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Capítulo 2
Álanor

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El asedio a Álanor estaba resultando de lo más tedioso. En la vida había pensado que un asalto a una fortaleza, la más famosa e inaccesible de todas, además, pudiera resultar tan aburrido. Llevaban una semana acampados alrededor del fortín y ni unos ni otros habían hecho el menor acto de guerra, excepto por los cuatro soldados, calificados como estúpidos e ineptos y merecedores del castigo, que se acercaron más de la cuenta a los muros y fueron abatidos ipso facto por los arqueros de Álanor. Tres eran errantes, pero uno era un soldado de Khormonh. Le fastidió que, mientras él disfrutaba de un baño en la playa, uno de los suyos pudiera ser tan memo como para querer comprobar la dureza de la muralla palpándola con las manos. Evidentemente, no tuvo tiempo de cerciorarse de ello. Había sido tan absurdo que aquello no podía considerarse como un acto de guerra, ni de agresión, ni de defensa siquiera, sino más bien como un acto divino, como si del azulado y despejado cielo hubiera surgido divinamente un rayo y lo hubiese fulminado.

—Por gilipollas —gritó Lékar cuando se enteró de ello—. Como algún otro vuelva a intentar avergonzarme con otra gilipollez así me adelanto y lo desollo vivo antes de cortarle las manos y los pies y clavarlo en una pica hasta que muera con el palo metido por el culo. —Aquella idea le gustó. En cuanto visualizó la puesta en escena empalando a uno de los suyos para dar escarmiento al resto, supo que de algún modo u otro debía de ponerla en práctica.

Lékar no paraba quieto en el mismo sitio, siempre yendo de un lado para otro, ordenando por aquí, organizando por allá, mandando a unos y otras, aunque esas otras no le hacían demasiado caso, algo que comenzaba a exasperarle. Caminaba sin prenda alguna que le cubriera el torso, al igual que la mayoría de los soldados que tenían turno de descanso, aunque adornado con su espadón a la espalda. Debido al creciente calor, solo vestía un fino pantalón gris, el cual había cortado toscamente por encima de las rodillas. Por otro lado, Lékar quiso dar ejemplo a sus hombres, así que fue el primero que renunció a la compañía de una mujer, aunque también era cierto que ya no gozaba de los favores de Gréndhalin y las suyas, por lo que el deseo carnal era prácticamente nulo. Habían raptado un buen número de mujeres en algunos de los poblados que habían asaltado por el camino, pero violarlas no era comparable a yacer con alguna de las Estrelladas. Y tampoco deseaba que sus soldados, preparados desde hacía tiempo para tal momento, convirtieran el hastiado campamento en un burdel que los distrajera demasiado de sus cometidos. Impuso la norma de que mientras durase el asedio, nadie bebería, ni fumaría hierba ni follaría. Nadie.

Todos parecían estar cumpliendo la norma a rajatabla, aunque eso no significaba que estuvieran de acuerdo con ella. Sin embargo, había un grupo que no hacía demasiado caso a las palabras del gigante, saltándose cada noche la última de las indicaciones. Todas las Estrelladas practicaban el sexo asiduamente entre ellas, y es que los cantares sobre sus multitudinarias orgías eran famosos y conocidos en cada rincón de Ixceldior. Lékar había pillado a muchas de ellas realizando esos actos, pero sabía que no podía hacer nada con ellas, algo que sabía que tarde o temprano le traería consecuencias ya que no era capaz de explicárselo adecuadamente a sus hombres. Primero porque él no era su rey y se pasaban por el forro su cargo de general, y segundo porque sabía que era imposible prohibir dicho acto a esas mujeres. Había comprobado que la fama de las Estrelladas acerca de que eran excesivamente promiscuas y lascivas era totalmente merecida. Lo había visto y lo había comprobado en sus propias carnes hasta el punto de que todas las noches anteriores al desencuentro con Gréndhalin tuvo que decir basta, estando más que cansado y harto de follar. Cada mañana se había levantado con el nabo casi desollado y con un dolor tremendo en la punta al mear. Según le contó la reina, ya fuera de día o de noche, cada estrellada lo hacía al menos día sí día no. Y Gréndhalin, según comprobó y le confesó sin el menor reparo, era de las que follaban cada noche con una o más de sus súbditas.

—Al menos follan entre ellas —se consoló Lékar a la tercera noche, tras descubrir a varias decenas de ellas fornicando salvajemente entre los árboles, esperando que sus hombres no se rebelaran y que, pasado un tiempo, perdieran todo deseo carnal. Aunque también era cierto que las esperanzas depositadas en los suyos eran escasas. Sabía que más temprano que tarde tendría que claudicar.

Pero en lo que no estaba dispuesto a claudicar era en el cumplimiento de las obligaciones. Lékar castigaba severamente a aquellos que se distraían, que no estaban a la hora prevista en sus puestos, o a los que abandonaban los suyos para espiar a las impúdicas mujeres. Las Estrelladas no tenían el menor reparo en dejarse observar mientras follaban unas con otras. En las tiendas apenas se las veía, pero sí en el bosque o en la playa. Parecían estar cogiéndole gustillo a fornicar en la arena de la playa, puesto que su reino no daba al mar y aquello parecía resultarles tremendamente excitante. Había pedido por enésima vez que se las dejara en paz y no se las espiase, pero sabía que era una orden imposible de hacer cumplir, por lo que solo castigaba a los que dejaban las tareas de vigilancia para espiarlas. Era imposible apartar la vista de ellas, incluso para él, quien además se había fijado especialmente en una de ellas.

«Neríade…» suspiró cuando Gréndhalin le dijo su nombre, nada más verla ante las puertas de Ilien.

—Es la líder de las Kalís —le informó.

Hasta entonces, Neríade había pasado desapercibida, manteniéndose en un segundo plano y siempre rodeada de las suyas. Lékar apenas había podido reparar en ella puesto que las Estrelladas no llegaron a entablar combate en Valiar, no participaron en las matanzas y saqueos de las pequeñas poblaciones que se encontraron por el camino y tampoco participaba de las orgías que Gréndhalin le organizaba. Y, sin embargo, ahora las tornas parecían haber girado en las Estrelladas, ya que la reina era quien parecía ser una más de no ser por la corona que portaba puesto que Neríade se había hecho con el mando de las cuarenta mil mujeres.

—Es algo parecido a lo que hacen los Tigerlam —le dijo Gréndhalin cuando él la cuestionó por ello el segundo día de campamento.

—No es algo de los Tigerlam. Esa costumbre de Harrezión les viene de tiempos mucho más antiguos. Según dijo el desgraciado tigrecito cuando llegó a Thandroll, esa práctica viene de una ancestral guerra contra la diosa de la Muerte, por lo que si lo de cambiar a un dirigente más apto en tiempos de guerra es una táctica acertada no será mérito de ellos.

—Tal vez no sean tan famosas como la invencible Guardia Dorada de Álanor, pero estoy segura de que las Kalís están a su misma altura —dijo Gréndhalin.

De ningún modo Lékar creyó que la destreza de esas mujeres estuviese al mismo nivel que la formidable escuadra de Álanor, pero en su interior sí que reconoció que causaban cierta impresión. No solo eran terriblemente bellas y esbeltas, altas y fuertes, sino que cada una de las diez mil Kalís llevaba un tatuaje de lo más llamativo. Era una gigantesca enredadera que nacía encima de uno de los ojos y descendía por la sien para rodearlo casi por completo con una pequeña ramificación. Después la enredadera seguía descendiendo justo ante la oreja y bajaba por el cuello y el costado, y recorría toda la pierna hasta llegar a los dedos del pie. Además, a la altura del hombro otra ramificación recorría ese brazo hasta llegar a la uña del dedo índice, y también tenían ramificaciones que acariciaban el bello seno del lado en cuestión, así como también la enredadera tocaba el sexo de cada una de ellas. Y, entre ramas y ramas, pequeños puntos relucían como si de mismísimos diamantes se trataran. Unas Kalís tenían la enredadera recorriendo de arriba abajo su lado izquierdo, mientras que otras la tenían en el lado derecho.

Neríade no era la Kalí más alta, pero sus ciento setenta centímetros desprendían muchísima más energía que cualquiera de los soldados de Khormonh. Su tatuaje recorría todo el lado derecho, y una de las pequeñas estrellas de diamantes estaba en el cuello, justo debajo de la oreja. Era perfectamente visible ya que tenía el cabello muy corto, distribuido en pequeños mechones rizados que le daban el aspecto de estar despeinada. Era pelirroja, de tez clara y firmes ojos amarillos. Un aspecto que primero le pareció fuego puro, pero ahora que llevaba una semana soportándola, le resultaba felino. Y odiaba todo lo que tuviera que ver con gatos, o tigres.

—¡Te dije que debían participar en las guardias! —gritó Lékar al acercarse a la reina—. En una semana no he visto a ninguna de ellas haciendo turnos —apuntó en un tono más conciliador, tras verse apuntado por una veintena de arcos, cuyas miradas tras la cuerda de cada uno de ellos no le hacía dudar de que dispararían sin el menor reparo por más general o gigante que él fuera—. Mucho me temo que, si tú no lo haces, tendré que ser yo quien la ponga en su sitio.

—¿Ponerla en su sitio? —dijo medio riéndose Gréndhalin.

—Si no lo haces tú, tendré que hacerlo yo —esgrimió, mostrándole rabiosamente el puño ante su cara—. Y te aseguro que no le gustará. Ni a ella ni a ti.

—¿Y qué harás? ¿Castigarla con unos azotes? —continuó hablando con sus pícaros ojos celestes y su sensual sonrisa, denotando estar a punto de estallar en carcajadas. Se enfureció aún más.

—Tiene los humos demasiado subidos. Si tú no puedes hacerlo, te repito que seré yo quien tenga que enseñarle quién manda aquí. —Nada más decirlo se giró para emprender airoso el camino en busca de la líder de las Kalís, quien como había hecho estos días atrás a media mañana estaba aleccionando a sus mujeres en el interior del bosque.

—¡Te aconsejo que no lo hagas! —exclamó la reina. Se detuvo tras los dos pasos dados, girándose para encarar de nuevo a Gréndhalin—. Lékar, a mí misma me cuesta a veces que las Kalís acaten mis órdenes porque, aunque yo sea la reina, las Kalís solo obedecen sin rechistar a su líder, y esa… esa es Neríade. Y si lo que piensas es retarla a un duelo para demostrar tu virilidad, te advierto de que lo único que harás será perderla. Incluso si consiguieras vencerla. ¡Piénsalo! ¿Cómo crees que se sentirán tus hombres viendo cómo su gran general, un enorme y poderoso gigante, desafía a una mujer? Lo único que conseguirás será perder. Pero te advierto que no perderías tu hombría solo por retar a una mujer, sino por morder el polvo ante ella. Te crees invencible por ser un gigante, pero Neríade está acostumbrada a batallar cada día con thargros, y muchos de ellos son más grandes y bestias que tú. Híbridos entre hombres y lobos, gigantes y osos, cruzados también con leones o tigres… Neríade se ha merendado a más de uno que medía tres metros, y con las manos desnudas, por lo que puedo asegurarte que no se intimidaría ante ti, y que debido a su férrea y venerada disciplina, tampoco te subestimaría y no dudaría en destriparte vivo para usarte como ejemplo. Así que déjala en paz y métete en tus asuntos, asuntos de débiles y perezosos hombrecillos a los que les cuesta más trabajo de la cuenta mantener la polla mirando para abajo.

—Es… es una mujer —espetó Lékar, a regañadientes y apretando los puños—. No me impresionas con tus… fábulas. Ninguna mujer podría derrotarme. ¡Haz que te obedezcan! No te lo diré más. Si no obedece, yo la haré obedecer.

Lékar, airado, se dirigió hacia la playa. Necesitaba darse un baño para templar los ánimos… «Pero solo esta vez. A la próxima…». Se propuso dejar de pensar en ella.

Hasta el agua salada estaba caliente, por no mencionar los vientos excesivamente cálidos y húmedos que provenían del oeste. Estaba más que acostumbrado al calor, pero el que imperaba en Ilien era seco, mientras que el calor del sur le estaba resultando insoportable. Flotando, con los brazos y piernas extendidas, se quedó observando el inmenso azul del cielo de Harrezión.

El sol también brillaba aquella mañana, despuntando sobre otro cielo azul, aunque salpicado con nubes que se asemejaban a borregos y empujadas por una brisa fría.

—Nos has deshonrado a todos —le reprochó Durgón, empujándole él mismo junto a Yackem, arrojándolo al Páramo de los Efemitas. No cayó al suelo por poco, pero se sintió como si lo hubieran arrojado al fondo de un pozo y vertieran la tierra de medio monte sobre su cabeza—. ¡Lárgate y no vuelvas por aquí! Espero que te revienten la cabeza. —Lékar alcanzó a oír el quedo deseo del Señor de los Gigantes mientras se daba la vuelta y cerraban ambas hojas del grueso portón de madera.

«El destierro efemita…».

Lo habían expulsado de Thandroll por su intento de asesinato sobre Darion. No lo negó, sino que alzó la cabeza y lo admitió libremente. Aquello le había costado la repulsa por parte de los gigantes, que lo expulsaron al Páramo como condena.

«Algún día volveré. Volveré y haré que clavéis la rodilla en el suelo».

En la mochila tenía agua y comida para una semana. Se había ataviado con unas botas marrones de cuero envejecido con un dobladillo blanco de grueso pelo de oveja. Las había elegido porque le resultaban muy cómodas y ya las tenía muy hechas a sus enormes pies. En cambio, para los pegados pantalones había elegido una fina tela marrón que se anudaba con un simple cordón en la cintura, y arriba una camisola también de algodón marrón y fina, pero sin mangas y con una lazada bajo el cuello, desabrochada. El abrigo que había elegido sí era grueso y bien preparado para el frío, de cuero marrón y forrado con borrego blanco. Lo llevaba enrollado y atado bajo la mochila. Y su espadón. Tenía derecho a elegir un arma y eligió un espadón a pesar de que para enfrentarse a los efemitas era preferible el arco, ya que si permitía que se acercaran demasiado, sus habilidades les permitirían entrar en su cabeza y dominarle o hacerla estallar desde dentro, dejándola como una sandía aplastada por una maza. Al menos eso se decía que podían hacer, aunque él no había llegado a comprobarlo. Lo acomodó bien en su espalda, oculto parcialmente por la mochila. Oteó el panorama, desolador, ya que la tierra fronteriza a la empalizada de los gigantes era un erial desértico de vida y vegetación.

«Hacia el sur hay demasiado terreno, y está la empalizada de la coalición… No, no quiero pasar por allí si es que pudiera llegar. Seguro que les habrán puesto en aviso… Paso de ver sus caras… acusándome… De frente iría de lleno a sus asentamientos, sería peor que abrirme en canal yo mismo con mi propia espada, y si tuviera la potra de sortearlos toparía con los thargros…». Echó un ojo hacia el norte, hacia la única dirección en la que no había nada. «Tal vez pueda hacerme a la mar. En Pequeña Isla suelen parar los barcos del Norte cuando se dirigen o vuelven de Saha… Si encuentro madera para hacer una balsa…».

—¡General, general! —Oía en sus adentros, de forma repetitiva, mientras visualizaba el terreno que le llevaría hasta Pequeña Isla. «General…». Entonces le prestó más atención a las voces, y cayó en que estaba soñando, recordando, en la playa… Abrió los ojos de sopetón para regresar a la realidad. Se halló solo y rodeado de agua, oyendo cómo le llamaban. El sonido parecía lejano y tumultuoso, y al indagar sobre su procedencia, se dio cuenta de que el mar se lo llevaba muy adentro. La playa estaba lejos y llena de puntitos, los cuales supuso que debían de tratarse de soldados, apostados en la arena, llamándole.

—¡Joder! ¡Puto mar traicionero! —Comenzó a dar poderosas brazadas.

«Y ninguno de esos mierdas ha venido a buscarme. ¿Iban a dejarme ir, a dejar que desapareciera? Hijos de su puta madre…».

Salió del mar completamente desnudo, siendo observado por los numerosos bañistas, que no eran otros que sus soldados que estaban en turno de descanso.

—¡¿Qué, ninguno pensaba lanzarse al agua?! —Nadie habló, todos los que lo rodeaban estaban realmente acongojados—. Putos cabrones hijos de puta, la próxima…

¡Orúúú! ¡Orúúú! ¡Orúúúúúú!, se oyó de pronto en el campamento.

—Mira por dónde… —dijo al oír los tres berridos del cuerno, apresurándose a terminar de vestirse para salir corriendo a recibir a su rey—. Menos mal, porque si no va a parecer que en lugar de venir a conquistar un castillo hemos venido a conquistar la playa —se dijo, mientras se acoplaba el pantalón.

—Mi general, yo… —musitó Venterk, cabizbajo y avergonzado por su tono de voz.

—Lo sé, Venterk. No tienes que reprocharte nada. No iba por ti. Sé que no sabes nadar y que le tienes auténtico pavor al mar.

—Sí, pero, aun así…

—¡Déjalo! Ya te he dicho que no iban por ti… Aunque deberías intentar quitarte ese miedo y aprender a nadar de una puñetera vez.

—Eeeh, sí.

Cuando el gigante llegó al campamento, Torkian ya llevaba medio camino recorrido. Los soldados habían formado un pasillo por el que avanzaban los cinco jinetes en dirección a la fortaleza asediada. Torkian marchaba en el centro, en cabeza, bien flanqueado por los cuatro jinetes que vestían túnicas negras.

Las cuatro amatistas que culminaban la corona de Torkian refulgían bajo el imponente sol de Harrezión. La corona negra iba a juego con sus oscuros ropajes de cuero, y la H de pecho y capa combinaban con el color de las cuatro piedras preciosas de la corona. Solo la enorme y plateada hebilla del cinturón se desmarcaba del negro y del morado. Torkian siempre mostraba un cuidado aspecto físico, por eso su corta melena y su también corta barba resplandecían impecablemente aseadas sobre su clara piel. Cada vez que lo visitaba en Orguen oía a las mujeres babeando por él. «Es el puto rey. Cómo no iba a ser atractivo. Si le quitas la corona, lo lanzas al barro y le vistes de harapos, verías cómo solo las gordas y feas le dedicaban una mirada». Se complacía diciendo eso a Venterk cuando el rey no podía oírle.

«¿Por qué coño viene con esos?» se preguntó Lékar mientras se acercaba, divisándolo por encima de las cabezas de sus hombres. «Dijo que vendría con escolta, pero no sabía que acudiría con tan solo cuatro Oscuros de Münhscrol».

—¡Majestad! —saludó Lékar cuando llegó hasta la comitiva tras haberse hecho paso arrojando a ambos lados, sin miramientos, a sus soldados.

Ni Torkian ni sus escoltas se detuvieron. El monarca continuó su camino hacia el sur del campamento, acompañado por el gigante que comenzó a caminar a su lado. Gracias a su gran altura podía mirarle desde arriba, a pesar de que Torkian fuera sobre un caballo. Los cuatro túnicas negras se retrasaron un poco, pero no demasiado.

—¿Ha habido algún problema? —le preguntó el rey. A diferencia de los otros cuatro caballos, que eran negros, el suyo era blanco y con motas y pelaje grisáceo. A Lékar le parecía feo, pero reconocía que el porte del animal resultaba impecable.

—Ninguno que no tenga fácil remedio —contestó de forma seca Lékar—. A decir verdad, el asedio está resultando demasiado cómodo y tranquilo «excepto por esas putas». Incluso tedioso.

—Solo ha pasado una semana. Echarás de menos esta calma —habló Torkian, sin mirarle y con la cabeza alta—. ¿Está lista la tienda de mis invitados?

—Sí, tal y como me pidió. Es negra, cuadrada, y está junto a la suya. También hemos puesto las camas como ordenó, una en cada esquina.

—Bien —suspiró Torkian mientras se acercaba al límite del campamento—. ¿La otra también?

—También, siguiendo sus indicaciones. Mi señor… ¿Puedo preguntarle por qué ha venido desde el castillo hasta aquí solo con ellos? —le preguntó en voz baja, intentando que no le escuchasen los cuatro jinetes oscuros que los escoltaban—. No creo que los… hombres… de Münhscrol, ni él mismo, sean de fiar como para hacer de escolta vuestra.

Lékar los llamó hombres, pero la realidad era que no sabía si aquellos seres encapuchados eran humanos. Salvo a su líder, Münhscrol, no había visto el rostro de ninguno de ellos. Lo único que había llegado a ver eran unas esqueléticas y blanquecinas manos que de vez en cuando asomaban por las anchas y largas mangas de las túnicas.

—Haces bien en no fiarte de ellos —contestó el rey—. Pero ellos no… no son siervos de Münhscrol.

Lékar quedó abstraído, indagando aún en las palabras de su monarca.

«Si no sirven a Münhscrol… ¿quiénes cojones son?» se preguntaba, a sabiendas de que hacía muchísimo tiempo que ningún brujo oscuro abandonaba sus territorios. Al menos eso tenía entendido.

Torkian y Lékar se detuvieron al llegar al límite del campamento. Ante ellos solo quedaba una pradera verde de unos mil metros que ascendía suavemente antes de llegar al muro norte de Álanor. El rey observaba minuciosamente la muralla y sus alrededores cuando los cuatro desconocidos jinetes se situaron a la derecha del monarca. Lékar medía casi tres metros, por lo que su cabeza quedaba un poco más alta que la de su rey y sus acompañantes.

—¿Han intentado ponerse en contacto? —preguntó Torkian.

—No. Se mantienen en alerta sobre el muro, pero no han enviado ningún emisario.

—¿Y solo ha entrado la drínan? —le dijo, girando por vez primera su rostro al hablarle. Quedó mudo, sin saber qué responder—. Pudimos verla mientras veníamos, pero estaba algo alejada y alzada en el cielo. No tienes que preocuparte por ello, no disponías de los medios adecuados para acabar con ese pájaro sin que profiriera su grito.

—Münhscrol dice que es capaz de acabar con una sin que llegue a gritar.

—Mis… amigos… también. Pero no me importaría ver de lo que puede ser capaz el Señor de los Territorios Oscuros si vuelve a darse la ocasión. Tal vez cuando salga el pajarraco. Por cierto… ¿Ha comprobado Münhscrol si las defensas mágicas de Álanor continúan activas?

—Ehhhh… creo… creo que no —respondió dubitativo el general—. No que yo sepa.

—¡No que tú sepas! —exclamó encrespado Torkian, mirándole airado con sus ojos oscuros—. ¿Qué respuesta es esa? ¿Acaso te está quedando grande el puesto?

Ningún humano, ni gigante, era capaz como Torkian de hacerle bajar la cabeza. Se avergonzaba de ello, pero no podía hacer nada por remediarlo, y menos sabiendo que le reprendía con razón. Era una de las pocas tareas que le había encargado, pero entre los holgazanes de sus hombres y las promiscuas mujeres, se había despistado y no tenía ni idea de si Münhscrol había llevado a cabo su cometido.

—Siguen activas. —Oyó de pronto, de forma pausada y con voz cavernosa, como si aquella voz hubiera salido de las profundidades más recónditas de una mina abandonada por los enanos.

—Sííí… —apuntó, dilucidando que había sido otro de aquellos encapuchados, con una voz que le pareció idéntica a la del anterior—. Sigue ahí.

Lékar no levantó ni giró la cabeza. A la vergüenza que sentía por cometer errores tan sencillos de haber sido subsanados se había sumado lo que aquellas voces emanaban. No parecían haber sido proferidas por un hombre, por algo humano. La piel se le había erizado y las entrañas se le habían constreñido fríamente.

«¿Qui… quiénes son estos tipos? Si no sirven a Münhscrol… ¿De dónde coño han salido? ¿Y para qué mierda están aquí si el conjuro de protección de Álanor continúa vigente y está claro que solo se puede tomar la fortaleza por la fuerza física?».

La balada del marionetista II

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