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1. Camino de Jerusalén

1.1. Primer anuncio de la muerte y resurrección

En el capítulo 16 del evangelio de san Mateo, y en el octavo de san Marcos, se presenta una peculiar encuesta que hizo Jesús sobre quién decía la gente que era él, y qué habían comprendido los Apóstoles sobre su persona y su misión. Pedro respondió con audacia que Jesús era el Mesías, ante lo cual el Maestro los conminó a guardar esa verdad como un secreto. Podemos intuir el sentido último de ese diálogo con el anuncio que el Señor hizo a continuación: “comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21).

La clave del mesianismo del Señor pasa por la cruz, de acuerdo con lo que habían predicho los profetas, como se ve en los cánticos del siervo del Señor que presenta Isaías (50,5-9): “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos”. Pedro, representante de nuestra falta de fe, lo reprendió por decir tales cosas justo cuando acababa de confirmarles el esplendor de su mesianismo: “Se lo llevó aparte y se puso a increparlo” (Mc 8, 32). Jesús, a su vez, le hizo ver que razonaba con lógica humana ante el modo de obrar de Dios. Quizás el primer papa entendía el papel de Jesús en clave política, como casi todos sus contemporáneos. Jesús no dudó en corregirlo de modo llamativo: “¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”.

La reconvención —vade retro— puede considerarse enigmática: se solía traducir como “apártate de mí”, y ahora se ha mejorado con la versión “ponte detrás de mí”, que el papa Benedicto XVI (2006) glosa:

No me señales tú el camino; yo tomo mi sendero y tú debes ponerte detrás de mí. Pedro aprende así lo que significa en realidad seguir a Jesús. Nosotros, como Pedro, debemos convertirnos siempre de nuevo. Debemos seguir a Jesús y no ponernos por delante. Es él quien nos muestra la vía. Así, Pedro nos dice: tú piensas que tienes la receta y que debes transformar el cristianismo, pero es el Señor quien conoce el camino. Es el Señor quien me dice a mí, quien te dice a ti: sígueme. Y debemos tener la valentía y la humildad de seguir a Jesús, porque él es el camino, la verdad y la vida.

La increpación de Jesús a Pedro se completa y explica con la siguiente invitación: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.

Es como una nueva vocación. Muchas personas han sentido el llamado divino al escuchar estas palabras: “Es la ley exigente del seguimiento: hay que saber renunciar, si es necesario, al mundo entero para salvar los verdaderos valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo” (Benedicto XVI, 2006).

No hay mejor negocio: “el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”, gozará la verdadera alegría ya en esta tierra y después, mucho más, en el cielo. Pero el precio es perder la vida. Como dice el Catecismo: la perfección cristiana “pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas” (Iglesia Católica, 1993, n. 2015).

Juan del Encina lo enseñaba de manera poética: “Corazón que no quiera sufrir dolores, pase la vida entera libre de amores”. El Santo Cura de Ars (san Juan María Vianney, 2015) predicaba que,

… desde que el hombre pecó, sus sentidos todos se rebelaron contra la razón; por consiguiente, si queremos que la carne esté sometida al espíritu y a la razón, es necesario mortificarla; si queremos que el cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso castigarle a él y a todos los sentidos; si queremos ir a Dios, es necesario mortificar el alma con todas sus potencias. (p. 66)

Sacrificarse voluntariamente por amor a Jesús no es otra cosa que seguir sus huellas: él nació y vivió pobre, ayunó cuarenta días con sus noches, no tenía dónde reclinar la cabeza, pasó hambre y sed, sufrió persecución, padeció en la cárcel y en juicios inicuos, fue sometido al Vía Crucis y, finalmente, murió en la cruz. Tú y yo, ¿qué hemos hecho para seguirle de cerca?, ¿nos damos cuenta de la importancia de negarnos a nosotros mismos, de tomar nuestra cruz —siempre pequeña, comparada con la suya— y de seguirle?

Probablemente a nosotros no nos toque repetir los padecimientos y los ayunos de Jesús, pero vale la pena mirar en la oración qué cosas pequeñas (o no tan pequeñas) podemos ofrecerle a Dios. La única manera de seguir a Jesucristo es negándonos a nosotros mismos, a nuestros egoísmos, a nuestra sensualidad, rechazando las tentaciones que pretenden apartarnos del camino. Pero el seguimiento de Jesús no es solo un sendero de negaciones. Ese “ponerse detrás” del Maestro que Jesús recomienda supone, sobre todo, tomar positivamente la cruz, buscarla en las circunstancias ordinarias.

Por eso es tan importante que, en nuestra lucha interior, tengamos una lista de mortificaciones, de pequeños sacrificios que son como la oración del cuerpo, con los que vamos condimentando la jornada: desde el primer momento, podemos ofrecer el “minuto heroico”, la levantada en punto, que tanto nos ayuda a vivir con talante de lucha. Cada uno puede hablar con el Señor, comprometerse con él en otros pequeños ofrecimientos a lo largo del día: bañarse con agua fría; dejar ordenados el cuarto y el baño antes de salir; comer con templanza, en cuanto a la cantidad y a la calidad; llegar puntualmente al trabajo, trabajar con intensidad, aprovechar el tiempo, hacer sus labores con orden, servir a los demás, estudiar con constancia, evitar las distracciones en el uso de internet y de las redes sociales, vivir la caridad en el trabajo y en la calle (conducir como lo haría Jesucristo, ceder el paso, respetar las normas del tránsito).

Y también al llegar a casa: sonreír —a pesar del cansancio de la jornada laboral—, cuidar el orden en la ropa, en el cuarto, en el baño, en el estudio; ceder el televisor o el computador a quien lo necesita, no hacer un comentario gracioso pero molesto, perdonar, pedir perdón, adelantarse a las necesidades ajenas, ofrecerse a hacer un oficio menos grato, moderar el carácter, etc.

Pueden servir para nuestra oración unas palabras de Benedicto XVI, en la Encíclica Spe salvi (2007b), sobre la mortificación como una manera de tomar la cruz del Señor, cada día:

la idea de poder “ofrecer” las pequeñas dificultades cotidianas, que nos aquejan una y otra vez como punzadas más o menos molestas, dándoles así un sentido, eran parte de una forma de devoción todavía muy difundida hasta no hace mucho tiempo, aunque hoy tal vez menos practicada […]. Estas personas estaban convencidas de poder incluir sus pequeñas dificultades en el gran com-padecer de Cristo, que así entraban a formar parte de algún modo del tesoro de compasión que necesita el género humano. (n. 40)

La consideración de este pasaje nos debe confirmar en nuestra decisión de seguir a Jesucristo en su camino a la cruz. De identificarnos con él, como sugiere san Pablo: “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de s, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo” (Ga 6,14). Tomás de Aquino presenta la cruz como la mejor escuela para aprender la ciencia de la identificación con Jesucristo en virtudes como la caridad, la paciencia, la humildad o la obediencia:

La pasión de Cristo tiene el don de uniformar toda nuestra vida. El que quiera vivir con rectitud, no puede rechazar lo que Cristo no despreció, y ha de desear lo que Cristo deseó. En la cruz no falta el ejemplo de ninguna virtud. Si buscas la caridad, ahí tienes al Crucificado. Si la paciencia, la encuentras en grado eminente en la cruz. Si la humildad, vuelve a mirar a la cruz. Si la obediencia, sigue al que se ha hecho obediente al Padre hasta la muerte de cruz. (Collationes de Credo in Deum, citado por Belda, 2006, p. 130)

“Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga”. El sentido del sufrimiento, del dolor, del tomar la cruz cotidiana consiste en ir detrás de Cristo, en acompañarlo en su tarea salvadora, en ser corredentores con él; no es una práctica masoquista. Tampoco es cuestión de cumplir unos propósitos, sino de destinar la vida, de gastarla al servicio del Señor y de las almas. “Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.

Sin embargo, no hemos de olvidar el planteamiento inicial del pasaje que estamos contemplando: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, […] y resucitar a los tres días”. ¡Hay esperanza! Se trata de un plan divino para salvarnos. La última palabra no es de dolor y de muerte, sino de alegría y de vida, como enseñaba san Josemaría, basado en su propia experiencia de padecimientos por Cristo:

Solo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo. Es entonces también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha ganado, que se nos comunican con la gracia del Espíritu Santo. (San Josemaría, 2010, n. 137)

Por ese camino de identificación con Jesucristo, de seguirlo hasta el Calvario, este santo descubrió que “la alegría tiene sus raíces en forma de cruz” (San Josemaría, 2010, n. 43; cf. 2009b, n. 28). Porque esa es la única vía para realizar su llamado a corredimir con él. Lo consideramos en el cuarto misterio doloroso del santo Rosario: “No te resignes con la cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la cruz. Cuando de verdad la quieras, tu cruz será... una cruz, sin cruz. Y de seguro, como él, encontrarás a María en el camino”.

1.2. El celibato por el reino de los cielos

Después del segundo anuncio de la pasión, san Mateo relata que los fariseos se acercaron con insidia a Jesús preguntándole, “para tentarle” (19, 1-12):

Se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: “¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?”. Él les respondió: “¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne’? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

El Señor expone la dignidad del matrimonio, inscrito en el plan original de la creación. También muestra las exigencias de santidad que ese sacramento conlleva, ante lo cual sus propios discípulos reaccionan diciendo: “Si esa es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse”. La respuesta del Señor es una clase magistral sobre el celibato: “No todos entienden esto, solo los que han recibido ese don. Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos ellos mismos por el reino de los cielos. El que pueda entender, entienda”.

El contexto es claramente polémico: el primer requisito para entender esta doctrina es querer. Si uno se acerca con predisposiciones negativas, nacidas quizá de la propia incapacidad para vivirlo, no lo entenderá nunca. La respuesta de Jesús habla de tres clases de eunucos o de célibes: congénitos, castrados para servir en las cortes, y los voluntarios que se dedican libremente a las exigencias del reino. Este último grupo se relaciona con las propuestas radicales que el Señor había hecho once capítulos atrás, en el mismo Evangelio de Mateo (8,22): “Sígueme y deja a los muertos enterrar a sus muertos”. También resuenan aquí las enseñanzas de san Pablo sobre la superioridad de la virginidad cristiana (1Co 7,25ss): “Quien desposa a su virgen obra bien; y quien no la desposa obra mejor”.

Gnilka (1995) cuenta que, por el uso de la palabra “eunuco”, se trataba de un insulto a Jesús: los enemigos le decían de esa forma (así como le llamaban “comedor y bebedor”), escandalizados por su celibato voluntario, que suscitaba extrañeza en el judaísmo contemporáneo. No se trata de un ideal ascético, ni tampoco de un escalafón para alcanzar el reinado de Dios, sino de una opción para dedicarse con todas las fuerzas a trabajar para el reino, por amor.

El celibato “por el reino de los cielos” forma parte del anuncio cristiano a través de los tiempos y no pierde su vigencia en las circunstancias actuales, pero requiere una perspectiva teológica para comprenderlo, no se puede afrontar solo desde encuestas sociológicas. La esencia del celibato consiste, en palabras de Echevarría (2003), en que manifiesta la completa y libre oblación que el candidato hace de su propia vida, para Cristo y para la Iglesia, siguiendo el ejemplo —y la llamada y la gracia— de Jesucristo. San Josemaría hablaba en una ocasión a la luz de su propia experiencia:

El sacerdote, si tiene verdadero espíritu sacerdotal, si es hombre de vida interior, nunca se podrá sentir solo. ¡Nadie como él podrá tener un corazón tan enamorado! Es el hombre del Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo. Es una realidad divina que me conmueve hasta las entrañas, cuando todos los días, alzando y teniendo en las manos el cáliz y la sagrada hostia, repito despacio, saboreándolas, estas palabras del Canon: Per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso... Por él, con él, en él, para él y para las almas vivo yo. De su Amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva. (Apuntes tomados en una reunión familiar, 10-4-1969, citado por Echevarría, 2003)

Me parece que de esas palabras pueden sacarse muchas consecuencias, pero sobre todo propósitos, teniendo en cuenta que todos los cristianos somos sacerdotes —por el bautismo y la confirmación—, si bien de modo distinto al sacerdocio ministerial.

Una idea, quizá la principal, es la de no sentirse solo. El cristiano que tiene vida interior no se siente nunca solo y, por eso, no busca compensaciones. Quien hace oración, habla con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo, acude a la intercesión de la Virgen, de los ángeles y de los santos; visita con frecuencia a Jesús en el sagrario, tendrá siempre un corazón enamorado, “nadie como él” podrá sentirse tan acompañado.

En ese contexto es posible decir que el sacerdote —y todo cristiano enamorado de Dios— “es el hombre del Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo”. Pensar en esas preposiciones admite mucho examen de conciencia: tú y yo, ¿vivimos “por, para, con y en” Jesucristo?

Inmediatamente pensamos en el final de la plegaria eucarística, ese momento en que le presentamos al Padre el Cuerpo y la Sangre de Cristo, recién consagrados, ofrecidos en alto por las manos del sacerdote, que dice: “Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria…” ¿Cuántas veces nos hemos conmovido al responder “Amén”, después de esta doxología?

San Josemaría dice que se conmueve hasta las entrañas “cuando todos los días, alzando y teniendo en las manos el cáliz y la sagrada hostia, repito despacio, saboreándolas, estas palabras del Canon: […] Por él, con él, en él, para él y para las almas vivo yo” (Apuntes tomados en una reunión familiar, 10-4-1969, citado por Echevarría, 2003). Una objeción que puede surgir ante palabras tan encendidas, que nos permiten adentrarnos en el corazón de un santo es, precisamente, que nosotros somos pecadores. Podemos ver el ejemplo de los bienaventurados como un ideal inaccesible, para “genios de la santidad”, como decía el entonces cardenal Ratzinger. Y para eso nos ayudan las últimas palabras de esta cita: “De su Amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva” (Apuntes tomados en una reunión familiar, 10-4-1969, citado por Echevarría, 2003), que muestran una lucha que ha durado toda la vida, hasta la muerte.

Contaba que, siendo muy joven, un profesor le había enseñado la necesidad del celibato para los curas: “porque no concuerda el salterio con la cítara”. De esa manera le aclaraba que no hay lugar —ni tiempo— para un cariño humano. Y viene al caso una anécdota que trae el libro de las hermanas Toranzo acerca de “Una familia del Somontano”: refieren que, mientras Josemaría era estudiante en el Seminario de Zaragoza, durante algún periodo, unas mujeres que no conocía en absoluto, con cierta frecuencia, intentaron provocarlo, pero él ni las miraba siquiera y soportó esta persecución diabólica —que no podía evitar—, poniéndose en manos de la Virgen. Cuando su papá le sugirió “que era mejor ser un buen padre de familia que un mal sacerdote”, la respuesta del seminarista fue que “en el mismo momento en que se había dado cuenta de la persecución de aquellas mujeres desconocidas, a las cuales, por su parte, no había ofrecido ni la más mínima consideración, se había apresurado a informar al Rector del Seminario”. Pidió al padre que estuviera tranquilo, porque aquello “no había venido a enturbiar su decisión de hacerse sacerdote, con todas las consecuencias requeridas” (2004, p. 119). Cuántas anécdotas parecidas tendremos que contar nosotros si queremos de verdad que, a pesar de nuestras miserias —quizá por ellas—, sea nuestro Amor “un amor que cada día se renueva”.

Acudimos a la Virgen Santísima para que cada vez sean muchas las personas que se decidan a vivir el celibato por el reino de los cielos. Y que todos los cristianos vivamos “por Cristo, con Cristo, en Cristo, para Cristo y para las almas”.

1.3. La unción en Betania

El Sábado de Pasión, la víspera del domingo de Ramos, conmemoramos el día cuando el Señor fue a comer a Betania, la pequeña aldea cercana a Jerusalén, a donde tanto le gustaba llegar. Allí, con la compañía de esos queridísimos amigos Lázaro, María y Marta, Jesús descansaba y reponía fuerzas (cf. Jn 12,1-11). Habían invitado al Maestro para celebrar la resurrección del hermano mayor, pero no había sido fácil concretar el día, debido a la persecución que habían desencadenado sus enemigos.

“Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa”. María, detallista como siempre, había empleado una buena cantidad de sus ahorros para comprar un perfume importado del Oriente. En los momentos iniciales, cuando el protocolo sugería ofrecer al invitado agua para que se limpiara los pies —como sabemos por el banquete en casa de Simón el fariseo (cf. Lc 7,36-50)—, “María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera”.

Este gesto nos habla, además de la natural manifestación de gratitud por la resurrección de Lázaro, de un amor generoso y pródigo al Señor, del trato delicado y fino con quien nos ha mostrado caridad hasta el extremo. Y nos invita a preguntarnos cómo le demostramos a Jesús que lo queremos, a él directamente y en sus hermanos más pequeños.

Estas dos manifestaciones pueden ser el tema de nuestra meditación de hoy. Al comienzo de la Semana Santa, podemos examinar cuántas veces te hemos agradecido, Señor, durante el tiempo de la cuaresma, por habernos redimido; qué esfuerzo hemos hecho para tener muestras de delicadeza y afecto contigo. Por ejemplo, cómo cuidamos la preparación remota y próxima de la santa misa, cómo la celebramos o participamos, con cuánto amor vivimos cada parte de la eucaristía, desde el primer momento.

Regresemos a la escena: “María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume”. Ese aroma nos llega a través del tiempo hasta el hoy de nuestra oración. Es la esencia del amor, de la generosidad, del cariño por el Maestro. Ese “buen olor, incienso de Cristo”, del que habla san Pablo, pregunta por nuestra labor apostólica, que es el contexto en el que el Apóstol de las gentes lo menciona: “Doy gracias a Dios, que siempre nos asocia a la victoria de Cristo y difunde por medio de nosotros en todas partes la fragancia de su conocimiento” (2Co 2,15).

Pidamos al Señor que, como fruto de nuestro amor por él —queremos que nuestro cariño sea como el de los hermanos de Betania—, tengamos ese sano afán de difundir en nuestro ambiente la vida y la doctrina de Jesús. Que, con nuestras palabras y con nuestras obras, con el esfuerzo por adquirir las virtudes, seamos de verdad ese buen olor que salva. De esa manera se cumplirán en nuestra vida las palabras del Apóstol: “Porque somos incienso de Cristo ofrecido a Dios, entre los que se salvan y los que se pierden; para unos, olor de muerte que mata; para los otros, olor de vida, para vida” (2Co 2,15-16).

Esta dicotomía la vemos reflejada en la escena de Betania. En medio del buen ambiente que se respiraba, había una persona para la cual la fragancia de nardo era olor de muerte: “Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice: ‘¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?’”. San Juan añade que esa repentina preocupación social se debía en realidad a la codicia: “Esto lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando”.

San Juan Pablo II comenta que, “como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de ‘derrochar’, dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la eucaristía” (2003b, n. 48). En el mismo sentido había escrito antes san Josemaría: “Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios. —Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco” (2008, n. 527).

Un ejemplo de ese cuidado nos lo brinda un pasaje de la biografía de san Manuel González, cuando dejó reservado por primera vez el Santísimo Sacramento en un convento: “Después de haber cerrado el sagrario, ya lleno con la presencia real del Maestro divino de Nazaret, se despedía el Fundador de sus hijas, recordando la frase del beato Ávila, les repetía: ‘¡Que me lo tratéis bien, que es Hijo de buena Madre!’” (cf. Rodríguez, 2004, n. 531).

Podemos repetir la oración de san Josemaría al recordar ese suceso: ‘¡Tratádmelo bien, tratádmelo bien’ […] —¡Señor!: ¡Quién me diera voces y autoridad para clamar de este modo al oído y al corazón de muchos cristianos, de muchos!” (2008, n. 531). Aprendamos del ejemplo de María de Betania y de tantos santos enamorados de Jesucristo, prisionero de amor en la eucaristía. Que lo acojamos con el nardo de nuestras penitencias, de nuestra piedad renovada, del cariño fraterno, del afán apostólico incesante.

Volviendo a la escena de la unción en Betania, podemos preguntarnos: ¿cómo reaccionó Jesús ante la incómoda situación en que lo puso el comentario de Judas Iscariote? San Juan Pablo II continúa su exégesis:

la valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos —“pobres tendréis siempre con vosotros”—, él se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona. (2003b, n. 47)

Jesús dijo: “Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis”. Por ese motivo este pasaje se lee el Lunes Santo, como preparación inmediata para la celebración del Triduo Pascual. El Señor anuncia veladamente que muy poco tiempo después estará sepultado. Y lo hace con una paz y una serenidad que muestran que en él se cumple la profecía del Siervo de Isaías, que se lee como primera lectura de la misa durante las jornadas iniciales de la Semana Santa (caps. 40-55): “No gritará, no clamará, no voceará por las calles. Yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos”.

Jesucristo ofreció su vida generosamente por nosotros, asumió la voluntad del Padre de entregarse a la muerte por nuestra salvación. Debemos pensar, como el Apóstol san Pablo, que también podemos manifestar nuestro amor a Dios imitándolo en esa abnegación por nuestros hermanos, que nos permita decir, como el Apóstol: “Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia”.

La mejor manera de tomar la cruz de Cristo, camino del Calvario, es sufrir por los demás —sin dramatismos—, ser sus cirineos. Pidamos al Señor que nos ayude a descubrir su rostro en esos hermanos que salen a nuestro encuentro desde sus “periferias existenciales”, como dice el papa Francisco: con la enfermedad, la pobreza, las necesidades de afecto, de comprensión, de compañía. Podemos hacernos las preguntas que él mismo sugería:

¿Se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (2015a)

Cuando hablamos del amor a Dios y a los hombres, del que María de Betania es ejemplar, pensamos también en la Madre de Jesús, que al mismo tiempo es nuestra Madre. A ella, que “se entregó completamente al Señor y estuvo siempre pendiente de los hombres; hoy le pedimos que interceda por nosotros, para que, en nuestras vidas, el amor a Dios y el amor al prójimo se unan en una sola cosa, como las dos caras de una misma moneda” (Echevarría, 2004).

La pasión de Jesús

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