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Capítulo 1 Del tiempo del dolor a la ficción del secreto: el enigma de Tamara

Prismas del tiempo, primer segundo (1)

Si el espacio es infinito, podemos estar en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito, podemos estar en cualquier punto del tiempo.

Jorge Luis Borges, El libro de arena, 1975

Cuando los papás de Tamara llaman para una consulta diagnóstica, la angustia desborda el teléfono. El tiempo se detiene como un relámpago, agota el espacio: “Esteban, te llamamos porque queremos que veas a nuestra hija, ella es muy chiquita, no habla, generalmente está sola, como que no necesita de otros… Lo que más nos preocupa es que se golpea la cabeza contra el piso, una puerta, la ventana o cualquier cosa que esté cerca, en especial cuando le decís que ‘no’ a algo que ella quiere. En ese momento reacciona violentamente, golpeándose la cabeza, la frente, la nuca; se da fuerte contra cualquier cosa”.

Tamara no habla, la gestualidad entristecida enmarca la tensa postura. “En la consulta neurológica, la médica nos dijo que era un trastorno del espectro autista… Estamos preocupados, desesperados, por eso decidimos venir a verte, para que nos orientes. No sabemos en realidad qué tiene ni tampoco qué hacer, nunca nos pasó con nuestros otros hijos, sus dos hermanos. ¿Hay que hacer algo? ¿La dejamos? ¿La retamos?... ¡Tenemos miedo de hacerle mal!”.

La sensación de perplejidad inunda lo que siento, es difícil desligarse del relato. El sufrimiento del otro nos sufre, entramos en él. ¿Acaso es posible no entrar en el tiempo? Si queremos humanizar los golpes, ¿es posible hacerlo si no nos duele? Sin conocerla todavía, me duele el golpe de Tamara… El tiempo actual parece fijarse en la dramática de la escena.

La madre se quiebra, llora desesperadamente; desesperanzada, la angustia repercute en el aire, siento en el cuerpo la conmoción del silencio entrecortado en lágrimas… Sin pensarlo, pienso. ¿Qué es una lágrima, sino el dolor del otro encarnado en una gotita de agua? El vacío se llena de dolor, languidece la esperanza. Reacciono: “Marquemos un horario, me encantaría conocer a Tamara y ver si puedo ayudarla a ella y a ustedes en este momento. No voy a tomarle ninguna prueba ni hacer ningún test, solo quiero conocerla; para eso, voy a intentar relacionarme con ella, con lo que está pasando, a través de la experiencia que surja en el tiempo del encuentro”.

¿Cuándo termina el tiempo?

Una vez había…

El origen de Peter Pan nos da una pista; así comienza la narración: “Todos los niños crecen, excepto uno”. (2) Lo real da paso a lo fantástico de ser el único. El enigma está instalado, deja un interrogante vacío. ¿Qué misterio podrá narrar la imposibilidad del crecimiento? ¿Cómo será el secreto del desarrollo de un niño que no puede crecer, pero tampoco decrecer? Si el lenguaje anclado en el cuerpo redefine la temporalidad de un sujeto, ¿qué sentido tiene la inmortalidad y eternidad de un chico? ¿Cuál es la incertidumbre o intriga que subyace al mito de una infancia rebelde, eterna?

James Barrie, el creador de Peter Pan, inventa un universo ficcional, una isla que cohabita con él. Todo niño, al jugar, crea mundos de verdad en la ficción del instante. A veces, adquieren tanta consistencia y volumen que cautivan el deseo de desear otra cosa. Refugiados en la propia isla fantástica, se defienden de cualquier cambio y no pueden dejar de estar ahí en ese tiempo que no pasa, no va para atrás ni para adelante, pero tampoco está quieto. Naufraga el sentido pleno de la realidad y entra en la fantasía, quiebra la incredulidad, conforma la creencia y potencia lo imposible.

La fuerza de esta invención es de tal magnitud que perdura en la huella de los sueños como pequeños y únicos cristales subjetivos de tiempo. Cuando ellos adquieren consistencia, condensan, materializan el deseo, de modo tal que este se ve condenado a no cambiar ni a crecer. La infancia “eterna”, detenida en el propio movimiento infantil, enuncia sin tapujos el naufragio inhóspito en una isla (la de Nunca Jamás) cuya vitalidad, paradójicamente, reside en la imposibilidad de cambio y transformación. Los niños que habitan allí no pueden o no quieren perder la experiencia a la que, aprisionados, pertenecen.

¿Cuándo comienza el tiempo?

“Había una vez…”

Así empiezan muchos cuentos; los niños se fascinan, buscan entrar en la originalidad del tiempo ficcional. Convocados por lo que había, piensan en pasado, presente y futuro, coexisten en un tiempo imposible o en ninguno de los tres tiempos a la vez; en realidad, crean otra temporalidad y, al unísono, son creados por ella. Apasionados por lo inesperado, toman distancia del cuerpo como masa, peso corporal, organicidad, para saltar a un entretiempo sin saber dónde caerán, ni por qué ni para qué. Durante toda la vida coexistimos con cristales del tiempo, que no dejan de transformarse hasta crear la huella temporal de una ausencia aún por venir. Al hacerlo, producen un nuevo crisol y con él nuevas imágenes.

La natalidad implica el prodigioso acontecimiento de crear un tiempo sin huella, irrepresentable; en este sentido, es caótico, plebeyo, porque recrea un vaivén temporal, una variación en la densidad del circulo inextricable de la reproducción de lo siempre igual (por ejemplo, del país de Nunca Jamás, o de los síntomas, miedos, rituales, angustias y estereotipias de la niñez). Frente a ellos, como en los cuentos, las novelas y las narraciones, un simple detalle, el azar de un hallazgo o una gestualidad hace la diferencia. En algunos relatos, ser trata de una varita mágica; en otros, un espejo encantado, un polvillo de hadas o una pócima hechizada. En nuestro trabajo cotidiano, es la ocasión inaudita, el entretiempo, la ficción de una escena que causa el otro tiempo afectivo de una experiencia única, aún por realizarse.

El tiempo del que hablamos deja instantáneamente de ser cronológico; no se mide con el segundero que no deja de girar en una única dirección constante y cíclica, siempre idéntico a sí mismo. Si tuviéramos que pensar el tiempo de la infancia, tal vez nos ayudaría la imagen del reloj de arena: los pequeños granos pasan y caen solo si reciben un movimiento, una fuerza que impulsa el acontecer. Entonces, la arenilla logra perderse de acuerdo al orificio por el cual cae. El movimiento traslada la arena de un lado a otro; cada vez, ella se pierde y cae en otra posición; perdida, todavía no es ni pertenece a las arcas del recuerdo y mucho menos de la memoria. No toda la estructuración subjetiva pasa por el lenguaje, también lo hace en y por el tiempo, el cuerpo y los acontecimientos.

En esta instancia primera se tratará-se trató-se trata del tiempo del devenir por fuera de la repetición de la resignificación o el a posteriori. Momento privilegiado está, estuvo y estará en la ocasión del salto, la caída, el pasaje y la pérdida. No medible, huye del sentido pleno, insustancial; existe al romper la homogeneidad, la linealidad e irrumpe entre el antes, el después y el ahora. Existe simultáneamente vacío de contenido numérico y letras, pervive en cada acontecimiento originario de la experiencia infantil. Constituyen los prismas del tiempo.

En el territorio de Nunca Jamás, con Peter Pan conviven sus amigos de aventuras, piratas, hadas, guaridas, Wendy, los archienemigos, los Niños Perdidos… En fin, un territorio que no deja de construir desventuras plagadas de intrigas, enigmas, muerte e ideas que, lejos de dar miedo, lo causan y aprisionan aún más en una vida fantástica por la cual es y existe eternamente.

Peter no sería tal sin la isla que jamás nunca podrá ser otra más que ella misma. Los niños, durante la infancia, crean los propios prismas del tiempo. Conviven con ellos sin cristalizarse en uno. Móviles, plásticos, los atraviesan, juegan, imaginan y fantasean como jamás lo han hecho y lo harán.

Ante determinado sufrimiento, el dolor de existir cobra tal magnitud que indefectiblemente paraliza el sentido, detiene el devenir, enfría la experiencia y el afecto que ella conlleva, se defiende del otro y lo otro. Arma otra isla, plena de un afecto que no puede donar ni mover más allá. El tiempo bloqueado opaca lo fantástico y, refugiado en la repetición de lo mismo, se cobija en el cuerpo, la acción, la estereotipia, los síntomas. Pétreo, goza una y otra vez de la potencia del encierro, displacer que sin embargo lo protege de la pérdida. La plasticidad, en lugar de enlazar, estalla.

Conjeturamos que el malestar opaca el cristal, le quita el brillo, la transparencia y el reflejo en un proceso de esmerilado que, en vez de dar lugar a otra imagen, la oscurece y apaga, aunque de algún modo deja entrever el sufrimiento amorfo sin espejo. El tiempo del dolor sufriente encarnado en el cuerpo cobra existencia subjetiva; en bloque monolítico, detona lo inerte.

La primera vez que veo a Tamara, ella está a upa del papá. La cabeza levemente recostada en el hombro, escondida entre los brazos de él, descansa en el cuello y postura paterna. Ante esta actitud, juego a que no puedo verla; la busco, pero no la encuentro, giro varias veces alrededor del papá hasta que, en una de esas vueltas, se cruzan nuestras miradas. Registro la tensión de la cautela; una cierta vergüenza vacilante deja entrever una sonrisa tenue que se esconde nuevamente.

Los niños nunca nacen jugando; para que lo hagan, el Otro (encarnado en la madre el padre, los adultos, los hermanos) tendrán que jugar con ellos. Lo hacen con el cuerpo, el lenguaje, que constituye el campo y el tiempo de la ficción en escena. El otro desea al jugar, lo alimenta y cuida; se trata del don de amor al hijo, pero hay un momento en el que ese otro se ausenta y el pequeño debe esperar la llegada; entonces, las sensaciones y movimientos corporales comienzan a tener un lugar central. De algún modo ocupan el vacío, la ausencia de plenitud conforma el entretiempo constitutivo, es la ocasión de la experiencia corporal investida del don del deseo encarnado en la caricia y la palabra. Los primeros cristales del tiempo (3) instituyen el umbral del placer corporal, no como cuerpo-cosa, sino como sujeto que compone la plasticidad simbólica.

Tamara ha sido muy deseada y demandada, sus padres y hermanos esperaron mucho que llegara (luego del nacimiento de los dos primeros hijos, recién tras años de intentos, la mamá logró volver a quedar embarazada). Desde el inicio, la pequeña se convierte en el centro del amor familiar. Comporta la mirada, la palabra y el deseo de todos. Cuando comienzan a ponerle algún limite, ella se opone: solo quiere hacer lo que quiere; si no, reacciona golpeándose fuertemente la cabeza contra cualquier superficie sin registrar el mínimo dolor.

En las sesiones junto a los padres, Tamara no habla y la experiencia lúdica se empobrece en el hacer sensoriomotor de abrir o cerrar la puerta de una casita de juguete, vestir o desvestir una muñeca, lanzar pelotas, mover juguetes, tirarse por un pequeño tobogán… Los papás, predispuestos, le ofrecen juegos, objetos, libritos. Ella los toma, parece jugar, pero finalmente no lo hace. La acción pierde riqueza, languidece en sí misma, sin mucha relación con el otro.

Cuando por algún motivo los papás le dicen que no puede hacer algo o se niegan a su deseo, la intempestiva reacción de Tamara es violenta; golpea con fuerza la cabeza contra el piso, una silla, la pared, o cualquier cosa que esté a su alcance.

El “no” no alcanza a evitar el golpe: conmueve el ruido siniestro de la cabeza, la frente, la nuca o las orejas contra una superficie dura. Rápidamente, la toman, la sostienen y evitan la situación. Muchas veces le dan lo que quiere (por ejemplo, un juguete, la mamadera, una golosina, sentarse arriba de la mesa) y otras la contienen (en brazos, a upa, provocándole otra postura) hasta que logran calmarla o, con el paso del tiempo, la reacción se le pasa…

En varias entrevistas con los padres surge el tema de los límites. La mamá cuenta que, luego del destete, Tamara continúa buscando y tocándole el pecho en distintas circunstancias. Y que ella duda entre dejarla o no, pero finalmente cede.

Recalco justamente la vacilación en el límite: esa es una de las dificultades para reposicionarse y producir algún cambio. Los papás concuerdan con esta idea y de allí en más, ante la oposición de la mamá, la pequeña se ofusca, protesta pero, en lugar de golpearse, por primera vez empieza a decir “mamamama” para dirigirse a ella y llamarla. El tiempo del “no” habilita que la demanda circule en otra legalidad donde lo corporal, contenido en el deseo y la prohibición, abre a su vez la posibilidad del lenguaje y la de otra posición.

Entretiempo, primera hora (60 minutos)

Los paréntesis hacen que el tiempo respire.

El lenguaje y la experiencia son siempre después del tiempo de la infancia, pero él es también lo anterior del lenguaje y la experiencia. Entre ellos se produce un “entre” inefable e inalcanzable; es una memoria del después en el ahora del antes, un cristal. Me gustaría llamarlo “el tiempo del devenir”, temporalidad afectiva cuya función conecta, es efecto y causa de los prismas que generan la apertura.

Lo abierto del tiempo donará, dona y donó el lugar de la invención de lo nuevo, donde la experiencia de la palabra ligada al cuerpo lo recrea a través de la imagen, el espejo la divide de lo corporal y, al mismo tiempo, hace de puente. Al jugar, los niños realizan el cristal del tiempo sin pensar ni calcular. En ese espacio se va dando cuenta de que nada de aquello que comienza termina en él y que ya se originó en el después del antes donde todavía no estaba. El tiempo comienza a mover, a ser efectivo, sin entender ni saber por qué mueve. (4)

El tiempo de la infancia divide un pasado en la actualidad que historiza un futuro en resonancia. Al jugar, lo temporal se desprende y transita a través de un vacío que funciona como un tajo abierto al afuera, y liga el adentro. La temporalidad de los niños reúne lo que separa, establece dos orillas y un puente como un pasaje de redes que entretejen la historicidad en prismas de tiempo.

Los niños (juegan, jugaron y jugarán) toman conciencia de la finitud y la natalidad que implica la pérdida de lo anterior, un desgarro necesario que abre lo que todavía no es y anuda lo que ya fue, aquello que simultáneamente está siendo. En ese contexto, los niños crean el territorio ficcional del Nunca Jamás, utopía realizada, memoria del devenir que definimos como heterocronía (5) del tiempo.

La condición corporal de Peter Pan no se expone a la inquietud del tiempo, no recuerda ni se sostiene en lo anterior de la historia; parte, comienza, salta y vuelve siempre al mismo lugar. Existe solamente en la isla, resiste con todas sus fuerzas a cualquier cambio que implique perderla; vulnerable, consolida la ambivalencia (crecer y no hacerlo), vive la fantasía como realidad y viceversa, sin siquiera diferenciarla. Al hacer uso de la imagen corporal ella se separa, “se independiza”, del cuerpo, salta, vuela; ilimitada, se olvida de él. ¿Es posible desatarse del acontecimiento del cuerpo? Peter, ¿existe como ser corpóreo siendo atemporal?

En las sesiones, Tamara va y viene por todo el consultorio. Los papás participan siempre: solo entra allí si es con ellos, que la acompañan y por momentos juegan con ella. Le llama la atención una marioneta de Pinocho que adorna un estante del consultorio. Al verla, se dirige a ella y decido otorgarle vida, voz, movimientos. Muevo los hilos y encarno al personaje que quiere hacer siempre lo que ella hace, tocar lo que toca, mover lo que mueve. Tamara la mira, sonríe, agarra los hilos que sostienen la estructura corporal de madera y, como se enroscan, pide que los desenreden.

Desdoblado en marioneta Pinocho, ante el pedido de la niña, exclamo: “Gracias Tamara, ahora me siento mejor. Me enredé y no puedo moverme”. El muñeco nos acompaña al tobogán, se tira, ella hace lo mismo. Luego sube a una pequeña rampa, baja pero los hilos vuelven a enredarse. Tamara, atenta, no deja de mirar a Pinocho y reacciona frente a la dificultad; entonces, tomo la cabeza de la marioneta y a propósito la golpeo contra la pared, mientras el muñeco se queja y exclama: “Me caí, estoy enredado, uyyy…uyyy…”. Al decirlo, hago que se golpee la cabeza contra el suelo. Los papás reaccionan: “No Pinocho, no lo hagas, que duele”, dice la mamá y el papá afirma gestualmente. Al mirar la escena, grito como esteban: “¡Qué dolor! ¡No, Pinocho, no! Me duele a mí, ¡ay, ay, cómo me duele, ay, ay!”.

Tamara participa de la escena; finalmente, logramos desenredar los hilos y la marioneta se lanza “libremente” por el tobogán. A continuación, la niña mira unos marcadores, los toma y traza rayas sobre unas hojas que encuentra en el escritorio. Pinocho se acerca y, lentamente, empieza a pintarlo a él también; entonces, como marioneta, exclamo: “Qué lindo, me encanta que me puedas pintar, me da cosquillas… ¡me gusta!”. Poco a poco va pintando con diferentes marcadores y todo el cuerpo, la nariz, la cara, las manos, la panza y los pies toman otro color. Hay un instante de tiempo gozoso, agudo, como contracara del dolor. La pequeña niña sale del cuerpo a través del trazo, lo trazado desborda la imagen corporal hasta hacerla existir en la marioneta.

En un momento, sin querer, dibuja también mi mano, la que sostiene a la marioneta. Mirándolo, le digo: “Me gustan también tus dibujos y rayas” y le ofrezco la mano. Ella, contenta, garabatea por mi brazo, los dedos, las uñas; señala a la mamá, cambia el marcador, dibuja el codo, la otra mano y hace lo mismo con el papá. Todos quedamos marcados, rayados, dibujados.

Tomo el marcador; en ese instante ella abre la mano y en su palma dibujo un redondel; mientras hago el trazo canto una canción: “Le hago una carita… y unos ojitos… son muy divertidos… y una boquita”. La plasticidad de la escena deviene la intensidad de cada juego, los garabatos tejen una red invisible, a la vez cómplice y eminentemente secreta. El tiempo compartido produce un “entre”, al ligar la sensación corporal, cenestésica y sensoriomotriz al placer de la realización.

En diferentes oportunidades, la marioneta de Pinocho acompaña las escenas que monta Tamara. Se tira por el tobogán, le damos de comer, entra a una casita-carpa con nosotros… Pero, en algún momento, frente a alguna negativa o imposibilidad, hago que el muñeco se golpee la cabeza. A lo que, inmediatamente, reacciono expresando, dramatizando el dolor: “¡Ay, ay, no, no! Pinocho, me duele, ¡ay, ay, ay!, me duele que te golpees”. Al mismo tiempo, juego el golpe (como muñeco, grito, siento el dolor) encarnándolo en la experiencia escénica.

Más tarde recibo un llamado de la mamá que me narra cómo “Ahora Tami agarró un peluche que ella adora e hizo que se golpeaba la cabeza, igual que haces vos con Pinocho. No lo podíamos creer, estaba jugando con el muñeco a golpearse, y casualmente nos parece que se está golpeando menos, venimos con varios días sin que lo haga”.

En un destiempo, ya no en el consultorio, Tamara puede empezar a desdoblarse en otra que ella no es, en un peluche o un personaje que personifica el dolor de existir sin dolor; aquello irrepresentable del sufrimiento empieza a poder representarse en la gestualidad. La intensidad extrema, insoportable del golpe dramatizada en el muñeco tiene otro sentido; expropiado del cuerpo de ella, pasa desbordante a otra escena.

La alteridad de la experiencia hace que la pequeña encuentre el placer del deseo de desear, lo pulsional sin dudas genera un prisma temporal que, en un contrapunto dramático, se opone al golpe doloroso del goce agudo sin dolor, encapsulado en un tiempo que se encierra a sí mismo.

Los cristales del tiempo son una experiencia fecunda, afectiva, a atravesar, la potencia creadora e indeterminada de salir del cuerpo y dirigirse al otro a través del gesto ficcional genera el devenir, divide lo temporal. Produce en el hacer la puesta en juego de un acontecimiento después del cual, en la aventura, nada será igual.

Los niños realizan el tiempo; nacen sin recuerdos, para luego recordar lo que indudablemente ya se ha perdido. Crean una existencia inexistente, giran el reloj de arena y la temporalidad vuelve a caer. Peter Pan no podía girar el reloj de arena. Sin la anterioridad y los recuerdos, no quería crecer. En un pretérito sentido, naufragó en una isla del tiempo de la que no podía salir.

Al atravesar los cristales donan afecto, no lo establecen ni lo miden, lo que fue en lo no desplegado de lo que aún será origina un futuro en un pasado que vendrá. El país de Nunca Jamás es un territorio que separa, escinde el presente (lo actual) del pasado (virtual), tiende un puente entre el mundo de los seres vivos y el de los niños huérfanos, perdidos, abandonados, los “sin futuro”. Este país es un refugio y una defensa, expulsa a cualquiera que deja de ser niño. Es un lugar, un territorio al que se llega pero de donde nunca se puede salir.

La memoria no está en el niño: es él quien se mueve en ella a medida que se lanza a jugar. Cuando no puede hacerlo, cristaliza el tiempo sin marcas, más bien permanece, dura y desliga, escinde la historicidad hasta producir la plasticidad estallada que hace de lo anterior un horizonte de sucesos imposible de resignificar o recuperar, como le ocurre a Peter.

El tiempo sufriente de la infancia enmarca la inmovilidad frenética, móvil, extática. Es como una pequeña ruedita que aloja a los hamsters para que se muevan y entretengan. Ella gira y gira velozmente, consume al cuerpo, la postura, la imagen. No se desplaza ni se desliza. No llega ni va a ningún lado. Fractal, mueve y mueve la rueda en la anónima temporalidad, se basta a sí mismo, crea el solitario país de Jamás Nunca.

La plasticidad de la experiencia del tiempo

En una próxima sesión estoy esperando que lleguen; se hace la hora y recibo un mensajito: “Esteban, estamos un poco atrasados, llegamos en diez minutos”. Respondo: “Los espero”. Pasan cinco minutos y recibo otro mensaje: “Estamos a unas cuadras, ya llegamos”. Entonces, les contesto: “La sesión ya empezó, van a tener que buscarme” y salgo a esconderme. A continuación bajo y busco un escondite: lo hallo a media cuadra, detrás de un árbol.

Tamara y sus papás llegan a la puerta del consultorio, no me ven, tocan el timbre… Se fijan dentro del bar que queda al lado… Entran al supermercado, hablan con Tamara y escucho que dicen: “¿Dónde está Esteban? ¡Se escondió! ¿Lo llamamos por teléfono?”. La pequeña sonríe. La mamá, el papá y ella siguen la búsqueda, los padres llaman por celular: “Esteban, no te encontramos, ¿dónde estás?”. Respondo: “Estoy por la esquina, tienen que buscarme…”.

Riéndose, los tres salen de la mano hacia una de las esquinas. Por el celular, seguimos conectados, exclamo: “No, es para el otro lado, estoy escondido en la otra esquina…”. Desconcertados, giran, mirando hacia todas partes, le dicen a Tamara que hay que ir para el otro lado, pero al llegar no alcanzan a verme porque ya crucé la calle y me oculta un árbol diferente. “No te vemos”, dice la mamá. “Les doy una pista: estoy enfrente, atrás de…”. “Vamos”, dice el papá; Tamara no deja de reírse, cruzan, aprovecho para esconderme detrás de un auto. Sigilosamente, se aproximan hasta que la mamá dice: “Tamara, está ahí, atrás del auto rojo”, los tres corren, me encuentran y festejan el descubrimiento. Había pasado un tiempo muy diferente de los 35 minutos cronológicos de la escena.

Cuando llegamos al edificio, después de esta recorrida, Tamara me da la mano y les digo a los papás que iremos solos y que nos esperen abajo. Llamamos al ascensor y subimos. Es la primera vez que jugamos en el consultorio sin que estén sus padres. Un cristal del tiempo intenso, íntimo, sostiene el espacio de una experiencia indeterminada en la plasticidad simbólica que se fue generando a medida que jugábamos en acto la ficción.

En las escenas que analizamos, el “entretiempo” se vuelve secreto y el cuerpo deviene una forma en acto del tiempo. Si la historia subjetiva deja huellas a resignificar, el devenir, en camino, en su condición precaria, genera cristales donde juegan, indiscernibles, fuerzas pasadas, futuras y presentes.

Los prismas del tiempo son enigmas que crean espacios vacíos propios de una red; ella no existe ni respira sin ellos; la creación de tiempos secretos en nuestra práctica conforma un hacer donde no importa tanto el contenido ni la forma, sino la intriga enigmática nunca develada del todo. Lo insignificante de un gesto o, tal vez, lo precariamente efímero y eficaz de un entretiempo recreado de sentidos y potencias aún a desplegar y jugar. (6)

Los padres de Tamara me avisan que van a llegar diez minutos tarde, intuitivamente pienso en aprovechar ese instante y esconderme. Sin darme cuenta, invento un secreto, sustraigo un sentido por el cual el árbol deja de serlo y deviene un refugio-escondite. No es a descifrar ni a analizar, es del orden de la coacción; ellos, Tamara y sus padres se ven envueltos, llamados a jugar, a encontrar un enigma. Mientras jugamos, las repeticiones insisten; sostengo el secreto, el placer pulsional libidiniza el cuerpo en función del juego. Ella y los papás entran al mismo, esta vez inventamos lo imposible para hacer posible otra realidad en la que Tamara no necesita de sus padres para lanzarse a jugar en el consultorio. Y el tiempo deja de pesar, de sufrir, para devenir un cristal de una nueva experiencia.

El misterio creado captura el deseo de descifrarlo. Tamara y sus papás entran al juego en forma invertida a Esteban, que aprovecha la ocasión y crea el secreto; ellos buscan resolver el enigma. Al hacerlo, lo crean; develarlo, paradójicamente, es también sustentar la intriga: ¿qué va a suceder?, ¿dónde estará el escondite? Nadie lo sabe, es lo que mantiene viva la experiencia escénica y delinea que el cuerpo, el síntoma o el síndrome en cuestión pierdan peso específico frente a la realización de una incógnita no revelada, que da tiempo para que emerja el acontecimiento.

Entretiempo, un día (24 horas)

La niñez bromea con el tiempo; indiferente, le pierde el respeto: se ríe de él.

La ficción del secreto es un tiempo vacío de tiempo, converge en instantes de encuentros en el entredós que causa el deseo de desear y el quehacer que el niño lleva fuera de sí a través de un gesto que encarna lo indeterminado de la trama.

Al esconderme, sin calcularlo, produzco un punto ciego, un tiempo imposible de ver (heterocronía). No se trata tanto de dar a luz (lo que sería develar el enigma, analizar el sujeto de la “transferencia”), sino de producir ficciones como origen móvil, plural, de sentidos a experimentar en el juego, a vivir en la utopía en acto de un universo cuántico a la vez imaginario, fantástico y real que impone la temporalidad del finito entretiempo.

La estructura de la ficción necesita tanto de la realidad como ella precisa de la ficción para recrear los “entre” de los tiempos; no importa la forma ni lo que hay dentro, solo pueden atravesarse en la siguiente experiencia que, sin embargo, ya pasó. De ella se desprende la rebelde plasticidad del devenir de un acontecimiento que una y otra vez vuelve a vaciar el sentido para emprender un movimiento, un ritmo nuevo.

Al implicarnos en la escena postulamos la idea, la creencia de que vamos a jugar algún misterio, una intriga producida, mediada, que jugamos al jugar. Rompemos la incredulidad y creamos opciones posibles e imposibles a la vez. Junto al niño, en una realidad cuántica, muchas cosas pasan al unísono, sin embargo, están unificadas por el espacio del entredós en un entretiempo donde circula el afecto entretejido en red. De este modo, restituye en lo actual la virtualidad escénica.

Cuando jugamos con el niño, conviven las temporalidades. Lo sucedido en el pasado, aquello que efectivamente está sucediendo y lo que va a suceder. El entretiempo afectivo produce los prismas del tiempo generadores de movimientos, desplazamientos metonímicos que reanudan lo imaginario, lo simbólico y lo real sostenidos en la causalidad ficcional de otra escena que fragmenta y unifica lo que crea.

Tenemos la espacialización del gesto escénico, desplazamientos y sustituciones donde el deseo se corporiza en acto, el tiempo se sustrae al instante, abre otro portal-cristal en el movimiento afectivo en donde compone lo imponderable, un vacío sin develar ni llenar. Son los agujeros por los que la red respira lo indeterminado. Cuando jugamos a las escondidas, en la demora sostenemos un escondite y el mismo hace posible el tránsito del enigma a la fantasía y viceversa. ¿Dónde estará el otro? ¿Qué lugar encontró para esconderse? ¿Nos está mirando mientras lo buscamos? ¿Cómo es el tiempo de la espera? ¿Qué pasa en él? (7)

La espera es un entretiempo subjetivo que el niño inventa al jugar. Lo ficcional es afectivo e incierto, va hacia fuera y enlaza lo real para transformarlo en imaginación en acto. Lo escondido es lo que falta y, como tal, causa el deseo de saber; de modo libidinal, el ritmo se enlaza en el movimiento del devenir. Nuevamente el marco, el límite y borde, está atravesado por el tiempo del final y no es de verdad, es de mentira, de juego.

El tiempo en la infancia implica una posición de vanguardia. Está por delante, por detrás, propicio y cercano a cualquier otro. Por primera vez en la experiencia infantil se divide lo temporal y se crea el pasado que hasta ese instante jamás estuvo. Existe cuando se sustrae del presente y es tomado en la red relacional de la comunidad, todo lo cual causa y estructura la herencia que se dona como acto de amor y alianza.

Sin darse cuenta, al jugar, los chicos inventan crisoles de tiempo, los atraviesan y, al hacerlo, la experiencia es otra, decanta en otras huellas todavía a resignificar. En este sentido, valdría la pena interrogarse por el lugar que ocupan la infancia en la comunidad y la comunidad en la infancia, para darnos cuenta por qué es la vanguardia de lo imposible hecha realidad (como en los golpes, ficcionales y a la vez reales, que Tamara juega con su muñeca).

Nunca comprenderemos el tiempo si no somos capaces de captar lo que no puede ser contado como tal; lo esencial se escabulle en los intersticios. Cuando nos detenemos a mirar lo temporal, este ya nos ha mirado. En este punto de fuga se pierde en el horizonte del futuro, cercano, pasado.

La plasticidad del tiempo

Como lo acabamos de plantear, la palsticidad del tiempo implica salir de él y pasar a otro. ¿Qué sucedería si no se puede salir, si el sufrimiento es tal que, en lugar de pasar por un cristal, permanece atrapado en una posición gozosa, autoengendrándose sin corte posible que permita la fluidez del devenir? Aparece un tiempo como el país de Jamás Nunca actual, sin virtualidad, como un síntoma o un diagnóstico que se actualiza con tanta potencia e intensidad que elimina cualquier historia.

En nuestro trabajo cotidiano, abrimos la posibilidad de que la imagen sensoriomotriz no coincida consigo misma, con el mismo tiempo del cual se parte. Donamos la ficción y el tiempo afectivo para que caiga en otra temporalidad que le permita devenir. El sufrimiento encarnado en lo sensoriomotor funciona en la tensión móvil del cuerpo. Los golpes de Tamara presentifican la imagen actual que no se encadena con ninguna otra, más bien da cuenta de la impotencia destructora sin virtualidad alguna. La plasticidad estalla de sentido inverso, desinviste, desenhebra.

Se trata de crear en la actualidad de la imagen un “entretiempo” que abra la brecha del “entredós” y rompa el encapsulamiento del actual (en este caso, del dolor que no duele). Generar un cristal implica pérdida, división y devenir. Sorpresivamente, al esconderme, el tiempo no es verdadero ni falso; tampoco pretende serlo: juega en el borde. En una cierta incertidumbre entre el pasado, el presente y el futuro, efecto dramático de la ficción.

Del gesto, del azar, del detalle, constituimos un enigma que a su vez transforma el espacio en otro territorio temporal. La calle, la vereda, los árboles, los autos, las personas que pasan, los vecinos devienen otros. Pueden ser un escondite, una guarida, un cómplice circunstancial, un secreto; hasta se superponen, son partes de otro escenario donde la homogeneidad de lo real da paso a lo heterogéneo de la imaginación que pone en acto la propia utopía realizada.

Al jugar “espontáneamente” en la calle, a partir de una circunstancia casual (en este caso, un retraso, una mínima llegada tarde, como en otros puede ser colocar el auto en doble fila o estar esperando en el bar contiguo al consultorio) sostenemos una creencia, transgredimos la incredulidad, creemos y generamos la posibilidad de hacer creer que un árbol es un refugio; un auto, una caja mágica de Pandora o el bar un lugar para trazar coloridos dibujos en las blancas servilletas. La relación con las cosas cambia e invita a desplegar afectos insospechados. En ellos cobra sentido lo social en tanto lazo, don y apropiación de la propia herencia estructurante de lo infantil de la infancia y constituimos una zona de subjetividad.

La astucia de nuestra experiencia con los niños se centra en la sutil complejidad del detalle, de matices en los que los índices de realidad dan paso a otra escena. Si faltan o se saturan en el sufrimiento, la potencia pulsional agota el recorrido, no renueva ni alcanza lo otro que causa el cristal temporal de lo nuevo. Conforma un bloque denso, una implosión (al modo de un Big Crunch (8)).

Muchas veces ponemos el cuerpo para poder captar el detalle en el azar, la intensidad de la fuerza de un gesto que, lejos de reflejar, produce, rompe, deforma, crea imágenes en acto, fantasías encarnadas. Verdaderos espejos de tiempo, en ellos, indefectiblemente, cuando creamos estos cristales los atravesamos; se pierde la inmediatez inerte de lo real.

La infancia se pierde; existe como perdida; solo se encuentran fragmentos de acontecimientos corporales, recuerdos fractales, imágenes cristal en las que lo actual y lo virtual, indiscriminados, conviven y vuelven a desaparecer hasta el anterior futuro de la próxima pasada actualidad.

Entretiempo, primera semana (7 días)

Lo impalpable del tiempo constituye lo efímero.

Peter Pan, como Tamara, no puede crecer, pero… ¿desea hacerlo? Entre el poder del deseo de crecer y la potencia de la posibilidad de no hacerlo transcurre la ficción de Peter. Las infancias de Tamara y las de muchos niños que se fijan al tiempo absoluto del sufrimiento naufragan en una isla-país que los aísla y los defiende de cualquier cambio que implica el riesgo de salir afuera sin garantías de retorno. Frente a la posibilidad imposible de perder ese lugar, se encierran con todas sus fuerzas en el país de Nunca Jamás. Parapetados allí, estáticos, construyen el refugio defensivo.

Para rescatarlos de esos países tenemos que naufragar, volar y llegar a ellos. Nuestro mapa es la ficción, cada vez que releemos a Pan nos relacionamos con él, entramos al país y jugamos. Al hacerlo, somos otros y permitimos que Peter se asome a otros territorios. Cuando jugamos con Tamara, con sus padres y armamos la escena, entramos en el país de la infancia, naufragamos con ellos en el de Nunca Jamás, creamos deseos, donamos prismas de tiempo, afectos que no existían; hacemos de la tensión, del sufrimiento trágico, del golpe sin dolor de una niña de dos años, otra dramática en un escenario que desborda el anterior. En ese umbral de la ficción, lo doloroso de la existencia deviene la plasticidad de sentir el tiempo del juego del deseo.

El tiempo termina donde comienza el “Había una vez…”. (9)

1- Un segundo es igual a 9.192.631.770 períodos de radiación, correspondientes a la transición de los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del isótopo 133 del átomo de cesio. (Definición del Sistema Internacional de Unidades).

2- J. M. Barrie, autor de Peter Pan, en su cuaderno de notas de 1922 revela lo siguiente: “Es como si mucho tiempo después de escribir Peter Pan me hubiese llegado su verdadero significado: un intento desesperado, aunque inútil, por crecer”. Si Peter encarna la eterna infancia, lógicamente abre la instancia de pensar la condición humana efímera y mortal y, frente a ella, la fantasía ficcional (Barrie, 2011).

3- La teoría de los cristales del tiempo fue propuesta en 2012 por el premio Nobel de Fisica, profesor Frank Wilczek. Para él, estas hipotéticas estructuras tendrían la capacidad del movimiento perpetuo, ya que se desplazarían continuamente en una órbita circular, incluso en su estado de mínima energía o “estado fundamental”. Los cristales son una agrupación particular de átomos en los que se repite el mismo patrón que en el espacio. La teoría de Wilczek se basa justamente en esto: postula que si los cristales son capaces de repetir su estructura en el espacio, quizá podríamos hacer lo mismo en el tiempo. Esto significa que las partículas se moverían y regresarían periódicamente a su estado original. Los cristales del tiempo serían capaces de moverse incluso en su estado de menor energía, conocido como estado basal. Paradójicamente, este movimiento debería realizarse sin energía. Por esta razón, el cristal de tiempo es una nueva forma de materia, porque es incapaz de estar en equilibrio: está siempre moviéndose. Si bien inicialmente la teoría fue refutada por no cumplir con las leyes de la Física, acaba de demostrarse que los cristales del tiempo existen de verdad. Desde la filosofía, Deleuze, al ocuparse del cine, introduce la referencia de “la imagen cristal” o descripción cristalina, que tiene dos caras que no se confunden, la actual y la virtual, imágenes mutuas indiscernibles, y sería un modo de ver el tiempo. (Deleuze, 2005 y 2018).

4- Cabría distinguir entre el tiempo instituyente y estructural de la subjetividad y el del desarrollo correspondiente al de la cronología y la evolución. Como afirmamos oportunamente, no hay desarrollo psicomotor posible sin la estructura que virtualiza esta posibilidad. Durante la infancia. los tiempo se tocan y trastocan sin excepción; el acontecimiento constitutivo es al desarrollo lo que un sujeto es al niño. La plasticidad es efecto y a la vez causa de este “entretiempo”. No todo existe al mismo tiempo. En sus Confesiones, el filósofo eclesiástico San Agustín de Hipona concluye: “¿Qué es el tiempo? ¿Quién podría dar con sencillez y brevedad una explicación? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si alguien me plantea la pregunta y quiero explicarlo, ya no lo sé. A comienzos del siglo XX, el astrónomo Camille Flammarion afirmaba: “El tiempo es el elemento más misterioso, el más difícil de concebir para el espíritu humano; es imposible dar una definición de él. Es el reloj marchando en soledad”. Imposible ganarle al tiempo; cuanto más ambicioso, más se lo pierde (Safranski, 2017; Marchon, 2018). Sobre esta temática, véase Yndi (2008). Bergson descubre el tiempo y la memoria en la vertiente de la creación y la vitalidad. Para este filósofo, la temporalidad es movimiento y mutación; de él se desprende la memoria como duración vital. En relación a la problemática del dolor, sucintamente se pregunta: “¿Qué sería en efecto, un dolor separado del sujeto que lo experimenta?”. Tal vez Tamara pueda darnos alguna respuesta (Bergson, 2006, y Levin, 2018).

5- Michael Foucault (2010) rescata los “contraespacios” que él denomina heterotopías; alude a lugares de ilusión y ficción en los que los niños juegan sus “utopías localizadas”: el fondo del jardín, la cama de los padres donde se puede saltar, esconderse entre las sabanas, armar una guarida o una carpa. En ellos, el placer de la realización enlaza la audacia de la experiencia. ¿Pero qué ocurre con esos espacios a nivel del tiempo? Se conforman heterocronías, rupturas temporales, ligadas a lo más insustancial; recortes, intervalos del tiempo “tradicional”. Deligny las llama “líneas de errancia”, de fuga; lejos de la acumulación o el consumo mediático y simultáneo, los consideramos verdaderos refugios de apertura hacia nuevas dimensiones que cautivan el deseo del niño, utopías temporales, es decir, heterocronías. Véanse Deligny (2015), Haudricourt (2019), Hang y Muñoz (2019), Szutlwark (2019), Blanchot (2008) y Derrida (2006).

6- El tiempo de la ficción está estructurado por el sinsentido que lo atraviesa y plantea la estrecha relación con la identidad y la imagen del cuerpo. Lewis Carroll en Alicia en el País de las Maravillas lo explicita de este modo: “¡Vaya día que estoy pasando! Y pensar que ayer mismo todo sucedía como de costumbre. ¿Será que he cambiado durante la noche? Vamos a ver, ¿era yo la misma cuando me levante esta mañana? Ahora que lo pienso, recuerdo que me sentía un poco extraña, como si fuera diferente. Pero si ya no soy la misma, entonces… ¿quién demonios soy?”. El disparate o nonsense enuncian los juegos lingüísticos, los ritmos sensuales propios de la primera infancia. Lo disparatado, por serlo, divide y separa, instaura un tiempo caótico, paradojal, que quiebra el sentido común y les permite a los más pequeños, íntimamente, apropiarse del eros del lenguaje. Deleuze, al analizar la obra de Lewis Carroll, destaca la paradoja temporal de la simultaneidad, por ejemplo, Alicia, en sus maravillas “a la vez no crece sin empequeñecer y a la inversa”. Tal es la simultaneidad de un devenir cuya propiedad es esquivar el presente. En la medida en que se esquiva el presente, el devenir no soporta la separación ni la distinción entre el antes y el después, entre el pasado y el futuro… Los acontecimientos son como los cristales, no crecen sino por los bordes, sobre los bordes… Esa fuerza de deslizarse que se pasará a otro lado, ya que el otro lado no es sino, el sentido inverso. Véanse Piglia (2017), Berger (2014), Melich (2016), Walsh (1995), Bajtin (1997) y Deleuze (2002).

7- Durante la niñez, la experiencia infantil produce lo que Lacan denominó “la represión simbólica”. Se trata mucho más de generarla que de levantarla o interpretarla; en esta instancia, el acto de jugar es estructurante tanto de la memoria como del olvido y la represión. Los objetos y fenómenos transicionales propios de la experiencia infantil pueden considerarse desde el punto de vista del tiempo como verdaderos entretiempos, en espera, suspenso que les permite a los pequeños soportar la ausencia con la esperanza y la promesa de que el otro regresara. Sobre esta temática, véase Braustein (2008), Lacan (1987), Kohler (2018), Concheiro (2016) y Winnicott (1972).

8- La gran implosión, también conocida como gran colapso (Big Crunch) es una de las teorías cosmológicas que se implementan para pensar el destino final del universo. La gran implosión propone un universo cerrado, es lo opuesto a la gran explosión (Big Bang), la expansión se iría frenando, poco a poco, hasta volver a comprimir la materia en una singularidad espaciotemporal. Cuando el sufrimiento aprisiona al cuerpo, lo encierra, lo comprime, ¿podemos pensarlo como una gran implosión subjetiva? El tiempo está presente en cualquier partícula elemental, el hombre es parte de esta corriente de irreversibilidad (Prigogine, 2006). Articular la temporalidad con la plasticidad neuronal y simbólica nos permite pensar desde otra perspectiva los aportes de la filosofía. “La plasticidad es el cuerpo del tiempo o el tiempo conectado al cuerpo (…) el tiempo del cuerpo es también, por supuesto, el cuerpo del sujeto”. Véanse Malabou (2011 y 2018); Arendt (2016) y Nancy (2013 y 2014).

9- Son los babilónicos quienes hacia el 2500 a. C. inventan la base de nuestro sistema de cómputos de las horas, que atraviesa las eras hasta llegar a nosotros. Pero, en la Edad Media (al igual que para los babilónicos), esas horas son “desiguales”: como la duración de la noche y del día varía a lo largo del año, también cambia la duración de las horas. Entonces, esta diferencia experimenta una verdadera conmoción: en el siglo XVIII hacen su aparición los primeros relojes, que comienzan a reemplazar los cuadrantes solares bastante menos prácticos… Ellos cuentan horas “iguales”, es decir, de la misma duración: es el tipo de marcación del tiempo que conocemos hoy. Así, a medida que el uso de los relojes se expande, el de las horas desiguales se pierde… Pero tener un reloj obliga a plantearse una pregunta: ¿cómo regularlo? Si el tiempo de la infancia es como el reloj de arena, no pasa avanzando, sino al caer. Necesita perderse para re-nacer. En este sentido, Lacan (2002) nos ofrece pistas para pensar lo ficcional: para él, “lo ficcional no es, por esencia, engañoso, sino, propiamente hablando, es lo simbólico”. Véanse Mujica (2014), De Certeau (2001), Freud (1989) y Machado (2018).

Las infancias y el tiempo

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