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Introducción -1

Cuando un niño es una hormiga

Cuando un niño se apropia y aprehende un concepto, una idea, la transforma en su propio pensamiento; para ello, tiene que jugar con él y experimentar, apasionado, el placer en la potencia del deseo que el mismo conlleva. Por ejemplo, no basta con explicarle a un chico qué es una hormiga o con mostrarle una para que tenga una imagen de ella. En el mundo de los niños, hace falta jugar con el pequeño insecto, dejar el propio lugar (hacer uso de la imagen del cuerpo) para devenir, por unos instantes únicos, una traviesa hormiga. La experiencia infantil es un complejo palimpsesto en escena, en constante recreación, trasmigración y plasticidad. (1)

El tiempo juega en los niños y ellos juegan con él, sienten que son lo que no son; si miran unas hormigas, se preguntan por ellas, interrogan el sentido que tienen: ¿cómo caminan?, ¿adónde van?, ¿qué quieren?, ¿duermen?, ¿cómo viven?, ¿cuál es la casa?, ¿que comen?, ¿pican?, ¿hablan su propio idioma?... Así, en un tiempo inconmensurable, son el ser de la hormiga; transformados en ellas, potencian dimensiones desconocidas, desapercibidas sin esa única posibilidad de ser, por primera y única vez, hormigas de un hormiguero y pensar por fuera del cuerpo.

En la nimiedad de ser como una pequeña hormiga, escudriñan el espacio, descubren la sensualidad de la sensación de desplegarse, desplazar el cuerpo y ubicarse en la posición de otro, sea este una hormiga, un pececito, un juguete, una casa o un niño devenido próximo amigo.

Ser hormiga le permite a un niño mirarlas con ojos bien abiertos, tocarlas para saber qué hacen y, al hacerlo, ser tocado por ellas en un toque recíproco, asimétrico, secreto e íntimo. Necesita la intimidad para saber quién es la hormiga, para qué vive, por qué está allí, qué quiere, quién es la mamá… el papá… la familia. Al preguntarse por ellas, es por él por quien se interroga. Son sus propias dudas, enigmas y rumores puestos a desplegarse en las diminutas “personas” hormigas. Solo puede asumir la intriga a través de ellas, sin tener la menor idea: lo representan, las siente y esa sensación da vida a la representación.

Imaginemos la mirada de un chico al ver cómo la hormiga toma una miga de pan, la atenaza y camina con ella a cuestas anudada al cuerpo. La mira muy de cerca, observa su faz, el camino que camina. Presuroso, calcula si se puede encontrar con otra hormiga para intentar saber qué sucedería en ese caso: quiere saber qué puede acontecer. Él solo juega, sospecha lo insospechado, lo maravilloso. Sondea el sinsentido, lo distinto; lo otro funciona como inesperado; busca sorprenderse hasta lograr que el pequeño insecto lo mire o, mejor dicho, se siente mirado por él.

Mira la respuesta y se mira frente a las cosas que provoca; por ejemplo, intercepta el camino, coloca otra hormiga, un palito, un pedacito de comida o la mete dentro de una vasija con agua. La desafía con perplejidad para analizar la reacción, lo que realiza frente al obstáculo o encrucijada a la cual la somete: ¿cómo será su decisión?, ¿qué puede pasar? La inviste de ideas, imágenes, palabras y fantasías, la hace única.

Al jugar, crea relaciones perspicaces entre las cosas que no existían antes, una singularidad. Puede ser él su “propia” hormiga, inventa una diferencia, no es cualquiera, él se espeja en ella hasta producirla. Entrecruza un espacio dinámico que no pertenece a uno ni al otro; rota, gira, se mueve en la inaprensible rebeldía de la plasticidad.

Sujeto a la metamorfosis, el niño abandona el cuerpo sin parar de devenir otro para ser él. No es nunca una utopía; en realidad atraviesa el cuerpo y engendra un nuevo territorio que no existía antes de esta trans-formación. Los niños aprehenden a estar en varios sitios a la vez (realidad cuántica), la imagen del cuerpo se mueve intangible, juega. Los pequeños e ínfimos detalles provocan el sueño de lo irreal; efímeros, emigran; minimizan el destino, el columpio del desarrollo; urden la red entretejida a medida que crece el desafiante deseo de ser y estar en el “quizás” del infinitivo.

La hormiga indefensa se desliza en la precoz mirada del niño; la alegría de exiliarse en ella alienta la sonoridad del murmullo, extrañez y proximidad escuchan el bullicio de imágenes en movimiento. Al jugar tiembla, puede extraviarse sin temor a perderse en el silencio; presuroso, vence el miedo a la soledad, teje la herencia que, a su vez, lo trama, nombrándolo en el ritmo cantado del artificio. Sin darse cuenta, jugando, se deja ser en el símbolo palpitante de la vida.

El destiempo del juego mantiene en suspenso la incredulidad, despierta perplejidades y cierta incertidumbre necesaria alrededor de un vacío, origen de la transdiferencia, del devenir inminente de una revelación finalmente no producida, para continuar deseando. (2) Cuando el niño, sagaz, juega con la hormiga, cambia, renueva la experiencia que hasta ese momento se mantenía, duraba consistentemente en la misma posición. El enigma sostiene el movimiento de la imagen corporal y da curso al deseo de no durar en lo mismo; promueve sin tapujos la plasticidad. Experimenta la sensación de que el tiempo vivido nunca se detiene, es cambiante, existe dividido entre lo pasado y lo actual en el fluir que siente en cada nueva singularidad.

El diagnóstico de la experiencia que el niño realiza es como una adivinanza que creamos juntos sin querer resolverla. No se trata de requisar lo que el niño tiene (un déficit, un síndrome, una estructura psicopatológica, un trastorno), sino aquello que insiste en la escena y persiste en la repetición de un sufrimiento, donde cobra existencia el clamor de un sujeto. Es esencial construir la adivinanza, el relato, la dramática, sin procurar resolverla; si lo hiciéramos, una vez más clausuraríamos el sentido e, inmediatamente, la adivinanza adivinada perdería toda consistencia afectiva y transferencial. Dicho de otro modo, el “entredós” quedaría anulado por la fuerza del signo diagnosticado.

El jugar no solo tiene la función de representar, sino de inscribir y realizar la red, el puente que, al ser transitado, sostiene el andamiaje simbólico, entretejiendo lo real al producir lo imaginario en la trama ficcional. Este funcionamiento del acto de jugar coloca de relieve el placer ligado al deseo siempre insatisfecho; es la causa que anuda el cuerpo carnal a la imagen corporal. Enigma significante originario de la dimensión que denominamos desconocida e inconsciente. El acto de jugar es una experiencia pasional y singular que no se tiene, no es del orden de la tenencia, sino del habitar. Se habita la existencia de una potencia plástica en juego. (3)

En la infancia, los niños aprehenden la pasión por el símbolo, el placer del deseo de jugar. No se trata nunca de una mera sensación, sino de la esencia primaria infantil que motoriza la función y el funcionamiento estructurante del placer, no por el lado de la presencia sensitiva, sino por la cómplice dialéctica en suspenso entre una escena que aparece y desaparece, sobre la base de una presencia multiplicada por la ausencia, donde los niños constituyen su quehacer. El vértigo de jugar implica saltar y, en el umbral, caer, pero no para conocer más, sino para desaparecer en la singularidad actuante del desconocimiento.

La dimensión desconocida nunca puede deducirse; se fuga al querer atraparla, fluye evaporándose hasta volver a aparecer; está donde no está; existe como trampolín para saltar, cambiar. El salto recrea, abre el lugar del espacio, genera el agujero, un túnel (gusano) para pasar al otro lado; acto de jugar, de colocar en escena el sinsentido de lo des-conocido.

Al introducirse en la nueva experiencia, emerge el deseo de jugar a buscar sin saber qué se está buscando en el juego. No es un placer ligado a lo genital, sino al acto de realizar el desconocimiento y, al hacerlo, volver a producirlo. El cuerpo es dominado por el afán y el fervor de jugar otra escena hace que las cosas cambien, transformadas en otras. Por ejemplo, una mesa o una linterna son efectivamente eso, pero, al mismo tiempo, lo otro y lo que será; coinciden cuánticamente las diferentes dimensiones del tiempo y el espacio. La plasticidad cuántica genera la transdiferencia, la posibilidad única e irrepetible de engendrar existencia en la identidad.

Consideramos el acto de jugar no como una mera etapa evolutiva que avanza o retrocede en una línea del tiempo cronológica, sino como un movimiento azaroso, desconocido, sinusoidal, es decir, espiralado, que no cesa de repetirse transformándose en cada giro. Al girar, a diferencia de un trompo, existe en esa dinámica y propone una realidad irreal alternativa: otra sensibilidad entra en juego. Una composición cuya “sustancia inmaterial” está conformada por sensaciones arbitrariamente entremezcladas.

La experiencia infantil implica la dimensión gozosa. Los pequeños gozan del movimiento que sienten, ahuecan la sonoridad e inventan palabras, crean imágenes que no se intercambian. Necesitan sentir el placer de existir en el “entredós” de la realización. La experiencia lúdica conlleva el afecto, el impulso, pero el niño todavía no puede apropiarse de la escena; para hacerlo, tiene que perderla y recuperarla como placer que retorna a causa del propio acto deseante de jugar.


El hormiguero de la infancia: ¿diagnosticar jugando?

Proponemos un modo de diagnosticar la experiencia infantil a través de la plasticidad que implica el acto de jugar. Observamos la mirada del niño desde la frontera donde se refleja la imagen corporal sin escamotear lo desconocido. Por el contrario, procuramos producirlo junto con ellos. Leemos en acto una actividad corporal, un movimiento, una escena desde una posición en la que prima expectante la perplejidad del “entredós”. Justamente por ello es provisoria la construcción del sentido y no hay un método que garantice de modo fiel y objetivo lo que le sucede a los más pequeños. (4)

Perplejos, hacemos el laberinto junto al niño como una hormiga al configurar el territorio, sin revelar nunca el misterio; es la causa indivisible de él. Cuando el diagnóstico deviene método o metodología, se anula, automáticamente, la aparición de la perplejidad y, con ella, la potencia de la plasticidad. Nunca se puede enseñar lo perplejo ni lo plástico, como tampoco aprender a desear; no es del orden del proceso enseñanza-aprendizaje, sino de lo inatrapable e insustancial.

Los niños descubren, no sin asombro e imaginación, un primer deseo en común: desean jugar. Comparten la esperanza de poder jugar con otros; al realizarlo, crean un espacio, ensanchan el tiempo, pues en él, jugando, coexiste el pasado con lo actual que acontece. La red del deseo de desear jugar configura la primera comunidad; ella languidece cada vez más con los objetivos, contenidos o consignas que tiñen el universo de los chicos. Para ellos, jugar es inquietud, pensamiento y símbolo en escena.

No hay opción: juegan con la plasticidad de la imagen del cuerpo, exploran espacios, movimientos, objetos, sensaciones: todo ocurre simultáneamente y sin proponérselo de antemano. Intuyen la vibración jugando con ella, tararean lo imaginario y se adentran, disponibles, al juego de la fantasía. Dueños y señores de ese espacio, en el límite indómito entre la realidad y lo fantástico, tejen el mundo infantil. Allí hacen de monstruos, superhéroes, piratas, animales, princesas y reyes, sin esperar nada a cambio.

El espacio-tiempo del juego se sostiene en el suspenso por lo que va a suceder; solo si el impulso de jugar está anestesiado, detenido, nos da la pauta de que un niño está sufriendo. Sobresaltado, tenso, hiperquinético, inhibido, se defiende de la plasticidad que implica lo heterogéneo. Al diagnosticar, entramos en el juego, compartimos la angustia del niño que, al mismo tiempo, es la posibilidad de relacionarnos con lo obsceno encarnado en el cuerpo.

Lo obsceno, lo real, presentifica el cuerpo, lo encapsula, desacredita lo desconocido y solo cuestiona la imagen corporal hasta desvanecer la fantasía e imaginación infantil. La obscenidad ligada a lo siniestro es inexplicable, pero, justamente por ello, representa también la posibilidad de constituir y armar sentidos al fabricar nuevos enigmas. Al diagnosticar jugando, procuramos tejer redes para devenir pescadores de deseos, aprendiendo a saber esperar, esperar el instante con la esperanza de que, al conformar la experiencia con el niño, pesquemos el pasado para que pare de escurrirse en el tremendo océano del tiempo. Al parar, damos las chances de actualizarse en el acto de jugar. De esta manera, en nuestras redes transferenciales jugadas coexisten el inalcanzable futuro con el inestimable instante del presente en la actualidad fugaz del pasado.

Cuando los niños actualizan lo obsceno descarnado de la historia clausuran el sentido, opacándolo hasta empobrecerlo. Pálida, la experiencia decrece y se congela en un cierto encierro gozoso. ¿Cómo recrear el sentido del enigma? En ese límite, jugamos en la frontera entre los matices posibles e imposibles; al jugar con los niños, producimos el sinsentido para desbaratar lo obsceno, nos revelamos a él, apasionados por el secreto del enigma, la perplejidad y el asombro del próximo juego.

Nuestra posición ética nos lleva a enfatizar la incertidumbre frente a la certeza de un diagnóstico o la fiel garantía de un pronóstico; lo heterogéneo frente a lo uniforme y homogéneo de un objetivo, currículum o conducta. Frente a la rigidez, la elasticidad o la flexibilidad, ofrecemos la plasticidad, efecto de un acontecimiento que, en total, implica sostener la diferencia en el tiempo, la expansión de un espacio vacío, en red, susceptible de anudarse a otra experiencia escénica. La red acontece entre-dos-vacíos, agujeros blancos; de hecho, la vida de un texto pervive en aquello que hay entre las letras, frases y palabras.

El vacío blanco está limitado por los hilos deseantes que lo causan al anudarse en redes. Un niño incauto e insensato, en el ritmo de la legalidad escénica, crea una experiencia sin significados; se trata de una nueva dimensión significante. No es una sustitución de un sentido por otro, es diferente de la memoria: el sinsentido difiere de ella, constituye la invención de un significante que rompe la transmisión, trasgrede e implica perder la correlación y orientación anterior al generar otra inexistente hasta ese momento. El blanco del espacio a crear nunca se llena, se confecciona abierto en el infinitivo de la trama; en ella, respira la ausencia en la presencia suspendida de las redes desconocidas, todavía por hilar. (5)

Desde una visión elemental, las dimensiones espaciales son tres: alto, ancho y profundidad. Einstein ubica el tiempo en la teoría de la relatividad como una cuarta dimensión. Actualmente, algunos físicos pretenden unificar la relatividad general y la mecánica cuántica y suscriben a la “teoría de cuerdas o súper cuerdas”. De acuerdo con ella, hay al menos diez dimensiones en el universo y once al incluir el tiempo. Esto es imposible de percibir para ningún ser humano, pero, sin embargo, los cálculos y ecuaciones correspondientes funcionan. Cada partícula subatómica del universo conforma una delgada cuerda que vibra y, sin duda, cada vez hay más dimensiones desconocidas. Científicamente, algunos físicos ya llegan a considerar más de veinte. Comparto la sorpresa al pensar junto a ustedes la teoría de cuerdas como redes imperceptibles que se enlazan, chocan, pliegan y despliegan. Cuando un niño, jugando, relaciona el sonido con una palabra de afecto y ella llama a otro, vibra, enlaza, ondulante, en red, una experiencia que, a su vez, está enredada en otras. ¿Cuántas dimensiones entran en juego al jugar? Los niños fehacientemente dramatizan la potencia de la red de cuerdas desconocidas de la infancia.

A través del acontecimiento, el tiempo significante se encarna en el cuerpo. La textura temporal abre la historicidad. Es una grieta, una fisura abierta a la natalidad de lo nuevo. La infancia es la ocasión donde sucede lo impredecible del desconocimiento. Los niños aprehenden decididamente lo esencial: que el tiempo fluye y marca la finitud como límite final y posibilidad de inspiración. Se dan cuenta de que el acto de jugar es el lugar del pliegue, de la intuición y la pérdida. Nunca permite la plenitud.

Nuestra función es abrir la oportunidad para que la ocasión historice el destino y, al hacerlo, en la traviesa red todo puede cambiar y fluir. Al constituir el espacio escénico del juego, los chicos “ganan” tiempo al perderlo en la repetición y la plasticidad simbólica que los vuelve a causar.

Las peripecias del tiempo no están dadas por el decurso cronológico sino por la relación que se instruye en los entretiempos; en la ficción crea otra temporalidad, donde los niños cumplen su función de hijo jugando. Son hijos del encuentro de otros que los concibieron como sujetos y jugaron el deseo que conlleva la prohibición; no deberíamos olvidar que la sexualidad está “inhibida” en su fin, sublimada para seguir el juego y hacer del amor un don, que se pierde y recupera en la experiencia compartida con otros.

Cuando un niño tiene un problema y sufre, el cuerpo encarna el sufrimiento en tensión corporal, con movimientos alocados, muchas veces torpes, rígidos, inestables, por la dificultad en devenir gestualidad. Los gestos descarnados transmiten la impotencia de la angustia hecha carne. Sin embargo, la niñez encarnada no es nunca el semblante de un fracaso. Los niños se refugian en el cuerpo como el único y último lugar para llegar a presentificar el dolor de existir en la intimidad de la relación con otro. Justamente por ello no diagnosticamos el deseo o lo deseado, ni un fracaso o lo fracasado, aquello que supuestamente tendría que haber hecho y no hizo, sino la provisoria experiencia que realiza y desconocemos.

La raza humana, como sabemos, es efecto de las sucesivas y costosas mutaciones, plasticidades. Sin esas “desviaciones”, pérdidas o dificultades en la retranscripción genética, la evolución no hubiera trascendido a ella misma. Nos proponemos el acontecer de la ocasión, el azar, lo inesperado y la perplejidad. Para ello, nos introducimos en la cautivante y secreta experiencia de los niños, partimos de la dimensión desconocida que ellos sostienen y sustentan al jugar.

En este campo, es esencial saber que el acontecimiento implica la existencia consistente de la legalidad. Hay cosas y situaciones que no pueden jugarse: están prohibidas como condición de cualquier juego, del “hacer de cuenta que”, del “érase una vez”, del “como si”, donde está prohibido el sí (por ejemplo, la agresión, la sexualidad, lastimar, la crueldad) para poder jugar la imaginación simbólica. Ello marca la línea divisoria entre lo propio y lo ajeno, lo “interior” y “exterior”, la realidad y la fantasía.

La riqueza de la experiencia infantil radica en la combinación dispar, móvil, plástica. La disparidad entre la imagen corporal y el cuerpo excede, impulsa y da paso al movimiento deseante; de él emana la posibilidad de ser receptáculo. El sufrimiento de los niños delata la inmovilidad y la fijeza, hasta llegar a confinarlo a la presencia gozosa del cuerpo.

La sabiduría de los gestos no reside en la acción ni en el significado gestual defendido del otro, sino en ver y sentir que le ocurre a un niño a través de ellos, por detrás, delante y en frente. Permitir que la dimensión temporal actúe con su poder singular de resignificar, fermentar, marcar e inscribir una historia que se está haciendo al experimentarla como propia. De ella, los chicos extraen la sensibilidad de una zona de juego constituida en la relación con los otros, que reverbera una y otra vez en el plus de sentido, al hilar y entretejer hebras por donde circula la red afectiva.

Jugar es una experiencia simbólica, significante (el símbolo en sí no es nada, si no es una pasión); pone en escena, por un lado, el placer pulsional ligado a la dialéctica deseante, que no tiene un objeto predeterminado y, por otro, un placer en la realización de un territorio; un espacio imprevisible, secreto, del deseo de desear. No se trata de una búsqueda heroica, de una sensación muscular, sensorial o triunfalista, sino de la posición en la que los chicos queden placenteramente ubicados a la deriva de aquello que sucede como don de amor y mantiene vivo y palpitante el acto de jugar. (6)

El juego del deseo y el deseo de jugar son las dos caras de una moneda que vibra simultáneamente y que está en constante desequilibrio. No se trata de diagnosticar el placer o el displacer; por el contrario, pensamos el diagnóstico jugando a partir de la transmisión simbólica de una herencia que, si sabemos leerla, se mantiene viva y decanta en un placer como experiencia.

En el territorio del “entredós” del jugar con el niño se conjuga un puente afectivo, único, vivaz e inverosímil. En él se entrecruzan las generaciones, el río del tiempo pasa encima y por debajo Lo esencial del puente transcurre en el cruce generacional, entretejido en el fulgor del devenir jugando, la fuerza inaplazable del deseo. (7)

Estamos lejos, en las antípodas de las técnicas diagnósticas claramente formuladas para llegar, en el menor tiempo posible, a una conclusión psicopatológica adecuada según el protocolo o de acuerdo con parámetros previamente formulados en un manual (DSM), una grilla conductual o un parámetro comportamental, de acuerdo a una franja etaria, un índice del desarrollo psicomotor o un estadio supuestamente subjetivo.

Los estigmas psicopatológicos procuran el abismo entre el mundo de los niños y el de los adultos, sin dejar de considerar el abuso (económico, de poder, mercantil y ético) correspondiente. En estos casos, se elimina el puente; solo se recorre una única carretera en la cual no se juega ni se implica en la relación con el otro, reducida a una única dirección a la que los menores deben recurrir. Se impone someterse. Desde esa posición, son juzgados, repiten, reproducen la insensible carretera unidireccional del presupuesto imperante.El don que acontece en el puente no existe de antemano; implica un tipo especial de sensibilidad e intimidad, de desposesión y disposición a crearlo a medida que nos relacionamos jugando con los niños. Al recrear la perplejidad del desconocimiento se es sensible a la otra escena; si los chicos juegan a hacerse los muertos, al hacerlo, bordan, trenzan lo real (lo siniestro, lo mortal), ligan a través de la memoria simbólica del lenguaje la utopía hecha imaginación, donde circula el placer libidinal de la realización. De esa manera, se inscribe un modo de ahuecar el sentido e inventar otro; al descomponer y recomponer, crean un agujero; lejos de llenarlo, encuentran en él la potencia por donde anudar la red, origen de la experiencia esencial de abstraer y representar.

Cuando una hormiga está en el hormiguero no se detiene: se mueve, teje la propia red que la cobija y la protege de los depredadores más terribles. En el centro de esa superficie entrelazada, procrea la reina alada, el último bastión de todo reinado. En caso de extremo peligro podrá volar (como un recurso posible), abandonar el entretejido para buscar otra tierra; migrar a un nuevo territorio donde anidar la secreta esperanza de la herencia, la descendencia que la sucederá en la constitución del próximo eslabón. Alojados en los huecos del terreno, nacerán de nuevo para tejer la trama inconclusa de la vida: la natalidad de un nuevo hormiguero.

A veces, en la playa o en un arenero, los pequeños insectos salen a caminar, a sondear la existencia de cositas para alimentar a los suyos; así, sin darse cuenta, dejan las huellas en la arena, rastros efímeros de sus movimientos. Dibujan mapas, senderos irresueltos, garabatean el espacio. Un niño ve los rastros, detiene el tiempo, se lanza en potencia a innovar, a mirar el insólito camino y juega con las figuras, con las formas ensambladas en la dinámica superficie, solo unos segundos, antes de disolverse por el próximo vaivén de una brisa que vuelve a acomodar la arena para las próximas pisadas.

En la infancia, los diagnósticos son de una arenilla tan fina y móvil que disipa y deforma cualquier clasificación o presupuesto. Si nos arriesgáramos a seguir las huellas diminutas de las hormigas diseñadas por el deseo de desear, de descubrir los secretos que encierran, llegaríamos finalmente al hormiguero y nos daríamos cuenta de que, por unos instantes increíbles, fuimos hormigas alojadas en las redes que entretejen el destino de los niños en un único hormiguero: el territorio sin sustancia de la dimensión desconocida.

1. Durante el tiempo de la infancia, el niño transmigra de un lugar a otro, de un cuerpo a otro, de una experiencia a otra que lo renueva, transformándolo en un caminante hacedor de lo nuevo y dador del afecto que allí se genera. En este sentido, recuerdo la frase de Oliverio Girondo: “Cuando la vida es demasiado humana-únicamente humana-el mecanismo de pensar, ¿no resulta una enfermedad más larga y más aburrida que cualquier otra? Yo, al menos, tengo la incertidumbre de que no hubiera podido soportarla sin esa aptitud de evasión, que me permite trasladarme a donde yo no estoy: ser hormiga, jirafa, poner un huevo y, lo que es más importante aún, encontrarme conmigo mismo en el momento que me había olvidado, casi completamente, de mi existencia. A unos les gusta el alpinismo. A otros les entretiene el dominó. A mí me encanta la trasmigración” (Girondo, 2008).

2. Borges, con la profundidad que caracteriza su escritura, lo expresa de este modo: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético” (Borges, 1950).

3. Agamben (2018) y Lacan (1965).

4. La perplejidad en el quehacer con los niños nos invita. Recordemos que, en la raíz etimológica, donde surge el término, perplexia significa tortuoso, enmarañado, como un laberinto lleno de vueltas. La palabra también proviene del griego pleco: anudar, rizar, trenzar, entrelazar. Es lo que sucede al jugar en esa zona fronteriza del “había una vez”. Hay que “perplejiar”, como lo plantea sensiblemente Montes (2017).

5. Henri Michaux plantea algunos principios de un niño, por ejemplo: “Si pudiéramos mantener juntos ‘mañana’ y ‘hoy’, seguramente se llegaría a ‘pasado mañana’. (…) Los peces mueren con los ojos abiertos. (…) Un kilo de mariposas no pesa nada, a menos que estén dormidas. Padre dice otra cosa, pero él nunca mira las mariposas. (…) Las hormigas con cola rara vez salen” (Michaux, 2018).

6. Los niños, más que poseer el amor del Otro como dependencia y fusión, lo padecen, son poseídos por él. Se enfrentan a la herida abierta (castración) de no ser el objeto único de su deseo. De ahí nace la dualidad amor-odio que los chicos dramatizan apenas se lanzan a jugar, experiencia vital sin la cual no pueden heredar el don que los causa. Si no juegan, el cuerpo encarna el sufrimiento. Sobre esta temática, véase Derrida (2016), Lacan (2008), Nancy (2003) y Larrosa y Skliar (2005).

7. Véanse Machado (2018), Colasanti (2005) y Monteleone (2018).

La dimensión desconocida de la infancia

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