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EL AUTOR

Esteban Mira Caballos, natural de Carmona, es doctor en Historia de América por la Universidad de Sevilla, miembro correspondiente extranjero de la Academia Dominicana de la Historia (2004) y del Instituto Chileno de Investigaciones Genealógicas (2013). Ejerció de becario de Formación de Personal Investigador de la Junta de Andalucía (1991-1995) y fue, asimismo, profesor visitante en el Instituto de Historia de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (1994). Ha sido galardonado con varios premios, como el de la Fundación Xavier de Salas, el de la Obra Pía de los Pizarro y el José María Pérez de Herrasti y Narváez. En el año 2008 fue finalista del premio Algaba de investigación histórica.

Tiene en su haber una veintena de libros y más de un centenar de artículos y ponencias, la mayor parte referidas al descubrimiento y la conquista de América. Ha colaborado con más cien entradas en el Diccionario Biográfico Español, en el Vol. I de una Historia general del pueblo dominicano y en el Vol. II de la Historia militar de España editada por el Instituto de Historia Militar de Madrid. Sus libros más recientes son los siguientes: La Española, epicentro del Caribe en el siglo XVI (Santo Domingo, Academia Dominicana de la Historia, 2010), Hernán Cortés: el fin de una leyenda (Badajoz, Fundación de los Pizarro, 2010), Hernando de Soto, el conquistador de las tres Américas (Barcarrota, Excmo. Ayuntamiento, 2012). Imperialismo y poder. Una historia desde la óptica de los vencidos (El Ejido, Círculo Rojo, 2013), Historia de la Villa de Solana de los Barros. Sus ordenanzas de 1554 (Badajoz, Diputación Provincial, 2014) y La gran armada colonizadora de Nicolás de Ovando, 1501-1502 (Santo Domingo, Academia Dominicana de la Historia, 2014). Actualmente trabaja en un estudio sobre Francisco Pizarro y la conquista del incario para la Fundación Pizarro.

INTRODUCCIÓN

En este libro analizaremos la estructura naval del imperio español en el siglo XVI, su organización por el emperador Carlos V y su perfeccionamiento durante el reinado de Felipe II. Un inciso previo: a lo largo de este libro aludimos indistintamente al Imperio español o al Imperio de los Habsburgo, o de los Austrias, para referirnos a la misma estructura política, al imperio de Carlos V y Felipe II, el mismo del que se decía que el sol no nacía ni se ponía porque poseía territorios en todos los continentes conocidos.

El emperador Carlos, auténtico césar de la cristiandad, heredó unos territorios de unas dimensiones que no tenían precedentes en la historia de Occidente. En una época en la que el mar era el auténtico hilo que unía a los territorios se vio obligado a configurar un sistema naval acorde con esa compleja realidad espacial. El resultado fue tan exitoso que España pudo dominar los océanos hasta bien entrado el siglo XVII.

Antes de analizar el modelo naval creado por los Austrias mayores conviene que hablemos del modelo preexistente, es decir, del que hubo hasta el reinado de los Reyes Católicos. En la Baja Edad Media existió una Armada Real de Galeras, institucionalizada por Alfonso X el Sabio. Fue aprestada por primera vez a mediados del siglo XIII y estaba formada por unas dieciocho galeras de distinto porte que se financiaban a través de las rentas de una veintena de alquerías –algo así como una granja– destinadas a tal fin. La citada escuadra estaba regida por un almirante, rango que tendrá una larga tradición en la historia naval española y que fue creado por primera vez en estas fechas. Al parecer, dicha armada tuvo desde el mismo momento de su creación destacadas actuaciones, concretamente en el ataque al puerto de Salé –en el actual Marruecos– ocurrido en 1260 y en la toma de Cádiz, dos años después. Su cometido era doble: por un lado, la defensa del área del Estrecho frente a los ataques de los corsarios berberiscos, y por el otro, evitar el envío de refuerzos berberiscos al reino Nazarí. En ocasiones, si las circunstancias así lo requerían, la escuadra actuaba también en la vertiente atlántica, contra el vecino reino de Portugal. En el reinado de Juan II, la flota estaba al frente del almirante Alonso Enríquez, quien acostumbraba a poner al frente de la misma a su hermano Juan Enríquez. En agosto de 1407, estaba compuesta por 13 galeras y tuvo diversos enfrentamientos con la armada del reino de Granada.

El panorama naval se completaba en el área suroeste con la existencia de verdaderos corsarios españoles que llevaban a cabo acciones de pillaje con el consentimiento real. El objetivo de sus tropelías eran los súbditos de otras naciones enemigas, fundamentalmente de berberiscos y turcos, pero también los mercaderes portugueses que comerciaban con los puertos del África occidental. En el norte de España, otros armadores privados defendían sus costas y practicaban el corso sobre los buques ingleses y franceses. En Santander fondeaba en 1391 una pequeña armada de tan solo dos galeras destinadas a la protección de las costas del Cantábrico.

Y finalmente, en el área mediterránea las galeras catalanas y valencianas hacían lo propio con los berberiscos y protegían el Estrecho de una posible invasión norteafricana. La situación llegó a tal punto que, en 1489, Fernando el Católico prohibió la práctica del corso en todas las tierras del reino de Aragón.

Durante los reinados de Enrique IV y de los Reyes Católicos la política naval se desatendió más aún, aunque parece ser que se mantuvo activa una pequeña armada de cuatro galeras para la custodia de las aguas de las costas del reino de Granada. Sin embargo, a partir de 1492, año clave en la historia de España, se produjo un profundo cambio en el devenir de los reinos peninsulares. La conquista de Granada por Castilla y el descubrimiento de América trajeron consigo una nueva realidad histórica. De esta forma se sentaron las bases de uno de los primeros estados modernos de Europa y, por supuesto, del primer gran imperio de la Historia Moderna.

Obviamente, junto a esta nueva realidad política se debió replantear totalmente la política exterior, uniéndose la vocación italianista de Aragón y la africanista de Castilla con la nueva expansión occidental. Por ello, a principios de siglo XVI, se sintió la urgente necesidad de crear un nuevo modelo naval acorde con la nueva situación. España se vio obligada por las circunstancias políticas a acelerar un proceso de transformación, que se había iniciado a finales del siglo XV, de una navegación prácticamente de cabotaje a otra de altura. Cuando Carlos V se encontró con la herencia de un imperio, en una época en la que el mar era el único nexo de unión, se vio obligado, primero, a crear una potente marina, y segundo, a diseñar un complejo modelo naval.

Así, pues, a lo largo de la primera mitad del siglo XVI se sintió la necesidad de estructurar un sistema de navegación eficiente, especialmente con las colonias americanas que a fin de cuentas eran las que proporcionaban el numerario al imperio. Para el comercio indiano se optó, después de no pocos ensayos, por el modelo de flotas que tuvo una vigencia de más de dos siglos. E, igualmente, había que establecer un organigrama de armadas defensivas en los rincones más conflictivos del imperio y procurarles una financiación viable.

En definitiva, la Corona debía encontrar un modelo naval que le permitiera, por un lado, mantener unas rutas comerciales rentables, y por el otro, una seguridad marítima adecuada a los nuevos tiempos. Y, a nuestro juicio, el objetivo se consiguió con creces ya que se logró diseñar un organigrama naval que funcionó lo suficientemente bien como para permitir a España mantener durante largo tiempo la hegemonía en el mar. Está claro que, en el Atlántico, el predominio absoluto correspondió a España, al menos en el quinientos. Ni Francia, ni los Países Bajos, ni tan siquiera Inglaterra −su más directa adversaria− consiguieron hacer sombra a España, erigida en la gran potencia oceánica de la centuria decimosexta. De hecho, casi nadie duda ya que, tras el desastre de la Armada Invencible en 1588, España siguió manteniendo su hegemonía en los mares. No olvidemos que justo después de este luctuoso acontecimiento comenzó la reposición del poder naval español de forma que, en 1598, el potencial náutico de España era similar al que existía antes de 1588.

Sin embargo, debemos destacar la idea de que pese al descubrimiento de América, el Mediterráneo siguió ejerciendo un papel preponderante durante buena parte de la centuria. Los americanistas, quizás por deformación profesional, tendemos a pensar que el Atlántico desplazó al Mediterráneo casi desde los tiempos colombinos. Pero, nada más lejos de la realidad; de hecho, el emperador siempre consideró a las colonias americanas como meras proveedoras de recursos, además de algunos artículos exóticos, como papagayos o plantas tropicales. En el Atlántico nos jugábamos la plata americana pero en el Mediterráneo lo que estaba realmente en liza era la propia integridad física de España. Efectivamente, en el llamado Mare Nostrum se libró una batalla a muerte entre la cruz y la media luna y quizás más concretamente entre el Imperio de los Habsburgo y el Otomano. No olvidemos que el máximo esplendor de la Corona española coincidió con el del imperio turco. Aunque este último databa del siglo XIII, había alcanzado su máxima expansión como potencia mundial en el siglo XVI, bajo Solimán, decayendo en la siguiente centuria. A mediados del quinientos ocupaban un vasto territorio que abarcaba las actuales Albania, Argelia, Bosnia, Bulgaria, Crimen, Croacia, Egipto, Grecia, Herzegovina, Hungría, Irak, Jordania, Líbano, Libia, Macedonia, Palestina, Rumanía, Serbia, Siria, Turquía y Yemen e incluso la histórica Hejaz, hoy en Arabia Saudí. En la segunda mitad de la centuria se anexionaron lo que hoy es Chipre, en 1571, Túnez, en 1574, y Eslovaquia, en 1596. Y esta arremetida turca se plasmó por dos medios: primero, a través de su armada real, y segundo, potenciando el corsarismo de los berberiscos en el Magreb. Probablemente, la actitud expansionista de España en el norte de África se debió fundamentalmente a una cuestión defensiva. Ante la arremetida corsaria en el Mediterráneo la única medida realmente eficiente era el ataque a los enemigos en su propia guarida. Por su parte, Lepanto, tan solo supuso una disminución del corso durante poco más de una década porque, desde los noventa, volvió a arreciar el bandidaje. Poco podía hacer la Armada Real española frente a unos ataques tan continuos como imprevisibles. No debemos olvidar que, aunque hoy el Mediterráneo nos puede parecer un lago, entonces era de unas dimensiones desmesuradas, “un universo o un planeta” como escribió Fernand Braudel. Fue ya a lo largo del reinado de Felipe II, y pese a Lepanto, cuando la vertiente occidental ganó progresivamente protagonismo frente a la vertiente oriental.

Y para finalizar con esta breve introducción quisiéramos destacar algunas de las obras que nos han sido de gran utilidad para el desarrollo del presente libro. Entre las generales sigue sin estar superada la monumental obra de Cesáreo Fernández Duro (1972) en la que se manejaron centenares de documentos, bien directamente, o bien, a través de las colecciones documentales de Fernández de Navarrete (1837-1858). Vargas-Hidalgo publicó hace varios lustros una importante colección documental, recopilando toda la correspondencia inédita de los Doria que resulta absolutamente fundamental para entender la guerra y la diplomacia en el Mediterráneo en el siglo XVI.

Entre la bibliografía referida específicamente al siglo XVI hemos de destacar especialmente los trabajos de Francisco Felipe Olesa (1968), José Cervera Pery (1982, 1988), José Antonio Caballero Juárez (1997), Ricardo Cerezo (1988, 1991), Pablo E. Pérez-Mallaína (1992a) y Magdalena de Pazzis Pi (1989). En relación a los tipos de buques son imprescindibles los estudios de don Ramón Carande (1990), y las excelentes obras de José Luis Rubio Serrano (1991) y del ya citado Ricardo Cerezo. En lo que respecta al comercio y a la navegación con América sigue siendo válida la clásica obra de Clarence Haring (1979) y la de Eufemio Lorenzo Sanz (1986), aunque referida esta última sólo al reinado de Felipe II. Sobre la piratería disponemos de una amplia bibliografía de entre los que queremos destacar los clásicos trabajos de Philip Gosse (1973) y Manuel Lucena Salmoral (1994), así como el más reciente de Álvaro Armero (2003). En lo que concierne a la financiación de las armadas de Indias, disponemos de un conocido libro monográfico de Guillermo Céspedes del Castillo (1945) que ha sido perfilado y matizado en tiempos recientes.

Por lo demás, hay trabajos monográficos referidos a algunas de las armadas del imperio, a saber: la de Guardacostas de Andalucía (Mira 1998), la del Reino de Granada (Mira 2000b), la de Vizcaya (Pérez de Tudela 1973; Szászdi 1999), la del Caribe (Mira 2000a), la de Barlovento (Torres 1981) y, finalmente, la del Mar del Sur (Pérez-Mallaína y Torres 1987).

Por nuestra parte hace ya algunos años que venimos publicando, en distintos foros nacionales e internacionales, artículos y ponencias sobre la navegación entre España y América en la decimosexta centuria. Este libro pretende ser una síntesis revisada y ampliada de los principales aportes realizados por nosotros en relación a esta temática en los últimos años. Para ello, analizaremos globalmente el modelo naval del imperio, creado en sus puntos esenciales por el emperador Carlos V y completado por su hijo Felipe II. Así, pues, de toda esta problemática trataremos con detalle en las páginas que vienen a continuación.

El sistema naval del Imperio español

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