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NO ME LO PUEDO CREER

Sara decide hacer mutis por el foro y desaparecer. Después le daré las gracias, justo antes de matarla. Vale, quedamos en que si era un dios griego, nos dejaría a solas, pero en realidad no lo conozco de nada. Si sumo los segundos de las tres veces que lo he visto, no creo que superen los cuatro minutos.

Más adelante será evidente, pero advierto que, cuando estoy nerviosa, suelo meter la pata o, por lo menos, me las doy de enterada, no puedo cerrar la boca. No filtro.

—Vaya, sin chaqueta y sin corbata, no te reconocía —me cruzo de brazos—. ¿Te ha mandado Fernando para comprobar que no me han violado, no estoy tirada en un cubo de basura, mi hígado aún funciona y estoy a salvo en casa? Si es así, te puedes ir. Estoy viva. Me encuentro bien, bastante bien.

Silencio.

—Dile que se meta en sus asuntos, ¡joder! —sigo. Se está pasando. Estoy cada vez más cabreada y cayendo en la cuenta de que no tiene pinta de ser el recadero de nadie, sino todo lo contrario. Decido callarme.

Sin dejar de mirarme y con el semblante serio, empieza a dar pasos hacia adelante acortando la distancia que nos separa como un león acorralaría a su presa. Cuando está a medio metro de distancia, para. No hemos dejado de mirarnos. Ahora aprecio más su altura, no le llego ni a los hombros y tengo el cuello totalmente erguido para no perderme detalle de la profundidad de su mirada.

Inspiro. ¡Dios, qué bien huele! Menta fresca y brisa de mar.

Lleva unos vaqueros Gucci azules, unas zapatillas Nike blancas, una camiseta negra Hermes ajustada al pecho y una chaqueta sport gris Versace. La verdad es que este hombre impresiona. Y, por supuesto, juega en otra liga respecto a ropa se refiere. Compruebo que tengo la boca cerrada. Es extraordinario.

—No me ha enviado Fernando. Aunque estaría bien que alguien se preocupara por ti, no eres una niña —dice airado. Tensa la mandíbula.

Se cree mi padre.

—Ya..., no me jodas.

—Aún no.

¿He escuchado lo que creo que he escuchado? ¿Ha dicho que aún no me ha jodido? ¿Me piensa joder en algún momento? ¿Y en qué sentido? Sigue mirándome fijamente y yo ya he dejado de respirar. Creo que estoy a punto del desmayo por la falta de aire, entonces me coge la mano y tira de mí.

—Tenemos que irnos, se está haciendo tarde.

Salimos a la calle y llegamos a lo que imagino será su coche, todavía cogidos de la mano. Un BMW X6 negro con los cristales tintados. Un todocaminos muy caro con apariencia de coupé. No hemos vuelto a hablar. No ha hecho falta. En el ascensor he intentado soltarme, no porque me sintiera incómoda agarrada a él, algo que no consigo entender, sino porque mi vecina del quinto se nos ha quedado mirando de una manera que no me ha gustado nada. El próximo día me hará un interrogatorio que durará media hora, si no la corto rápido. Me da igual lo que piense de mi vida, pero valoro mucho mi tiempo y me entretendrá hasta haber saciado por completo su insana curiosidad o, al menos, lo intentará. Esa mujer debió trabajar para la CIA o alguna organización parecida. Sabe lo que se hace.

Me suelta para abrir la puerta del copiloto e inexplicablemente me siento abandonada. No noto su calor y su piel pegada a la mía. Durante unos segundos me he sentido arropada y protegida.

«No lo conoces de nada, Dani».

Entro en el coche y cierra la puerta tras de mí. Alejandro da la vuelta, se acomoda en el asiento del conductor, me ordena que me abroche el cinturón y arranca.

Tiene unas manos enormes y el pelo castaño oscuro y alborotado. Mientras conduce en silencio, me permito observar el perfil de su cara, digno de un boceto de Miguel Ángel. Y, por primera vez, sonríe.

—Te entretienes con lo que ves.

No es una pregunta, lo está afirmando.

Me ruborizo, pero no puedo dejar de mirarlo. Ha sonreído y tiene la sonrisa más bonita que pueda existir en el universo. Sus labios son carnosos y sus dientes blancos y perfectos.

—Perdona. Aún no sé qué hacemos aquí. Y no encuentro la razón por la que estás interesado en pasar el tiempo conmigo. Creo que no tenemos nada en común. Bueno, a Fernando, a quien por cierto estoy segura que no le gusta la idea de que me hayas raptado de esta manera, en contra de mi voluntad.

«Ya estás soltando idioteces».

—Pobre damisela —vuelve a sonreír—, ya eres mayorcita y, no, Fernando no tiene nada que ver con esto. Es sólo una coincidencia. Olvídate de él —ordena cambiando el semblante a uno mucho más serio y contraído.

Acelera un poco más. ¡Dios, cómo me pone este hombre! Miro por el espejo retrovisor y observo que salimos de la ciudad. Me pongo un poco nerviosa. Se da cuenta.

—No te preocupes, puedes confiar en mí. Sólo vamos a cenar.

Me mira y me nota asustada.

—Llama a Sara y le dices dónde vamos.

Me cuesta reconocer mi intranquilidad, pero llamo a mi amiga para que sepa dónde nos encontramos y con quién exactamente —con el cabrón enchaquetado más atractivo que he visto en mi vida— y respiro más pausadamente. Al menos si no aparezco, mañana la policía sabrá dónde comenzar a buscar y a quién investigar, me digo, pero no me tranquilizo. Que encuentren mi cadáver, ni me consuela ni me alivia en absoluto.

Llegamos a lo que a primera vista parece una casita antigua que han reformado hace poco para adecentarla lo suficiente como para no caerse. No veo bastantes luces para ser un restaurante, ni el cartel que lo debe indicar por ninguna parte. Conforme nos acercamos a la puerta, vuelve a entrarme el pánico que había abandonado mi cuerpo al llamar a Sara. Le había dicho que íbamos a cenar a un establecimiento que había en el municipio de Valdemanco, es la única referencia que tenía. Pero aquí no veo más coches, ni luces, ni señales de otra vida que no sea la mía y la de este hombre de metro noventa que puede hacer conmigo lo que quiera. Tengo que hacer más caso a Fernando y menos a la loca de mi compañera de piso que me ha servido en bandeja a un–seguro–asesino–en–serie. Me cortará a trocitos y nadie me encontrará.

Por favor, soy muy joven para morir.

—¿En qué piensas? —posa su mano derecha sobre el bajo de mi espalda y un cosquillo la recorre entera.

«En que eres demasiado guapo para ser un asesino».

—¿Dónde… dónde estamos? —me tiembla la voz y todo el cuerpo.

—Tranquila, ya te he dicho que sólo voy a darte de comer.

Me coge la mano, creo que para que no salga corriendo, y me guía hasta la entrada. Debo de estar volviéndome loca porque su contacto consigue tranquilizarme al instante y el calor vuelve a mi cuerpo de una manera muy natural. Entramos en aquella estancia amplia, pero acogedora. Tiene la chimenea encendida y una pequeña mesa preparada con los cubiertos y las copas justo delante. La habitación es preciosa, cortinas beis, lámparas de lágrimas muy antiguas, sofá de piel color chocolate... Una cocina office blanco roto y unas escaleras de mármol al fondo. Todo está rodeado de velas encendidas. Alguien ha preparado esto a conciencia.

—Es... preciosa...

—Gracias, es mi lugar preferido en el mundo —y seguimos adentrándonos en aquel sitio de ensueño. No sé por qué, pero ha sonado a confidencia.

Me rodea y tira suavemente de mi abrigo quitándomelo despacio.

«Joder, si ha preparado todo esto, será por algo. Dani, espabila. En el sexo también debe de jugar en otra liga… Tranquilízate. Vive el momento, diviértete y adiós muy buenas».

Estoy al borde de un ataque de nervios.

—Siéntate —me ofrece la silla junto a la chimenea.

—¿Qué quieres beber?

«Un gin–tonic, o mejor, whisky seco, doble. No, triple».

—Agua, por favor.

—Vaya... Precisamente hoy decides no perder la cabeza —sonríe y me desarma.

Y por supuesto, la pierdo. En cuanto se quita la chaqueta camino de la cocina y la deja sobre el sofá. La camiseta de mangas cortas deja al descubierto sus brazos musculados, perfectamente alineados y definidos. Pero no es eso lo que hace que se desintegren mis bragas. Esto ocurre exactamente cuando observo todo su brazo derecho tatuado —hasta mucho después no pude distinguir los dibujos que pintaban su piel—, pero, por favor, ¡con lo que me pone un hombre tatuado…! Tengo que tragar saliva varias veces para humedecerme la garganta. Me atraganto y empiezo a toser. Alejandro se acerca a mí con el agua y pregunta si me encuentro bien.

«Por favor Dani, deja de hacer el ridículo».

—Bebe —ordena.

—Gracias —musito tras dar unos pequeños sorbos mientras me observa.

Vuelve a la cocina y trae varios platos con queso, uvas y salmón.

—Espero que te gusten.

—No te preocupes, tengo muy buena boca —digo sin pensar. Una de mis virtudes, decir todo lo que se me pasa por la cabeza. Lo repito, no tengo filtro.

Me mira asomando una sonrisa y me pongo colorada. Vuelvo a atragantarme, esta vez con el agua. Y vuelvo a toser. Se acerca a mí y me rodea el hombro con su brazo tatuado. Me pone los vellos de punta.

—Estás temblando.

—Tranquilo, estoy bien —miento.

Sé que se ha dado cuenta de lo nerviosa que estoy. Ya se sabe..., un libro abierto...

—Será mejor que te lleve a casa. Esto no ha sido buena idea.

«¡No! No quiero que me lleves a casa. Quiero que me sigas rodeando con ese brazo de Thor tatuado». Lloriqueo para mí. Vuelve a leerme la mente.

—Está bien, avivaré el fuego.

Se levanta y echa un tronco a la chimenea. Después de eso, se sienta frente a mí y empezamos a comer.

—Este sitio es precioso. Ya te lo he dicho, pero... es magnífico.

—Venía aquí con mis padres y mis hermanos cuando era pequeño.

—Tienes hermanos.

—Dos, sólo de madre. Una larga historia para una primera cita.

—Esto es... ¿una cita? Vaya... —toqueteo los cubiertos nerviosa.

—Tiene todos los ingredientes para serlo.

Nos quedamos en silencio y seguimos comiendo. Me siento como 'Alicia en el País de las Maravillas'. No sé qué esperar ni qué será lo siguiente que ocurra.

—Perdona, pero no logro entender... —espero que me corte, pero no lo hace—. No alcanzo a entender qué hacemos aquí.

—Estamos cenando.

«Obvio».

—No me refiero a eso. No te conozco, pero no me hagas creer que eres tonto. Sabes perfectamente lo que quiero decir. No nos conocemos de nada.

—Te conozco —le cambia el semblante—. Hemos hablado varias veces. Te he llevado a casa en más de una ocasión, es más, hasta te he metido en la cama. Pero supongo que estabas demasiado bebida como para recordarlo. Tienes que hacer algo al respecto... —parece enfadado.

—Tú... —es él, la persona que nos ha acompañado a casa varias veces porque no nos manteníamos en pie. ¡Hostias! Sí, soy muy mal hablada, otra de mis virtudes. Me ha visto desnuda, espera, me ha desnudado sin mi consentimiento y me ha puesto el pijama. Espero que sólo haya sido eso. Da igual, no lo recordaría.

Me pongo de pie.

—Eres tú..., me desnudaste —grito indignada—, me pusiste el pijama..., eres... eres..., ¡eres un hijo de puta!

—Me han llamado cosas peores. Siéntate —manda.

—Pero estás loco. Eres un sádico, un pervertido...

Empujo la silla hacia atrás con la piernas y me levanto.

—Eso nunca me lo habían dicho —atrapa mi mirada—. Si te sientes más tranquila, no me recreé.

—¿Qué? ¡Vete a la mierda! —le espeto y me voy directamente hacia la puerta.

Antes de ni siquiera acercarme a ella, llega a mí, coge mi muñeca, me da la vuelta y me pega la espalda contra la pared. Mi respiración está muy acelerada. Acerca su rostro al mío sin llegar a tocarme y siento que su pulso está igual que el mío. Desbocado.

Intenta atrapar mi mirada, pero no lo consigue. Si lo dejo, estaré perdida.

—Dime que tú no sientes lo mismo que yo —pega mi mano a su pecho—, dime que no lo has sentido cada vez que nos hemos visto. Dime que no te sientes atraída por mí de una manera que no entiendes.

La otra mano que tenía sobre la pared acorralándome ahora agarra con decisión mi cadera y me acerca hacia él. Su pelvis está rozando mi estómago y noto cómo está completamente excitado. Suspiro y me rindo a su mirada. Los dos estamos ardiendo. Agitados. Sus ojos brillan como los míos y mis labios húmedos le piden a gritos que me bese en contra de mi voluntad. Esta acaba de coger un vuelo a las islas Seychelles y me ha dejado sola ante el peligro, la muy hija de puta. En una tumbona al sol me gustaría estar ahora a mí.

—Yo... no... —consigo balbucear mirándole los labios.

«Así no convences, Dani».

—Tú... deseas que te folle fuerte y duro desde la primera vez que nos vimos.

«¿Perdona?, pero de qué va. Según él, no recuerdo la primera vez que le vi porque iba muy perjudicada. Ay, dios, Dani. A saber qué le dirías yendo borracha. Seguro que te insinuaste, seguro que le soltaste algo como: Te voy a follar tantas veces que te la voy a dejar en carne viva. ¡Ay dios, ay dios!».

Ve el terror en mi mirada y se aparta de mí como si le quemara. Se aleja todo lo que puede. Se detiene al final de la habitación y yo intento —sigo apoyada en la pared— recuperar la compostura y acompasar mi respiración. No lo voy a negar. No puedo. Me pone como nunca nadie me ha puesto antes y, vamos a ser totalmente sinceras, me he acostado con tíos que conocía de mucho menos. Algunos de ellos no me preguntaron ni el nombre, a otros ni los recuerdo.

«Recupera el control, Dani. Hazle saber que no le tienes miedo».

—Alex... —no me mira—. Alejandro... —se toca el pelo compulsivamente.

Se acerca a la mesa, coge la botella de vino y se bebe más de la mitad de un trago. Me acerco a él y se la retiro.

—No es necesario que te emborraches. Si alguno de los dos tiene que perder la cabeza hoy, prefiero ser yo, así no me sentiré culpable de lo que pueda pasar... —me mira— para bien o para mal.

—Joder, no deberías estar aquí —y tal y como lo dice, parece que hay mucho más detrás de esa frase.

Se toca el pelo con ambas manos.

«Vaya, también es un mal hablado. Me encanta».

Sonrío.

—Hemos empezado mal —le acerco mi copa hasta ahora vacía y la llena.

Vuelve a atrapar mi mirada y sonríe sincero. Qué sonrisa, madre mía.

—Deberías alejarte de mí —su iris azul cielo se torna gris metálico.

Yo también creo que debería salir corriendo, pero mi yo kamikaze se alía con mi yo descerebrado para no dejarme darle más vueltas.

Y a partir de ahí todo sale rodado. Aparta la mesa y las sillas y acercamos el sofá a la chimenea. Me siento tan cómoda que hasta me descalzo.

—¿Otra copa?

Asiento y, tras coger la botella, se acerca a mí rozando mi rodilla con la suya. Pego un pequeño y casi imperceptible saltito que no le pasa desapercibido. Tuerce la boca en una sensual sonrisa y se acerca un poco más sin llegar a tocarme. Sabe el efecto que tiene en mí.

Hablamos durante horas y, sin saber cómo, me quedo dormida entre sus brazos. Puede ser un asesino en serie violador de Danis, sí. O un ladrón muy educado y bien vestido. Puede ser muchas cosas, sin embargo, sólo una me preocupa: que sea la persona capaz de romper las sietes capas de acero que blindan mi maltrecho corazón.

Sí, a mí en el fondo también me hubiera gustado que pasara algo entre los dos. Algo morboso y húmedo, sexo pervertido y placentero, pero creo que esto fue... infinitamente mejor.

Oh, oh.

Un gin-tonic, por favor

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