Читать книгу Voces del malpaís - Ernesto Rodríguez Abad - Страница 9

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Aremoga creyó distinguir, en medio del sangriento color y de la agitación que provocaba, la dura etapa que le tocaría vivir. Claramente distinguió enormes naves que luchaban contra tempestades, seres armados ocupando montañas, luchas, sacrificios, llantos… Y cayó al suelo traspasada por el dolor de su pueblo.

Pero enseguida comprendió Aremoga que los sucesos pasarían independientes del rumbo de su vida. Ella estaba enamorada y quería ser feliz.

Su amor no le impediría seguir ayudando a su pueblo. Los novios se despidieron en las lindes de sus cantones con un gran abrazo y jurándose, como siempre que se veían, amor eterno.

Poco tiempo después se cumplieron los temidos augurios: la isla fue invadida por hombres venidos de muy lejos y que poseían un armamento desconocido en la isla; y el gran amor de Aremoga desapareció en una escaramuza contra los invasores.

Cuenta la historia que, cuando Aremoga se enteró de que hombres desconocidos habían entrado en la isla causando grandes males y dolores a sus habitantes, y temiendo la muerte y desaparición de todos sus vecinos, dijo a su padre unas palabras que sonaron algo así como:

«Dios quiere estar con nosotros, pero ya no serás rey. Vayamos a ver a esos extranjeros para que te honren y puedas darles obediencia, porque son hijos de Dios y pueden destruirnos totalmente».

Por eso Aremoga y su padre acabaron reunidos con los nobles del reino y propusieron a su tío Aguamuge y a su primo Cuajune que salieran todos juntos al encuentro de los conquistadores vestidos con sus mejores galas para ofrecerles su amistad.

Tras esa especie de rendición lo primero que hicieron los invasores fue bautizar a quienes les ofrecían amistad: al rey Goumaro le pusieron el nombre de Sancho; a Aguamuge lo bautizaron como Manuel Negrín, aunque los gomeros siguieron llamándolo por su nombre de siempre; Cuajune recibió el nombre de Juan Negrín. Y todos fueron trasladados a Tenerife.

En cuanto a la princesa Aremoga, los invasores la bautizaron con el nombre de Ana Sánchez y la enviaron como regalo a la reina Isabel de Castilla.

Cuenta la historia que la extraordinaria hermosura de la joven, unida a sus conocimientos y a otras cualidades personales como inteligencia, humildad y capacidad de trabajo, la convirtieron en mujer respetada en la corte española.

Aremoga tuvo muchos pretendientes, pero ella permaneció leal a la promesa que hiciera a su gran amor desaparecido en combate. Siempre mantuvo la esperanza de volver a verlo; y, a pesar de las muchas proposiciones de boda que recibió, murió soltera.

Y cuenta la tradición oral que en las tardes de primavera y verano, cuando soplaba el viento de levante, se asomaba a las torres más altas del castillo de la reina para observar atentamente, a través de la calima, el suave ondular de los campos de trigo, que le recordaban el mar de su isla, y gruesos lagrimones corrían por sus mejillas…

Las mujeres gomeras, que tanto la amaron, la seguirían recordando con sus endechas, los poemas más tiernos y cariñosos que el pueblo creaba para sus héroes:

Ana Sánchez, Ana Sánchez,

flor del valle del Gran Rey:

deseos tengo de amarte;

más saudad tengo de verte,

flor del vallete, del vallete.

Ana Sánchez, Ana Sánchez,

flor del Valle del Gran Rey…

Voces del malpaís

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