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Capítulo 2
ОглавлениеA las siete de la mañana, puntual como un reloj, Javi llegó a la puerta de la casa de su amigo que salía en aquel momento con una maleta grande, una bolsa de viaje y la máquina de escribir en su funda.
—No necesitas llevarte tanta cosa, no vas a un paraje deshabitado —dijo el médico a modo de saludo.
—Tú has decidido que me marche, pero yo decido qué me llevo —se rebeló el escritor que todavía se preguntaba qué hacía él allí cuando lo que deseaba era quedarse en su casa, meterse en la cama y dormir, dormir, dormir.
Valentín se acomodó en el asiento del copiloto y se ajustó el cinturón. Sacó el móvil y lo desbloqueó.
—Deberías olvidarte del móvil y desconectarlo —sugirió Javi.
—¿Tú lo has hecho? –retó el escritor.
—Sí, claro. Cuando viajo me desconecto del todo.
—¿Hasta de la clínica?
—Sobre todo de la clínica. Puede funcionar muy bien sin mí.
—¡Estás loco! Voy a enviarle un mensaje a Nerea.
—Tu hija sabe que te vas. Se lo dije yo. Cené con ellos anoche.
—¿Viste a Marina?
—Claro.
Valentín abrió la boca como si quisiera preguntar algo más, pero no dijo nada, y un silencio pesado se instaló entre los dos amigos.
—¿No vas a preguntarme por tu hijo?
—Sí, ¿cómo está?
—Pregúntame: ¿cómo está mi hijo Héctor?
—¡Por Dios, Javi! Será mejor que pares. Me vuelvo a casa. —Javier hizo caso omiso a las palabras de su amigo que, pasado un rato, preguntó—: ¿Cómo está mi hijo Héctor?
—Bien, tu hijo Héctor está bien. Tiene otra novia.
—¿Y Marina?
—También muy bien.
—¿Me guarda rencor?
—No, ya no. Es una gran mujer.
—No me porté muy bien —reconoció Valentín.
—Te portaste como un cabrón —sentenció su amigo.
Ya estaban en la A2, tenían por delante más de cuatro horas de viaje, y eso contando con que el conductor, que sería Javi durante todo el trayecto, solo hiciese dos o tres paradas. Valen no se ofreció a conducir, estaba tomando antidepresivos y su compañero de viaje no se lo habría permitido, el doctor Javier López Aguirre no jugaba con esas cosas.
Javi había sido siempre un chico serio y formal. Valen y él se conocieron en el colegio, cuando tenían seis años, y desde entonces eran amigos. En la universidad, el resto de la pandilla bromeaba diciéndoles que llevaban tantos años juntos que hasta se parecían, como alguno de esos matrimonios que llevan casados toda la vida. Tal vez tuvieran algún gesto similar, pero ni en el carácter ni en el físico tenían nada en común aparte de la edad. Javier no era ni alto ni bajo; su uno setenta de estatura no pasaba de la media, y además, desde niño había ido un poco sobrado de peso a pesar de las dietas y del gimnasio. De joven anduvo un poco acomplejado, pero lo superó y ahora estaba bien con sus kilos. A sus cincuenta años se sentía en su plenitud. El pelo se le había llenado de canas, pero eso no le afectaba. Estudió Medicina, se especializó en Traumatología Deportiva y era un cirujano afamado, tenía su propia clínica de Cirugía y Rehabilitación y había tratado a un buen número de deportistas de élite. Solía ser ponente habitual en congresos sobre Traumatología y Ortopedia y se le consideraba una autoridad en la materia. No se había casado, aunque había tenido un par de novias y algunas relaciones esporádicas. Su amistad se mantuvo a lo largo de los años. Javi se convirtió en el apoyo de Marina cuando, cansada de las infidelidades de su marido, tomó la decisión de dejarle. Fue con Valen con quien tuvo una buena bronca, pero este, borracho de éxito, pasó de su amigo y se lanzó a una vorágine de desatinos; el último, acostarse con Olga, la novia de su hijo. Marina asumió que su marido no sentaría la cabeza, le pidió el divorcio y él se lo concedió. Poco después empezó el declive de Valentín, que fue a buscarle como amigo, porque ya no le quedaba ninguno más. Y aunque a Javi le habría gustado darle una patada, su lealtad y sus sentimientos arraigados se lo impidieron. Le acogió y se volcó en ayudarle.
Valentín Arcas Diosdado, Valen para los amigos, era la antítesis del médico; alto, guapo, y con toda la labia que le faltaba a su amigo para comerse el mundo. Estudió Económicas y empezó a trabajar en un banco, se casó con Marina, que era su novia desde el instituto. Ella había estudiado Filología y daba clase de Literatura en un centro privado. Formaban un matrimonio feliz y todo les parecía maravilloso. Cuatro años después decidieron tener un hijo. Eran jóvenes, estaban sanos, vivían con holgura y nació su hijo Héctor. La vida seguía siendo perfecta, no podían pedir más. Al menos eso pensaba él hasta que el trabajo en el banco se le fue haciendo insoportable: primero la rutina, luego la competitividad, después la injusticia; empezó a pensar que era cierto eso de que un banco daba un paraguas cuando hacía sol y lo quitaba cuando llovía. Por lo que fuese, además del estrés, Valentín empezó a sufrir ataques de ansiedad y estuvo un mes de baja. Durante ese tiempo cuidaba de Héctor, arreglaba la casa y empezó a escribir, cositas cortas, pequeños relatos, descubrió que aquello era su pasión y recuperó la ilusión que había perdido. Las ideas fluían de su cabeza a borbotones y se sintió un hombre nuevo: había encontrado su propósito, ese algo para lo que él vino al mundo. Se incorporó al trabajo y cuando tenía un minuto escribía, cuando regresaba a casa escribía, y cuando Marina se acostaba, él se quedaba escribiendo hasta bien entrada la madrugada. El género negro era lo suyo. Basándose en la historia de uno de los clientes, disfrazándola un poco y añadiendo un asesinato y un inspector al que llamó Odón Castro, escribió una novela que envió a un concurso y con la que obtuvo el primer premio: cierta cantidad en metálico, un contrato con la editorial y la publicación de la obra que pronto se convirtió en un best seller con sucesivas ediciones.
Marina nunca le había visto tan ilusionado, por eso fue ella quien le animó cuando él manifestó su deseo de dejar el trabajo para convertirse en un buen escritor. Ella siguió trabajando, manteniendo la casa y ocupándose del niño y de las tareas del hogar, porque escribir llenaba todo el día y parte de la noche de su marido. Cuando el pequeño tenía dos años, Marina se quedó embarazada de nuevo y meses después dio a luz a su hija Nerea. La vida no podía ser más generosa, pensaba Valentín; se dedicaba a lo que de verdad le gustaba, tenía una mujer maravillosa y dos hijos a los que adoraba.
Escribir lleva su tiempo y no fue hasta dos años después que Valentín publicó su segundo libro, que también fue un éxito. Empezó a pensar que tenía que ampliar horizontes y colocar a Odón Castro próximo al escenario del crimen en otras ciudades, tanto españolas como extranjeras, y así comenzó a viajar para documentarse. Marina se quedaba en casa con los niños y con el trabajo.
Llevaban hora y media de viaje cuando hicieron una parada en un área de servicio para desayunar. Apenas cruzaron una palabra durante el desayuno, el médico concentrado en su tostada con jamón, el escritor buscando en su móvil correos electrónicos o WhatsApps inexistentes. Después, machacándose con la idea de que nadie se acordaba de él y para desviar un pinchazo de soledad, empezó a examinar a quienes estaban en aquel establecimiento. Observar a la gente le gustaba, pensaba que los humanos eran una fauna variopinta con ejemplares realmente curiosos, que en más de una ocasión le habían servido de inspiración para algunos de sus personajes.
—¿Nos vamos? —Javi le sacó de su abstracción.
La mañana era fresca, aunque ya estaban casi en el mes de junio. Emprendieron viaje de nuevo.
—He traído algo de abrigo —dijo Valen—. ¿Crees que lo necesitaré?
—Si lo has traído, seguro que no.
—¡Qué gracioso! Lo que quiero es saber si donde me llevas hace frío.
—En invierno mucho, está pegado a los Pirineos, pero no más que en Burgos o en Molina de Aragón. En esta época no hace la temperatura de Córdoba o de Badajoz, pero no hace frío.
—Total, que me has dejado como estaba.
—Tranquilízate. No te vas a morir de frío ni de calor. Vamos a un lugar precioso y el pueblo te sorprenderá, tiene cultura, historia, turismo y muchas leyendas. Está en tierra de brujas, ¿sabes? A lo mejor encuentras allí la inspiración perdida. No tiene que ver con el género que escribes, pero muy cerca está San Pedro de Siresa, una iglesia carolingia que es uno de los enclaves donde, según la leyenda, se encontraba el Santo Grial. Créeme, esa zona es increíble, puedes llegar hasta Francia andando o quedarte a disfrutar en el lujoso balneario que hay en el pueblo.
—¿Cómo dices que se llama?
—Sallent de Gállego.
Valentín había emprendido el viaje con actitud negativa, pero a medida que el paisaje se volvía más agreste y veía más de cerca la mole inmensa de los Pirineos fue relajándose y fijando su atención en cuanto le rodeaba. Él era urbano hasta la médula y prefería elegir destinos como Roma o París, ciudades grandes, populosas en las que pudiera encontrar una amplia oferta de actividades lúdicas y culturales, y sobre todo gente por todas partes. La ciudad más pequeña que había visitado era Ibiza, con Marina, poco después de casarse. A ella le gustaron las calas y las puestas de sol, y a él la gente, un extenso y heterogéneo muestrario de la fauna social.
—¿No crees que todo esto es una pasada? —Javi le sacó de sus recuerdos.
—Debo reconocer que estoy sorprendido, pero me temo que aquí me voy a sentir como un pez fuera del agua. Ya sabes que soy muy poco rural.
—No empieces con tus prejuicios. Date la oportunidad de conocer otras cosas y de cambiar el asfalto por la hierba.
Cruzaron el puente medieval que separaba el pueblo en dos barrios. El río Aguas Limpias hacía honor a su nombre. El escritor se sorprendió al descubrir que aquel no era el pueblo perdido y atrasado que imaginaba, y que había también mucha gente; estaban en una zona turística importante, apenas a doce kilómetros de la estación de esquí de Aramont-Formigal. Todos los días se organizaban marchas por distintas rutas para grupos de amantes de las montañas que deseaban coronar picos como el de Anayet, Monte Pacino o los Picos del Infierno.
El conductor detuvo el coche y entraron a comer en uno de los restaurantes de la calle principal. Después se dirigieron a la casa, a unos dos kilómetros del pueblo lindando ya con el parque de La Sarra. Javi comentó que, un poco más a la derecha, muy cerca de allí estaba El Salt, lugar por el que se despeña el río en una preciosa cascada que propuso visitar esa misma tarde; el médico hablaba con el entusiasmo propio de un enamorado de aquellos pagos. La casa estaba limpia y arreglada; una señora del pueblo se encargaba de mantenerla y de que siempre estuviese en perfectas condiciones.
Construida en piedra como era habitual en las casas antiguas de la zona, pero restaurada y adaptada a las necesidades actuales, tenía dos plantas: en la primera una amplia pieza central que hacía de salón-comedor con una buena chimenea y tres puertas por las que se accedía a un baño completo, a una cocina con despensa y leñera y al garaje en el que había bicicletas, herramientas y otros utensilios, y la escalera que subía a la planta de arriba, ocupada por tres dormitorios y otro baño completo. Javi se instaló en el dormitorio principal, colocó en el armario el poco equipaje que llevaba y se echó a descansar un rato, pero antes de meterse en la cama conectó el teléfono, sonrió y envió un mensaje a Marina: Hemos llegado bien. El lunes te llamo. Un abrazo. Valentín se acomodó en otro cuarto también muy amplio, tenía cama de matrimonio, un guardarropa y una cómoda antiguos, que debían de estar en la casa cuando Javi la compró. Mesillas de noche con su lamparilla a cada lado de la cama, un perchero también antiguo y pegado a la ventana un escritorio con un flexo. Se sentó en la silla que había encajada en el hueco de aquel mueble y comprobó que las vistas desde allí eran fantásticas. Debía rendirse a la evidencia de que en aquel lugar no faltaba nada y aceptar de una vez que haber ido hasta allí era una buena idea. Guardó la ropa, puso el ordenador y la máquina de escribir sobre el buró, en los cajones un paquete de folios y una carpeta con papel de copias. En el cajón de la mesilla el cargador del móvil, unos auriculares y pañuelos de papel, y sobre ella dos libros: La insoportable levedad del ser, que no había empezado a leer, pero se sentía identificado con el título, y El sueño de Ren, de Verónica Torres, una joven escritora que pisaba fuerte en su propio terreno. Descansaron un poco y a las cinco entraron en el garaje donde Javi le dio a elegir entre las tres bicicletas. Valentín prefería el coche, pero su amigo fue inflexible: caminar o bicicleta.
—Hace años que no monto en bici, si me rompo una pierna, te tocará hacer horas extras.
—No seas agorero y empieza a pedalear.
Poco después, ambos descendían la cuesta hasta Sallent con intención de llegar a Lanuza. El fin de semana pasó muy rápido, además de Lanuza y El Salt llegaron hasta los pies de la Peña Foradada y estuvieron en el paso del Portalet; pero sobre todo tuvieron oportunidad de recuperar aquellos momentos ya lejanos de cuando eran chicos, cuando Marina todavía no había entrado en sus vidas, cuando eran solo los dos y pasaban las horas hablando o callando, pero juntos.
El domingo por la mañana estuvieron en el spa y antes de comer visitaron en su comercio a Nieves, la señora que se encargaba de la casa, para decirle que Valen se quedaba por un tiempo y que contaba con su ayuda. Al regreso, Javi cambió la bicicleta por el coche y se despidió de su amigo.
—Cuídate mucho. Si te hace falta algo llama a Nieves, y cuenta conmigo para lo que necesites.
—Claro. Adiós. Ten cuidado por la carretera —contestó Valentín con un nudo el en el estómago que le producía la marcha de su camarada, o mejor el temor a quedarse solo en aquel lugar.
Javier puso el coche en marcha y recorrió unos metros, después hizo marcha atrás hasta colocarse de nuevo ante su amigo.
—¡Ah! Valen, olvidaba decirte que en esta casa se cometió un asesinato. Quizás eso te sirva de inspiración. —Y puso el coche en marcha de nuevo.
—Espera, espera. Dime algo más.
—Averígualo tú —contestó el médico antes de acelerar.