Читать книгу Pocos son los elegidos perros del mal - Eusebio Ruvalcaba - Страница 8
Ajuste de cuentas
ОглавлениеSe enfurecía por haber perdido el ímpetu creador o el furor, como él lo llamaba. Las ideas no venían más a su cabeza, a no ser en jirones que la mayoría de las veces de plano era imposible hilvanar y construir una sola que sonara congruente. Pedía su copa, bebía dos, bebía cuatro, y aquella pluma permanecía infértil, como si tuviera congelada la tinta.
“¿Puedo sentarme aquí?”, la sola pregunta interrumpió su concentración o, mejor dicho, el esfuerzo que empezaba a perlar su frente. Era una mujer de aspecto irrelevante, asexual por completo. No había nada en ella que la hiciera especial, nada proveniente de su fachada ni de su interior, algún brillo en los ojos, cierto matiz en su tono de voz. Una mirada como las de cientos con que se topaba todos los días en la calle, un cuerpo equis, tan convencional como el de las secretarias de una oficina burocrática; y menos por fuera: jeans, playera con un letrero que no decía más que una frase fácilmente olvidable “ésta soy yo”, un cinturón de metal que intentaba un malogrado baño de plata. Le dio exactamente lo mismo que aquella mujer se sentara. Pero movido por una caballerosidad de la que alguna vez se había sentido orgulloso, asintió.
De inmediato la chica dijo:“me llamo Natalia, ¿y tú?”. Ordenó un vodka con jugo de naranja. “Desarmador, así se llama”, estuvo a punto de acotar él, pero la sola idea lo ruborizó. Seguramente resultaría ridículo; era obvio que la chica sabría el nombre de su bebida.
—Francisco José —respondió—, y mi apellido es...
—No me lo digas, qué hueva los apellidos. No son otra cosa que una maldición. Los nombres son lindos, pero los apellidos son una porquería. No son más que grilletes. ¿Te imaginas que nadie tuviera apellidos? Ser como mucho más libres, ¿no crees?
Él nunca había reflexionado sobre eso. Por supuesto que no estaba de acuerdo. Qué imbecilidad. Su padre, economista de carrera y político sobre la marcha, ya muerto, siempre había insistido en que había que mantener muy en alto el apellido. Y tan pensaba como su padre que en ese momento juró que defendería su apellido contra viento y marea. Un enrojecimiento imperceptible lo hizo pensar en lo cursi que se estaba volviendo.“Ya tengo cincuenta y cinco años”, se dijo, y sorbió un trago de su ron blanco pintado. Era lo que más le gustaba: beber a solas sin tener que brindar con nadie, por eso cuando se le presentaba la oportunidad de echarse un alcohol con su amiga la soledad no lo desperdiciaba. Y por eso sintió avanzar por su columna vertebral una oleada de desesperación. Ya se había arrepentido de haberle permitido a aquella mujer sentarse a su mesa.
Algo había en ella que le parecía melcocha. Cómo decirlo, como una pose estudiada horas ante el espejo. Ese algo no tenía nombre, o cuando menos él ignoraba cómo nombrarlo.
—¿A qué te dedicas?
¿Por qué siempre tenía que surgir esa estúpida pregunta? A masturbarme, estuvo a punto de responder, pero quién sabe cómo se lo tomaría. Todas las mujeres que había conocido que sumaban, casi medio centenar pecaban de solemnidad, y ésta no sería una excepción.
—Manejo un taxi...
—Nunca lo hubiera pensado, ¿y qué haces escribiendo? Más bien pareces escritor.
—Si fuera escritor no habría aceptado que me interrumpieras. Y no estoy escribiendo, estoy haciendo cuentas.
—Cuéntame algo interesante que te haya sucedido últimamente...
¿Qué diablos podía contarle? Yo era un pseudoescritor, no llevaba la cuenta de los premios que había ganado, mis libros me habían dado hasta una agregaduría cultural en Europa, condominio en la Roma, dos automóviles, y no se me ocurría nada. De algún lado tenía que sacar la jodida inspiración. Con tal de que se fuera y me dejara en paz. ¿Y por qué no me atrevía a correrla? Por mi pusilanimidad, ¿por qué otra cosa?
—No sé si te resulte interesante, pero te lo cuento. El otro día decidí invertir los términos de la ecuación y convertirme en asaltante. Me quedé callado, mientras la mujer (la estúpida mujer) digería
la enormidad de lo que le estaba diciendo. —¿Qué pasó? Cuéntame... —No te lo puedo contar, porque si te lo cuento, te conviertes
en mi cómplice, salvo que me denuncies. ¿Quieres ser mi cómplice? —No lo pensaría dos veces. Por supuesto que sí. Me aviento el tiro macho. Tú cuéntame. Pero antes déjame pedir otra, para que no nos interrumpan. Seguro los millonarios desayunan jugo de naranja
con vodka para llevarse la fiesta en paz. —A mí eso me importa un carajo. ¿Quieres que te cuente o no? —Pues claro. No quise interrumpir. —Entonces déjate de decir tanta pendejada y quédate callada
un minuto. Le trajeron su desarmador y la mujer lo paladeó como si fuera
un dulce y refrescante jugo de naranja. Lo batió con el agitador, se echó a la boca un puño de cacahuates y esperó a la expectativa lo que yo estaba dispuesto a contarle. Pero había decidido hacerme del rogar. En primer lugar porque no tenía nada qué contar, y en segundo porque el hecho de tenerla ahí, esperando mis palabras, me hacía sentir bien. Era como darle a oler un pedazo de carne a un perrito. Me sentía apremiado por sus ojos inquisidores, pero de ahí no pasaría. La sensación de tenerla esperando me llenaba de dicha, aunque por fuera simulaba cierta zozobra.
—De veras que no sé si contarte o no. No es algo que me guste andar desparramando, como si fuera algo de lo que te puedes sentir orgulloso. Siempre he sido un hombre de principios, respetuoso de la vida humana. Si huelo la violencia me hago a un lado. Sería incapaz de agarrarme a golpes por cuestiones tan estúpidas como defender a un tercero, poner a salvo mi honor, mi pinche y jodido honor, o por lo que gustes y mandes.
—¿Si alguien me faltara al respeto aquí y ahorita mismo, me defenderías a golpes?
Solté una carcajada tan fuerte que yo mismo me sorprendí.
—Ni aunque fueras mi madre metería las manos por ti. No hay que madrearse por nadie, menos por una mujer, porque esa misma noche se lo cuenta a tu mejor amigo, cuando esté cogiendo con él. Y ya ves, ya me volviste a interrumpir. Quitas la inspiración a cualquiera.
—No, no, perdóname, se me salió. Te juro que ya me voy a estar calladita.
—Eso espero. La próxima te levantas de la mesa y te vas a beber a la barra. Allí no interrumpes a nadie. Magdaleno, el cantinero, está acostumbrado y no pela ni a las monjas. Es lo que yo debí haber hecho contigo. Pero me vi blandito dejándote sentar. En fin...
—Qué enojón y maleducado eres, ¿eh? Ya síguele.
—Pues fue a un anciano. De esos ancianos jorobados y de bastón, pero que se les ve que llevan cartera abundante, nomás porque no sacan la mano del bolsillo. De buen traje. Billete a la vista, pues. Se subió con muchos trabajos al taxi. Hasta lo ayudaron, una pareja que pasaba por ahí. “¿Adónde va?”, le pregunté. Y respondió muy meloso, como haciéndose el querendón: “A la Obrera. ¿Me cobra con taxímetro, verdad?” “Sí claro, más o menos han de ser sesenta o setenta pesos, de Polanco a la Obrera a esta hora”. Porque eran como las doce del día. Igual y hasta menos le salía.
Sorbí un trago y me la quedé mirando. Por primera vez descubrí que sus labios eran hermosos, grandes y jugosísimos. No los había visto antes, lo juro. Al contrario, y ya lo dije, su fealdad me había hartado. Pero ahora los vi, ahora que la tenía en las manos. Ella había decidido estar ahí. No yo.
—Prefiero ya no contarte nada. —No, no, cuéntame, por favor. —No te veo mucho interés. —No, sí, me muero de ganas de oírte. —Bueno. Agarra la onda que cuando el megarruco se subió,
yo no llevaba esa intención. Se me ocurrió en el camino. No sé exactamente por qué, si por su modo de hablar, con un modito como mandón, o porque salpicaba cada vez que abría la boca, o simplemente porque me decía hijo, y a mí no me gusta que nadie me ande diciendo hijo. No sé cuál fue de esos motivos, pero algo disparó en mí ese modo de ser que a toda costa trato de mantener con el seguro puesto.
—¿Pues no que no eres violento?
—No se trata de violencia. Se trata de algo menos obvio. Ignoro cómo llamarlo. Más bien como una necesidad de probarme. De un ajuste de cuentas que sólo ocurre en mi cabeza. Porque míralo bien, ¿quién tendría algo contra un anciano que está en los límites de la vida? Salvo que sea una cuestión personal, no creo que nadie.
—¿Lo mataste? —preguntó, con un hilito de su bebida escurriéndole por las comisuras y los ojos un tanto cuanto fuera de sí.
Vi en esos ojos el asombro y la reprobación. Se llevó la mano a la frente como pidiendo paz. Como si se quisiera quitar de encima una sensación que no podría superar el resto de su vida. Se había acercado más de la cuenta al precipicio y ahora estaba arrepentida. Cómo gocé ese instante. No hay para mí mayor placer que hacer sentir mal a una mujer. Tal vez porque las ponía a prueba y nunca salían bien libradas. Me imaginé matando a un anciano y casi le revelo la mentira. No es que yo amara precisamente a los viejos decrépitos, pero en la vida le haría daño a ninguno. Mi padre no había muerto anciano pero mi abuelo sí. Y a través de él aprendí a guardarles tolerancia. Y ahora debía mantener la mentira de principio a fin. Que encima ya empezaba a cansarme. En cualquier momento me quitaba la máscara y le decía a esta mujer cuyo nombre a estas alturas ya había olvidado que todo era un juego y que no había hecho más que divertirme a su costa. De todas maneras se lo iba a decir, tarde o temprano, nomás por ver su cara de bruja con otra expresión.
—Sí, las cosas se pusieron violentas.
Sentí que una suerte de voluptuosidad crecía dentro de mí. Una sensación que bien conocía pues la había vivido desde niño. Cuando estaba a punto de cometer una maldad que habría de perjudicar a un tercero la sentía crecer dentro de mí, como un volcán a punto de estallar. Y este placer ¿mórbido?, ¿enfermizo?, no sé cómo llamarlo, se incrementó hasta alturas insospechadas durante mi adolescencia. Pondré un ejemplo a modo de explicación. Mis padres, siempre adinerados, no tenían empacho en contratar sirvientas de buen ver “para no pasar vergüenzas con las visitas”, situación de la que saqué provecho como un buen delantero de un penal puesto en charola de plata. Sirvienta que entraba, sirvienta que me la cogía. Yo andaría por los dieciséis o diecisiete años, pero la gracia (el chiste, dirían algunos despiadados) estaba en que siempre buscaba el modo de que mis padres descubrieran aquel palo, y la corrieran a las de ya. Desde entonces, descubrí que no podía vivir sin un acicate semejante, que me permitiera reírme de mis prójimos cristianos.
—¿En qué piensas? Te quedaste callado...
—Perdóname, estaba reflexionando en que los taxistas nos las vemos bien duras para ganarnos la vida. No nos queda de otra. Imagínate con cuántos problemas tiene que lidiar un trabajador del volante. Primero que nada, con los otros conductores, lo mismo particulares que del transporte público, después con el pasaje, porque así como hay gente decente, hay gandallas y cabrones, y por último con uno mismo, porque hay un momento en que ni a ti mismo te soportas. Comes donde te da hambre, siempre puras porquerías, descansas donde puedes, orinas en un envase de coca cola, y nadie te toma en serio, me refiero a una conversación, es como si hablaras con el excusado que se traga la mierda. Así es un día de trabajo normal para nosotros. Aunque a veces me distraigo leyendo cómics.
—No me senté aquí para hablar de esas estupideces.
—¿Estupideces? Pásate dieciocho horas al volante de un taxi y vas a ver a lo que me refiero. Tú escucha y ya, tarada.
Deslicé la mano por debajo de la mesa y le toqué la pierna. Pinche vieja, con un poquito de calor nos sentiríamos mejor. Los dos.
—Quita de ahí tu manota. Me reí. —Lo siento, si estás en mi mesa yo decido. Vieja que se sienta en mi mesa, vieja que le meto la mano. —Pues te vas a chingar a tu madre, porque a mí no. Y no sólo eso, te voy a denunciar, ¡asesino! —Chale, para que me denuncies con lujo de detalles, déjame acabarte de contar. Estoy seguro que tú hubieras hecho lo mismo.
Se quedó callada un minuto. Y yo sabía exactamente lo que significaba que una mujer te escuchara sin pestañear un minuto, cosa que se producía una vez en siglos. Tan lo sabía que en un pasado no muy lejano aproveché ese minuto para declarármele a mi esposa (ojalá nunca se hubiera quedado callada).
—Te dije que se me ocurrió en el camino y es cierto. Pero no fui yo el que lo mató, fue el tráfico, el calor, el esmog, los agentes de tránsito que te muerden por cualquier cosa. Íbamos tranquilos, disfrutando del viaje. Aunque cauteloso, el viejo no paraba de contarme lo bien que le iba con su familia, que sus nietos lo adoraban, que sus hijos, salvo uno que se había muerto de leucemia muy joven, lo veneraban. Que tenía dinero suficiente para vivir el resto de sus días sin preocupación alguna y sin pedirle cinco centavos a nadie. Y que encima aprovechaba todas las ofertas para los ancianos que les daba el gobierno.“¿Es usted un triunfador?”, le pregunté, aunque un poco avergonzado, ¡preguntarle eso a un esqueleto de ochenta años! Me dijo que sí. Y no resistí más. Doblé a mi derecha en el primer callejón que vi, me detuve bruscamente, chequé que no pasara un alma por ahí, y comencé a ahorcarlo. Apreté más y más. El viejo me miraba desconcertado o, mejor que eso, aterrorizado, y yo seguía. La vida se le iba en mis manos. Pensé en todos los viejos que conozco, pensé en esa línea delgadísima que separa la vida de la muerte (te lo digo porque mi madre murió de un infarto). Y seguí apretando. Pero sobre todo, ya te lo dije, y tómalo como quieras, que me da igual, estaba yo ahorcando a la mierda social. Así lo veo ahora. Me deshice del viejo en el Canal Nacional, las aguas negras que están atrás de la UAM Xochimilco. Ya saldrá mi crimen en la prensa. Ni siquiera lo robé. Simplemente arrojé su cadáver. No sabes el gusto que me dio cuando se fue hundiendo, poco a poquito como un costal de piedras. Me fui de ahí y seguí mi ruta como si nada.
No dijo ni pío. Se me quedó viendo como si estuviera viendo un león comerse una mascota.
—¿Te vas a la cama conmigo o me denuncias?
—Me voy a coger contigo, ni me lo preguntes —dijo, mientras sorbía el último trago de su desarmador.
Pedí la cuenta, la pagué y nos fuimos al hotel más cercano. Es el palo más aburrido que me he echado en la vida, aunque a ella le pareció el más sensacional.
No la he vuelto a ver. Y la inspiración nunca vino. Ojalá algún día pueda escribir el cuento del crimen del taxista.