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Odiaba estorbar

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Para Carlos López

El hombre empinó el último sorbo de la anforita. Ahí no había más trago. Se sentó en la banqueta a descansar un rato antes de reemprender la caminata. ¿Hacia dónde? Qué importaba. Era lo de menos. Nadie lo esperaba en ninguna parte. Hacía mucho había tenido un hogar, una esposa y una hija que habrían dado la vida por él. Pero eso había volado como las volutas de cigarro que le gustaba admirar hasta la saciedad. Su vida misma se había disipado exactamente de la misma manera. Intentó refrescar en su memoria aquellos años mozos. Era bien parecido, o cuando menos todos se lo habían hecho ver así. Tenía éxito entre los hombres y entre las mujeres. No aspiraba a nada en el mundo más que a ver fortalecida su vanidad, y eso se le daba a raudales en la adulación que recibía constantemente. Pero algo se empezó a quebrar. Se había casado enamorado de Elena, una de sus conquistas, y pronto había sobrevenido una hija que lo hizo armar castillos en el aire. Pero algo funcionaba mal. ¿Su trabajo? No, o tal vez no. Era un empleado equis del sector salud. Sentía sobre sí el peso de la maquinaria estatal, que lo aplastaba paulatinamente y que apenas le daba tiempo de incorporarse y respirar. No era médico, pero su trabajo administrativo le permitía sentir en carne propia la acre marcha del tanque de guerra oficial.

Quiso ir más allá en ese esfuerzo mnemotécnico pero el sueño empezó a vencerlo. La noche era inclemente. Si sólo tuviera un trago más, cobraría ánimos, se pondría de pie y seguiría su destino.

“¡Quítate animal!”, le gritaron de pronto. Hasta ese momento se dio cuenta de que estaba sentado en la entrada de coche de una casa más grande de lo que nadie se hubiera podido imaginar. Se miró sus ropas, andrajos podridos y tumefactos, y consideró que en la vida podría entrar a una casa así como invitado de honor. Ni siquiera como criado, concluyó.

“¡Quítate animal, pendejo!”, volvió a escuchar. Pero ahora el auto se había trepado a la banqueta y le había echado las luces encima. Se encontraba a escaso medio metro de esa máquina que lo amedrentaba con acelerones continuos. Supo que la voz provenía de quien se hallaba sentado en el lugar del copiloto. Se percató una vez más de que, en efecto, estaba estorbando la entrada de un automóvil, y a él lo último que le gustaba era estorbar. Ésa había sido su filosofía a lo largo de sus cincuenta años. Cualquier cosa antes que estorbar. Cuando en la noche llegaba su hija adolescente a casa, él se hacía a un lado y corría a encerrarse a la recámara. Cuando su esposa trazaba el gasto del mes, él prefería salir a la calle y caminar antes que meter las manos en algo que ni le importaba. Porque estaba seguro de que su sola intervención habría sido consideraba una intrusión, un estorbo.

Recibió la patada en un costado. Uno de aquellos dos individuos —¿serían únicamente dos, no vendrían más en la parte de atrás?— se había bajado y le había dado una patada con todas sus fuerzas. Y a la patada sobrevino una carcajada. “¡Muévete, pendejo, hijo de tu puta madre, antes que te mate!”, lo sacudió la amenaza.

Pero una patada no era gran cosa. Tenía años en estado de ebriedad y lo habían atropellado tantas veces que ya ni se acordaba. Claro que los atropellamientos no pasaban de ser golpes reblandecidos. Apenas lo rozaban los autos. Tan levemente, que enseguida se incorporaba y proseguía su camino, no sin antes brindar por su buena suerte. Así que, bien visto, esa patada no era otra cosa que un automóvil rozándole la espalda. Bien podría aguantar otras embestidas. Oyó abrirse la otra puerta y la voz del conductor que exigía darle la siguiente patada. “No me quites ese gusto, cabrón”, alcanzó a escuchar. Y le llegó el tufo a alcohol. No había diferencia entre el aliento de un teporocho y el de un hombrecito refinado y cursi, se dijo. La pestilencia era la misma. Aunque con un poco de esfuerzo podría distinguir si predominaba el ron, el whisky o el brandy en el aliento que salía de aquellas bocas. Tantos años le habían prodigado cierta sabiduría olfativa. Agradeció a Dios, que lo había dotado de un sentido tan fino.

Sintió la otra patada en el costado derecho. Este hombre tenía más fuerza que el otro. Entonces empezó la llovizna de golpes. Él se cubrió la cara con las manos y se dejó caer. Hecho un ovillo las patadas lo dañarían menos. Pensó en su esposa y en su hija. Estas patadas eran dulces caricias comparadas con aquéllas, se dijo. “Eres un inútil y pobre diablo”, “Contigo estamos sometidas a un infierno en vida”, “No sirves para nada ni como hombre ni como empleado ni como nada”, “Tú no me quieres, papá”. Se relamió los labios. Quizás lograría captar el simple aroma del whisky. Y con eso darse un levantón. Con eso se conformaba. Había dejado de sentir las patadas. El dolor se había dormido. Si le ofrecieran un trago se iría de ahí cuanto antes. Porque él odiaba estorbar. Nadie tenía derecho a estorbar. Le dio la razón a sus golpeadores.

Pocos son los elegidos perros del mal

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