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Capítulo 5

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Aunque lo que Elisa Almau le acababa de decir le parecía improbable, pensó que lo correcto era escucharla, y la invitó a entrar en la casa.

—No sé si podré ofrecerle algo —se disculpó el escritor—. Esta casa no es mía, me la ha dejado un amigo para una temporada y aún no sé qué hay en los armarios.

—Por mí no se preocupe. No quiero importunarle y tampoco tengo mucho tiempo. Si le parece…

—Sí, claro, volvamos al tema. ¿Dice usted que a Lucía la asesinaron?

—Digo que tengo razones para pensar que así fue, pero con la policía no puedo contar porque no tengo pruebas y desestiman mi argumento.

—La escucho —dijo Valentín prestando toda su atención.

—Lucía estaba enamorada, muy enamorada, y era correspondida con la misma intensidad. No había tenido una vida fácil y los últimos años fueron muy amargos para ella. Le costó mucho superar la muerte de su hija. Éramos compañeras. Cuando empezó a trabajar en el hotel nos pareció una mujer hundida, una sombra. Pero poco a poco se fue recuperando. Manuel, el encargado de mantenimiento, ya se había fijado en ella y la invitó a salir una tarde. Él estaba divorciado, y un hijo suyo murió de cáncer cuando tenía doce años, por lo que entendía muy bien cómo se sentía Lucía. Sabía por propia experiencia que la pérdida de un hijo es algo terrible. Le sirvió de apoyo y de consuelo y acabaron enamorándose. Estaban pletóricos, iban a vivir juntos y hacían planes para el futuro. Por eso no creo que ella se suicidase. Nadie se suicida cuando es feliz.

—No sé nada del suceso —dijo Valentín—, pero supongo que habría un examen policial. Estos casos tienen un protocolo.

—Según la Guardia Civil, el asesinato se descartó porque no había señales de violencia. Además, todas las puertas y ventanas estaban cerradas con pestillo por dentro. La puerta principal incluso tenía la llave puesta en la cerradura. Sin signos de que cualquier acceso a la casa hubiese sido forzado, ni más huellas que las de Lucía, que incluso se había amortajado. Llevaba su vestido más nuevo y yacía en la cama muy recta y con las manos cruzadas sobre el pecho. Y dicen que escribió en el ordenador una nota de suicidio.

—Siendo así, y perdone mi franqueza, no hay razones para pensar en un asesinato.

—Señor Arcas, entiendo que no hay razones físicas que permitan cuestionarse el hecho. Pero yo hablo de intuición. Repito que nadie se suicida cuando es feliz, y no hay pruebas o falta de ellas que me hagan cambiar de opinión.

—En ese caso debería usted insistir con la policía.

—Ya lo he hecho, aquí, en Jaca y en Huesca, durante casi dos años, y la respuesta es la misma.

—¿Y qué pretende que yo haga?

—Usted es un escritor famoso, y en sus libros presenta casos muy confusos, aparentemente imposibles, que luego resuelve con acierto.

—Pero solo son novelas.

—Aun así, alguna investigación tendrá usted que hacer, ¿no? Con algún medio podrá contar. Pienso que con algún asesor experto. Y en todo caso, escribe usted novela policiaca y supongo que eso le abrirá alguna puerta.

—No crea. Se me ha acusado muchas veces de entrometido. La Policía no se encuentra entre mis admiradores.

—Bien, entonces no le robo más tiempo. Disculpe, he de ir al trabajo.

Elisa Almau abandonó la casa y se marchó pedaleando. Valentín Arcas movió la cabeza, compasivo. Es difícil aceptar la muerte de alguien a quien se quiere. La vida es una hija de puta, como no le caigas bien, vas listo. Y la muerte otra, pensó, se lleva a los más inocentes y nos deja a los que se debería llevar. Mientras se calentaba el caldo y la tortilla que le quedaban, se planteaba la posibilidad de que aquello se convirtiera en una novela. Si Lucía se suicidó, tal como todo indicaba, no daba mucho tema, pero si hubo asesinato se abría un horizonte muy prometedor. Quizá Javi tuviera razón y allí encontrara la inspiración que necesitaba.

En lo que su amigo se equivocó, fue en presuponer que nadie conocería a Valentín por aquellos lugares. Al escritor le saludaba mucha gente del pueblo. Y es que Nieves le había hecho mucha publicidad, pues desde el mostrador de su establecimiento se dedicó a poner en antecedentes de la identidad del ocupante de la casa de La Sarra y a mostrar los libros firmados a todos aquellos a quienes conocía, que era casi la población entera. Pronto todos supieron que el famoso escritor Valentín Arcas se encontraba en el lugar para escribir una novela sobre el terrible asesinato. Aquello le sorprendió y le supuso un subidón de autoestima. Por la admiración que demostraba aquella buena gente y los libros recién comprados que tuvo que firmar, se diría que sus últimos fracasos no fueron tan estrepitosos. Le resultaba divertido cómo quienes le volvían a narrar el caso, añadían un metro de espesor a la nieve o incrementaban los grados bajo cero que dificultaron la búsqueda de la adolescente. El tema del crimen, que yacía dormido en la mente de todos, despertó con la fuerza con que lo hace la naturaleza tras el invierno.

Cierto día, Nieves se presentó a media mañana en la casa con la excusa de ir a limpiar, pero en verdad para comunicar entusiasmada a Valentín que algunos vecinos habían decidido formar una comisión para ayudarle aportando datos oficiales, recuerdos, información sobre la familia y cuanto pudieran ofrecer para que pudiese empezar a escribir. A él aquello le pareció divertido, pero luego se echó a temblar, estaba en Aragón y era proverbial el tesón y la cabezonería de sus gentes que según parecía habían decidido antes que él que escribiría sobre el crimen de Sallent. Tal vez aquello fuera el empujón que necesitaba; ciertas mariposas empezaron a revolotear en su estómago y sintió una chispa de ilusión. Al instante le acometió la duda, si no era capaz de hacerlo regresaría a Madrid con la promesa de terminar el libro en su casa, y no volvería jamás a aquel lugar. Pero apartó ese pensamiento; estaba decidido a no volver a huir.

Nieves había fijado la primera reunión de la comisión, que ella encabezaba, para aquella misma tarde en su trastienda, y cuando llegó Valentín, le estaba esperando.

—Cambio de planes —dijo—. Nos vamos a reunir en la sala multiusos de la biblioteca. Aquí no cabemos todos y el cura, que es de la comisión, se lo ha propuesto a la mujer del alcalde, que también forma parte. Así, como la biblioteca está pegada a la iglesia, pueden encontrarle si le necesitan. Ya verás, don Regino es muy mayor, pero tiene la cabeza muy bien puesta, y conocía a la familia.

—¿Y al alcalde le parece bien?

—Naturalmente. Aquello es también la Casa de la Cultura.

Inaudito, pensó Valentín, un cura en la comisión, aunque tal vez el clérigo tuviera vocación de Padre Brown. Su sorpresa aumentó al comprobar que en aquella reunión también había un miembro jubilado de la Policía local de Jaca, dispuesto a colaborar en lo que pudiera. Cada uno de los asistentes se fue presentando al escritor, todos pensaban que iban a participar en algo grande.

—Regino Ruiz, cura párroco de este pueblo. No sé si seré de mucha utilidad, pero cuente conmigo.

—Fermín Cañizares, agente del orden jubilado, a su disposición. Aunque debo reconocer que yo todavía no me había instalado en el pueblo cuando sucedieron los hechos —dijo ceremonioso. Lo que no dijo fue que era un gran admirador de Valentín y que también hacía sus pinitos como escritor, inspirándose en experiencias propias.

—Fermín se llamaba también nuestro jotero: Fermín Arrudi. El Gigante de Aragón le llamaban, medía dos metros y veintinueve centímetros —aclaró Nieves con orgullo.

—Pilar Cambra. Abogada. Soy la esposa del alcalde, y Nieves, la enterada del pueblo, que si calla revienta. —Era rubia y atractiva, y parecía acostumbrada a ser la protagonista—. No dude en pedir cualquier cosa que necesite. Yo me encargo de que pueda disponer de ella. Es necesario que todo salga a la luz.

«Le gusta dirigir y quiere que se sepa que es ella quien manda», pensó Valentín. «Espero que no pretenda ser la jefa».

—Alfonso Navarro, soy el dueño de la ferretería, pero me van más los misterios que los clavos. —Y mirando a Nieves continuó—: Pero los misterios de verdad, no las tonterías de familia, como si a mi padre le tocaba o le dejaba de tocar la lotería con frecuencia. Es un placer, don Valentín.

—Miguel Gandía, encantado de conocerle y de participar en este proyecto. Yo trabajo en la Oficina de Turismo, y ahora no tengo mucho tiempo libre. Pero conozco toda esta zona como la palma de mi mano. Espero serle útil.

—Solo quedas tú, Nieves, y a ti ya te conozco.

—Sí, pero no sabes que mi apellido es Atienza. Recuerdo todo aquello a la perfección, ya lo sabes —dijo devolviéndole a Pilar la mirada impertinente—. Intenté que mi marido participase en esto también, pero es muy cabezota. Dice que a los muertos hay que dejarlos en paz y no molestarles. Que es la única ventaja que tiene morirse.

Valentín pensó, sin ánimo de desmerecer a nadie, que aquella era una comisión de sainete. El único que podría ser apropiado era Cañizares, pero ni había vivido los hechos ni participado en la investigación. Pilar vivía en Huesca cuando el triste suceso y Miguel era un niño todavía entonces, y solo sabían lo que habían oído. Alfonso y Nieves, que ya eran adultos en aquellos días, se pasaron la tarde discutiendo sobre los detalles, ambos lo recordaban de forma distinta. Don Regino no habló mucho y prefirió escuchar. Aquella reunión no fue más que una toma de contacto. El sacerdote se levantó de su asiento para ir a celebrar la misa y así se dio por terminada la primera sesión de aquella comisión, de la que todos salieron sin más conocimientos de los que tenían al entrar; salvo el escritor, que después de conocer a sus componentes, llegó a la conclusión de que poco iba a sacar en claro de ellos. Al salir de la biblioteca fueron a un bar, y dos cervezas después, todos parecían amigos de toda la vida.

—Mira —dijo Nieves poniéndose junto a Valentín y señalando la casa de enfrente en cuya fachada había representada una figura humana de elevada estatura—, aquí vivía Fermín Arrudi, del que ya te he hablado en la reunión. Hay dos estatuas suyas, esta y otra en el Ayuntamiento.

—Si era así de alto, al apodo estaba muy bien puesto —le llamó la atención la inscripción en el pergamino que el Gigante sujetaba—. «Escucha el silencio de la montaña» —leyó—. «Admira su riesgo y su grandeza y descubrirás la música que en ella se encierra». ¿Quién escribió esto?

—Pedro Alamañac Arrudi, un sobrino. ¿No te parece que es preciosa?

—Me parece sabia e intensa.

Valentín se sentó ante el ordenador, abrió el Word, pulsó las mayúsculas y escribió el título: El crimen de Sallent. Poco original, pensó y poco después sonrió, por fin había encontrado el título definitivo: La comisión, pero no se le ocurrió nada con lo que empezar el relato. Borró todo, llamó a Javi, le contó cuanto estaba sucediendo y después se tumbó en el sofá, puso la televisión y se quedó dormido. Dos horas después se despertó, apagó el televisor y se fue a la cama

Un cambio imprevisto

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