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2 ¿Dónde están las gemelas?

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Era ya noche cerrada cuando los padres de las niñas vinieron a nuestro apartamento para pedir ayuda a Basil. No pudimos atenderlos porque estábamos arriba, en casa de Holmes.

Estábamos escondidos en nuestro rinconcito preferido, escuchando con profundo interés y admiración.

El señor Holmes le estaba explicando al doctor Watson la resolución de un robo de joyas que tenía en vilo a Scotland Yard.

Basil había sacado su libreta de bolsillo (bolsillo de ratón, por supuesto) y anotaba cada palabra.

—¡Es un genio absoluto! —susurró Basil—. ¡Qué cerebro! Este hombre llegará a ser una leyenda: su fama alcanzará los rincones más remotos de la Tierra.


—También usted es ya una especie de leyenda —añadí yo.

—Quizá, Dawson, pero tengo mucho que aprender. ¡Y qué honor más grande hacerlo de Sherlock Holmes!

A lo que repliqué:

—¡Y qué honor para ser el ayudante del Sherlock Holmes de los ratones!

Basil sonrió con la modestia que le caracterizaba y siguió tomando apuntes.

Una hora más tarde, el señor Holmes sacó su violín del estuche, le cambió la cuerda al mi y arrojó la vieja a la papelera.

Después levantó el arco y ejecutó un fragmento de Paganini. Éramos todo oídos, tocaba tan magníficamente que era imposible no emocionarse.

—¡Bravo! —chilló Basil, extasiado ante el talento de su mentor.

Luego oímos una pieza de Mendelssohn que había pedido el doctor Watson, y, al fin, los dos se retiraron a sus respectivas habitaciones.

Basil cogió de la papelera la cuerda del violín y nos deslizamos silenciosamente por un pasadizo secreto en el suelo.

Permitidme que haga un pequeño inciso y explique el reglamento que estableció Basil cuando nos mudamos a Baker Street, a fin de no molestar a su héroe Sherlock: solo mi amigo y yo podíamos entrar en el pasadizo secreto. Así que imaginaos nuestra sorpresa cuando una vez dentro vimos a la señora Judson, nuestra ama de llaves, correr hacia nosotros completamente conmocionada.

—¡Oh, señor Basil! —exclamó—. Sé bien que infrinjo el estricto reglamento, pero se trata de una emergencia. Sus vecinos, los señores Proudfoot, le esperan desde hace una hora. Desde que ha llegado, la señora no ha dejado de llorar. ¡Tenía que venir a buscarle!


—Tranquilícese y cuéntenos qué sucede —dijo Basil con amabilidad.

—¡Angela y Agatha han desaparecido!

—Qué raro —observé—. Aunque la verdad es que las gemelas son bastante traviesas. Seguro que nos están gastando una broma.

—No lo creo —comentó Basil—. No son horas de bromas. Tendremos que investigarlo: démonos prisa.

La señora Judson corría delante y los lazos de su delantal se agitaban con la carrera. En pocos minutos llegamos a casa.

La señora Proudfoot no era la de siempre. Su gracia y alegría habían desaparecido dando paso a unos ojos enrojecidos y una cara inundada de lágrimas.

Cuando vio entrar a Basil, se levantó del sofá, fue a su encuentro, y lo sujetó desesperadamente por las solapas del abrigo.

—¡Nuestras gemelas han desaparecido! ¡Desaparecieron cuando volvían de la escuela! ¡Seguro que les ha pasado algo terrible! ¿Una trampa, quizá? ¡Oh, mis pobres niñas, dónde estarán!

Se dejó caer de nuevo en el sofá, sollozando.

Saqué de mi maletín un frasco de sales aromáticas y lo acerqué a su nariz.

El marido estaba en silencio, de pie detrás del diván, con expresión de profundo sufrimiento.

Basil abrió el cuaderno de notas:


—Su mujer está demasiado nerviosa para hablar. ¿Quiere decirme usted todo lo que sabe?

El señor Proudfoot recobró fuerzas:

—Lo intentaré, señor. Angela y Agatha no vuelven nunca de la escuela después de las cuatro de la tarde. Y ahora son más de las once y no sabemos qué pensar. Usted conoce a las gemelas: siempre están alegres, y los niños felices no se van de casa.

—Tiene usted razón, señor Proudfoot. ¿Ha preguntado a los compañeros de la escuela?

—Sí. Han dicho que las niñas pensaban pararse en la pastelería al regresar a casa. Lo hacen a menudo, porque son muy golosas; se gastan la mayor parte de su paga semanal en chocolatinas. Pero cuando preguntamos al propietario de la pastelería, nos dijo que no las había visto.

—¿Confía usted en el pastelero?

—El señor Hume es uno de los ratones más honrados que conozco.

—Mmm... por tanto lo podemos excluir como sospechoso. Una última pregunta: ¿cómo iban vestidas las niñas?

—Llevaban unos bonitos vestidos amarillos —dijo la señora Proudfoot entre lágrimas—. Mis tesoros estaban tan guapas con sus vestiditos y sus hociquitos blancos...

Basil le dio unos golpecitos en la espalda:

—Por ahora solo le puedo ofrecer un poco de consuelo. Pero le aseguro que haré todo cuanto esté en mis manos para encontrar a las niñas. Y ahora sea fuerte, vuelva a casa e intente descansar un poco.

La señora se levantó y apoyándose en su marido se dirigió hacia la puerta. El señor Proudfoot se volvió hacia nosotros.

Basil, el ratón superdetective

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