ernesto Rodríguez Abad - Страница 7

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Esta historia comenzó en la ermita del pueblo de Arure, en La Gomera, hace muchos años. Recuerdo que salió la procesión de la pequeña iglesia y me uní a ella. De pronto observé que, detrás de la imagen de la Virgen, caminaban dos mujeres mayores: una tocaba las chácaras y la otra el tambor, mientras cantaban al ritmo de sus instrumentos.

La canción sonaba tierna, como un amoroso recuerdo, y llamó enseguida mi atención; casi sin darme cuenta me encontré cantando junto a ellas:

Ana Sánchez, Ana Sánchez,

flor del Valle del Gran Rey:

deseos tengo de amarte;

más saudad tengo de verte,

flor del vallete, del vallete.

Ana Sánchez, Ana Sánchez,

flor del Valle del Gran Rey.

Seguí a las mujeres un buen rato y, cuando la canción, a fuerza de repetirla, casi se transformó en letanía, ellas hicieron un alto para descansar. Diligente, aproveché para preguntarles:

–Díganme, por favor, ¿quién fue Ana Sánchez? ¿Alguna vecina del pueblo?

–¡No, mi niña! Esta canción la aprendí de mi abuela, y mi abuela la aprendió de la suya. Es una historia muy antigua, y nosotras la seguimos cantando para que no se olvide –me respondió una de las señoras, sonriendo con mucha amabilidad.

Pero yo, interesada, seguí preguntando, aquí y allá, quién fue Ana Sánchez. Y, como los vecinos parecían ignorarlo, no me quedó otro remedio que seguir el hilo de la historia para conocerla…

Una vez, en los tiempos próximos a la conquista, la isla de La Gomera estaba dividida en cuatro cantones o bandos: Ipalán, Mulagua, Orone y Agana. En el llamado Orone, que ocupaba la zona actual de Arure, Chipude y Valle de Gran Rey, gobernaba un rey llamado Goumaro, quien tenía una hija con el nombre de Aremoga.

Esta había quedado huérfana de madre siendo muy pequeña. Y sería educada no solo con el cariño y protección de su padre, sino también por su sabia abuela Tíxiade y su tío Aguamuge, los dos conocidos como respetados bruja y oráculo.

La princesita Aremoga aprendió todo lo que las mujeres de la época debían aprender: que si hacer el queso, que si preparar el almogrote, que si sembrar, que si hacer la ropa con la piel de las miñajas blancas, que si ayudar a los vecinos enfermos, que si contar cuentos a los niños, que si bañarse a la luz de la luna en las cascadas del barranco… Además de todos los conocimientos extraordinarios que poseía su abuela sobre la utilidad de las hierbas y de la sabiduría de su tío Aguamuge, experto en astronomía.

Con el tiempo Aremoga se convirtió en una joven bellísima e inteligente. Decían de ella que su piel tenía el brillo de la arena de la isla y en los ojos el intenso color de su monte.

Su sabiduría llegó a superar la de su abuela y muy pronto fue considerada como una sacerdotisa querida y respetada por todos. Con esta sabiduría lo mismo aconsejaba a los vecinos sobre sus pleitos –buscando siempre la paz entre ellos– que les daba remedios para sus enfermedades.

También se convirtió en una consultora imprescindible en las épocas de siembra y recogidas de cosechas. La joven Aremoga vaticinaba el futuro observando la vida diaria; y aún le sobraba tiempo para enseñar a las niñas los conocimientos propios de sus edades, contándoles hermosos cuentos que despertaran su imaginación y las llenaran de ilusiones.

Una vez, en fiesta de recogida de frutos, la princesita conoció a un joven pastor del bando de Ipalán, y sus corazones latieron con mucha fuerza. A partir de ese momento los jóvenes enamorados quedaban para verse en el monte, a escondidas, ya que pertenecían a bandos diferentes y temían que su amor no fuera aprobado por los nobles. Cogidos de la mano paseaban bajo la espesa arboleda jurándose amor eterno.

En uno de sus largos paseos se acercaron a Los Chorros de Epina para cumplir el ritual y consultar en la fuente de los siete caños el futuro de su amor. Los jóvenes ilusionados se dispusieron a cumplir con el tradicional rito: ella usaría los chorros pares, él los impares, dejando libre el séptimo, que solo debía usarse en caso de necesidad.

Aremoga fue la primera en meter sus manos bajo el segundo caño; y el agua, transparente y limpia, lavó sus dedos. Luego pasó al cuarto chorro y el agua seguía igual de nítida, lo que significaba que su amor era real y puro. Pero, al meter sus manos en el sexto, la calma se transformó en turbulencias:

–¡Es una mala señal! –exclamó Aremoga, temblorosa.

Viendo el temor reflejado en el rostro de su novia, el joven también siguió el ritual y probó a meter sus manos en el primer chorro y luego en el tercero; y le sucedería lo mismo que a la muchacha: el agua se mostraba limpia y transparente. Pero, al usar el chorro quinto, el líquido se enturbió con su mal presagio.

–¡No tiene por qué ser malo! ¡Tal vez solo sea un aviso! –la consoló el joven. Pero ella, para estar segura, quiso terminar el ritual.

Para ello cubrió la cara con las manos y dijo en voz alta:

–¡Yo soy la sacerdotisa Aremoga! ¡Oráculo de Orahan, quiero saber lo que el destino me ha deparado! ¡Quiero saber cómo he de actuar en adelante!

Bajó los brazos con humildad y metió por primera vez sus manos en el chorro séptimo; y, cuando sus dedos tocaron el agua, esta se tiñó de rojo y borró el reflejo de su rostro.

Voces del malpaís

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