Читать книгу El sistema naval del Imperio español - Esteban Mira Ceballos - Страница 7
ОглавлениеCAPÍTULO I
ESPAÑA EN EL CONTEXTO EUROPEO
El sistema de navegación entre España y sus colonias estuvo condicionado por las relaciones políticas con las demás potencias europeas y muy especialmente por la presencia de corsarios, primero en las costas del suroeste peninsular y, pasadas las primeras décadas del siglo XVI, en el área antillana. El mar Caribe no tardó en convertirse en un incómodo nido de piratas, corsarios y bucaneros que hostigaban y molestaban continuamente a los buques de la carrera de Indias.
Las relaciones más o menos amistosas con el vecino reino de Portugal así como la presencia masiva de corsarios determinaron la navegación entre las costas occidentales españolas y las colonias americanas.
1. PORTUGUESES Y ESPAÑOLES EN LA DEFENSA DEL ATLÁNTICO
A lo largo del siglo XV las relaciones entre castellanos y portugueses se vieron ensombrecidas por la rivalidad de ambas potencias en su proceso de expansión, primero hacia el sur y luego hacia el oeste. Es sabido cómo, desde mediados de esa centuria, se habían venido produciendo enfrentamientos violentos en el archipiélago canario que continuaron durante buena parte de la centuria.
Distintas bulas papales intentaron dar legitimidad a unos y a otros en su proceso de expansión. Así, la bula Dudum siquidem, expedida en 1436 por el papa Eugenio IV, otorgó la posesión de las islas Canarias a Castilla, mientras que la Romanus Pontifex de 1454 concedió a Portugal la explotación comercial de la costa africana al sur de cabo Bojador.
Pero el equilibrio resultó sumamente precario al menos hasta el Tratado de Alcaçovas-Toledo (1479-1480) en que el conflicto fue resuelto al menos de forma mínimamente satisfactoria. Como es de sobra conocido, a través de este acuerdo se decidió un reparto horizontal de las tierras al sur, “descubiertas y por descubrir”. De esta forma, la reina Isabel de Castilla renunció a la expansión por las costas occidentales africanas con la excepción, eso sí, de las islas Canarias, tanto las que estaban conquistadas como las que quedaban por conquistar y ocupar. Se ha dicho, con razón, que el Tratado fue muy ventajoso para Portugal pero hay que tener en cuenta que la situación del reino de Castilla era bastante precaria en esos momentos. Isabel tenía en mente otras prioridades antes que una posible expansión atlántica, como eran lograr unas relaciones diplomáticas óptimas con el vecino reino de Aragón y anexionar el reino Nazarí.
No obstante, con el descubrimiento de las Indias, tanto Occidentales –América– como Orientales –la India–, en la última década del siglo XV, todo este precario equilibrio se resquebrajó al quedar inservible el acuerdo de 1479-1480. Y aunque los castellanos alegaron que las tierras descubiertas por Colón al oeste de las islas Canarias no contravenían el tratado firmado, los portugueses no opinaron exactamente igual. De hecho, lo primero que hicieron fue enviar a un embajador ante los Reyes Católicos, diciendo que las tierras descubiertas por el almirante pertenecían, según las bulas papales, a Portugal. Lo cierto es que desde el mismo momento en que se supo del éxito de la empresa de Colón, comenzaron de nuevo las tensiones y desavenencias entre ambos reinos.
Ya veremos como estas circunstancias nada halagüeñas se vieron compensadas con una buena voluntad por parte de los monarcas, así como con un complejo sistema de pactos y alianzas matrimoniales. Así en el siglo XVI, encontramos, efectivamente, numerosos vínculos matrimoniales entre ambas casas reales, como, por ejemplo, las uniones entre Carlos V e Isabel de Portugal, la de Juan III de Portugal y la infanta doña Catalina y, antes de mediar el siglo, la de Felipe II con María de Portugal.
Como ya hemos dicho, junto a esta política matrimonial existió una compleja trama de tratados de paz que garantizaron la buena vecindad, incluso en los momentos más difíciles. Entre esos pactos debemos citar el de Tordesillas, suscrito entre portugueses y castellanos el 7 de junio de 1494 con el objetivo de recuperar la concordia entre ambos reinos. Gracias al mismo quedaron divididos verticalmente los territorios coloniales, en una línea imaginaria ubicada a 370 leguas al oeste de Cabo Verde. El Tratado fue positivo para ambas partes pues los portugueses obtuvieron garantías de su exclusividad en su expansión sur, rumbo a la India, y los castellanos se reservaron la ruta hacia Occidente, restableciéndose de esta forma la concordia entre ambas coronas. Obviamente, ningún país europeo salvo los dos ibéricos aceptó dicho acuerdo, aunque también es cierto que, en esos momentos, nadie estaba en condiciones de disputarles la titularidad de los nuevos territorios. En este sentido es conocida la expresión del rey de Francia al conocer el texto del Tratado: “¡Quiero ver el testamento de Adán!”. No sabemos si realmente pronunció semejante frase, sin embargo, si es muy significativa de la postura que debieron adoptar los franceses. La posición inglesa fue mucho más pasiva hasta muy avanzada la centuria cuando, ya en el trono Isabel I de Inglaterra, proclamaron el mare apertum en los territorios indianos.
Igualmente, hay que aludir al Tratado de Paz de 1502 que estableció una situación de amistad entre ambas Coronas y que se vio ratificado veintidós años después por un convenio de ayuda mutua “en caso de requerirse”, firmado muy a pesar de que las relaciones habían sido puestas a pruebas, por esos años, con la llegada de la expedición de Magallanes y de Elcano a las Indias Orientales.
A continuación, desarrollaremos distintos aspectos de las relaciones hispano-lusas en las que podremos comprobar la inteligente diplomacia de ambas Coronas. Gracias a las gestiones diplomáticas y bilaterales se evitó que pequeñas escaramuzas aisladas y muy localizadas derivasen en un conflicto bélico entre ambas potencias. Ya desde los primeros años del siglo XVI hubo sospechas de que los portugueses ofrecían refugio a los corsarios franceses, hasta el punto de que, en 1525, el embajador español en Lisboa informó al Emperador de la posible existencia de un tratado secreto entre lusos y galos para “molestar los navíos de la Carrera”. No obstante, los hechos que hemos podido verificar en la documentación no corroboran este supuesto pacto bilateral luso-francés, por lo cual creemos que sólo fueron suposiciones de los embajadores españoles ante algunos casos aislados de congratulación mutua.
En realidad, hubo conflictos muy puntuales y de alguna forma estuvieron al margen de la política oficial. Ya en 1522, el rey Carlos I (emperador Carlos V, como nos referiremos en este libro más a menudo a él) manifestó su malestar al rey portugués “ante la acogida de navíos franceses en sus puertos”. Nuevamente, en 1535, la delegación española protestó ante las autoridades portuguesas por haber dado amparo en el fondeadero de Villanova a una nao corsaria. Asimismo, un año después, ocurrió otro caso de características similares, al refugiarse un buque enemigo en otro puerto luso.
Otra fuente constante de fricciones en las relaciones hispano-lusas fue la pretensión de los oficiales portugueses de cobrar la décima parte de todas las mercancías y metales preciosos que llevasen los navíos que aportaban a las costas o islas de la corona portuguesa, a lo cual se negó sistemáticamente el Emperador. También se produjeron incidentes a la inversa, es decir, provocados por marinos y armadores españoles. Y sin ir más lejos, en 1527, dos buques españoles procedentes de las islas Canarias asaltaron y saquearon el castillo de Arguín que “es del rey de Portugal”. Carlos V, consciente del deterioro que este incidente podía provocar en las relaciones bilaterales, actuó con dureza, mandando hacer una pesquisa secreta para que se castigase públicamente a los responsables. No obstante, y pese a estos enfrentamientos puntuales, huelga decir que hubo, en líneas generales, un colaboracionismo mutuo. Tanto los puertos de Portugal como los de las islas Azores sirvieron de refugio permanente a los navíos de la Carrera de Indias y, muy especialmente, a los que venían de regreso a la Península repletos de metal precioso. Debido a la presencia continua de corsarios en las costas occidentales peninsulares las islas Azores terminaron por convertirse en una escala obligada de todos los buques y flotas que hacían la Carrera de Indias.
Los motivos de esta alianza tácita debemos buscarlos, primero, en el respeto mutuo que ambos reinos se tenían, y segundo, en un interés recíproco por defender sus costas y sus buques, ya que los territorios de ambas Coronas fueron víctimas, en uno u otro momento, de los ataques corsarios. De hecho, tenemos noticias de asaltos frecuentes al archipiélago de Madeira, en donde saquearon reiteradamente los islotes de Santa Cruz y Cuerpo Santo, al ser considerados como una fuente de provisiones fáciles. Concretamente, en Cuerpo Santo, los corsarios pidieron a los vecinos un centenar de vacas e igual número de carneros bajo la promesa de no prender fuego a la isla, pero, como los habitantes no pudieron o no quisieron reunir tal número de cabezas, la isla fue asaltada y destruida.
Las buenas relaciones fueron de tal magnitud que ya en 1523 el propio Emperador felicitó a Juan III, rey de Portugal, por el buen trato dispensado en las Azores a la flota española, proponiendo, además, la alianza entre la Armada Real portuguesa y la guardacostas de Andalucía a fin de llegar todos al río Guadalquivir con suficientes garantías de integridad. El rey luso no consideró oportuna la unión de ambas armadas, aunque sí reconoció de hecho el reparto de las zonas a defender por cada una. La postura de Portugal quedó bien explícita, aceptarían la complementariedad de las armadas pero no la integración.
Nuevamente, en 1537, los corsarios franceses tomaron en las islas Azores varias carabelas portuguesas y españolas, siendo perseguidos por la armada de Lisboa, capitaneada por Diego de Silvera y compuesta por nueve o diez carabelas, dos galeones y una nao. Unos años después, esta misma escuadra portuguesa acompañó a la flota española, que había recalado en las Azores, hasta Sanlúcar de Barrameda. Cierto es que, tras la misión, se apoderaron de una décima parte del oro, en cobro de sus honorarios, actuación que fue duramente recriminada por el propio Emperador.
Entre 1536 y 1537 se produjo otra gran oleada de corsarios, por lo que las autoridades prohibieron que la flota se hiciese a la mar hasta que no llegase la Armada Guardacostas de Andalucía. La orden se modificó tres o cuatro días después, al disponerse que, si se encontraba allí la Armada portuguesa, se propusiera una unión para partir en su compañía “aunque hubiese alguna costa”, situación que volvió a repetirse de forma casi idéntica al año siguiente. Carlos V, muy agradecido por la ayuda prestada, escribió una afectuosa misiva a su homólogo portugués, prometiéndole un trato similar para sus súbditos.
El servicio que prestaba la armada de Lisboa era tan vital para los intereses de los españoles que cuando, hacia 1541, fue desbaratada por un temporal las autoridades españolas y los comerciantes se sintieron profundamente afectados, pues, según escribió el propio Emperador, “corrían malos rumores de corsarios y en nueve meses no podrán hacer otra armada” para luchar al lado de España.
Por otro lado, y como otra muestra más de la alianza mutua de que disfrutaron ambos reinos, debemos mencionar el hecho de que España abasteciera de municiones y armamentos a las armadas de Portugal. Estas licencias para sacar munición de las ferrerías de Vizcaya con destino a las escuadras portuguesas las concedía Carlos V siempre bajo el expreso reconocimiento de ser “aliados y amigos”.
Estos favores sabía devolverlos Portugal con gestos de colaboración de sus capitanes y maestres hacia los navíos españoles, los cuales llegaban, sin duda, a oídos del Emperador, siendo buena muestra de ello la documentación existente al respecto. Así, un tal Hernando de Cevallos informó a Carlos V de que, viniendo sin pólvora desde Nombre de Dios, se encontró con Martín Báez Pacheco, un capitán portugués, el cual le prestó un barril de pólvora, de cuatro quintales, para poderse defender de los corsarios en caso de ataque. Igualmente sabemos, gracias a un memorial redactado por un fraile agustino, que varios navíos portugueses y españoles atacaron conjuntamente a una escuadrilla francesa, matando a más de sesenta hombres y “a mi -decía el religioso- por ser español y fraile me dejaron salir a decir misa y piden rescate por los que tienen cautivos”. En 1549, ante la presencia del corsario Dragut en aguas del Estrecho, el rey luso ordenó a su armada unirse a la española, comandada por Bernardino de Mendoza, y defenderse juntas de los enemigos.
En 1556, ante el envite de los turcos, se dispuso la fusión de las armadas españolas a la par que se solicitó ayuda al rey luso que tenía fondeada su armada en el Algarve, compuesta por cuatro galeras, seis carabelas y diez bergantines y fustas, a cuya petición respondió afirmativamente. Idéntica solución se acordó en 1564 cuando, ante las noticias sobre la partida de una gran armada de Constantinopla se solicitó la colaboración de la escuadra portuguesa. Y dicho y hecho, el rey luso ordenó al capitán de su armada, Francisco Barreto, que disponía de ocho galeras, cuatro carabelas y un galeón, que se sumase a la Armada de Felipe II.
Los navíos portugueses campaban a sus anchas por la Carrera de Indias porque, en definitiva, para los españoles nunca fueron lo mismo los lusos que los franceses, los holandeses o los ingleses. En 1556 escribía Pedro Menéndez de Avilés lo siguiente:
“Ítem, de Portugal van muchas carabelas y navíos a las Indias y cargan las mercaderías de las que les parece que pueden haber más interés y vanse a las islas de Canaria y toman algunos vinos y hacen sus registros y vanse camino de las islas de Santo Domingo o de Puerto Rico o de Cuba. Estos navíos llevan todos los marineros extranjeros y pasajeros por marineros y van sin visitarles los navíos y no llevan ningun(a) artillería ni defensa para con el enemigo…”.
Y lo que lamentaba realmente Menéndez de Avilés no era que llevasen mercancías sin registrar sino que, como eran fácil presa, los corsarios franceses se animaban a atacar los barcos de la Carrera de Indias.
En definitiva, en la centuria decimosexta hubo una buena vecindad entre España y Portugal, fruto de las alianzas matrimoniales pero también de la presencia de un enemigo común, es decir, el corsario. Décadas después, tras la muerte en 1578 de don Sebastián de Portugal en la batalla de Alcazarquivir o de los Tres Reyes –en el actual Marruecos–, Felipe II se convirtió en rey de Portugal, situación que se mantuvo hasta el reinado de Felipe IV.
2. CORSARIOS AL ACECHO DEL IMPERIO
El sistema naval y defensivo del imperio estuvo totalmente determinado y condicionado por los continuos ataques corsarios que se produjeron a lo largo de toda la centuria decimosexta. En cualquier caso, huelga decir, como ha escrito Fernand Braudel, que el corsarismo es “una industria tan vieja como la historia”, pues, tenemos noticias de este fenómeno desde el mismo momento en que el hombre comenzó a trasladar mercancías de un lugar a otro.
Es sabido asimismo que España no solo era víctima del feroz corsarismo atlántico y mediterráneo sino que tradicionalmente había respondido a sus enemigos con el mismo tipo de acciones. Fama tuvieron en su momento los piratas vascos, que ejercían el bandidaje contra los buques que encontraban en el Cantábrico. En el último tercio del siglo XV se concedieron numerosas autorizaciones a guipuzcoanos y vizcaínos para que armasen navíos contra los portugueses, con el objetivo de causarle “todo mal y daño al adversario”. Pero al final hubo protestas porque los armadores vascos a su vez apresaron navíos bretones y escoceses que habían mantenido una política oficial neutral.
También en los puertos de Andalucía y en las islas Baleares había españoles que se dedicaban al saqueo de cualquier navío berberisco o turco que pasase por sus costas. Conocidas son las correrías del valenciano Juan Canete que, con un pequeño bergantín, atacaba puertos de la costa africana. Por su parte, el duque de Medina Sidonia, con la excusa de la protección de Melilla, de la que era capitán general, tenía pertrechada una armada con la que practicaba razzias sobre todo buque que perteneciese a la media luna. Y todo ello con el beneplácito de la Corona, porque la realidad era que España respondía a la piratería con piratería.
Pero es más, no es fácil distinguir comercio ilícito de bandidaje. Verdaderamente, comercio ilícito –lo que Braudel llama piratería amigable– y bandidaje eran realidades muy cercanas y hasta complementarias. De hecho, muchos corsarios y piratas del siglo XVI, como el inglés Hawkins, compatibilizaron tareas legales, como el tráfico de esclavos, con actividades ilícitas. Tampoco es siempre fácil distinguir entre una armada corsaria y una escuadra francesa, inglesa o turca. En realidad, tanto el corsarismo como el enfrentamiento directo entre armadas nacionales eran procedimientos distintos para un mismo objetivo: el dominio del mar. El mismísimo corsario Barbarroja, desde 1533, se convirtió en capitán general de la armada turca.
Antes de proseguir queremos aclarar la diferencia entre piratas, corsarios y bucaneros. Como es bien sabido, un pirata es una persona que lidera una expedición naval por su cuenta, sin contar con un respaldo estatal y cuyo objetivo puede ser cualquier barco, sin distinción de banderas. El pirata no lucha, pues, por una nación ni por una religión sino por su cuenta con el único objetivo de obtener beneficios económicos.
El corsario, en cambio, es un pirata que cuenta con patente de corso y que, por tanto, está amparado y a veces financiado por un rey o un Estado. Como bien dice Manuel Lucena, “la sumisión de un corsario a un determinado monarca se simbolizaba en la entrega a éste de una parte del botín”. El corsarismo se convertía así en una forma legal de hacer la guerra.
El bucanero, por su parte, no aparece hasta el siglo XVII, y se denominaba así a los antiguos piratas que se establecieron de forma permanente en territorios despoblados, fundamentalmente del mar Caribe. Philip Gosse, citando a Macmillan, los describía así:
“Hacia la mitad del siglo XVII la isla de Santo Domingo, o la Española, como se la llamaba, comenzó a ser frecuentada y asolada por una singular comunidad de hombres bárbaros, zafios, fieros y sucios. Eran en su mayoría colonos franceses cuyas filas habían medrado poco a poco con las generosas contribuciones de arrabales y callejas de muchas ciudades europeas. Vestía esta gente pantalón y camisa de basto lino que empapaban en la sangre de los animales que mataban. Se tocaban con gorros redondos, calzaban sus pies directamente en botas de piel de cerdo y ceñían sables y cuchillos en sus correas de cuero sin adobar. Se armaban asimismo con mosquetes que disparaban un par de balas, de dos onzas de peso cada una. Los lugares donde secaban y salaban la carne los llamaban boucans y de esta voz procede la denominación de bucaneros que se les dio. Era su negocio la caza y sus costumbres eran bárbaras. Acosaban y mataban al ganado bovino y traficaban con la carne; su alimento preferido era el meollo crudo de los huesos de las bestias que cazaban. Comían y dormían en el suelo; su mesa era una piedra, su cabezal un tronco y su techo el cielo tibio y chispeante de las Antillas”.
En el siglo XVI encontramos fundamentalmente corsarios, pues, la mayoría de estos bandidos que surcaban los mares estaban más o menos patrocinados por sus respectivos reyes. Y, de hecho, estas escuadras solían estar muy bien pertrechadas, lo cual no se conseguía más que con una buena financiación. Y en este sentido tenemos un dato muy significativo, en 1532, atacaron la isla de Curazao, cerca de la costa venezolana, cinco buques tan bien armados que se decía de ellos que más parecían una armada real que una escuadra corsaria.
Solían usar la bandera negra como símbolo de su ilegal actividad. La personalización de estas banderas con calaveras, relojes de arena, espadas o huesos no se produjo hasta el siglo XVIII. Y ello fue debido a que, tras disminuir el apoyo oficial, muchos de estos corsarios se reconvirtieron en piratas, adoptando una enseña personal que los distinguiera de los demás. Con frecuencia, al llegar a los puertos españoles, arriaban la bandera corsaria y desplegaban enseñas cristianas.
El corsarismo tuvo dos escenarios de actuación bien definidos, a saber: el Mediterráneo, que podemos considerar como el tradicional, y el Atlántico, que cobró una gran importancia en esta época a la sombra de las riquezas que llegaban del Nuevo Mundo.
Empezaremos comentando las actividades de los berberiscos y de los turcos en el Mare Nostrum. Desde la caída de Constantinopla, en 1453, se desarrolló una intensa actividad corsaria, solo frenada durante poco más de una década, tras la batalla de Lepanto. Al parecer, en los primeros años del quinientos, parte de los beneficios obtenidos por la rapiña de estos salteadores se empleó en la compra de armas en Génova con destino a los berberiscos del Magreb. A los genoveses, tan defensores cuando les interesaba de la ofensiva cristiana contra el islam, no les importaba perjudicar los intereses castellanos en África si podían sacar tajada económica de ello. Y eso que eran ellos y los venecianos los más interesados en frenar la ofensiva turca.
En general, a todos estos corsarios se les denomina berberiscos, aunque no todos eran naturales del Magreb. Efectivamente, los había magrebíes pero también árabes y turcos. Precisamente, los más conocidos de todos estos corsarios fueron los hermanos Barbarroja, ambos súbditos del sultán otomano.
Con frecuencia, cuando llegaba la primavera se enviaban desde Turquía armadas con el único objetivo de ejercer el pillaje y regresar repletas a sus puertos de partida. Desde 1516 Horruch Barbarroja estableció su base de operaciones en Argel, bajo la protección del sultán a quien debía pagar un quinto de las presas. Desde entonces arreciaron los ataques sobre las costas mediterráneas españolas y sobre los buques que transitaban por sus aguas. En 1518 murió, en Tremecén, Horruch Barbarroja, un hombre muy temido por unos y admirado por otros. Francisco López de Gómara, cronista de Carlos V, no ocultaba su fascinación por él, al decir “que de un pobre barquero llegó por su persona, aunque tiránicamente, a ser rey de Argel, Túnez y Tremecén y dio que hacer a cristianos y moros”.
Tras su fallecimiento muchos españoles pensaron que el pillaje disminuiría considerablemente. En este sentido, López de Gómara afirmó que los españoles de Orán quedaron desde entonces “en algún reposo”. Sin embargo, nada más lejos de la realidad; la tranquilidad duró muy poco tiempo porque, tras su defunción, tomó el relevo su hermano Haradín Barbarroja, que restauró el dominio sobre Argel y sobre otros territorios de la Berbería. Y buena muestra de su poderío es el hecho de que, después de estar durante décadas acosando a los puertos y a los navíos que transitaban por el Mediterráneo, murió a avanzada edad, en la cama del palacio que se había construido, dejando a su hijo Azán Barbarroja una inmensa fortuna. Llama la atención que un corsario tan buscado por las armadas cristianas sobreviviese a todas las envestidas occidentales. Es una prueba más de los apoyos y de la inmensa capacidad militar y financiera de que gozaron algunos de estos corsarios, auténticos señores del Mediterráneo.
Poco después de la toma de Túnez, en 1535, por el Emperador, Barbarroja atacó diversos puertos del Mediterráneo, empleándose con dureza y sorprendiendo a sus vecinos. En el puerto menorquín de Mahón no se percataron de su presencia porque entró con banderas cristianas. Según el cronista Murad Selebi, Barbarroja colocó justo delante de los defensores varias cabezas de cristianos, puestas encima de lanzas. El ánimo decayó y las autoridades entregaron la localidad, bajo la promesa de indulgencia con sus vidas. En palabras de López de Gómara, los corsarios “no dejaron estaca en pared porque se llevaron hasta las aldabas y cerrajas de las puertas, diciendo que más habían perdido en Túnez y su flota”.
En 1540, el jeque de Argel envió una escuadra al mando de Alí Bajá contra Gibraltar, plaza que saqueó sin encontrar prácticamente resistencia. Lo que nos llama la atención de este episodio es la solidaridad que despertó en muchos lugares de España, desde donde mandaron socorro para rechazar a los bandidos. De nada sirvió porque los turcos se reembarcaron pronto y volvieron a Argel, pero es una buena muestra de la sensibilización que a esas alturas tenía la población. Sobre dichos acontecimientos disponemos de una gráfica descripción de Francisco López de Gómara que reproducimos a continuación:
“Y no fue tanto el daño cuanto el temor viendo los turcos dentro del lugar, ni cuanto fue el rebato que hubieron los pueblos comarcanos y toda el Andalucía y reino de Granada. Porque luego fue al socorro gente mucha de Jimena, Jerez, Ronda, Marbella y de otros pueblos; y don Perafán (sic) de Ribera, marqués de Tarifa, no pudiendo ir por estar malo, envió sus hombres a pie y a caballo; Sevilla, Córdoba y el Duque de Sesa, don Gonzalo Hernández de Córdoba, el Conde de Feria, don Pedro Hernández de Córdoba y Figueroa, y otros señores y lugares que caminaban ya para Gibraltar lo dejaron sabiendo que los turcos eran embarcados. Don Luis Hurtado de Mendoza, Marqués de Mondéjar y virrey de Granada, iba como capitán general derecho a Gibraltar, con Gutiérrez López de Padilla, más como en el camino supo la ida de los corsarios se fue a Málaga, donde gastó algunos días proveyendo gente y armas y otras cosas los pueblos de aquella marina”.
Algo parecido ocurrió unos años después, cuando Dragut asaltó el puerto valenciano de Cullera. Al parecer, informados de lo que sucedía acudieron milicianos y soldados de distintos lugares de Valencia “y no dejaron turco a vida o libertad”, rechazando en esta ocasión a los enemigos.
Otra muestra representativa de esta ofensiva en las costas levantinas y en las islas Baleares es la que perpetró una armada turca de cincuenta velas en 1543. Asaltaron varias villas portuarias como Palamós, Denia y Valencia así como las islas de Ibiza y Formentera, robando y saqueando durante semanas casi con total impunidad. Y el impacto que todo este clima de inseguridad fue tal que en Valencia, donde habitaban más de 60.000 vecinos moriscos, muchos habitantes “desampararon los pueblos y han pasado las mujeres y niños a los lugares de las fronteras dentro en Castilla”. Realmente, estos hechos no tenían nada de particular. López de Gómara insiste reiteradamente en su crónica de la “inteligencia” y comunicación que había entre moriscos y corsarios berberiscos. Y en este sentido, cita por ejemplo, el caso de un ataque enemigo al río de Amposta en el que un morisco peninsular hizo de guía. Se trató de un caso excepcional, pues no se han podido verificar actitudes similares entre los demás conversos. Sin embargo, está bien claro que la expulsión de 1609 no se debió solamente a un proceso de xenofobia sino que respondía también a la sensación de inseguridad que la población percibía, aunque fuese más ficticio que real.
Es más, según Fernand Braudel, en la costa catalana, en torno al delta del Ebro, donde la población era escasa, llegaron a establecerse, en diversas etapas del quinientos, corsarios argelinos de forma más o menos permanente. Ello nos puede dar una idea aproximada de la magnitud que adquirió el fenómeno corsario en el siglo XVI. Los ataques del Emperador a Túnez, hacia 1535, y a Argel, seis años después, no pudieron evitar una realidad y es que el peligro berberisco y turco en el Mediterráneo durante la primera mitad de la centuria no solo no disminuyó sino que se acrecentó con el paso de los años. En 1558, el corsario inglés Willian Winter asoló Menorca, ante la impotencia de la Armada real de Galeras y del reducido retén de soldados que la defendían. Está claro que Lepanto, con ser una batalla casi legendaria ganada para España por Juan de Austria y Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, no supuso más que una momentánea disminución del corso en el Mediterráneo. De hecho, tras tomar Juan de Austria Túnez en 1573, al año siguiente en una ofensiva los turcos se apoderaron de nuevo de la plaza y de La Goleta.
En lo que respecta a la vertiente occidental, diremos que el corsarismo también tenía orígenes bajomedievales. Desde el siglo XIII se habían venido produciendo ataques en el mar del Norte, en el canal de la Mancha y en el noroeste de la península Ibérica. Ya en las Cortes de Toledo de 1436 se recomendó que la navegación a Flandes se hiciese en pequeñas flotas para evitar los daños que hacían los corsarios.
No obstante, fue a partir de la tercera década del siglo XVI cuando los corsarios comenzaron a llegar de forma masiva a las costas peninsulares. En esta ocasión los ataques se centraron en el área del suroeste peninsular, donde se situaba el punto neurálgico de esa gran empresa que fue la carrera de Indias. Obviamente, a los andaluces no les debió parecer una situación nueva, pues, como ya hemos visto, los berberiscos habían provocado y atacado a los navegantes en el mar Mediterráneo desde tiempo inmemorial. No obstante, con motivo de la llegada de los europeos al Nuevo Mundo se produjo, como consecuencia inevitable, una intensificación del tráfico marítimo en las costas andaluzas ya que el comercio se centralizó en Sevilla y, posteriormente, en Cádiz, atrayendo a numerosos corsarios. No debemos olvidar que, como ya hemos dicho, estas prácticas corsarias fueron a lo largo de la historia la forma que tuvieron los pueblos más pobres de participar en el comercio de las naciones más ricas. Es por ello por lo que, después del descubrimiento de América, los países que quedaron al margen del reparto colonial se lanzaron al pillaje en las rutas de Indias.
Por tanto, fue a la sombra de estas riquezas que venían de las Indias donde se desarrolló un intenso corsarismo que afectó a las rutas atlánticas que seguían los convoyes españoles. Además, estos corsarios llegaban con gran número de navíos y perfectamente equipados y pertrechados, ya que estaban patrocinados o protegidos, de manera más o menos velada, primero por el rey de Francia y poco después también por la reina de Inglaterra. Sea como fuere lo cierto es que la presencia de corsarios franceses en las costas de Andalucía se remonta, según hemos hecho ya mención, a la época de los primeros viajes colombinos. Ya Cristóbal Colón avistó corsarios rondando las islas Canarias en sus dos primeros viajes, mientras que en su tercera travesía, pocos días después de salir de Sanlúcar, debió modificar su ruta hasta la isla de Madeira para evitar un encuentro desigual con aquellos. A continuación, se dirigió a la isla de La Gomera, donde nuevamente volvió a toparse con enemigos franceses a los que, por fin, logró reducir.
Pero, fue en 1521 cuando se comenzó a tomar conciencia del problema corsario, coincidiendo con el gran éxito de Jean Flory (Juan Florín), que consiguió, entre otros botines, una buena parte del tesoro de la cámara de Moctezuma que Cortés remitía a Carlos V. Tal desastre dio lugar, por un lado, a un profundo pesar entre los españoles y, por el otro, despertó la imaginación de muchos europeos ansiosos de fortuna. La noticia de los tesoros indianos corrieron por aquí y por allá en Europa, lo que a corto plazo supuso la intensificación definitiva del fenómeno corsario.
Ya desde entonces, el cabo de San Vicente se comenzó a conocer entre la gente de la mar como “el cabo de las sorpresas” porque era precisamente en esa zona donde los franceses solían esperar a los navíos españoles. Así, España, situada entre dos mundos, el mediterráneo y el atlántico, se convirtió en polo de atracción de los corsarios, que centraron sus actuaciones en el triángulo comprendido entre la isla de Madeira, las Canarias y la costa oeste de Andalucía, bien, a la espera de los navíos que iban a las Indias, o, preferentemente, de los que retornaban a la Península cargados de metal precioso.
Conviene recordar que, en las primeras décadas del siglo XVI, estos corsarios permanecieron por lo general en torno al ya mencionado cabo de San Vicente y que sólo en muy raras ocasiones se decidieron a cruzar el océano y a atacar los puertos del Nuevo Mundo. De hecho, los primeros ataques navales de cierta consideración librados en el Nuevo Mundo no se produjeron hasta finales de la década de los veinte. Concretamente, el primer ataque importante de corsarios en el Nuevo Mundo tuvo lugar en 1528, cuando un traidor español al servicio de Francia, Diego Ingenios, sitió la villa de Nueva Cádiz de Cubagua. Pero, no fue el único español que se alistó en las filas corsarias. Juan de Castellanos en sus Elegías de varones de Indias nos relató el llamativo caso de Diego Pérez, natural de la sevillana Utrera. Al parecer, huyendo de la justicia, se embarcó rumbo a las Indias. Allí, entró en contacto con el corsario francés Jacques de Sore, convenciéndolo para que se embarcase con él para saquear las costas caribeñas. Hacia 1555, con cinco naves, se hicieron a la mar, yendo el utrerano en calidad de práctico o guía. Recalaron primero en la isla Margarita, donde, haciéndose pasar por comerciantes españoles, esperaron a la noche para saquear la isla. Luego continuaron sus pillerías por el cabo de la Vela, Santa Marta y el río Hacha. Aquí, obtuvieron cuatro mil quinientos pesos de oro de recate, sin embargo, Pérez cometió el error de escapar con parte del botín y adentrarse en el interior. El corsario francés, encolerizado por no haber obtenido todo lo deseado, se llevó a una de las autoridades del lugar, Francisco Velázquez, y lo soltó en alta mar en un barco sin agua ni víveres. Cuentan los cronistas que la providencia se mostró más indulgente que el cruel corsario francés y lo devolvió con vida a la costa. Desde su llegada se empeñó en encontrar al malvado Diego Pérez, que finalmente fue capturado y colgado de un madero.
Desde la década de los treinta la presencia de corsarios en aguas del Caribe se hizo frecuente. Y dadas las escasas defensas navales indianas estos saqueadores hicieron grandes daños. En este sentido, llama poderosamente la atención el hecho de que, en 1537, dos buques corsarios –una nao y una carabela– atacaran la villa de Nombre de Dios con total impunidad. La población huyó al interior, mientras que los corsarios se apoderaban de ochenta mil pesos de oro, pidiendo luego un rescate por abandonar la localidad que, tras no ser atendido, provocó el incendio de la misma. Los corsarios tuvieron tiempo de liberar en la costa a varias decenas de españoles cautivos y de marcharse tranquilamente del lugar.
Antes de mediar la centuria, los corsarios habían tomado el control del mar Caribe, ante la nula presencia militar española. Y todo ello, con la connivencia de la élite política y económica de las principales islas, que optaron por lucrarse del comercio ilegal con muchos de estos contrabandistas franceses, ingleses, holandeses y flamencos. Efectivamente, según ha estudiado Genaro Rodríguez Morel, este comercio era mucho más ventajoso para las élites locales ya que los corsarios pagaban más por las mercancías de la tierra y vendían su género a más bajo precio. Así, pues, también para la élite este tráfico suponía romper con el monopolio comercial impuesto por los grandes mercaderes sevillanos.
Sin embargo, los corsarios no siempre se comportaban como meros comerciantes ilegales, también protagonizaron grandes asaltos a barcos, armadas, e incluso, a ciudades. Probablemente el asalto más sorprendente y devastador sobre las colonias americanas fue sin duda el de Francis Drake sobre Santo Domingo en 1586. Como es bien sabido, este corsario partió del puerto inglés de Plymouth, el 15 de septiembre de 1585, recorriendo las costas occidentales peninsulares antes de poner rumbo al Caribe. Efectivamente, en enero de 1586 varias decenas de velas enemigas asediaron Santo Domingo, mientras las autoridades y toda su población huyeron al interior de la isla que, según los miembros de la audiencia, “fue grandísima lástima ver las mujeres y niños, monjas y frailes y personas impedidas descarriadas por los dichos montes y los caminos”. El daño causado en la Ciudad Primada de Santo Domingo fue absolutamente devastador como se evidencia en un documento de la época, conservado en el Archivo de Indias y que extractamos a continuación:
“Destruyeron imágenes, hicieron vituperios en los templos y no contentos de esto, abrían sepulturas de los muertos y en ellas echaban mil inmundicias y despojos de reses que mataban dentro de las iglesias, de que hicieron matadero, y se sirvieron para más infames ministerios. Saquearon todas las casas y poco se escapó de sus manos; quemaron todos los navíos que estaban en el puerto. Pidieron un millón de ducados; era imposible. Bajaron a cien mil ducados; tampoco. Comenzaron a quemar casas. Garci Fernández concertó el rescate en veinticinco mil ducados que se juntaron con gran dificultad entre todos los vecinos, arzobispo e iglesias, y con tanto, después de haber estado en la ciudad cinco semanas salieron de ella a los nueve de febrero, llevándose todo nuestro caudal, hasta las campanas de las iglesias, la artillería de la fortaleza y navíos y otras menudencias de todo género, y los cuartos, moneda que corre en esta ciudad, de ellos llevaron y mucha parte fundieron y desperdiciaron; llevaron asimismo forzados de la galera que se había desherrado para que nos ayudasen y después se levantaron contra nosotros y saquearon más que los ingleses; fuéronse con ellos voluntariamente muchos negros de particulares, que son el servicio de esta tierra”.
El texto, aunque algo extenso, no tiene desperdicio y muestra el odio y la crueldad de estos bandidos que no solo robaban sino que procuraban hacer el máximo daño posible. Santo Domingo tardó años, quizás décadas, en recuperarse plenamente de este asalto corsario. Pese al proceso de mitificación experimentado por muchos de estos forajidos lo cierto es que en realidad los buques corsarios estaban tripulados por personas de muy baja extracción social y absolutamente indisciplinadas. Afirmaba, con razón, Philip Gosse que el punto débil de todo barco pirata era la insubordinación:
“Una y otra vez ocurría que una empresa a punto de culminar con éxito, quedaba arruinada por falta de disciplina. No había capitán que pudiera fiar en su autoridad ni en sus marineros. Si hacía algo que sus hombres desaprobaban estos lo arrojaban encadenado sin más a la bodega, o igualmente por la borda, y elegían otro. Nos consta que una tripulación llegó a elegir trece capitanes distintos en espacio de pocos meses…”.
Y en este sentido son muy conocidos algunos de estos éxitos corsarios, entre otras cosas porque ingleses y franceses se han encargado de recordárnoslos y de inmortalizarlos en su filmografía. Sin embargo, pese a que han pasado casi desapercibidas para la historia, fueron muchas las ocasiones en las que las escuadras españolas derrotaron a los corsarios y les hicieron morder el polvo del fracaso.
Retomando el hilo de nuestra historia, diremos que la Corona, ante el riesgo que corrían las embarcaciones que participaban en el comercio indiano, decidió tomar cartas en el asunto. Ante la nueva situación creada tras la declaración de la guerra entre Francia y España, en 1521, la Corona tomó una serie de medidas encaminadas a la protección de la Carrera de Indias, a saber: en primer lugar, expidió unas ordenanzas de navegación en las que se compelía a los maestres, capitanes y propietarios de navíos a que viajasen en conserva y suficientemente artillados y protegidos en todo el derrotero por uno o varios navíos de armada. Esta idea será repetida reiteradamente en sucesivas disposiciones, de forma que, en 1526, se volvió a insistir en que, mientras durase la guerra, todos los navíos que se sumasen a la Carrera de Indias lo hiciesen juntos y que “se esperen los unos a los otros”.
En segundo lugar, impulsó la organización de una Armada Guardacostas que reforzara el triángulo Canarias-Azores-Sanlúcar de Barrameda, que era la zona donde la concentración de navíos enemigos era más acusada. Sin duda, su financiación, fue una de las novedades que introdujo la Corona al hacerla recaer sobre el valor de las mercancías transportadas y no sobre las tercias del Reino como se pretendió en un principio. Indudablemente la gran beneficiada fue la Corona pues al fin y al cabo era la principal interesada en que los navíos del Nuevo Mundo llegasen íntegros a Sevilla.
Y en tercer, y último lugar, dispuso más a largo plazo la creación de unas armadas que debían ir a las Indias en los años de mayor peligro a recoger el metal precioso, tanto de Su Majestad como de los particulares, para traerlo a España con la máxima seguridad posible.
Por otro lado, el tratamiento de los piratas sería muy diferente al de los marineros y tripulaciones francesas tomadas en tiempo de guerra. Los primeros estarían sometidos a esclavitud e incluso a pena de muerte, mientras que los otros recibirían un trato digno en prisión, imponiéndosele una cuantía para su posible liberación.
Como ya hemos dicho, en las primeras décadas la mayor parte de los corsarios eran franceses como los conocidos, Jean Ango, Juan Florín (Jean Fleury), Jacques Sore, Alphonse de Saintonge, François Le Clerc, más conocido como “Pierna de Palo”, Jean-François de la Roque (señor de Roverbal) y Roberto Baal, entre otros. Este último saqueó Cartagena de Indias, entre 1544 y 1546, apoderándose nada menos que de doscientos mil pesos de oro. Sin embargo, a medida que avanzaba el siglo se incorporaron otros muchos de muy diversas procedencias, como escoceses, galeses, daneses, e, incluso, algunos castellanos. Desde el último tercio de la centuria el corsarismo estuvo liderado por ingleses. Entre estos últimos hubo algunos muy conocidos que incluso llegaron a gozar de un gran prestigio y de un gran reconocimiento en su país, como el ya citado Francis Drake, John Hawkins, Walter Raleigh o Thomas Cavendish. Algunos de estos corsarios, especialmente Drake, se convirtieron en una auténtica leyenda, recibiendo incluso distinciones nobiliarias por parte de la reina de Inglaterra. Y digno es reconocer que la leyenda tenía una base histórica pues Drake, además de ser un peligroso corsario, fue un intrépido navegante hasta el punto de que se le considera el segundo marino, tras Magallanes y El Cano, en dar la vuelta al mundo.
También hubo algunos casos de piratas de origen español que lucharon del lado de los corsarios contra los intereses de su propia patria. Entre ellos destaca el caso de Diego de Ingenios, natural de la onubense Cartaya. Al parecer, debido a su ambición y a supuestos agravios pasados decidió atacar, en 1528, la isla de Cubagua, en compañía de “franceses e ingleses y vizcaínos y portugueses, genoveses y levantiscos”. Y no fue un ataque más, pues además de ser la primera incursión a gran escala contra una plaza española en América, sirvió de ejemplo para muchos otros, al demostrar la vulnerabilidad española en el mar Caribe.