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ОглавлениеCapítulo I
La dimensión desconocida de la palabra
Primera impresión
Agustín
Sus ojos negros,
profundos, fijos de sufrimiento
miraban
sin mirarme,
veían sin voz,
nudos
arrebatados de dolor,
los labios encerrados
tiritaban la historia,
la tristeza derretida
de un murmullo
por decir.
El eclipse,
de la palabra
fluctúa
en jirones distantes,
curiosamente real,
impune,
sale el grito,
yerra el eco,
ronronean las letras,
afónicas resuenan,
recupera la lejanía,
minuciosa,
de la sonoridad.
La herencia se transmite jugando: ¿quién jugará el amor, la promesa y la ley del deseo de desear? La ausencia de la voz invoca la presencia del lenguaje; ¿podremos jugarla para reconquistarla?
Agustín llega al consultorio derivado del jardín maternal. Tiene dos años y, según sus docentes, es llamativa su dificultad para relacionarse con otros chicos de su sala; tampoco juega o realiza intercambio alguno con ellos. Se mantiene indiferente a las consignas, si bien, paradójicamente, participa de actividades como, por ejemplo, el desayuno, comer galletitas, lavarse las manos o ir adonde van los demás. “Otra de sus características –señalan– es que no habla una palabra…”
En las entrevistas diagnósticas participan la mamá y el papá; ella, al referirse a Agustín, afirma: “Mi hijo decía algunas palabras, balbuceaba otras, jugaba con sonidos, por ejemplo ‘mate’, ‘torta’, ‘tres’, ‘atún’, ‘tapa’, ‘mamá’, hasta que, cuando tenía un año, murió su abuelo. A partir de ese momento dejó de hablar y perdió esos sonidos que recién empezaba a hacer. El abuelo (el papá del papá) era muy hablador; él siempre decía que su lengua (y se la señalaba) lo había llevado a todas partes… Su característica era ser muy charlatán; siempre contaba que ese rasgo suyo le había abierto todas las puertas. También tenía una frase preferida que repetía prácticamente todos los días: ‘La madre Teresa de Calcuta decía que la comunicación es lo primero’; esto le servía para explicar por qué era tan hablador. Él se sentía muy orgulloso de eso y de detentar en exclusiva el don de la palabra en la familia. Murió inesperadamente una mañana, como consecuencia de un paro cardiorrespiratorio. En ese momento, mi hijo no solo dejó de hablar sino también de saludar con la mano, de alimentar a las gallinas y de arrancar pequeñas florcitas del pasto: esas tres cosas (junto con el placer de hablar) se las había enseñado el abuelo, con orgullo”.
La muerte del abuelo de Agustín coincidió con una infección urinaria que mantuvo al niño muy tenso durante un par de meses, en los que debieron efectuarle diversos análisis, algunos de ellos muy invasivos.
El nombre - del - hijo
En su función, Agustín hace que exista el abuelo; testimonia la herencia agónica que encarna el cuerpo sin palabras. El acto de hablar trasciende al cuerpo y se humaniza a través del deseo del Otro. La legalidad de la palabra vislumbra la deuda simbólica como don de amor. Heredar nunca es el hecho fáctico de la sangre (de lo genético) ni de una pura acción. Los padres no son los dueños de la generación precedente.
La metamorfosis generacional deslinda la pérdida, la promesa y la reconquista que encarna la legalidad del deseo de desear. La ley de la palabra transmite la pasión por el otro más allá de lo corporal. Agustín, sin explicación ninguna y de modo repentino, se queda sin el abuelo y sin el valor, el orgullo del lenguaje que él recuperaba cada vez que jugaba con su nieto. La herencia se transmite al jugar el deseo que el hijo, en su nombre, humaniza. (1)
Agustín no abre la boca; da la sensación de que hace mucha fuerza para cerrar los labios; en un silencio triste, aparenta una sonoridad que no sale. La mirada entristecida, cabizbajo, su postura tensa da cuenta de ello. Una de las primeras escenas que tienen lugar en el consultorio ocurre frente a la pecera ubicada en la cocina. Él se dirige hacia ella y aprovecho para presentarle a los peces, cada uno con su color. Ellos lo saludan de este modo: “Soy el pez anaranjado y tengo mucha hambre”. “¡Yo también!”, exclama el negrito, acompañado del pez plateado, en tanto el que tiene manchitas afirma alegremente que quiere más comida. Encarno cada una de las voces con distintos tonos y volúmenes para representar a cada pez; Agustín mira la escena, atento; con la boca cerrada, contempla desde su lugar todo lo que pasa. En un compás de espera, dejo de dar la comida a los peces y de hablar como si fuera ellos.
En ese instante, Agustín deja de mirar la pecera y me observa; su gestualidad y giro postural parecen expresar que quiere que vuelva a darles de comer a los peces. Leo el gesto, pero, esta vez, le ofrezco a él que lo haga. Lentamente, coloco en su mano unas pequeñas piedritas alargadas para que pueda dejarlas en el agua de la pecera. Me mira, parpadea; con los labios apretados, temeroso, acepta la propuesta y deposita la comida en la superficie del agua. Los peces, hambrientos, se abalanzan sobre ella; aparece entonces tímidamente otra gestualidad: por primera vez, Agustín sonríe; los peces hablan, alegres por la comida que él les dio. Ellos dicen: “Am, am, am” al ingerirla; ante esta expresión, el niño se queda quieto; después de un tiempo inaprensible de la experiencia, pide más alimento, va a buscarlo a la bolsa en donde está guardado y, cuando lo deja en la pecera, llega a abrir la boca como si dijera “Am, am, am”. El sonido que sale es un poco tosco, parece gutural, pero rápidamente lo recreo como el “Am, am, am”. La sonoridad junto a la comida se repite, recrea la dimensión desconocida que juntos comenzamos a transitar sin saber adónde nos llevará; estamos entretejiendo la red.
La mamá y Agustín llegan al consultorio un día muy nublado, destemplado, oscuro; entran e inmediatamente la madre se dirige a la habitación que ocupamos en la primera entrevista que tuve con los padres, donde hay un escritorio. Su hijo la acompaña y se sienta junto a ella, los tres estamos ubicados alrededor de la mesa. Dada la oscuridad del día, se me ocurre traer una pequeña linterna para jugar; la enciendo, la luz ilumina la habitación. Agustín mira la linterna atentamente; se la doy, él la mueve con una mano en vaivén, para un lado y para el otro; así, el rayo luminoso acompaña la dirección azarosa de cada movimiento.
El haz de luz móvil adquiere vida; expectante, procuro agarrarlo. ¿Cómo se puede agarrar una luz? ¿Ella, pícara, juega? ¿Es posible que ilumine una ficción? ¿La luminosidad puede hablar? Lentamente me aproximo a la punta de la linterna, con mi mano la tapo, exclamo: “¡Uy, no está! ¡Se fue la luz! Luz, luz, ¿dónde estás?... ¿Te escondiste? ¡Luz, luz!”. Agustín me mira y, de reojo, en sentido oblicuo, observa a la mamá. Todo el tiempo su boca permanece cerrada, como si estuviera clausurada; mira mi mano y aprovecho ese gesto para retirarla; reaparece el rayo de luz y juego a perseguirlo, hasta que vuelvo tapar el foco.
Agustín está en la escena, aunque no emite ningún sonido; participa del escenario que inventamos con la postura, la mirada y la actitud, sin saber a ciencia cierta todavía a qué estamos jugando cuando jugamos. Al mismo tiempo que lo hacemos, en un giro inverso, a contraluz, eso que realizamos nos inventa a nosotros.
En la intensidad de la experiencia, apago la linterna. “¡Uy, uy, se fue, ahora sí, no está, no se escondió, se fue, chau luz, chau luz!”. Agustín toma mi brazo para que reaparezca el haz luminoso. “¿Dónde está la luz? ¡Volvé, volvé!”. Con su mamá pedimos para que ella vuelva… y enciendo otra vez la linterna. Agustín ilumina nuevamente el negro compacto del cuarto oscuro.
Poco a poco, la luz se ha transformado en un claro enigma desconocido; en el juego, puede estar o no estar, aparecer o desaparecer, según la ocasión. A veces, traviesa, se esconde; otras, se fuga y escapa, refugiándose en lo invisible. El sinsentido nos sonríe; en la complicidad, vuelve a escabullirse ante la sorprendida mirada de los tres.
En un momento, traigo un títere que ya había intentado introducir en otra sesión. Él también quiere jugar; en realidad, hago que tenga hambre: quiere comer y tragarse al inquieto rayo de luz. Lo manipulo, vuela y logra agarrar la linterna. “¡Se la come!”, exclamo, alertando del peligro; en ese instante, la dejo dentro del títere (donde tendría que estar la mano, está la linterna) y la luz encendida ilumina la insulsa panza del muñeco.
Nuestro “amigo” el títere se comió la luz; iluminado por dentro, sin darse cuenta, esa claridad llama al otro. Riéndose, se jacta: “Me comí la luz, jajaja… La tengo en mi panza… ammm, ammm. ¡Qué lindo, jajaja, es mía!”. Los colores del títere, teñidos del sutil brillo de la mágica linterna, parecen comprometer el deseo. La sonrisa denota el placer en juego del personaje títere y de todos los que, alrededor, gozamos mirándolo. Al investirse de luminosidad, transforma la textura y demanda la mirada del otro.
La linterna con el rayo encendido pivota dentro del títere, gira, se mueve. Transmutación de lo mismo en lo otro gestual, en la narración de una historia que se resiste a pasar desapercibida e insiste, con fuerza, en la dimensión desconocida que sucede en la dinámica del rayo de luz, devenido puente y pasaje relacional. Él nos convoca y reúne para compartir la chispeante iluminación del deseo. Los hilos luminosos tejen el territorio.
Agustín quiere recuperar la luz de la linterna, mete la mano en el títere e intenta sacarla. En esa procura, comienza a tensionarse, cambia la gestualidad, se ofusca, eleva el tono, rigidiza la postura, las cejas se levantan y muerde la bronca, sin emitir ningún sonido. Tira con fuerza para sacar la linterna y no puede, con máxima intensidad vuelve a intentarlo una y otra vez, pero está atascada.
Tensionado, quiere tomar la linterna para extraerla de la panza del títere; flexiona el codo, mueve el brazo y la mano, pero queda bloqueado (como si el personaje no quisiera entregar, ceder la luz que ha comido). Ante la insistencia repetitiva de su hijo, la mamá procura ayudarlo; alcanzo a hacerle una seña para que no lo haga. La profunda espera del silencio habla intermitentemente en la escena.
Agustín pelea, lucha para sacar la linterna, que continúa atascada; con mucha fuerza, mueve la mano para desbloquearla, sin embargo, la crispación aumenta cada vez más… Un poco más, tiembla, vibra desde adentro de él y sale un grito fuerte, estridente: “Mamaaá, Mamaaá, Mamaaá”. Al gritar, destraba la linterna y, como por arte de magia, logra sacarla. Toda esta escena acontece en un solo movimiento y sorprende, alivia la inquieta angustia que se había generado.
Contento con el haz de luz en la mano, asombrado, Agustín nos enlaza alegremente en el “entredós” del escenario compartido, que él realiza. Las marcas, huellas de esta realización, devienen la opción de torcer, transformar el destino prefijado de antemano, anudado al silencio absoluto del abuelo tras su muerte.
Para los niños, a veces, las experiencias que realizan (como la que acabamos de describir), en lugar de ser espejos que solo reflejan imágenes, figuras o líneas, devienen hilos de rayos láser; no están en una posición pasiva (de recibir), sino activa (de producir y realzar). Salen al encuentro; traspasan fronteras; atraviesan un umbral, un espacio de producción donde la sensibilidad cenestésica articulada a la mano acaricia, sensible, el afuera, y lo invita a jugar otro escenario, tan irreal y fantástico como simbólico. La potencia de dicho acto no radica en lo que significa, sino, muy por el contrario, en el impulso libidinal que trasmite más allá de él, al generar la existencia de un deseo inexistente hasta el momento.
En este contexto, la superficie se expande, multiplicándose; toma volumen y brillo. Del gesto decanta lo irreal e imaginario, que se enlazan plásticamente a través del amor reflejado en la aventura de existir en otra dimensión al hacer de cuenta que las líneas de luz tienen vida propia. Ellas hablan; traviesas, piensan, discuten, pelean, juegan. Buscan develar el misterio que las origina, sin saber que son ellas mismas las que lo actúan y crean a medida que se expanden por los senderos indómitos de la imaginación. Nunca están solas; huyen para relacionarse con otras figuras, formas e historias.
La potencia actuante del acto de dar de comer a los peces, de garabatear con la luz, de jugar, hace que el tiempo irreversible gire en una espiral retroactiva y significante; produce deseos, efectuación dramática de un posible acontecimiento. La experiencia de la plasticidad simbólica redistribuye redes y fuerzas que no dejan de circular al crear, entre sus vértices, huecos, agujeros y recovecos donde se alojan las memoriosas huellas de una historia.
La organización neuronal, el espacio del sistema nervioso, supone la conexión en redes que sustentan la plasticidad para reubicarse y deslocalizarse constantemente. El tejido propio de las neuronas es esencialmente discontinuo; la transmisión nerviosa necesariamente debe atravesar y franquear vacíos, entretejidos discontinuos opuestos a la verticalidad, la rigidez y la centralidad. Por el contrario, el cerebro “estalla” en redes opuestas a cualquier analogía anónimamente maquinal. La plasticidad inscripta en él se opone a un plan establecido y homogéneo.
La plasticidad de la experiencia mantiene vital al cerebro; ella depende en gran medida de las relaciones con el otro que humanizan la herencia hasta hacerla existir en la regeneración y la capacidad de transformación cerebral. Frente a las lesiones neuronales o trastornos irreversibles de cualquier etiología, las neuronas evidencian fielmente la probabilidad de reparación y compensación. Al jugar, los niños nos demuestran día a día cómo responden fervientemente de forma plástica a la plasticidad cerebral (Malabou, 2007; Ansermet y Magistretti, 2010).
Los niños descubren la capacidad de jugar mientras juegan; existen allí donde son lo que no son. Existir, para ellos, es abrirse al afuera; literalmente, la palabra “existir” proviene del latín: ex (afuera) y sistere (colocar, parar). Esta existencia inscribe el adentro, lo que es de uno, de otros, y aquello que se deja, desposee por los demás, es decir, lo compartido del tiempo del nos-otros.
La red que construyen los niños jugando es la ocasión de un hallazgo; atañe a la azarosa conquista tramada al jugar. Insaciables, plebeyos, los chicos no paran de hilvanar la dimensión desconocida que, por un lado, los causa y, por el otro, los sostiene. Ingeniosos, algunos hilos deseantes tienen pegamentos y pueden permanecer engomados, entreverados y atrapados en ellos. En estas situaciones quedan empantanados, fijados, encarnan la red, sin desplazamientos. Ya no los protege ni pueden seguir tejiendo. Detenidos, sufren la angustia impotente, obscena, que impide jugar.
Las redes se estructuran en hilos deseantes alrededor de la dimensión desconocida para desconocer; espacio vacío, susceptible de anudarse con otro. Los niños, al jugar, lo hacen, pescan en mediomundos. ¿Cuál es la pesca del día? ¿Qué quieren atrapar? Sin duda, atrapan cosas, relaciones, deseos, donde no hay nada; crean, inventan lo que hasta ese momento no existe. Para realizarlo, no sin cierto caos, necesitan la red; junto a ellos, devenimos tejedores de redes, que a su vez nos tejen en una enredadera siempre inconclusa.
Un niño, ¿se propone o tiene el proyecto de tejer la tela de la propia red? Si así fuera, no podría jugar y crear lo inexistente, eliminaría el azar, lo caótico, la sorpresa y la perplejidad. El entretejido no se puede saber previamente, al igual que un artista no puede calcular de antemano cuál será la obra antes de generarla, ni anticipar la composición, el entramado que la sustenta. Así, los niños no saben a qué van a jugar cuando el deseo los impulsa a hacerlo.
Entramos en la red, la leemos, pensamos en ella (2), buscamos hilos, líneas, para saltar, caer y dejarnos enredar y para volver a saltar en el trampolín del deseo. Pensar la red implica crearla, atravesarla. El “entre” relacional de la trama configura la brújula, nos orienta para despegar el pegamento anonadado, tensional, sufriente, que los pequeños soportan al bloquear el entramado.
Muchas veces tenemos el privilegio de hacer semblante; nos transformamos en títeres, ritmos, pececitos, rayos de luz, linternas, lobos, perros, arañas y monstruos en el afán de producir al semejante, al otro en la plasticidad de la experiencia que entreteje la red de la existencia simbólica.
Nuestra función es atravesar un trayecto de redes probables para delinear un trazo que, al abrirse, se habite, sin saber lo que va a pasar en ese espacio que se abre, porque cada vez es otro singular y diferente del anterior. Dada una experiencia que el niño realiza, nos relacionamos con él a través de otra donde se conforma el “entredós”, un espacio de frontera que da lugar a lo discontinuo y a la semejanza. Por esos verdaderos pasadizos se transmite la herencia y con ella cobra efecto la plasticidad simbólica en un pretérito futuro anterior. (3)
El espacio vacío cumple una función central en la red de la infancia; implica la separación, la pérdida y el enlace. El acto de jugar es una primera herejía sin respuesta; intenta salvar esa distancia sin –por lo demás– lograrlo, pues conforma una realidad paradojal. Afirma dos cosas contrarias: el niño es él y es otro al encarnar un personaje mientras juega; hay y no hay otra realidad (al hacer “como sí”), fundamento del pensamiento y la ficción. Coexisten simultáneamente diferentes niveles de tiempo, imágenes, palabras, cuerpos, espacios. Hay ahí una vibración efecto del choque de fuerzas que atraviesa y da vida a la experiencia infantil. No es nunca el mundo en sí el que da lugar a jugar, sino el acto de jugar el que origina la posibilidad del mundo de la infancia.
Aprendizaje como insecto o aprehender como sujeto
Al cabo de algunas sesiones, Agustín llega al consultorio junto con su mamá sonriente, alegre y contento. Destaco la sutileza de la alegría, pues enuncia una gran diferencia con el comienzo, cuando llegaba tieso, cabizbajo, ofuscado, malhumorado. La tensión corporal de ese momento bloqueaba la expresión gestual y la sonoridad propia de la palabra o el comienzo de ella.
La mamá, contagiada de la sonrisa de Agustín, contenta, comenta: “¿Sabes una cosa? Ahora dice los sonidos de los animales. De a poco aprendió a hacerlos. Mirá: Agus, ¿cómo hace la vaca?”. “Muuu, muuu”, responde su hijo, casi sin mirarla. “Ahora, ¿cómo dice el pato?”. “Cuaaa, cuaaa, cuaaa”. Así repite el sonido de la oveja, del chancho, un pájaro… Agustín identifica a cada uno de los animales y emite el correspondiente sonido, característico de su condición. Sin embargo, al pronunciarlos, no hay ninguna gestualidad ni dramaticidad al respecto La representación de cada animal carece de vida, de afecto que la afecte; solamente es el ruido presente en el nombre de cada especie.
Agustín escucha la demanda materna y responde adecuadamente, pronuncia lo que se le indica. Llama la atención la poca intensidad en la enunciación, la relación entre el concepto, por ejemplo, vaca, y el sonido “muuuu…muuu”. O entre el pato y el “cuaaa… cuaaa”; entre el perro y el “guauuu… guauuu”. Justamente lo que falta es el enlace afectivo, escénico y dramático entre ellos. La fuerza se aplana en el pedido y queda encerrada en la copia lineal; en el encierro del estímulo a una palabra directa, sin mediación, se disipa la diferencia entre el concepto y el sonido.
Ante la realidad del estímulo percibido y la respuesta automática dada, Agustín reacciona miméticamente. Cuando la madre le dice: “¿Cómo hace el lobo?”, él responde: “Auuu, Auuu”. Entonces, espontáneamente, exclamo: “¡No, el lobo! Uy, que miedo, ¡auxilio!, voy a esconderme, ¡cuidado, viene el lobo! ¡Cuidado! ¡El lobo!”. Al mismo tiempo, salgo corriendo y encuentro un escondite tras un tobogán y una pelota gigante. La madre reacciona, le da la mano a Agustín y dice: “Vamos a buscar a Esteban, que tiene miedo del lobo… ¡el lobo le da miedo a Esteban!”. A continuación, comienzan a buscarme por distintos lugares del consultorio.
Después de un tiempo de búsqueda e intriga, me encuentran y les explico: “Estoy escondido porque puede venir… ¡el lobo!”. Apenas pronuncio la palabra “lobo”, Agustín reproduce inmediatamente el gruñido característico: “auuu, auuu”. Cuando lo escucho, vuelvo a salir, corro a buscar otro escondite. Al corporizar el miedo por el lobo y esconderme, comienza a conformarse otra red.
Poco a poco cobra vida la existencia afectiva, palpitante, entre la relación del sonido y el concepto (lobo). A partir de relacionarnos con el niño jugando, ponemos en juego una de nuestras funciones: sacarlo de una instancia fija congelada en un sentido pleno para dar vida y potenciar otra experiencia, la multiplicidad de sentidos que pueda tener una representación (como, por ejemplo, la del lobo). Rompemos y agrietamos lo univoco del sentido que totaliza al “animal con su ruido”, vaciándolo de contenido para que el pequeño pueda apropiarse plásticamente de la potencia de existir en la rebeldía móvil de la escena.
En sesiones posteriores, la mamá de Agustín le pregunta cómo hace el perro, él responde: “Guau, guau” y, ante el sonido, me coloco en cuatro patas y empiezo a maullar con miedo: “Miau, miau”. Encarno el personaje gato; Agustín me mira, se ríe y empieza a perseguirme. Los dos en cuatro patas nos movemos por el consultorio como perro y gato. Luego de esta escena, él empieza a decir: “Auuu, auuu” y la mamá, que hasta ese momento estaba sentada, se incorpora, exclama: “¡Uyyy el lobo!” y sale corriendo para la cocina, Agustín va detrás y rápidamente la agarra, entonces ella dice “Ahora yo soy el lobo”; aprovecho para darle la mano a él y salimos corriendo, vamos para otra sala, esperamos agazapados, vemos qué pasa…
Desde nuestro escondite, escuchamos ruidos y sonidos del lobo. Intuitivamente, de repente, comienzo a cantar: “Juguemos en el bosque mientras el lobo no está, ¿lobo está?”. “Me estoy poniendo la camiseta”, responde la mamá (loba)… “Juguemos en el bosque mientras el lobo no está, ¿lobo está?”…”Me estoy poniendo la zapatilla”. “Juguemos en el bosque mientras el lobo no está, ¿lobo está?”… “Me estoy poniendo el sombrero”. “Juguemos en el bosque mientras el lobo no está, ¿lobo está?”… “Aquí estoy ¡y los voy a comer!”, Agustín se ríe a carcajadas y empieza a correr junto a Esteban, ambos perseguidos por el lobo (la mamá). “Te voy a comer la pancita, ummm, ummm”. La experiencia escénica en la alteridad se repite una y otra vez.
Agustín está jugando, la mamá y Esteban sostienen el “entredós” relacional, la espera, el silencio para ver qué hace el lobo, cómo se viste, qué le pasa y cuándo saldrá de su escondite para ir a atraparlos. Puede jugar al lobo, potencia la plasticidad que la representación propone. La mamá, feliz, le transmite a su hijo el placer de jugar; la palabra tiene textura, espacio y tiempo para dar vida a la imagen acústica, Agustín piensa en otra dimensión, aprehende el lenguaje como sujeto y no como copia-objeto.
Al aprehender, los chicos se dividen y juegan el placer de hacer aquello que piensan. Salen del cuerpo (fuera de sí), hacen uso de la imagen corporal, pasan de un estado a otro y, en ese devenir, se dejan sentir por la deriva del sinsentido y juegan con aquello que aprehenden. Se transforman en personajes hormigas, vacas, patos, perros o lobos… para jugar con ellos.
La infancia piensa en red con el cuerpo; se trata de un pensamiento impensado donde hace uso de lo corporal. Cuando no es así, se puede aprender “de memoria”, automática o conductualmente, a partir de un comportamiento adecuado al estímulo requerido; en ese aprendizaje, dudo mucho de que haya un sujeto y, mucho menos, un deseo encarnado en él (Deleuze, 2002, p. 251; Serrés, 2002 y Mannoni, 1973).
El aprendizaje es un desdoblamiento en el que el niño rompe la inercia; en la revuelta recibe el impacto del desconocimiento y se reconoce como sujeto, nunca como un objeto propio del estimulador de turno. Para que ello no suceda, hay que relacionarse con el niño; al hacerlo, en el “entredós” se juega la experiencia dramática de un sujeto que desea aprehender. En ella lo esencial se juega en el intersticio, en el “entre” compartido, desconocido, para recrear el deseo de saber.
El pensamiento es una experiencia rebelde y topológica en la que prima el afecto entretejido en la trama, que historiza el sentido de lo pensado. Es un tejido cuyas hebras traslucen el placer de lo enredado en la red deseante e indeterminada de un saber a componer, conjugar y construir junto con el niño. ¿Seremos capaces de transformarnos en tejedores de saberes no sabidos para aprehender lo que todavía no sabemos?
En algunas sesiones, Agustín se retrae, vuelve la tensión y se sienta sobre la mamá, a upa. Es muy difícil modificar esta situación e imposible desprenderlos: ante el intento, se resiste. La escena tiende a completarse en esa actitud gestual- postural congelada. Por momentos parece inamovible; la sensación de frustración acrecienta el no saber que más puede hacerse. Ensayo diferentes alternativas: el títere, un nuevo juguete, una canción acorde a la ocasión, pero, sin embargo, no reacciona. Una densa desazón inunda el consultorio. ¿Qué hacer?
La pobreza y parálisis de la experiencia acompañan esos instantes de vacilación y zozobra, en los que el tiempo y el espacio se aplanan en un punto y parecen achatarse hasta condensarse en inmovilidad del sufrimiento. Compartimos la angustia, el sinsabor del dolor y el no saber.
Agustín viene al consultorio por la tarde y, a veces, se retrasan unos minutos con su mamá. Después de él concurre Rafael. Eventualmente, el azar produce la probabilidad del encuentro. (4)
Hace muchos años que atiendo a Rafa; la problemática neurometabólica que lo aqueja afecta fuertemente su desarrollo y estructuración subjetiva. En todos este tiempo, su evolución pasó de no hablar ni jugar a acceder a la representación y poder hacerlo, mediante el trabajo clínico y la integración educativa que mantuvimos hasta que pudo pasar a una escuela de recuperación.
Muchas imágenes y recuerdos surgen cuando pienso en él y el proceso que Rafa generó durante todo este tiempo. En su nueva escolaridad puede comenzar a relacionarse con pares y a pertenecer por primera vez a una comunidad de aquellos que, como él, muchas veces son llamados discapacitados y, como tales, permanecen por fuera de cualquier lazo social.
Después de un largo recorrido, Rafael es un joven de dieciocho años; con todos los avances y también dificultades, ha podido constituir diferentes niveles de pertenencia a la comunidad, representación simbólica y de pensamiento, que anteriormente no se vislumbraban.
Algunas veces, cuando viene al consultorio, llega antes de su horario, deja todas sus cosas (mochila, útiles, vianda, etc.), mira con atención lo que pasa y, últimamente, quiere participar, ayudándome. Durante unos minutos se encuentra con Agustín.
Cuando Rafa lo ve, pregunta si puede jugar con él. Agustín tira un autito por el tobogán, mira como rueda, lo vuelve a lanzar, una y otra vez repite el mismo gesto sin mucha convicción ni dramaticidad. Rafael toma el auto, lo devuelve y le explica cómo lanzarlo para que vaya más rápido. En ese cruce, los dos se miran y simultáneamente, esperan mi confirmación; sorprendido, exclamo: “¡Claro, si tiran los autos de esa forma, van más rápido y no se caen!”. Rafa, contento, le indica cómo hacerlo, pero como Agustín no le habla, me pregunta: “¿Por qué no habla?”. Le respondo: “Hablale, él te entiende; como cuando vos eras chiquito, de a poco, va a poder hablar”. Mientras tanto, Agustín, sonriente, espera la ayuda de Rafa, cuando él se la da, se ríen y con un movimiento los autos salen a toda velocidad.
La escena dura uno minutos, ya que termina la hora de la sesión de Agustín; nos despedimos de él y la mamá, que contemplaba la escena, comenta: “Qué lindo juegan… ¿puede venir siempre Rafael un ratito a jugar con él?”. Le respondo: “Claro, pueden coincidir unos minutos y jugar juntos”.
Durante varias semanas, el azar y el tiempo hacen que los breves encuentros entre Agustín y Rafael vuelvan a producirse. En cada uno de ellos comienza a tejerse entre ambos una red, postural, rítmica, con algunas palabras y sonidos que surgen, en función de la experiencia que ellos generan. Al verse, se saludan con alegría, chocan las manos con el puño cerrado en señal de saludo. De esta manera, continúan el juego que hacen o crean, en un tejido relacional y simbólico que enriquece el escenario compartido.
Para Rafa y Agustín, la red anuda los encuentros entre ellos y multiplica sentidos insospechados. Rafael le propone esconderse para hacer una broma y asustarme. Le da la mano y se ocultan tras una puerta; entonces, empiezo a buscarlos y llamo a los dos. El silencio resuena en eco en procura de una demanda.
Busco en la cocina, en el balcón y en otra sala; juego a no encontrarlos y, mientras tanto, ellos, cobijados en la ficción de la escena, juegan el artificio simbólicamente real de estar y no estar presentes. Entre los dos realizan la alianza que tal vez, si uno faltara, no podrían hacer. Se acompañan para poder jugar. La mamá de Agustín (que está presente a la espera, en otra sala) los ayuda a refugiarse de la mirada de Esteban. Perplejo, me encuentro jugando a las escondidas.
A través de estas escenas, el tiempo compartido entre ellos se torna significante. La textura temporal abre la historicidad. Es un trazo abierto a la natalidad de lo nuevo y, en esos momentos, sucede lo impredecible. Ellos aprehenden decididamente lo esencial: que el tiempo fluye y marca el final como límite y, al mismo tiempo, la posibilidad de inspiración. Se dan cuenta de que el acto de jugar es el lugar de la intuición, de la repetición y lo inaudito.
Abrimos la oportunidad de que la ocasión historice el destino y, al hacerlo, este puede cambiar y fluir. Al constituir el espacio escénico del juego, los chicos “ganan” tiempo al perderlo en la plasticidad que lo vuelve a causar.
Los dos se esconden, juegan a no estar y, de repente, aparecen asustándose. Surgen la alegría y el grito al mismo tiempo. En ese impulso, crean lo que no saben, inventan una experiencia en la que afirman la imagen corporal, incluyen al otro y abren la plasticidad de la posibilidad, la sorpresa y la aventura.
Cuando aprehenden a jugar, en algunos momentos secretamente íntimos, ambos necesitan hacerlo entre ellos. Una soledad, sin embargo, compartida; otro con el cual dialogar, salir del encierro y pensar cosas diferentes. Se ocultan de Esteban al tiempo que se abren a la fantasía; en ella despliega lo fantástico de hacer de cuenta que asustan, dan miedo y sostienen un secreto.
Rafa y Agustín crean una experiencia simbólica. Al asustarme, sin darse cuenta, juegan el susto y el miedo; ambos sienten placer al conquistar aquello que los aterroriza; descubren dramáticamente un artificio que les permite soportar la angustia, el dolor del miedo, el enojo, la amenaza. Comienzan a creer en la ficción. En una palabra, desafían el temblor de la angustia, la inmovilidad de los miedos y pueden enfrentarlos y revivirlos al generar humor, ironía, gestualidad.
El juego con los autitos, los gestos, la escondida, el susto, el humor ensanchan el espacio del “entredós”, entre “tres”, entre “cuatro”, que configuramos en múltiples dimensiones con el niño. Somos parte de aquello que había una vez… o que una vez había… para narrar una historia entreverada en las redes que los causa y origina.
Los niños asumen el riesgo, la fructífera idea de hacer una experiencia escénica de lo siniestro, de lo que no entienden. Provocan y convocan al miedo que en la vida diaria cada vez es más real (en Agustín, implica no poder hablar y en Rafael, la imposibilidad de su autonomía) para incorporarlo a la propia red simbólica mediatizada por imágenes, gestos o palabras que corporizan el placer de jugar. Apasionados por lo desconocido, asumen el riesgo y juegan a lo real (lo que no comprenden y no tiene representación) para transformarlo, anudándolo a una red de cuerdas ondulantes donde lo extraordinario cobra existencia afectiva, sin la cual lo simbólico, como tal, pierde toda su potencia.
El nacimiento del acto de jugar no es el comienzo, sino el efecto de desear. Irrumpe. Nadie sabe a ciencia cierta qué va a pasar cuando se lanza a jugar; por eso mismo, Rafa y Agustín continúan jugando. La curiosidad los lleva a fantasear lo imposible. Para hacerlo, ambos necesitan esos minutos de encuentro que consolidan la relación entre ellos y hacen del espacio clínico un lugar en el cual se configura un territorio, el lazo de un horizonte susceptible de armar redes de deseos entretejidos con otros que, por primera vez, los conmueve al jugar juntos en una comunidad.
La vibración se enreda en la red; realmente conmovido, estoy entrelazado como un pequeño insecto que queda entreverado: ayudo a hilar, a zurcir la trama fortuita que está produciéndose. El devenir no es nunca un simple movimiento o una acción motriz: está en el medio, en el entre, sin principio ni finalidad; conjuga el “entre dos”. Huye de la localización; cuando se procura tomarlo o etiquetarlo deviene transformándose. Escurre cualquier determinación; en la frontera indómita se opone al estatismo y la fijeza.
Cuando un niño juega (como lo hacen Agustín y Rafa) siempre está en el entre. Sin un destino predicho ni un origen, a contrapelo de lo lineal, muda, cambia, desterritorializa lo dado, pasa, arrastra lo anterior, desplaza y atraviesa. Al realizarlo, pierde la posición, abre el entredós con apertura móvil incierta.
No hay devenir posible sin pérdida. El propio movimiento implica perder la experiencia al crear otra que desconoce. El acto de jugar es rebelde; la rebeldía de los niños pone en juego la dimensión desconocida.
El devenir del niño no tiene un sentido metafórico, sino de entretejido en la multiplicidad de la red. Al jugar sale del cuerpo, en el umbral, luego de un tránsito. Vuelve, pero a otro de sí. Opera el desconocimiento sujetado al espacio vacío del entre donde se teje la trama y el pensamiento.
Rafa llega y, al saludarnos, dice: “Esteban, quiero ayudar… ¿puedo ser ayudante?”. Los hilos de la red continúan el insospechado trayecto, crean donde no existía nada y, al hilar, emerge la natalidad. La mamá de Agustín me envía por WhatsApp imágenes de su hijo jugando; el celular transmite la tela del telar deseante. Respondo con otro mensajito-imagen que continúa el juego. Perplejo, conformamos la red. Hilvanamos al trazar lo desconocido por desconocer.
En otro encuentro, Rafa trae de su casa unos juguetes suyos para que pueda jugar Agustín. La humanidad del gesto demanda el don del deseo y abre el deseo del don que potencia la trama. Toman unos autitos y los lanzan por el tobogán. Rafa, desde lo más alto, los tira; mirándolo, exclama: “Agustín, ahí va, agarrá el auto… te lo tiro… agarralo”. Aprovecho la pausa, y digo: “A la unaaaa...”; Rafa dice: “A las doooos…” y ambos decimos: “y a laaas…”. Agustín sonríe, acomoda el eje postural y grita: “Teees… teees”. Sale el autito, lo agarra y se lo vuelve a dar a Rafa para repetir la escena.
Recomienza la experiencia y cada vez difiere de la anterior; inventa el tiempo, a contrapelo crea el terreno en movimiento. En la potencia surge el antes en el después, palpita el pensamiento en el devenir y la emoción secreta del “entre” desconocido por desconocer.
Se trata de detectar en el “entredós” transferencial una fuerza, un impulso anárquico que pulsa el germen de otro escenario en donde la experiencia renueva la apuesta. Con el fin de no quedar pegado a los clichés, es necesario dar aire, espacio y tiempo a lo caótico de la desposesión, para componer la trama por tejer.
Jugar el ritmo
Al jugar, en el fluir de la ficción, hay un ritmo actuante, incesante, que atraviesa sutilmente la escena. Lo rimado no es nunca una temporalidad irreversible cronológica, sino que implica otra lógica, que se corporiza en personajes. Un títere, una linterna, un muñeco, el cuerpo, los pececitos, un animalito o cualquier objeto-cosa es susceptible de ser, existir y personificar pensamientos, deseos y conflictos: en fin, representaciones en juego.
La experiencia infantil de la ficción produce lo desconocido del artificio a través de un ritmo deseante. El ritmo del deseo unifica lo discontinuo, oficia de puente, pero no es solo un mero pasaje, sino una potencia que fuerza al pensamiento afectivo, cuya apertura enuncia la posibilidad de percibir y recibir lo que, hasta ese instante, resultaba imposible concebir o tan siquiera intuir como posibilidad. (5) Intraducible, el ritmo plásticamente se desdobla en personaje.
El personaje rítmico como dimensión otorga teatralidad a la experiencia. ¿Cómo diagnosticarla, si no es poniéndose en escena con el niño? Solo diagnosticamos a partir de la relación transferencial del “entredós” que coloca en escena el desconocimiento como ritmo conjetural, siendo siempre otro que nunca es ni llega a ser. No es el niño el que hace el proceso rítmico, es el ritmo que hace y produce las notas inauditas de la experiencia. (6)
No hay funcionamiento de la experiencia infantil sin la dimensión rítmica. Sin este personaje que toca en el intersticio del “entre” enredado en la red. Desde ella, la imagen del cuerpo figura como un sensible reloj de arena donde el pasado se actualiza en la discontinuidad del presente; al caer los granitos, anticipa un futuro que no se conoce. Las redes de la infancia, a través del ritmo desconocido, son el destino.
La pérdida del equilibrio prefijado origina rítmicamente la alternancia para reescribir un enlace, ligadura que vuelve a causar la aventura por realizar. En Agustín, el ritmo, en su dinámica incesante, articula el lenguaje al cuerpo, fuerza vibrátil que quiebra el sentido fijo, mimético, e instala el devenir de aquello que no puede traducirse sino en una experiencia plástica. En el diagnóstico que realizamos cotidianamente nos alejamos del signo-etiqueta, de la psicopatología, por la potencia sensible del ritmo intempestivo.
Al jugar, el niño crea y cuenta una historia, divide el tiempo; coexisten el pasado, el presente y la posibilidad del futuro. Transforma plásticamente la relación con el mundo que lo rodea, a la vez que crea la historicidad coloreada de espejos. Los colores son los pliegues del tiempo. El espacio fundamentalmente paradojal del jugar en la infancia se corporiza como recuerdo del porvenir ligado a lo actual, donde se metamorfosea la historicidad y se vuelven a mezclar. (7)
Cuando un niño sufre (como en los casos que analizamos), no puede jugar para evocar rítmicamente el pasado: el presente está ahí y pasa. La fuerza del sufrimiento es irrevocable y fractal, absorbe las posibilidades de anudar y hacer red, el movimiento opaca y cristaliza los colores del ritmo hasta alisarlo sin textura y, sin embargo, no deja de ser único y singular.
Nos interrogamos: ¿Es posible introducirnos en el ritmo escénico que nos presenta el niño para pintar con él los colores que lo historicen? ¿Cómo mirar el tiempo en un chico cuyo sufrimiento lo lleva a no poder separarse del cuerpo y reproducir sin atenuantes el rostro opaco del mismo?
Última impresión
Agustín
Detrás,
de lo ojos cegados,
extiende
el gesto.
Hendido,
el lenguaje,
emerge,
en el tumulto feroz,
del
murmullo.
A veces,
la palabra giratoria,
clava el diente,
siente;
el fervor del
deseo.
La memoria,
reverbera en el fuego,
utópicas filigranas,
despiertan,
ráfagas de deseo,
el furtivo,
rumor de una voz,
sobresalta,
la piel
del silencio.
Aprehende,
el albedrío animal
fabula
la rebelión
del instante.
Enredados,
los amarillos
pululan en el rojo,
vacíos anaranjados
salpican las sombras
del verde,
sortilegios
de luz.
Juguetea,
entre sombras,
aladas,
del otro,
del uno.
del nos-otros.
Al filo
del puente,
entreteje jugando
la compasión,
enamorada.
1. La función y el funcionamiento del hijo se sustenta en lo que he denominado El Nombre – del – Hijo articulado a la función paterna y materna. Sobre esta temática véase Levin (2000), Lacan (1998) y Freud (1991).
2. Tal como plantea Fernand Deligni, “La red es un modo de ser” que se inscribe y existe en infinitivo.
3. La vida de la infancia siempre tiene que iluminar o saltear una página, un territorio, para poder recorrer otros, tal como lo explicita Martin Buber en los Cuentos jasídicos. Los primeros maestros: “Preguntaron a Rabí Leví Itzjac ‘¿Por qué no hay primera página en ninguno de los tratados del Talmud babilónico? ¿Por qué cada uno empieza por la segunda?’. Repuso: ‘Por mucho que un hombre pueda aprender, siempre debe recordar que no ha llegado siquiera a la primera página’. La especificidad de la lengua hebrea consiste en una estructura básicamente consonántica; las vocales están en la ausencia. No existe un primer texto, pues leer es creación en acto. Ninguna lectura –como ninguna experiencia lúdica– es idéntica a su predecesora; cada una abre la interrogación y el azar como premisa del pensamiento. Los niños nos enseñan la renovación y revelación de las nuevas preguntas en el lúcido umbral del acontecimiento epifánico de jugar (Ouaknin 1999).
4. Cuando un niño juega aprovecha el azar, lo afirma cada vez que se le presenta la posibilidad. Al decir de Mallarmé: “Una tirada de dados jamás abolirá el azar”. En el clásico juego con los dados, al lanzarlos, el niño asume la probabilidad de todas las combinaciones. Juega la legalidad azarosa de lo posible, aunque sea imposible saber qué números saldrán. Caen los dados, puede tirarlos varias veces hasta que el resultado esté a la vista. El azar, invisible e intangible, juega su juego y se pierde. Nunca perdura como tal, desaparece para repetir la siguiente partida, tal vez en un eterno retorno. Véase Montes (1999), Nadau (2017) y Nietzsche (1995).
5. Meschonnic (2007) nos plantea que en el lenguaje son centrales el ritmo y el desconocimiento: “Lo desconocido es mucho mayor que lo conocido”. Y que “Lo conocido nos impide conocer lo desconocido del lenguaje”.
6. En cuanto al ritmo, Quignard (1998) nos aclara desde la lengua griega cómo él rythmos es espacial, sujeto a los hombres en estructuras sonoras gracias a las cuales se mantienen en pie. No es del orden de lo visible: “El oído es el único sentido donde el ojo no ve”. ¿Cuál será el oído del ojo?
7. “La historicidad no es la historia. Es la transformación, la medida de lo desconocido que sigue siendo desconocido” (Meschonnic (2007, p. 147).