Читать книгу Las infancias y el tiempo - Esteban Levin - Страница 10
ОглавлениеPrólogo
Entretiempo, primer minuto (60 segundos)
En el umbral del tiempo, los niños juegan y crean lo que aún no existe: la memoria.
Los niños de los a los que se referirá-refiere-refirió este libro son aquellos que sufren el vértigo del tiempo que no pasa; ellos no pueden perderlo ni rescatarlo, tampoco ausentarse de él para resignificarlo desde otra posición.
Tamara no habla, tiene dos años. La gestualidad estallada, entristecida, enuncia la tensión en la postura. Repentinamente, reacciona con violencia, se golpea la cabeza contra la pared, el piso, la mesa, la silla. No llora ni se queja, no para. Se lastima hasta lograr lo que quiere. Para ella el tiempo actual se paraliza en el dolor que no duele.
Ramiro insiste, persiste en el movimiento; con sus dos años, inquieto, se mueve por todos lados; imparable, el desenfreno postural desborda el cuerpo y los movimientos sensoriomotores, deshilachados, se desvanecen en la acción. Por momentos sonríe, no juega ni imita al otro. Tampoco emite ningún sonido. El tiempo detenido actualiza la permanencia del sufrimiento sin edad.
Ariel, a los tres años, endurece los dedos de la mano. Tiembla en la inestabilidad. La motricidad se independiza del brazo y el hombro. La postura disarmónica, dispráxica, tensa el movimiento. Rígido, endurece la actitud corporal. El tiempo actual perdura en la inestabilidad del cuerpo.
Gaspar, con sus dos años, hacer girar cualquier cosa incesantemente: tapitas, lápices, cubiertos, hojas, juguetes, objetos. Gira y gira sin gestualidad. No habla ni juega, ocupa todo el espacio en cada giro; lo sensoriomotor funciona en relación a lo que mueve. Fusionado en el giro, no para de girar. El tiempo gira indefinido, inmóvil; en el mismo espacio, el goce deja huellas, no avanza ni retrocede, actualiza el sufrimiento en cada vuelta. ¿Cómo abrimos la sensibilidad de una demanda?
Peter Pan… ¿no quiere o no puede crecer? (1)
Lo infantil de la sensible experiencia de la infancia es imprevisible; en intervalos discontinuos el tiempo movedizo transcurre; si queda fijo, estancado, sufre el dolor gozoso, desolador, de existir en una temporalidad que no pasa. Estática e irreversible, envuelve, absorbe lo anterior y rigidiza lo actual en la apremiante tensión corporal que no deja de estallar, sin dar lugar a una nueva gestualidad.
El sufrimiento, ¿puede detener el tiempo? ¿Duele la memoria? ¿A quién le duele el dolor? El tiempo, ¿puede encarnarse en el cuerpo hasta encerrarlo, cristalizarlo y poseerlo? El tiempo de la niñez que no se separa de sí mismo hace sufrir, no pasa: agobia en la desmesura, aniquila la ficción; la plasticidad estallada produce la contracara, el tenaz desamparo del encierro, escenario mortal de la memoria y el pensamiento.
El acontecer no es nunca lo que acaba de pasar o lo que va a suceder, pero tampoco lo que pasa; en esa paradoja se enuncia el devenir de la niñez, donde el tiempo constantemente es otro.
Escuchamos el tiempo, lo leemos, lo miramos, somos receptáculos de la temporalidad sufriente del otro, del pequeño que, angustiado, no para de moverse; del que, al estereotipar en un imperceptible detalle, demanda; del que se defiende tras la repetición de los síntomas, los terroríficos miedos o los alicaídos y, a la vez, potentes rituales. Es el modo de donar tiempo, de trastocarlo para transmigrar a otro, que, al devenir, se historice en la imagen del cuerpo. Esta es una imagen cristal, sensible coexistencia de lo actual y lo virtual.
Al jugar, los chicos ficcionalizan lo temporal, lo transforman en un afecto, devienen con él a otra escena que nunca jamás recordarán pero jamás nunca olvidarán, acontecimiento original y originario de la infancia.
La única forma de tener el tiempo es perderlo; cuando se lo tiene ya no es lo que fue: existe en tanto perdido; al recuperarlo, cambia; coexiste lo actual con la virtualidad de una historia inaprensible, que se fuga entre la ausencia y la presencia.
En los niños, el tiempo está íntimamente relacionado con el cuerpo, la plasticidad y el acontecimiento. Este último, esencialmente, se distingue por su alternancia singular, se produce en un instante excepcional, conmueve, desborda lo anterior y reabre lo posterior. Redistribuye el afecto y la potencia de nuevas experiencias infantiles. Al interrumpir, transforma, trasciende cualquier interpretación y explicación causal. Inédito, incomparable, habita la aventura (como la de Peter Pan, Tamara, Ariel, Gaspar, Wendy, Lorena, Ramiro…), provoca deseos e inspira el vértigo de la plasticidad de otro acontecer todavía impensado. (2)
Si bien no somos solo el tiempo, él nos pone en escena a través, del lenguaje, los gestos, la postura, el cuerpo. Los síntomas del tiempo conmueven, a tal punto que no se puede salir de ellos. Los pequeños, los chicos aprisionados fijados en una solitaria ecuación temporal, nos demandan en la demora el tiempo del deseo del otro, para existir donde no son sino en el movimiento de la ficción. Es en este territorio donde la memoria se historiza. ¿Podremos pensar, diagnosticar e intervenir en la subjetivación del tiempo?
Los niños, sensiblemente, nos enseñan que el deseo implica lo temporal: no hay acto deseante sin tiempo. ¿Acaso podemos no querer a nuestros pacientes?
Aprendemos a contabilizar segundos, minutos, horas, días, meses, años, décadas, siglos, milenios… Pero nadie nos enseña dónde está la experiencia del tiempo ni nos traduce el valor de la ocasión, del instante.
1- Tal vez nos oriente el relato del creador de este personaje, James Barrie, al confesarnos: “El horror de mi infancia era que yo sabía que se acercaba el tiempo en que debería renunciar a mis juego; y eso me parecía intolerable… Entonces, resolví seguir jugando en secreto”. El país de Nunca Jamás es un lugar y/o un tiempo exótico, fantástico. Peter le comunica a Wendy dónde queda: “La segunda a la derecha y luego, todo seguido hasta mañana”. De este modo, actúa, dramatiza lo imposible; no sabe ni entiende por qué no puede o no quiere crecer, ni tampoco por qué nadie puede siquiera tocarlo. La dimensión trágica pone en escena el olvido sin posibilidad de memoria. “¿Quién es el Capitán Garfio? –preguntó con interés cuando ella habló del archienemigo–. –Pero. ¿no te acuerdas? –preguntó asombrada– de cuando lo mataste y nos salvaste a todos la vida? –Me olvido de ellos después de matarlos –replicó él, descuidadamente”. Retomemos el interrogante: Peter, ¿no quiere o no puede crecer? Entre el querer y el poder, lo posible y lo imposible, lo fantástico y la realidad, transcurre la niñez. Justamente por ello Peter Pan jamás podrá ser un síndrome (Barrie, 1965). Mientras él no puede retener ningún recuerdo para metamorfosearse en historicidad, Funes, el memorioso (protagonista del homónimo cuento de Borges) no consigue abstraer, restar un instante, dar lugar a la pérdida para poder pensar en otra cosa. Ambos sufren del tiempo y la reproducción de lo igual. Sin discontinuidad y alteridad, en ese exceso, la plasticidad estalla en sentido inverso (Borges, 1989).
2- Sobre esta temática véanse Jullien (2005); Quinard (2006 y 2014); Deleuze (2008) y Braunstein (2012).