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El conflicto y el cambio.

Expectativas y tensión dramática

Ignacio Ferrando


La acción dramática no se limita a la tranquila y simple realización de un objetivo determinado; al contrario, se desarrolla en un medio hecho de conflictos y colisiones, y está expuesto a las circunstancias, las pasiones, los caracteres que lo rodean o que se oponen. A su vez, estos conflictos y colisiones engendran acciones y reacciones que, en un momento dado, provocan el apaciguamiento necesario.


Georg Wilhelm Friedrich Hegel


Una historia siempre cuenta algo.

Detrás de esta afirmación hay más que una simple cuestión de sentido común: cuando alguien nos interroga sobre cierto libro, su primera pregunta suele ser algo parecido a: «¿y de qué va?», «¿cuál es el argumento?». Está claro que, como lectores, una de nuestras primeras preocupaciones para establecer un vínculo de afinidad con el texto es una buena historia. Así que, como escritores, parece una cuestión primordial que debemos enfrentar desde el mismo planteamiento de nuestro proyecto.

Básicamente, una historia ocurre cuando algo anómalo se cruza en la vida de un protagonista, obligándole a superar ciertos obstáculos para lograr un determinado objetivo. Es decir, que una historia ocurre cuando Romeo se enamora de la persona inadecuada, o Don Juan siente remordimientos por sus víctimas, o Gregor Samsa se despierta convertido en escarabajo. Podríamos decir que, a partir de ahí, la historia no es más que la progresión de ese protagonista bajo el peso de las nuevas circunstancias. Preguntas como, ¿por qué Hamlet no venga a su padre?, ¿qué cambia realmente en el interior del Marlowe?, ¿logrará Jasón alcanzar el Vellocino de Oro?, ¿descubrirá Eneas su patria prometida?, obligan a la historia a avanzar, a redescubrirse, a plantear nuevas preguntas. O —dicho de otro modo— la exposición del protagonista a un conflicto y sus fuerzas opositoras generará la trama.

Sin un conflicto, por tanto, no puede haber historia; solo un texto inmanente, plano, sin tensión desde un punto de vista dramático. Necesariamente estas nuevas circunstancias afectarán, en mayor o menor medida, al protagonista. Este nunca será el mismo antes y después de la historia. No es inmune. Dorian Gray se arrepiente de haber firmado el pacto mefistofélico; Macbeth, ante el avance de las tropas de Malcolm, comprende lo erróneo de su ambición; Werther besa a Lotte pero se suicida para infligirle un mayor agravio. Es decir, se produce un cambio de actitud en la relación que inicialmente mantienen con el conflicto. El camino del protagonista concluirá con la resolución (la aceptación o no; la consecución o no) de los fines y objetivos impuestos al principio de la historia. En este tema abordaremos los elementos básicos que, desde el punto de vista de la arquitectura de lo dramático (de la arquitrama), son necesarios para que una historia funcione con ciertas garantías. En la segunda parte estableceremos distintas estrategias para tensionar una historia y aprovechar al máximo sus capacidades conflictivas y dramáticas.

2.1. El conflicto

¿Cuándo comienzan las historias? La primera escena de una novela suele narrar la rutina del protagonista que, en un momento dado, es rota u obligada por algo que, imprevisto o no, sucede. Este incidente desencadenante trasforma la rutina del protagonista y altera su orden de prioridades, obligándole a replantearse la situación y enfrentarse a un miedo, a un reto, puede que a sí mismo. En La metamorfosis, del escritor checo Franz Kafka, Gregor Samsa, sin haber cometido delito alguno, despierta convertido en un escarabajo. Su nueva situación es la de alguien repudiado por su familia, por su entorno, y esto le enfrenta a una nueva tesitura. El extranjero, de Albert Camus, da comienzo con la muerte de la madre de Meursault. Un amor de Swann se inicia cuando el protagonista conoce a la casquivana Odette y se enamora de ella. Los ejemplos son innúmeros, y remiten a la necesidad de que el protagonista quiebre su monotonía y se enfrente necesariamente a un conflicto.

2.1.1. De qué hablamos cuando hablamos de conflicto

El conflicto es, por tanto, el motor del texto narrativo, la fuerza central que lo hace evolucionar, que impele a su protagonista a luchar, a superarse; que le obliga, en definitiva, a moverse a través de la trama. Y subsecuentemente es lo que, en la mayor parte de los casos, interesa al lector. Es decir: la lucha del protagonista por superar los obstáculos.

El conflicto siempre está compuesto por un par de fuerzas de igual intensidad pero de sentido contrario. Algo que, esquemáticamente, podríamos representar así:

La fuerza impulsora es la que obliga a avanzar al protagonista. Suele estar constituida por un deseo (o la negación del mismo), por un anhelo, por una ambición insatisfecha, por una obligación impuesta o por una búsqueda; en definitiva, es la fuerza que guía al personaje y le impele hacia el final. Para que esta fuerza impulsora actúe correctamente debe existir una motivación verosímil. Ningún protagonista actúa porque sí. Sus motivos deben ser suficientes y sostenibles en el tiempo. Estos motivos pueden ser únicos o múltiples, y dimanar de su necesidad de supervivencia, del amor, del instinto de posesividad, de la necesidad de conocer al otro o conocerse a sí mismo… Pero solo en la medida en que, como lectores, nos identifiquemos con el protagonista y respondamos afirmativamente a las preguntas que le mueven, la fuerza impulsora será efectiva y suficiente. August Strindberg lo resume así:

Nuestras almas, curiosas de saber, no se contentan con ver suceder algo ante sus ojos, sino que quieren enterarse también de los motivos. Queremos ver los hilos, los entresijos, la maquinaria, investigar la caja de doble fondo, ponernos el anillo mágico para descubrir la sutura, escudriñar las cartas para averiguar cómo están marcadas.

En paralelo a esta fuerza impulsora, y con un sentido contrario, existe una fuerza antagonista o represora que se opone a que el protagonista alcance sus objetivos. Es necesario entender que la fuerza antagonista, en un conflicto, genera, asimismo una mayor intensidad dramática, un mayor interés por parte del lector. Stanislavski, que hizo del antagonismo una de sus señas identitarias, lo explica claramente:

Toda acción se encuentra con una reacción, y la segunda suscita y refuerza la primera. Por eso en cada obra, a la par con la línea continua de la acción, pasa en sentido opuesto la otra línea, la de la acción contraria. Es una suerte, porque la reacción origina naturalmente nuevas acciones. Necesitamos esa oposición constante, pues promueve luchas, disputas y una serie de correspondientes objetivos por resolver. Suscita la actividad que es la base de nuestro arte. Si en la obra no hubiera acción contraria y todo se ordenara por sí solo, los intérpretes y los personajes representados no tendrían objetivo alguno; todo sería pasividad, y la obra no sería apta para la escena.

Una de las asignaturas a menudo desdeñadas en la narratología es la importancia de la calidad antagonista. Como autores solemos poner un mayor énfasis en caracterizar y matizar al protagonista (quizá por los movimientos empáticos e identificativos que nos unen a él). Su opositor u opositores suelen quedar desdibujados, llevados a menudo a la categoría de arquetipo, de caricatura. Pero si imaginamos la fuerza impulsora del conflicto sin su contrario, el resultado es la simple descripción de una anécdota, de una peripecia. Por ejemplo, imaginad a Gregor Samsa recién despertado, convertido en escarabajo. Su hermana y sus padres llaman a la puerta. Al verle, asumen su nueva condición con naturalidad y le dan la bienvenida: «Hola, insecto, ¿qué tal estás?». O a Romeo. Imaginad que le dice a Julieta «Te amo» y Julieta responde «Yo también a ti». Y los Montesco y los Capuleto, enterados de la noticia, responden, «Hijos, contáis con nuestro beneplácito». ¿Dónde está la historia? Parece evidente que sin fuerza antagonista aquella no existe, y que además esta fuerza ha de tener una presencia y un peso específico equilibrado dentro de la correlación que rige el conflicto, ya que existe una retroalimentación causa-efecto, una reciprocidad en la que si una crece, crecen ambas. Y viceversa: si una falla, fallan las dos. A esta diferencia entre las fuerzas impulsoras y las fuerzas antagonistas se la conoce con el nombre de «urgencia del personaje». La urgencia del personaje está directamente vinculada a la tensión dramática de un texto.

La fuerza antagonista puede estar constituida por un solo elemento o la suma de varios de ellos. No es erróneo considerar al protagonista, en palabras de McKee, como un «corredor de fondo». Un atleta que debe librar una multitud de obstáculos, no solo vallas y fosos, sino también luchar contra un cronómetro, contra las inclemencias, contra otros corredores y contra su propio instinto que le invita a la rendición antes de la meta. Asaltar un banco sin cámaras, sin cajeros, sin sistemas de seguridad, puede ser muy cómodo, pero, desde luego, poco narrativo. Syd Field, en El libro del guión, describe así el proceso de concebir las fuerzas antagonistas:

Si conoce usted la necesidad de su personaje, puede crear obstáculos para la satisfacción de esa necesidad. Su historia es la historia de cómo supera el personaje esos obstáculos. El conflicto, la lucha, la superación de los obstáculos, son los ingredientes fundamentales de cualquier drama. Y también de la comedia. La responsabilidad del autor es provocar los conflictos suficientes para mantener el interés del lector. La historia siempre tiene que avanzar hacia la resolución.

Tradicionalmente, los elementos antagonistas han venido dividiéndose en dos grandes grupos: los internos (originados generalmente de una causa de carácter espiritual o moral) y los externos (o antagonistas físicos).

En la Odisea de Homero, por ejemplo, los antagonistas son, en su mayor parte, de carácter externo. Odiseo, nuestro héroe, debe superar una serie de obstáculos (la hechicera Circe, el Cíclope, el canto de las sirenas, los lotófagos…). Este esquema, que está en la base de todas las historias de aventuras, se basa en la linealidad sucesiva de antagonistas externos.

Sin embargo en, por ejemplo, La muerte en Venecia, Thomas Mann construye una obra cuya principal fuerza represora es el propio protagonista. Gustav von Aschenbach, escritor estéril y viudo, decide viajar a Venecia en busca del ideal de la belleza, lejos del encierro de sus libros. Allí se topa con el joven Tadzio, que ejerce sobre él una fuerte atracción. Todo en la obra ocurre en la cabeza del protagonista. Dicho en otras palabras, el antagonista de Aschenbach es el propio Aschenbach. En Hamlet, una de las fuerzas antagonistas —quizá la más importante de la tragedia— es el debate interno del Príncipe de Dinamarca, el famoso «ser o no ser» del acto iii. Esta duda sistemática, esta incapacidad para vengar la muerte de su padre a pesar de los indicios concluyentes, obliga al personaje a crecer, a evolucionar, a librarse de sus dudas y reticencias para traspasar la línea del acto final. Sin embargo, no es menos cierto que al mismo tiempo en Hamlet existe todo un elenco de antagonistas externos. El tío de Hamlet, que observa su comportamiento enloquecido. U Ofelia, que dice amarle pero se pliega a los deseos de su padre. O Gertrudis, a la que no quiere dañar matando al rey traidor. De algún modo, todos estos personajes satélite ejercen una fuerza contraria, de mayor o menor intensidad que, sumada a la incapacidad del personaje, tensiona la ejecución y genera expectativas hacia el último acto. En este caso, se suman las fuerzas de los antagonismos internos y externos, aumentando la tensión de la tragedia que busca un crescendo progresivo.

Aunque en los dos últimos ejemplos el elemento antagónico interno tiene una presencia poco habitual, podríamos generalizar diciendo que un antagonismo externo (o físico) es siempre más fácil de visualizar por parte del lector que uno interno, y que, por tanto, su eficacia estás inmediata en términos narrativos.

2.1.2. Características del conflicto

Vamos a determinar algunos principios generales que rigen el diseño de conflictos:

Unidad alrededor del tema.

Es importante destacar que, aunque en una novela puedan existir varios conflictos, aunque su enfoque sea diverso atendiendo al protagonista sobre el que están focalizados, todos ellos deben apuntar hacia un único tema. Veamos un ejemplo sencillo: imaginad un triángulo amoroso. Un marido es infiel a su mujer. Para la esposa, el conflicto es la traición del marido. Para el marido, la necesidad de elegir entre la mujer y la amante. Y para la amante, el deseo de que abandone de un modo definitivo a su mujer o no esté lo suficientemente comprometido con ella. Tres conflictos distintos orbitando alrededor del mismo tema.

Es cierto que, a veces, dentro de una novela pueden existir varios temas. En este caso es necesario establecer una relación clara de preeminencia entre ellos, ¿cuál es el principal?, ¿cuál o cuáles son los secundarios? Es decir, que si el tema principal de La muerte en Venecia es la aceptación de su propia debilidad por parte de Aschenbach, no es menos cierto que, paralelamente, Mann refleja una Venecia decadente, sucia, hipócrita (una metáfora del «hundimiento» de la cultura occidental, de los valores que representa, y que, a su vez, están reflejados en la personalidad de Aschenbach): símil de una Europa prebélica, caduca, anquilosada y gris. El propio Aschenbach, admirador de Hölderlin y Goethe, se identifica con esta Europa, que se enfrenta a la amenaza del instinto. Pero queda claro que el tema principal (y su correspondiente conflicto) reside en la búsqueda de la belleza platónica representada por el joven Tadzio, y que este otro, la inutilidad de la cultura occidental ante el instinto, queda subordinado al primero.


Urgencia.

El conflicto que se le plantea al personaje debe ser mostrado cuanto antes. Solo de este modo, en la medida en que el lector entienda que al protagonista le mueve un deseo (o una frustración) y que hay una o varias fuerzas que se le oponen, tendrá la sensación de tener un norte, un referente, una carrera de obstáculos que librar. Identificando el motor de la historia, todo lo que se cuente irá adhiriéndose a la coraza del personaje, dándole entidad, creciendo, engrosándole. Nada será accesorio. Edward A. Wright lo expresa así:

La exposición del conflicto frecuentemente se encuentra a los pocos minutos del comienzo de la obra, en esta parte aprendemos quiénes son los personajes, qué ha sucedido, cuáles son sus objetivos, sus relaciones o sentimientos entre cada uno de ellos, en resumen, el statu quo de su mundo.

De hecho, no es infrecuente, sobre todo en teatro, donde las necesidades de tensión dramática «instantánea» son superiores, que en el primer acto veamos enfrentados a protagonista y antagonista. Ambos sentados en sillas, retados por el otro, dialogando. Estas dos fuerzas, al actuar, generan inmediatamente, de modo recíproco y automático, un conflicto. En El último encuentro, del húngaro Sándor Márai, Henrik y Konrad, dos antiguos amigos, se reencuentran después de cuarenta y un años de separación. Konrad es bosquejado como un soldado con alma de artista, apasionado, noble, capaz de enamorar a la mujer de Henrik. Mientras Henrik es un general aristocrático, aburguesado, sin escrúpulos. Es decir, ambos son personajes opuestos en el ring de la acción dramática, y esto provoca que entre ellos surja, con carácter inmediato, un flujo de conflictividad.

Es decir, en la medida en la que el par de fuerzas antagónicas operen desde el planteamiento de la historia, esta echará a rodar con un fin. La bella y la bestia, por ejemplo, el asesino y su víctima, el padre autoritario y el hijo poeta. Pares de fuerzas irreconciliables, cuanto más asimétricos mejor, que obligan al conflicto a emerger desde las primeras líneas.


Conciencia.

Es importante destacar que la conciencia, por parte del autor, de la existencia de un conflicto es una herramienta de trabajo. La propia Patricia Highsmith, en Suspense, asegura que después de veinte novelas seguía colgando un folio junto a su computadora con una frase que resumiera el conflicto de su historia. De ese modo, cada vez que empezaba a divagar, sabía a dónde debía regresar. O dicho de otro modo, debemos recelar cuando nuestro protagonista transite senderos que no sean los que conducen a la resolución del mismo.

2.1.3. Clasificación de conflictos

José Luis Alonso de Santos, en su libro La escritura dramática, establece una clasificación exhaustiva de conflictos que amplía y matiza lo dicho hasta ahora. Para Santos existen los siguientes tipos:


Conflicto interno: el conflicto del personaje es interno y el antagonismo es generado por la necesidad del personaje de ser lo que no es y alcanzar, con ello, algún tipo de equilibrio o felicidad. Hamlet o La muerte en Venecia o El jugador son buenos ejemplos de conflictos internos.


Conflicto de relación: es aquel que se origina por discrepancia entre los objetivos perseguidos por el protagonista y el o los antagonistas. Romeo y Julieta, La metamorfosis o El último encuentro figurarían en esta clase de conflicto.


Conflicto de situación: se da cuando el protagonista no está satisfecho con alguna de las facetas de su presente o su pasado y quiere aspirar a una situación vital diferente (social, amorosa…). El retrato de Dorian Gray, donde el joven Dorian pretende la juventud eterna, sería un conflicto de situación. Dentro de los conflictos situacionales tendrían capítulo aparte aquellos en los que el protagonista ha de enfrentarse a su propio statu quo para superarlo: a su situación familiar (Intimidad de Hanif Kureishi; Corre, conejo de John Updike), a una situación política (Antígona de Sófocles), o a una situación vital (El cartero, Charles Bukowski).


Conflicto social: en este caso, el protagonista debe luchar contra su entorno, que trata de anularle o no le acepta, pues considera que no está a la altura de las circunstancias. En ¡Absalón, Absalón!, de William Faulkner, Thomas Sutpen regresa a Mississippi rodeado de un aura enigmática. Para algunos es el mismísimo diablo (en realidad, representa los valores de la Nueva América) y en el pequeño y claustrofóbico pueblo, todos parecen oponerse a que Thomas logre su integración en la comunidad. Entre los motivos por los que El amante, de Marguerite Duras, codicia a la joven de piel blanca está su raza. O la pertinaz exclusión social de Jean Valjean en Los Miserables.

Por supuesto, las barreras que separan los distintos tipos de conflicto no son estancas, y muchas veces beben, al menos en parte, de varias de estas tipologías: véase el abanico de conflictos que emplea Dumas para desencadenar la trama de El conde de Montecristo.

2.2. El cambio

Hemos visto que toda historia debe tener un conflicto. Y que el protagonista ha de relacionarse con ese conflicto manteniendo un vínculo de superación, resignación o rendición. Pues bien, para terminar de transmitir la sensación de que «algo pasa» en nuestra historia, debe producirse un cambio en el modo en que el protagonista se relaciona con su conflicto. Cuanto mayor sea la disimetría de esta relación entre los puntos inicial y final del texto, mayor será la tensión dramática generada. De hecho, un modo muy eficaz de detectar el conflicto (y el tema) de una historia es hacer una «fotografía» del protagonista al principio de la historia y hacer otra al final. Comparando ambas, viendo qué es lo que se ha transformado en el camino, detectaremos la dimensión de ese cambio.

Imaginemos ahora a Marlow, el protagonista de El corazón de las tinieblas. Este marinero emprende un viaje a la búsqueda de Kurtz, un personaje que, para él, encarna y representa los valores más loables del colonialismo victoriano. Cuando llega al «corazón de las tinieblas» (un viaje a la vez físico y espiritual) descubre a un Kurtz proscrito, asesino, que se hace adorar por los indígenas y los maneja, no con su oratoria, sino con el terror que les inspira. Es decir, Kurtz es alguien muy diferente de la persona que esperábamos encontrar, la que Marlow ha ido perfilando durante el viaje. La interpretación es inmediata. Los ideales soñados de Marlow (por extensión, los del colonialismo) no son nada en mitad de la selva, donde lo que media es el bajo instinto, la sangre, la codicia y, en definitiva, lo peor del individuo. Pero ¿qué pasaría si Marlow encontrara a un Kurtz aristocrático, honesto, distinguido, a alguien inmune al estigma de la selva que concuerda con sus expectativas? Pues que no apreciaríamos ningún cambio sobre la situación planteada y el texto se convertiría en la narración de un simple viaje, en un diario de la selva.

El cambio del personaje es necesario en tanto en cuanto le da al final su carácter conclusivo. Una vez alcanzada la «metamorfosis», el lector extrae la conclusión de que la historia ha agotado sus posibilidades dramáticas y debe terminar. Ni que decir tiene que este cambio debe ser único: si las circunstancias provocan un nuevo cambio en la dirección de partida, la sensación percibida es la de un cambio convulso, errático, en todo caso no definitorio. Por ejemplo, recordemos a Stephen Dedalus, el protagonista de Retrato del artista adolescente. En esta novela se narra el viaje iniciático del trasunto del propio James Joyce. El texto termina con la famosa exégesis en la que, después de un periplo por instituciones religiosas y universitarias, Stephen se encuentra con una joven en el puerto de Dublín. Lleva la falda recogida y el sol, detrás de ella, perfila sus muslos. Con esta imagen, Joyce nos revela que el arte, al menos el que él perseguirá en adelante, está en el mundo, en este mundo. Y así termina el texto. Pero ¿qué pasaría si, una vez hecha la revelación, el protagonista sintiera la imperiosa necesidad de regresar, de nuevo, a la biblioteca de los jesuitas?, ¿qué pasaría si le asaltaran de nuevo las dudas y quisiera volver a las aulas? Simplemente se entendería que esta imagen de la mujer del puerto es un avatar más del protagonista, una duda. El texto sería, en este sentido, potencialmente infinito.

El cambio debe sufrirlo el protagonista del texto, y no un personaje secundario. Quien resuelve el conflicto es el protagonista, y por tanto es él quien experimenta el cambio, al margen de que este afecte tangencialmente a otros personajes (en particular, al llamado contagonista). Probablemente ese cambio se produce por un motivo que se ha ido larvando a lo largo del texto o por algo que ocurre de repente y le hace tomar conciencia al personaje de lo necesario de un cambio de actitud. El cambio no se provoca de un modo espontáneo sino que obedece a razones y motivos casi siempre externos.

Y por último, pero no menos importante: dicho cambio ha de obedecer a causas y motivos que hayan venido planteándose a lo largo del texto. Motivos que, o bien han crecido en un plano larvario, o se desbordan cuando algo sucede y obliga al protagonista a tomar conciencia. Claudio, el tío de Hamlet, debe morir a manos del príncipe, y no de un modo fortuito o a manos de otro. Del mismo modo que Eugénie Grandet debe casarse con el marqués de Froidfond y padecer el desengaño de Charles.

2. 3. Generación de expectativas. La tensión dramática

Hasta ahora hemos definido los dos elementos proteicos que configuran la arquitectura de una historia: un conflicto (un motor) y un cambio (una meta). Sin embargo, aún nos falta explorar las posibilidades dramáticas que la combinación de ambos elementos nos ofrece. Existen multitud de estrategias para tensionar una historia, para elevar los posicionamientos de protagonista y antagonista hacia extremos divergentes y aumentar con ello los contrastes dramáticos de la historia. En definitiva, todas estas estrategias persiguen lo mismo: generar preguntas, interrogantes, expectativas cuya respuesta aliente al lector en su avance de «querer saber» a través del texto. Tal y como afirma David Lodge en El arte de la ficción:


[Las novelas] mantienen el interés del público formulando preguntas y retrasando las respuestas. Las preguntas son, a grandes rasgos, de dos tipos: se refieren o bien a la causalidad (¿quién lo dijo?) o bien a la temporalidad (¿qué pasará ahora?).

O, dicho de otro modo, la generación de expectativas se basa en activar y alimentar constantemente los mecanismos de comunicación bidireccional entre el texto y su lector. Juan Benet, en Ensayos de incertidumbre lleva esta afirmación al extremo al considerar una obra artística como un «Sistema de preguntas»:

La obra de arte funciona, en muchos casos, como un sistema que no es respuesta a una pregunta, sino como un conjunto de preguntas y respuestas dentro de sí mismas; preguntas y respuestas acerca de un sistema de enigmas que no han tenido una solución perfecta en la composición del mundo de la que se parte. Así, la obra de arte se plantea muchas veces como formulación primera de la pregunta; y la pregunta es una obra de arte muchas veces. Después está el intento de dar una respuesta satisfactoria a esa pregunta; si la respuesta es plenamente satisfactoria, quiere decir que la pregunta también ha sido formulada con exquisitez. Si la respuesta es imperfecta, también es imperfecta la pregunta, y es preciso remitirse a otra: suele ser una cadena de imperfecciones que en sí misma llega a ser perfecta.

Este tipo de recursos no son exclusivos de la mala narratología, ni una costumbre de los guionistas de Hollywood para suplir su falta de talento. No hay nada de artificioso en la concepción de estrategias dramáticas. Una historia con unas buenas expectativas será capaz de cargar, a sus espaldas, con la idea más abstracta y ambiciosa, con el discurso más farragoso y la propuesta de significado más avezada.

En La náusea, de Jean-Paul Sartre, el protagonista, Antonie Roquetin, es un treintañero que vive solo en Bouville. Para él la vida es un sinsentido. Lo único que puede salvarle de ese pesimismo existencial es su joven ex amante, Anny, a la que recuerda de otros tiempos con trazas casi angelicales. La náusea es la historia de ese viaje hasta que Antonie se reencuentra con Anny en la habitación de un hotel. La sociedad, a través de Roquetin, es vista en toda su crudeza, bajo una perspectiva tan terriblemente lógica y existencial como aplastante. Incluso hay un momento en que parece desfallecer y fantasea con la posibilidad de suicidarse. Lleva con él una pistola. Sartre era, además de filósofo y novelista, un gran dramaturgo. Conocía perfectamente la técnica y sabía que algo tan abstracto (y quizá elitista) como su filosofía solo podía llegar al «gran público» a través de estrategias de tensión dramática. El lector, al leer La náusea, además de transitar por el más puro sinsentido, se pregunta qué sucederá cuando Antonie se encuentre definitivamente con Anny. ¿Le librará del lastre de una existencia vacía?, ¿será como la imagina? ¿Se suicidará Antoine? ¿Es verdad que uno de los personajes presentados es un pederasta? Señalo solo algunos interrogantes de los muchos que utiliza Sartre para generar tensión dramática, pero son muchos más. Es decir, que el texto se nutre de sus propias expectativas y estas son, en gran parte, su motor. Y sin embargo el objetivo último (y quizá el único) de Sartre es hablar del paradigma del hombre contemporáneo, de su lucha y de la victoria de la barbarie. Es decir, formular su tesis.

Podríamos decir que la tensión dramática (en este y en muchos casos) ejerce de viático, de automóvil que permite al autor cargar a la historia con su valor de significado, con su equipaje. No se trata de un engaño, ni de un artificio, sino de algo necesario para lograr un fin deseado.

Obras narrativas de una gran ambición conceptual como La montaña mágica, se sustentan en estrategias de este tipo. Esta obra magna de Thomas Mann acontece en el sanatorio para tuberculosos Berghof. Mientras los personajes fingen que nada pasa, desarrollan una imponente farsa (representativa de la Europa de preguerra) y revelan una capacidad intelectual que no pocas veces roza lo cargante, la enfermedad pulmonar los va cercenando. Los aniquila, van muriendo uno a uno ante la indiferencia del resto. Hans Castorp entra en Berghof sano para visitar a su primo Joachim Ziemssen. Pero, poco a poco, él mismo caerá enfermo y su situación se agravará convergiendo hacia un único final posible. En el entreacto, los personajes se enamoran, se ocultan cosas, fantasean con un final feliz. Incluso la escena final está protagonizada por un duelo entre Naphta y Settembrini.

Son solo dos ejemplos, alejados notoriamente de las historias «poco sustanciales», que ratifican la necesidad de unos engrasados mecanismos para generar expectativas. O como resumía Waldo Emerson, de «descansar lo bello sobre la base de lo necesario». Nos hemos permitido hacer una clasificación analítica de los modos y maneras que existen para crear y reforzar la tensión dramática en un texto.

2.3.1. Expectativas violentas o «suspense»

Un modo muy efectivo de generar expectativas es provocar suspense, en su acepción más amplia. Según Patricia Highsmith, maestra del género de misterio, el suspense es «la expectativa de que algo va a terminar de modo violento». O dicho de otro modo, la sensación de que el protagonista puede morir o ser víctima de unas circunstancias violentas.

La aparición de un arma es uno de los trucos más viejos —y básicos— para crear suspense. En El último encuentro, de Sándor Márai, Henrik y Konrad vuelven a encontrarse después de cuarenta y un años. Konrad tuvo una aventura con Kriztina, la mujer de Henrik. Un día, durante una cacería, Heinrik siente que su amigo le apunta con un arma. El crimen no llega a producirse, quizá por cobardía o porque el valor de la amistad puede más en Konrad. Henrik lo recuerda así:

«Esto mismo sentiste tú quizás por primera vez en tu vida, cuando en aquel bosque, en aquel punto de acecho, levantaste el arma y apuntaste para matarme». Se inclina por encima de la pequeña mesa que hay entre los dos, delante de la estufa, se sirve una copita de licor, y saborea el líquido color púrpura con la punta de la lengua. Satisfecho, vuelve a poner la copita sobre la mesa.

La novela se inicia en el presente, mientras el general Henrik espera la llegada de su antiguo amigo. Entonces saca una pistola del cajón y la acaricia. Inmediatamente la tensión dramática se dispara. ¿Matará a Konrad?, ¿qué le mueve exactamente a hacerlo? ¿Quizá le tiene miedo? ¿Quizá es una simple cuestión de precaución? ¿La necesidad de una respuesta? ¿La reconciliación? ¿La venganza? ¿La necesidad de recuperar una amistad en otro tiempo apasionada? ¿El perdón? ¿La envidia? Sea como fuere, la aparición de ese objeto con capacidad de matar carga la escena inicial de expectativas violentas y plantea un interrogante de primer orden.

Estas expectativas no solo deben ser planteadas, sino mantenidas a lo largo del texto, convertidas en un «estado de vigilia». Henrik, a lo largo del encuentro, dice cosas como esta:

Estábamos solos en medio del bosque, en esa soledad nocturna de la madrugada del bosque, de las fieras, donde uno siempre se encuentra perdido, perdido en su vida y en el mundo, aunque solo sea un instante, y se siente atraído por un lugar que podría ser su casa, un lugar salvaje y peligroso, pero que sigue siendo su única y verdadera casa: el bosque, las aguas profundas, el escenario del mundo primitivo. Siempre sentía esta sensación cuando iba de caza.

La aparición de un arma (o estrategias similares) es el modo extremo, y a menudo el menos elegante, de plantear una situación de suspense. Cortázar, en «Casa tomada», donde los protagonistas van siendo acorralados por una fuerza oculta e innominada, trabaja en un plano mucho más sutil y efectivo (¿qué representa exactamente esa fuerza que va tomando la casa?, ¿por qué les va arrinconando?) O Thomas Mann, de nuevo en La muerte en Venecia, cuando se sirve de la capacidad metafórica de la peste que asola Venecia para transformarla en una fuerza oculta, maléfica y violenta, que acosa la acción del personaje (y la acota en el tiempo). Es decir, que no es necesaria la presencia explícita del objeto generador de suspense. De hecho, muchas veces, la no existencia física del mismo genera efectos inmejorables. Es el caso de «Miedo en la Scala», el relato de Dino Buzzati. En esta, la alta burguesía de Milán asiste a una representación en la ópera y, de repente, escuchan ruidos en el exterior. Creen que el pueblo se ha sublevado, que va a por ellos. Sienten la ópera sitiada por sus gritos, por sus imprecaciones. Saben que serán ajusticiados por los dispendios que obligan al pueblo a una vida miserable. Un miedo cerval se apodera de ellos. Pero al salir de la ópera, sin embargo, solo ven una escalinata vacía. La plaza. No hay nadie fuera. La lectura es inmediata: el terror lo ha producido el profundo sentimiento de culpa que padecen. El objeto de suspense está oculto, pero su intensidad (la intensidad que cada lector le otorga) es superior al efecto de mostrarlo.

Muchas veces, el suspense dimana, más que de una situación generada por los personajes, por la coyuntura en que estos se encuentran. Por ejemplo, si comenzamos una historia con un personaje colgando de un acantilado (como es el caso de Un par de ojos azules, de Thomas Hardy), o si colocamos a nuestros personajes en la noche anterior a la que han de ser ejecutados (Muertos sin sepultura, de Jean-Paul Sartre), o a punto de ser colgados de una soga («Un suceso en el puente sobre el río Owl», de Ambrose Bierce) o a punto de congelarse («El fuego de la hoguera», de Jack London) tenemos asegurada la generación de expectativas de suspense.

Por último, me gustaría reparar en la disposición del suspense de una obra como Hamlet. Si pudiéramos representar gráficamente el suspense, podríamos deducir fácilmente que los momentos de mayor intensidad corresponden al espacio entre actos, donde este debe reforzarse para evitar perder la atención del lector.


Final de actoAcontecimiento
IAparece la sombra del padre reclamando venganza.
IIGracias a la argucia del «teatro dentro del teatro», Hamlet desenmascara al rey delante del pueblo.
IIIMuerte de Polonio, el conspirador, padre de Ofelia.
IVMuerte de Ofelia.
VVenganza final.

Del mismo modo, los puntos menos dramáticos —los soliloquios del príncipe— se reservan para las partes centrales de cada uno de los actos.

2.3.2. Ocultación de información o «intriga»

Podríamos decir que todas las historias, en mayor o menor grado, ocultan algún tipo de información. Información relevante, desde luego, para la acción o para determinar el cuadro de significado de la historia. Esta información irá siendo revelada progresivamente a través de indicios, de respuestas, incluso de nuevas preguntas.

La selección de un correcto punto de vista es fundamental a la hora de manejar mecanismos para generar expectativas a través de la ocultación. Por ejemplo, si usamos un narrador interno en primera persona, no parece muy buena idea ocultar algo que el protagonista sabe. Imaginemos que ha cometido un asesinato. El narrador podrá ocultar esta información unas páginas, pero no mucho más. Si lo hacemos, el lector extraerá la idea de que algo le ha sido ocultado deliberadamente, de un modo falso y artero.

Un narrador equisciente —veremos qué es tal cosa en detalle en el próximo capítulo— sabrá todo del personaje sobre el que está posicionado, pero no del resto. Es decir, que, preferentemente, podrá ocultar información de los otros.

Las estrategias para generar tensión dramática por ocultación, se dividen en dos grandes grupos:

Cuando el lector sabe más que los personajes.

En este caso la tensión se genera en la dirección lector-personaje, por superioridad u omnisciencia con respecto a la situación dramática. En el libro de François Truffaut El cine según Hitchcock el maestro pone un ejemplo muy clarificador:

Nosotros estamos hablando. Acaso hay una bomba debajo de esta mesa y nuestra conversación es muy anodina. No sucede nada especial y de repente: ¡Bum! Una explosión. El público queda sorprendido… Examinemos ahora el suspense. La bomba está debajo de la mesa y el público lo sabe, probablemente porque ha visto al anarquista que la ponía. El público sabe que estallará a la una y sabe que es la una menos cuarto (hay un reloj en el decorado); la misma conversación anodina se vuelve de repente muy interesante porque el público participa de la escena. Tiene ganas de decir a los personajes que se encuentran en la pantalla: «No deberías contar cosas tan banales, hay una bomba debajo de la mesa y pronto va a estallar».

El ruido y la furia, de William Faulkner, o Expiación, de Ian McEwan, se basan en el mismo principio de ocultación para generar tensión dramática. Cada una de las partes de ambos libros está protagonizada por un personaje. Este personaje es hermético al resto. Solo el lector dispone de toda la información y conoce la verdadera relevancia de cada una de las acciones, de los efectos que la interacción entre ambos producirá.

Cuando el lector sabe menos que los personajes.

Este modo de generar tensión dramática también se conoce con el nombre de «intriga». En este caso la tensión se genera en dirección personaje-lector mediante la ocultación de algún tipo de información relevante al lector. Por ejemplo, en La invención de Morel un náufrago llega a una extraña isla. La isla parece desierta, pero al poco empieza a ver hombres y mujeres jugando al tenis, aparentemente veraneando. El protagonista investiga quiénes pueden ser, qué hacen allí. Poco a poco veremos que son una suerte de hologramas proyectados por un ingenio diseñado por Morel usando la fuerza de las mareas. Es decir, Morel nos lo oculta y como lectores vamos sabiendo poco a poco, de un modo dosificado y estratégico, quién es quién, qué sucede. Por extensión, este tipo de ocultación es la que usan, en gran parte, las novelas policiacas y de misterio.

2.3.3. Generación de expectativas amorosas

En lenguaje cinematográfico y de creación de guiones estas expectativas se conocen con el nombre explícito de tensión sexual no resuelta. Si echamos un vistazo a la historia de la literatura, observaremos que gran parte de esta se fundamenta sobre las relaciones de seducción, de acercamiento y ruptura, de flirteo y consumación. Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence, Madame Bovary de Flaubert y Retrato de una dama, de Henry James, son algunos ejemplos de ello. Aunque no como en el siglo xix, el lector de hoy sigue experimentando esa pulsión por las relaciones amorosas no consumadas, que se retardan, que durante páginas figuran en calidad de expectativa.

En La bestia humana de Émile Zola existe una escena memorable entre Jacques Lantier y Séverine en el jardín de Batignoles, en París. Séverine y su marido, Roubaud, acaban de cometer un asesinato. Jacques les ha visto casualmente y ahora Rouband manda a su atractiva mujer para que seduzca al testigo y asegurarse con ello su silencio. Se inicia entonces un juego de aproximaciones y distanciamientos entre el enamoradizo Jacques Lantier y la sibilina Séverine, que lo rechaza y da esperanzas a un tiempo para mantener viva la tensión entre ambos. La escena dura unas treinta páginas y se sustenta, exclusivamente, en la tensión sexual generada entre ellos. Al margen de que esta escena nos parezca más o menos actual (lo que, dicho sea de paso, le confiere una cierta comicidad), está cargada de una ambigüedad deliberadamente sexual:

—Claro está que no la dejo a usted —contestó él con tono brusco—. Solo que nos queda más de una hora de espera… ¿Qué le parece si entrásemos en un café?

Séverine sonreía feliz al verle tan amable, y vivamente exclamó:

—¡Oh!, no, no, no quiero encerrarme… Prefiero ir por las calles, adonde usted guste, paseando.

Y ella misma le agarró del brazo con mucha gracia. Ahora…

Pero sentía que aquello convenía y que, hablando, le conquistaba. Dulcemente cogió su mano y le miró. La espesura de árboles verdes los ocultaban a los ojos de los paseantes de las calles vecinas, solo oían un lejano rodar de coches, atenuado aún en aquella soledad llena de sol. Y sin transición, con toda su alma, a media voz, le dijo:

—¿Me cree usted culpable?

Sufrió un ligero estremecimiento y detuvo su mirada en la de Séverine.

—Sí —contestó, con la misma voz baja y emocionada.

Entonces ella estrechó la mano del joven, que no había soltado, con una presión más íntima; y no continuó enseguida; sentía la fiebre, la necesidad de unirse ambos.

—Se engaña usted, no soy culpable.

Decía aquello, no para convencerle, sino para indicarle que le era preciso permanecer inocente a los ojos de los demás. Era la confesión de la mujer que dice no, deseando que sea siempre no, a pesar de todo.

—No, no lo soy. ¿No me apenará usted más creyéndome culpable?

Y era muy feliz, viendo que fijaba profundamente los ojos en los suyos. Claro está que lo que había hecho era la entrega de su persona: pues ella, entregándose así, no podría excusarse si más tarde él la reclamaba. Pero el lazo hallábase ya anudado entre ellos, indisoluble: ahora sí apostaba a que el joven no hablaría; era suyo, así como ella era de él. Una confesión los había unido.

—¿No me atormentará usted más? ¿Me cree usted?

—Sí, la creo —contestó él sonriendo. […]

—Debería usted darme la otra mano para que la caliente.

—¡Oh no, aquí no! Nos verían.

—¿Y quién?, puesto que estamos solos… Además, no veo qué mal puede haber en esto. No resultaría nada malo…

—Así lo espero.

Se reía de veras, en medio de la alegría de verse salvada.

Hoy pocas cosas han cambiado. El mar, el mar, de Iris Murdoch; Pieza de verano, de Christa Wolf o Malina, de Ingeborg Bachmann son tres ejemplos actuales de expectativas amorosas. En todas ellas es necesario barajar constantemente las dos alternativas: la consecución del amor o su frustración. En el momento en que una de ellas se perfila por encima de la otra, la tensión sexual desaparece. En estas historias, el clímax se produce cuando, después de una aproximación progresiva, que permite vislumbrar la relación, se produce una ruptura definitiva, que convoca el desenlace, consistente en una última y definitiva unión.

Hay una familia temática que hace de las expectativas amorosas su principio dramático vertebral: la del Pigmalión enamorado de su propia creación (reflejo de su propio ego). En Las metamorfosis de Ovidio, el rey de Chipre se enamora de su estatua, del mismo modo que el profesor Higgins, de la obra de Bernard Shaw, se enamora de una violetera. En ambos casos, los protagonistas caerán en su propia trampa. Lo importante es notar que cuanto mayor es la disimetría entre los caracteres de los personajes que comparten la relación, mayor es la generación de expectativas sobre el final. La violetera deslenguada y el aristócrata, la prostituta tierna y el empresario desalmado. Julia Roberts y Richard Gere.

A veces, la tensión sexual no se produce estrictamente en esta dirección clásica, sino que otro tipo de motivos, vinculados a la naturaleza del acto sexual, la favorecen. Es el caso, por ejemplo, de la Nobel austriaca Elfriede Jelinek, que en sus novelas denuncia la sexualidad como herramienta de sometimiento masculina, no exenta, por otra parte, de fascinación. Os remitimos a la escena de La pianista —demasiado extensa para ser reproducida aquí íntegramente— donde la protagonista va al jardín de Prater, donde acude con cierta frecuencia con sus prismáticos a observar a lasparejas hacer el amor.

En esta novela, la pulsión sexual tiene otro tipo de naturaleza (morbosa, parafílica, perversa…), sin embargo, el principio que activa y mueve al personaje, es similar. Es el caso de El hombre que mira, de Alberto Moravia o gran parte de la narrativa de Henry Miller (Sexus, Plexus y Nexus).

2.3.4. Reloj narrativo

Una de las estrategias para generar tensión dramática es instalar, en el corazón del texto, un reloj narrativo. Es decir, acotar temporalmente la acción. Imaginemos el ejemplo clásico de una bomba que se activa y da diez segundos para que el desenlace se resuelva. No solo despertará expectativas violentas, como veíamos al principio, sino que el lector tendrá la sensación, quizá falsa, de una cierta inmediatez en el desenlace.

Cuanto menor es el intervalo de tiempo que activa este reloj narrativo, mayor la tensión producida. Es decir, es más intensa la cuenta atrás de un tren a punto de chocar con un carro interpuesto en la vía (La bestia humana, Émile Zola), que los Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, aunque sepamos que, en ambos casos, el protagonista puede morir.

En Muertos sin sepultura de Sartre, los personajes serán ejecutados por la mañana. Solo uno de ellos ha de salvarse, el que delate al resto de compañeros. Las horas se suceden. Lo hacen agónicamente. El tiempo está ahí, contabilizando cada uno de los minutos que pasan. El tiempo se convierte así en un personaje más de la historia al que conviene regresar cada poco.

2.3.5. Ambigüedad narrativa

La ambigüedad narrativa consiste en posicionar al lector en un punto desde el cual la historia puede ser interpretada de varios modos. El lector no sabe si el protagonista está loco o se finge loco (Hamlet), o si Yvonne Firmin (Bajo el volcán, de Malcolm Lowry) se queda con Geoffrey por amor o por pena, si lo que siente John (el profesor de Oleana, de David Mamet) por Carol es odio o culpa. Es decir, que la percepción de su personaje es manipulada por el autor.

En Otra vuelta de tuerca, de Henry James, una institutriz, hija de un pastor, llega a la mansión de Bly para educar a unos niños. Sobre la mansión flota un aura de perversidad. Los dos niños, sin embargo, son la pura imagen de la inocencia. La institutriz empieza a ver a los fantasmas de la señorita Jessel, la antigua institutriz, y de Quint, un criado muerto en extrañas circunstancias. Conforme avanza la narración, sin embargo, el lector empieza a desconfiar del testimonio en primera persona de la institutriz. El lector no sabe si las apariciones son reales o simplemente se trata de los desvaríos de una neurótica reprimida. Henry James, con su habitual prosa subordinante, nunca se decanta por ninguna de las dos versiones. Cuando una parece dibujarse, la institutriz dice algo que inclina la balanza en la otra dirección. No existen informaciones concluyentes. Las pistas son contradictorias. En realidad ambas interpretaciones son igual de factibles y es esa ambigüedad, paradójicamente, la que le da sentido al texto.

Dramaturgos como Samuel Beckett, Harold Pinter o Ionesco generan deliberadamente ambigüedad en sus textos para prestarlos a una multiplicidad de significados. De este modo —y como señala la deconstrucción— se multiplica el sentido del texto, haciéndolo propio de cada espectador. La ambigüedad narrativa es una suerte de ocultación en la que la lectura del texto no es única. Se hace absolutamente necesario, por tanto, que la interpretación o interpretaciones tengan un peso parecido y que el lector fluctúe siempre en la pregunta: «¿Me están contando A o A’?».

2.3.6. Fijar un norte o meta

El hecho de que exista una meta, un fin, despierta nuevas expectativas. Si el reloj narrativo acotaba temporalmente una historia, la existencia de una meta (y por tanto, de una direccionalidad) lo hace con la trama. José Luis Alonso de Santos, en La escritura dramática, lo expresa así:

Sin una meta clara de los personajes la historia irá de un lado a otro, será confusa. La meta decide qué dirección toma la trama y cuál es la distancia que tiene que «recorrer» el personaje para llegar a ella, pues el clímax finaliza cuando la consigue (o cuando acepta que es inalcanzable). Al desaparecer el deseo que ha desencadenado el conflicto, perdemos nuestro interés por la historia.

En La carretera, de Cormac McCarthy, un padre y su hijo transitan una autopista tras una especie de hecatombe nuclear. De algún modo, lo que impele a los personajes a seguir adelante y no rendirse, es saber qué hay exactamente al final de esa carretera, cuando esta termine y alcancen el mar. La existencia de una meta, no solo física o geográfica, sino de cualquier tipo (un trabajo mejor, terminar un libro o comprar el ansiado vestido) posiciona firmemente al lector en una dirección, ayudando a fomentar sus expectativas.

2.3.7. Atmósfera

A veces, un determinado modo de describir la atmósfera por la que transitan los personajes ayuda a generar tensión en el texto. Es el caso de gran parte de la literatura de terror o misterio. Por ejemplo, La caída de la Casa Usher, de Edgar Allan Poe, comienza así:

Durante todo un largo día de otoño, triste, pesado y sombrío, de aquellos en que cuelgan las nubes opresivamente bajas en el firmamento, atravesaba solo, a caballo, un monótono erial para encontrarme al fin, conforme avanzaban las sombras de la noche, al frente de la melancólica casa de Usher. No sé por qué, pero a la primera ojeada al edificio, un sentimiento de tristeza intolerable se apoderó de mi espíritu. Digo intolerable, porque esta impresión no estaba siquiera atenuada por aquella sensación casi agradable, por cuanto poética, con que generalmente recibe el cerebro las imágenes naturales aunque austeras de lo desolado y lo terrible. Miraba la escena que se desarrollaba ante mis ojos: la casa y las simples líneas del paisaje de los alrededores del dominio, los muros helados, las ventanas semejando cuencas vacías, unos cuantos lozanos juncos y algunos blancos troncos de árboles moribundos; mirábalo todo con depresión de ánimo tan profunda que solo puede compararse con propiedad al despertar de los sueños de un fumador de opio, al amargo ingreso a la vida, al desgarramiento horrible de los velos. Sentíase tal frialdad, tal desfallecimiento, tal angustia del corazón, una melancolía tan irremediable de la mente, que ningún estímulo era capaz de impulsar la imaginación hacia la idea de lo sublime.

El escritor pretende tensionar el texto desde sus primeras líneas, predisponiendo al lector contra el espacio que rodea la acción dramática. Pero sería un error pensar que la generación de expectativas a través de la atmósfera es predio exclusivo de la literatura de género. Otros autores buscan el mismo efecto de un modo más sutil, pero igual de desconcertante. Es el caso, por ejemplo, de Juan Rulfo, que comienza así su relato «Luvina»:

…Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Solo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.

Así pues, el espacio y su atmósfera generan expectativas sobre lo que ha de ocurrir allí. A modo de conclusión: estas estrategias funcionan habitualmente de un modo mixto, combinando varias de ellas. Es importante conocer las posibilidades de nuestra historia y las técnicas que nos permiten manipular y dosificar la tensión dramática para lograr que nuestra idea central llegue correctamente al lector, a través de cauces dramáticos y no solo formales.

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