Читать книгу La balada del marionetista II - F. J. Medina - Страница 11
Capítulo 5
Wahl
ОглавлениеLa lluvia caía torrencial, creando una espesa cortina de agua que impedía la vista mucho más de lo deseable. A pesar de estar acostumbrados a ella, pocos lugareños transitaban el pedregoso camino que conducía a la capital. Las ruedas de la carreta crujían constantemente, en armonía con los goterones que traspasaban la cubierta del carromato. Una nueva y gigantesca gota fue a parar a la punta de su nariz.
—¡Joder! —expresó para sus adentros—. Para esto hubiera venido a caballo. Habría llegado hace tiempo y no me habría mojado mucho más.
El carruaje iba lleno, hasta arriba de cajas de berio. El enano que lo manejaba había tenido que apretujarlas un poco para poder hacer el suficiente hueco como para que cupiese su pasajero. Tenía que hacer el recorrido hasta Wahl, y ese dinerillo extra no le venía nada mal. Fue generoso con las monedas, por lo que no dudó en alojarle junto al riquísimo líquido que llevaba. Por suerte no era corpulento y bastó con empujar bien las cajas para hacer un huequecillo en la parte trasera, justo tras la portezuela. Acurrucado y más empapado de lo que le gustaría, esperaba pacientemente la llegada a la capital, justo en el vértice norte del reino.
—¡Alto ahí!
La autoritaria voz, seguida de la orden de parada del enano a los caballos, le obligaba a prestar atención. Afinando sus oídos pudo oír los metálicos pasos de dos personas, dos robustos hombres provistos de armaduras, supuso. Enseguida llegaron hasta la parte delantera del carromato, notando que cada uno se detuvo a uno y otro lado del asiento del enano.
—¿Otra vez? —se quejó furibundo el enano—. Es el cuarto, no el… quinto. No, la sexta vez que me paran dentro del reino. ¿Puede saberse a qué viene tanto control?
—¡Eso no es asunto tuyo, Tágalin! —espetó seco uno de los guardias—. ¿Traes el berio para la «enana»?
—¡Por supuesto! —respondió enojado el enano—. ¿Qué iba a traer si no? ¿Cerveza? —concluyó despectivo.
Tágalin iba bien resguardado por el tejadillo que se extendía sobre su cabeza, y desde su posición pudo oír cómo el enano arrastraba una pesada caja de madera. Como ya lo había hecho antes, el viajero supo que la colocaba en el borde de su puesto, justo ante el guardia.
—¡Es el trayecto más caro de todos los que he hecho! Si en La enana borracha os cobran el doble… sabréis el motivo. —Oyó quejarse al enano Tágalin—. ¿Pensáis mantener este estado de alerta mucho más tiempo?
—¿Crees que a nosotros nos gusta? —Escuchó quejarse también al guardia—. Son órdenes del Trueno, así que hasta que no vuelva seguiremos así.
«El Trueno… Estoy impaciente por conocerle. Desde luego, el nombre promete».
A pesar del incesante sonido de la lluvia, afinando el oído podía oírlo todo con extraordinaria claridad. El guardia cogió la caja de berio y se alejó de la carreta.
—Cogemos una cajita y hacemos la vista gorda —dijo el otro guardia—. ¿Si lo prefieres le digo a Emker que la traiga y echamos un vistazo a lo que llevas?
El enano guardó silencio ante la sarcástica voz, aunque dedujo que más que porque se lo estuviera pensando, debía de ser porque debía de estar echándole una inquisitiva mirada al guardia. No podía verles, solo oírles, pero se le daba bien interpretar ese tipo de escenas, por lo que no se preocupó demasiado.
—No será necesario —espetó Tágalin a regañadientes.
Acto seguido mandó a los caballos proseguir con la marcha y, tras atravesar unas cuantas calles empedradas, se detuvo nuevamente.
—Bueno, creo que se acabó el viaje —suspiró, justo antes de echarse la capucha para tapar su rostro.
La puerta del carromato se abrió.
—Hemos llegado —le dijo instigadoramente el enano—. Baje antes de que salgan mis… clientes.
—No se preocupe —le contestó, mientras descendía grácilmente del carromato—. Saldré y nadie sabrá que me ha traído. Aquí tiene el resto.
Entonces le dio a Tágalin una bolsita de piel marrón.
—He metido un extra por las molestias y las cajas de más que ha tenido que pagar, además de pagar así su silencio…
El enano abrió enseguida la bolsita, comprobando de un rápido vistazo que estaban las monedas de oro que le adeudaba y, para su sorpresa, un pequeño rubí entre ellas.
—Estaré unos días por aquí —habló el enano—. Lo digo por si necesita que le saque.
—Lo tendré en cuenta —dijo antes de salir del almacén de la taberna.
No había mucha gente paseando por las calles. La piedra del suelo tenía dos dedos de agua encima y, a pesar de estar acostumbrados a semejante aguacero, el desconcertante estado de guerra parecía haber apagado a los wahlianos. Así que dio la vuelta al edificio, guiado por el hambre y la sed, pero también por la querencia de obtener algo más de información local.
—¡Qué mejor que una taberna pa…! —decía, a la vez que traspasaba la entrada del local.
Pero enmudeció al entrar. Esperaba un lugar lleno de hombres, bebiendo alcohol y jugando, pero en la famosa taberna apenas había un par de mesas ocupadas y un tipo en uno de los taburetes de la barra.
«Creo que aquí escucharé poco», pensó decepcionado pues esperaba poder curiosear entre las habladurías de los lugareños. Era algo que le encantaba y que, viendo aquel hastiado panorama en la taberna más famosa del reino, le sobrecogía.
—Espero que al menos lo que pueda oír sea interesante —se dijo al decidir que quería animar aquello un poco.
Así que echó hacia atrás su capucha, liberando sus largos cabellos azules que, como si de un resorte hubiesen tirado, se enderezaron puntiagudos apuntando al techo del edificio. El tabernero se le quedó mirando los pelos, atónito y paralizando la limpieza de la jarra que tenía en su mano. Estaba acostumbrado a ver el mismo rostro, una y otra vez, cada vez que dejaba al descubierto su tiesa melena azul.
—¡Una cerveza negra! —pidió en voz alta, para que todos le escucharan, acomodándose en uno de los numerosos taburetes vacíos.
Desde luego algo sí que llamó la atención pues, aunque no miró, sintió cómo el silencio que imperaba se hizo todavía más… silencioso, además de notar que todas las miradas apuntaban a él.
«Nunca falla», se felicitó un instante antes de escuchar cómo un seco eructo retumbaba de pared a pared.
—¡Vaya pelos! —Oyó decir sutilmente al atronador, el cual ocupaba una de las mesas junto a otro tipo.
—¡Es forastero! —afirmó el tabernero mientras le servía la jarra—. ¿De dónde viene?
Resignado, no levantó la mirada de la astillada madera de la barra, haciendo caso omiso al hombre.
«Son todos iguales —pensó jocosamente—. Soy yo el que quiere sacarles información y, sin embargo, no dejan de preguntarme continuamente las mismas cosas».
—¡Eh! ¡Oiga! —instigaba el delgado hombre.
—Ya le he oído —contestó, molesto ante la insistencia, sin subir la vista.
Entonces se hizo un breve silencio, roto nuevamente por el pesado tabernero.
—¿De dónde viene? ¿Cómo se llama?
—¿Enseñan a formular esas preguntas en la escuela de taberneros? —contestó sarcásticamente, dejándolo un pelín anonadado.
—Es sureño. ¿A que sí? —le preguntó con perspicacia.
—Soy un raschtzeno —soltó sin más, sabiendo que aquel tipo no tendría ni idea de lo que le decía, justo antes de dar un trago a su cerveza negra.
—¿Un qué?
—¡Raschtzeno! Vengo de Raschtz Nay Clovelly. —«No le gusta nada que mencionemos aquí algo de lo que hay fuera… Como se entere me va a dar una buena azotaina».
—¿Dónde carajos está eso? Rasch…
—Raschtz Nay Clovelly —dijo rápidamente ante la clara imposibilidad del tabernero por repetir ese nombre.
—No tengo ni idea de dónde está ese sitio. ¿Está por Kelatjav?
—No, un poquito más lejos.
—¿Más aún? Sí que ha viajado. ¿Cómo se llama?
«¡Jooo-der! ¡Será pesado! Si no fuera porque les gusta hablar de más, les cortaba la lengua».
—Desconocido —respondió finalmente, puesto que no quería revelar su nombre. Ya había hablado, y mostrado, demasiado.
—¿Desconocido? —espetó extrañado el tabernero.
—¡Sí, Desconocido! Llámame así.
El tabernero le miraba con cara de pocos amigos. Por experiencia propia sabía que los desconocidos no solían ser muy bien recibidos en sitios así, lugares lluviosos con poco tránsito de extranjeros, pero los desconocidos que además se hacían llamar «Desconocido»… Se echó a un lado para continuar hablando con el otro lugareño que bebía en la barra, pero notaba cómo con el rabillo del ojo le vigilaba atentamente. No le molestaba, y agradeció que le dejara en paz. Dio un par de sorbos más y pidió la cuenta ya que por más que se había concentrado en escuchar a los demás bebedores, no oyó prácticamente nada. Tras el viaje en el carromato esperaba divertirse un poco con los chismes de la gente, pero se aburrió aún más que escondido como polizón.
—Por cierto —comentó tras pagar su consumición—. Estoy buscando a Kréinhod Thunderlam, pero he oído que no está en la ciudad. ¿Se sabe a dónde fue?
—No, Desconocido —contestó el tabernero de mala gana.
«Bien, capto el mensaje».
Al rato salió de la taberna aburrido, dispuesto a sumergirse nuevamente en las calles de Wahl para buscar un lugar en el que pasar la noche.
«Debí de haberle preguntado al enano. A saber dónde coño habrá una posada medio decente».
—Bonita casa —espetó para sí mismo asomándose por encima del vallado.
Era mediodía. Harto de vagabundear, pasó la noche en la terraza cubierta de una casa cercana, al resguardo de la implacable lluvia. Había probado en varias casas, pero no halló ninguna vacía y como se había propuesto pasar desapercibido, se conformó con dicha terraza. Ahora la lluvia era fina y casi agradable, el sol incluso caldeaba algo y un hombre algo mayor se acercó a él desde un rincón del jardín que observaba. Sin duda alguna se había percatado de que llevaba veinte minutos recorriendo el perímetro de la casa, por lo que no lo dudó y se acercó a él para cuestionarle.
—¿Le gusta la casa? —le preguntó con cierto aire de recelo.
—¡Sí! Tiene un jardín precioso —afirmó sonriente—. Si no me equivoco, esta es la casa del Sr. Thunderlam. ¿Es usted Kréinhod Thunderlam?
El hombre, a pesar de su madurez y saber estar, se ruborizó ante semejante pregunta.
—¡No, no! ¡Por Dios!
—¿Por Dios? ¿Por cuál de ellos?
—¿Por cuál de ellos? —expresó confuso.
—Sí, sí. Ha dicho: ¡Por Dios! ¿Por qué Dios? —insistió burlonamente. Le encantaba rebatir esa expresión en particular.
—¡Ehmm! No… no… no sé. Yo solo…
—Dejémoslo ahí —zanjó «Desconocido»—. Si usted no es el Sr. Thunderlam, ¿quién es?
—Soy Pekies, su jardinero.
—Excelente jardinero a tenor de lo visto, diría yo. ¿Cuándo volverá el Sr. Thunderlam?
—¡Ehmmm, gracias! No lo sé.
«¿Es que nadie va a saber dónde se ha metido ese tío?».
—¿No le ha dicho cuánto tiempo deberá encargarse del jardín?
—No.
—¿Y si no regresara más? ¿Se encargaría eternamente de su hierba sin cobrar su sueldo?
—¡Ehmmm! Pues… No me ha dicho nada. Yo solo soy su jardinero.
—¿Y quién puede saberlo entonces?
—No sé. Tal vez el capitán Bállindher.
—¿Bállindher? Bien, iré a verle. Es el que se ha quedado al mando, ¿no? —preguntó haciéndose el tonto, pues sabía perfectamente que Bállindher era quien mandaba ahora en Wahl.
Tras despertar había buscado un lugar para el desayuno, y encontró una pequeña taberna que estaba muy concurrida. Y no solo desayunó a cuerpo de rey, como le gustaba hacer, sino que salió bastante bien informado de las vicisitudes de la capital, del reino y con un montón de cotilleos varios que le mantuvieron pegado al taburete de la barra más de dos horas.